Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 24, «Asesino serial»

XXIV

Asesino serial

A Ziploc todo ese bochorno no lo seducía en lo más mínimo. Era completamente indiferente a las imágenes que se sucedían en los escandalosos noticieros de la televisión. Las palabras eran todas las mismas. Se las prestaban de un notero a otro. ¡Asesino serial! ¡Asesino serial! Gritaban a coro los periodistas. Los cables mentirosos llegaban a las mesas de redacción, cada uno inventando una mentira nueva. Que mató a una mujer, que mató a dos, que a tres, que a diez, que cien. ¡A todas! ¿A cuántas? ¡A muchas! Todos hablaban, nadie sabía, todos mentían. La Agencia disfrutaba.
Pero para Ziploc todo era desfachatado.
—Estamos tan mal que cualquier porquería parece un notición.
—No empecés, Schopenhauer.
—No puedo. Veo esto y me pregunto dónde estará el jefe, El Jefe, con mayúscula. En cualquier momento me pongo a llorar.
—¡Chan! ¡Chan! Ya tenés tu tango. “¿Dónde hay un plan, Pérez y Pérez?” como el del viejo Gómez y la piedra pómez. –El viejo bromeó con ganas–. A la gente no le importan las muertas, Schopenhauer. Mina más, mina menos. ¿A quién le importa? ¡Sabés las minas que matan y nadie se entera! La tiran en el río, la esconden en la montaña, la entierran en una estancia. Montones. Pero a la gente le importa el asesino, Ziploc, no las minas. El asesino es la estrella. ¿Quién es? ¿Cómo se llama? ¿Qué cara tiene? ¿Es lindo? ¿Es rubio? ¿Es negro? Eso le importa.
¿Un cadáver sin cabeza y sin manos flotando en las proximidades de la ribera norte del río? Esa no era noticia. Ziploc decía que esa indiferencia era el resultado de que la gente tenía el hábito de morirse de las maneras más extrañas. Y de matarse los unos a los otros. Bromeaba con que la gente, muchas veces, perdía la cabeza por zonceras.
—¿Y las manos? –preguntó cínico el viejo.
—Las debe haber metido en la lata, un mal de este país.
—Pero ya tiene nombre: “El loco de la ruta”.
Ziploc sonrió distraído.
—Ridículo –dijo–. Qué viaja, ¿en auto, en bici, en moto?
—En bondi. –El viejo tampoco creía que la historia fuera tan buena.
—Como al fiambre lo encontraron en el río, va en bote.
—O canoa.
—O balsa. ¡Con mi balsa yo me iré a navegar! –Ziploc cantó animoso.
—“El loco de la ruta”. Los muchachos no se esforzaron mucho por inventar un nombre –el viejo estaba algo decepcionado–. Pero al final, todo suma.
El Petiso Orejudo, ¡ese fue un apodo genial! Santos Godino, el Petiso Orejudo. –Ziploc festejó entusiasmado–. Un monstruo que robaba niños. ¡Si Enriqueta supiera algo de historia, de lo que sería capaz! ¡Santos Godino!
Santos Godino, el que robaba niños hermosos, pequeños, muy pequeños. Los llevaba a los oscuros rincones de la muerte y ahí los ejecutaba lentamente, saboreando el asesinato.
—¿Y El Mateocho? –Dijo el viejo memorioso.
—¿El Maté qué? –Ziploc no conocía esa historia.
—El Mateocho. Ocho asesinatos en la estancia “Buena Suerte”. ¿Te das cuenta? Los mataron a todos en la estancia la “Buena Suerte”. –El viejo consideró que Dios podía ser tan cínico como cualquiera de ellos dos. Hacer matar a ocho personas donde se prometía buena suerte era una ironía que ni a la Agencia se le hubiera ocurrido.
—Mató a sus hermanos, sus cuñadas, las sobrinas y dos que la ligaron sin comerla ni beberla, como siempre.
—Pero ese por lo menos mató a ocho. El “loco nuestro” mató a una y hay un quilombo como si fuera un genocidio.
—Ponele onda, Schopenhauer, con el diario del lunes todo es fácil. Ponele onda.
A Ziploc, de todos modos, la noticia sobre la muerta sin cabeza ni manos le parecía algo exagerada. Era una muerta, después de todo. No daba para un asesino serial.
La exageración llamaba la atención de los indiscretos. Él prefería las noticias en pequeñas dosis, como el veneno, de a poco, sin excesos, porque de ese modo pasa desapercibido hasta que acumula en los tejidos su efecto terminal. La dosis medida; la austeridad también podía servir para impedir que algunos errores queden en evidencia.
No confiaba en la seriedad de Enriqueta Martí pa’ servirle en lo que necesite. En la de “Foreign” ni hablar. Tipo raro, siempre de joda, como si nada le preocupara. A lo largo de su vida solo los que gozaban de verdadera impunidad se comportaban de ese modo. Siempre displicentes, como embobados, idos, pero tomando nota de todo lo que ocurría a su alrededor, jugando a la vida y jugando a la muerte. Un tipo como para desconfiar como todos los protegidos.
El asunto del tatuaje siempre le quedó atragantado. Con ese tatuaje bastaba para identificar a la mujer. “Y ahí te quiero ver, ¡papito! Así pensaba Ziploc y así lo manifestaba. El viejo se cansó de discutírselo y abandonó la lucha. Cuando a Ziploc se le metía algo en la cabeza era imposible sacárselo.
—Yo le hubiera extirpado el tatuaje, eso de que “El Morro” se hizo el gil en el informe no me conforma. Yo lo hubiese arrancado de raíz. Chau tatuaje, que te reconozca Magoya.
—Tené algo de fe, Schopenhauer. No tiene importancia. Ya te lo expliqué cien veces. El tatuaje no importa. Había que cumplir la orden número cinco.
—Fotos, viejo, fotos. Le tengo miedo a las fotos. Ahí están lo de la científica, dale con la camarita, dale con la camarita. Y vos que me rompés las pelotas con la orden número cinco. Si no me vas a decir qué es esa orden no me la menciones más.
—¿Cuándo te dejé pagando, Schopenhauer? Está todo bajo control.
—Sí, claro. ¿Bajo control de la Enriqueta y “Foreign”? Dejate de joder, viejo. Con todo respeto.
—En último caso todo esto está bajo el control de López Teghi. Por eso nadie tiene miedo de nada.
—Yo, en ese caso, estaría cagado en las patas. Por cualquier cosa que se salga de madre, alguno de acá va a cagar. Acordate viejito lo que te digo.
El viejo estaba de acuerdo, pero no lo podía decir. Por eso le dijo a Enriqueta que se mirara al espejo para ver cómo sería su propio final.
Los periodistas exageraban cada vez más la noticia. “El loco de la ruta” se hizo famoso en apenas minutos. Placas rojas con letras blancas, músicas estridentes, locutores que gritaban silabeando con malicia, otras músicas feroces. ¡Loco de la ruta! ¡Loco de la ruta! Sonaba latoso el nombre en todos los medios.
Ziploc seguía pensando que la exageración resultaba poco convincente. Una muerta que nadie conocía, una noticia que recorría el mundo. Demasiado. El exceso nunca es bueno.
—Se empieza por una, Schopenhauer. Una muerta, un asesino serial, diez periodistas hablando huevadas. Si los escuchás, parece que encontraron cien muertas. ¿Viste cómo los tipos pueden hablar dos horas y no decir nada? Son unos genios. Suena la orquesta, suena. Cuando precisás ¡Zas! ¡Mina menos! ¡Ma’qué ni una menos! ¡Otra menos! ¿Quién fue? “El loco de la ruta”. Está bueno. Pobre pero eficaz. La hija del jefe ese en cualquier momento entra en la lista. Dejá que siga jodiendo.
Pero lo que a Ziploc lo tenía hecho una furia no era la noticia de la muerta decapitada flotando a la deriva, ni la exageración de los periodistas a sueldo. Era lo que dijo el papa.
—El loco de la ruta me importa un carajo. Lo que me caliente es el papa.
—¿El papa te calienta? ¿Te volviste gay?
—No hablés boludeces. Me calienta el maldito papa comunista.
—¡Otra vez con el papa! ¿Y ahora qué te hizo, Schopenhauer?
—¿Cómo qué me hizo? ¿No lees los diarios?
—No. –La franqueza del viejo lo descolocó.
—¿Qué clase de jefe sos vos que no leés los diarios?
—Uno que se quiere rajar a la mierda, Schopenhauer. Me quiero jubilar de una buena vez. ¡Chau, picho! ¡Chau! ¡Me voy y no les veo más la cara a ninguno!
—¿No sabés lo que dijo el papa?
—Ave María purísima, sin pecado concebida.
—Dijo que hacer un aborto es como llamar a un sicario para arreglar un asunto.
—¡Uh! Eso sí que te dolió.
—¡Qué hijo de puta!
—Sabés qué pasa, Schopenhauer, el cura no da pie con bola. Y entonces dice boludeces. Tá’ pensando en Trump, en Putin y se le suelta la cadena. Tenele paciencia.
—¡No! Ese no puede ser papa. ¿Quién lo eligió?
—Los cardenales, Schopenhauer, los cardenales, quién lo va a elegir. Fumata blanca, papá, fumata blanca.
—Fumata, fumata; marihuana transgénica se fumaron. Estarían drogados. De eso estoy seguro.
—Los cardenales no se drogan, Ziploc. Se elevan por encima del común de la gente, se elevan espiritualmente. Huelen incienso en las noches de rezo. No es droga, es incienso.
—Ahora resulta que yo soy abortista. ¡Yo! ¡Justo yo! Bastante que me tengo que comer cuando me mandan a ver “la marea verde”. Me tiene los huevos llenos la marea verde y todas esas pendejas que van cantando, no sé qué porquerías. Lleno de putos, de travestis. ¡Dejame de joder!
—Debe de haber sicarios abortistas. Hay de todo en la viña del señor, Ziploc. Hay de todo. Si no mirá alrededor nuestro.
—Un sicario defiende la vida.
—¿Te parece?
—¡Claro! Hacés tu trabajo para que otros vivan tranquilos. ¿O no?
—Tu punto de vista tiene su fundamento.
—Yo defiendo la vida, siempre. Lo llevo a mi pibe a misa, lo hago confesarse, que comulgue, que le rece a la Virgen y a todos los santos. ¡Hay que defender la vida! Pero decir que abortar es como llamar un sicario para arreglar un problema… yo no sé a dónde vamos a ir a parar con un papa comunista.
—El papa no es comunista, es peronista.
—Me cago en la diferencia.
—También dijo que el que apoya el aborto es nazi.
—¿Eso dijo?
—¿No lo leíste en los diarios?
—No, eso no lo leí.
—¿Qué clase de tipo sos que no lees los diarios?
—No me jodas viejo –Ziploc no bromeaba–. ¿De verdad dijo que el que apoyaba el aborto es nazi?
—Eso dijo su santidad.
—¿Te das cuenta? ¡Los que apoyan el aborto son todos comunistas! ¡Zurdos! ¡Zurdos!
—Hablá con propiedad, Schopenhauer. Zurdos de mierda.
—Eso –Ziploc apoyó con entusiasmo–. Con este papa nos vamos a la mierda. Peroncho, zurdo, planero, un desastre.
—Vas a terminar ateo, Schopenhauer.
—Y, casi, casi.

2

Iniustitiam recibió los resultados de la autopsia del cadáver que se encontró en la ribera norte del río.
Tenía en su poder una nueva comunicación de Sarmiza sobre la chica del tatuaje. El asunto empezó a molestarlo. En el escrito que la abogada presentó en representación de Guadalupe figuraba ese detalle. Y ese detalle no podía haber sido inventado por una loca, una “desviadita” sexual.
Ella dejó constancia que su clienta estuvo secuestrada en un lugar donde una joven mujer fue atacada por sus secuestradores y que pudo identificar una seña muy particular: el tatuaje de un trébol negro de cuatro hojas que contrastaba fuertemente contra la piel blanca del pecho. Sarmiza le advirtió al fiscal que en todas las redes feministas o que trataban los derechos de las mujeres esa información estaba circulando junto con dos fotos que mostraban claramente el mencionado tatuaje.
Pensó si no debería hacerle llegar a López Teghi una sugerencia, aunque sabía que ese jefe era poco afecto a que sus subordinados le dijesen lo que tenía que hacer. Otra música era con “Pérez y Pérez”, siempre dispuesto a escuchar consejos y a dar cabida a todas las propuestas. Pero ese ya no estaba, y este otro medía, pesaba y consideraba a los subordinados por el resultado que le arrojara su planilla de cálculo.
Iniustitiam tenía, de todos modos, sus propios recursos para hacerle saber a “Pérez y Pérez” como marchaban los asuntos públicos. No esperaba que aquel se pusiera en contacto con él, sabía que eso no podía ocurrir. Teléfonos intervenidos, email controlados, correspondencia sin privacidad. Pero a él, saber que su antiguo jefe estaba en conocimiento de todo lo que ocurría en la Agencia, le daba cierta seguridad de que nada terminaría en una verdadera catástrofe. “Pérez y Pérez” no lo hubiera permitido, buscaría el modo de intervenir.
Al fiscal, sin saber la opinión de Ziploc y el viejo, sicarios con los que no podía tener ninguna relación, también le parecía un poco exagerada la idea de que se atribuyera un asesinato a un asesino serial. “El loco de la ruta” era como una leyenda no del todo bien prevista. Tal vez luego de cinco o seis muertes respetando el mismo patrón, se podría haber echado a rodar la confidencia de que se estaba ante un émulo local de Ted Bundy, o un imitador de Robledo Puch, alguien de quien la opinión pública conservaba fresco el recuerdo de sus crímenes.
El Petiso Orejudo era de novela, pero la inmensa mayoría de la gente no tenía ni idea de quién se trataba y había que remontarse más de setenta años atrás para hablar de él y sus crímenes.
Ya había llamado a declarar a Guadalupe, la clienta de la Dra. Sarmiza. Antes de la aparición de la chica del tatuaje, estaba dispuesto a triturarla. Pero con esa evidencia circulando por todos los bufetes de los abogados penalistas, cambió de estrategia. Sería suave, delicado, amoroso. Haría que la muchacha se sintiera cómoda y dispuesta a decirle todo lo que debiera decirle. Descontaba que la abogada la prepararía para hacer una declaración brillante, sin fisuras.
Por un momento especuló con la posibilidad de que el cadáver de la amante de Guadalupe, la tal Ámbar, apareciera como la chica del tatuaje. Eso sería un verdadero escándalo. Él ignoraba qué juego jugaba la Agencia con ese atentado, secuestros y muerte. Era apenas un peón en todo ese tablero en el que, se decía, se jugaban secretos de Estado que nadie quería que fueran expuestos a la luz de la opinión pública. ¿López Huidobro era uno de ellos? Iniustitiam se preparaba para el retorno de Juana de Arco, la verdadera heroína que acabo con el ilustre coronel.
¿Y qué decir de los rumores que empezaban a circular sobre una red de pedófilos que compraban niños para sus orgías?
Eso le ponía la piel de gallina. Incluso para muchos de la propia Agencia era un crimen horrible. También para él. Podía comprender muchos asuntos de Estado, pero los niños… los niños…
Algún libremercadista, de esos que pululan por los medios alabando las lacras del capitalismo contemporáneo, le hubiese dicho que así es el mercado y que al mercado no se lo puede controlar si no es desde sus propias entrañas.
¿Red de narcotráfico? Construye la propia y entonces estarás en condiciones de controlar el mercado. La cúspide del sistema, la DEA. ¿Quién no lo sabía? EEUU, el gran productor y consumidor de todas las variaciones de droga de diseño, marihuana transgénica y cocaína sintética. “Este es mi mercado y nadie me lo puede disputar” era la máxima que guiaba su accionar. Dinero y vicio bajo tutela. Capitalismo puro.
De lo contrario, ante el mercado, la posición se reduce a simple espectador de lo que otros deciden y comercian. El usufructo no es despreciable. Iniustitiam tenía la cifra del comercio mundial de drogas, Setecientos mil millones de dólares. Más que un PBI argentino.

¿El argumento para disputar el mercado? La condición humana. Esa respuesta servía para todo. El dinero no tiene otra entraña más que la codicia, reconoce a su dueño y su amor entre ambos es mutuo y apasionado.
El dinero ama a su dueño y su dueño es capaz hasta de morir por él. No hay amor por nada ni por nadie que supere ese sentimiento de arrojo como el que provoca el dinero, la fortuna que se acumuló luego de tantas traiciones justifica cualquier crimen, cualquier felonía. Y no hay ningún vicio por más inmundo que aparezca en un principio, que no merezca hacerse dinero. ¿Cómo se justifica? Por la condición humana. Lo malsano, lo podrido, lo corrupto no es un problema de clase, es un problema intrínseco de la condición humana. Pon un humano con algún dinero en el bolsillo y en poco tiempo será un corrupto, un perverso, un desgraciado. ¿Explicación? De carne somos.
Dinero y condición humana van de la mano a todos lados y en todas partes.
¿Narcotráfico? La condición humana. ¿Prostitución? La condición humana. ¿Pedofilia? La condición humana. ¿Esclavitud sexual y laboral? La condición humana.
Los animales no matan por dinero, o por amor, o por celo. Matan para alimentarse. Lo justo y necesario. ¿Los seres humanos? Matan por dinero. En todas sus formas. Por oro. Por diamantes. Por petróleo. Por dólares. Por euros. Por poder.
Y él, abogado penalista, fiscal federal, lo sabía mejor que nadie. El crimen por dinero era lo habitual, rara vez por amor, rara vez por verdadera ira. Y cuando aparecía como un crimen pasional o producto de la pura locura, siempre que se hurgaba en su sustancia, aparecía el dinero en el ADN del delito. ¿Solo el dinero el motivo del crimen? No, pero era su mandamás por excelencia.
¿Podía modificarse la condición humana? El fiscal federal respondía decididamente ¡no! No iban a hablarle a él del hombre nuevo. Ficciones. Como un hombre nuevo era imposible, entonces cabía adaptarse a las circunstancias. “Pérez y Pérez” volvería a citar incansable a Ortega y Gasset. Lo amaba. “Yo y mi circunstancia”. Extraordinario.
Si la droga, la prostitución, el crimen organizado, el femicidio, la pedofilia y todo otro delito que se conociese, iba a existir in saecula saeculorum, no había excusa para no meterse entre sus íntimos pliegues y haciendo que sirva a una causa y brinde los frutos a una clase.
Conocía todos estos argumentos.
Pero con el asunto de la prostitución infantil todo se volvía dramático.
Con los niños, el crimen entraba en otra dimensión, una que solía desencadenar iras profundas y exigencias de justicias ineludibles. El rumor hasta entonces se expandía por los subsuelos de la criminalidad. Pero, diría el paisano, cuando el río suena es porque agua trae.

3

El comisario de la seccional de la zona donde la Dra. Sarmiza afirmaba habían baleado a la pareja de su clienta y secuestrado a ella misma, le pidió una reunión reservada. Iniustitiam estaba seguro de qué quería hablarle el oficial de policía. No abrigaba duda de que se trataba de la chica del tatuaje.
El caso empezaba a sonar en todos los medios. El hombre imaginaba una próxima visita de Sarmiza gritándole desde la televisión, la radio, los diarios, en la puerta misma de la comisaría “¡Yo te lo dije, hijo de perra! ¡Yo te lo dije y no hiciste nada! Escándalo en puerta. Conociendo a Sarmiza como la conocía, sabía que ella se ocuparía de acabar con su carrera, en destruir su reputación hasta no dejar nada de ella, solo escombros miserables.
Fiscal y comisario se preguntaban por qué no se había suprimido el tatuaje del cuerpo, una señal imposible de disimular. Muy fácil cuando se encontró el cadáver. Hasta el propio forense podía haberlo hecho encerrado en la morguera. Allí nadie podía controlarlo. Todo ese escándalo podía haberse impedido desde el hallazgo del cuerpo.
Pero no fue así. Si Iniustitiam tuviera amistad con Ziploc o el viejo, podría saber por qué pasó lo que pasó. Ziploc hubiera dicho “yo lo advertí”. Pero el viejo le hubiera cantado la precisa. Él sabía quién y por qué dio esa orden. La falta de perspectiva impide ver la sustancia real de un asunto.
El fiscal volvió sobre el informe de autopsia en él que se había omitido mencionar lo del tatuaje. Eso no podía explicarse como un simple error. Era una omisión deliberada, salvo que el forense fuera un estúpido que pudo pasar por alto un dato que estaba a la vista, un trébol negro de cuatro hojas estampado algo por encima del nacimiento del seno izquierdo. Imposible no verlo, imposible no mencionarlo.
El mismo estaba en todas fotos que el departamento de la policía científica había tomado del cadáver. Pero no solo la fuerza federal tenía esas fotografías. Los bonaerenses poseían un álbum de la muerte a todo color y vendían las fotos al mejor postor. En pocos días, todos los diarios del país tendrían en sus portadas la foto de la “chica del tatuaje”. Así se la pasó a llamar. A Ziploc le gustaba más ese nombre que Cindy, “nombre de puta”, como dijo cuando Enriqueta se lo mencionó.
En cambio, “la chica del tatuaje” sonaba hasta novela. A miniserie. A filme de Hollywood.
A las fotos federales y bonaerenses había que sumarles las que vendían los muchachos de la morgue judicial. Proveedores de un mercado más que exclusivo.
Iniustitiam estaba obligado a imputar al perito forense por desidia, por indolencia profesional, por incumpliendo de los deberes de funcionario público.
Cuando leyó la firma del forense supo que todo iba a terminar mal, muy mal.
Se trataba del famoso “El Morro”, un personaje siniestro que más de uno en el sistema judicial deseaba verlo caer, luego de la atropellada que el propio López Teghi le pegó a un fiscal y un juez amenazándolos con hacer públicas fotografías de sus intimidades.
El fiscal recordaba perfectamente que “Pérez y Pérez” repudió el procedimiento para la liberación de “El Morro”, y no porque “El Morro” se había atrevido a amenazarlo con ayudar a López Teghi a destituirlo cuando el escabroso asunto de la sexualidad impúdica del coronel López Huidobro.
“Pérez y Pérez” le dijo al propio López Teghi que los jueces, los fiscales, los abogados se vengarían de ese procedimiento espurio. Una cosa era conocer la intimidad amatoria de jueces, fiscales, y otra muy distinta era reconocer que se poseían ciertas fotos comprometedoras y que se estaba dispuesto a hacerlas públicas si no se avenían a los deseos de la Agencia.
En época de “Pérez y Pérez”, la Agencia solía ser cuidadosa con esas amenazas, se las deslizaba casi de modo imperceptible para que el imputado supiera a qué se exponía. Como en un juego de naipes, solo se orejeaba la carta ganadora, pero nunca se la mostraba. Reinafé compartía los procedimientos de “Pérez y Pérez”, pero en los últimos tiempos había modificado su comportamiento a otra más laxo. Permitía que “los monstruos” asomen la cabeza. El único modo de decapitarlos con seguridad.
Pero, vicisitudes de la política, el hombrecito que andaba con su martillo golpeando todas las cosas, fue tan atrevido, amenazante por obtener la libertad de “El Morro”, qué fiscal y juez debieron ceder a su amenaza.
“El Morro”, de quien estaba probado había asesinado a su esposa rociándola con ácidos, fue liberado. De “femicidio agravado por el vínculo” se pasó a una carátula liviana, “muerte por uso indebido de sustancias peligrosas”. La pobre mujer terminó siendo la responsable de su propia muerte, por beber dos tipos de ácidos diferentes y el tercero arrojárselo en la ingle para descubrir su efecto descarnador entre las piernas.
El rencor es un sentimiento poderoso. El rencor es el elixir de la venganza, el fluido vital que la mantiene activa, expectante, saludable. Juez y fiscal conservaron su rencor en estado puro, incontaminado. Lo cultivaron amablemente. Si el poeta cantó “cultivo una rosa blanca en julio como en enero”1, ellos, seguramente, poetizaron el suyo melodiando “cultivo un rencor poderoso todos los meses del año” para hacerle pagar su crimen al rufián de “El Morro” y a su protector, López Teghi. El escándalo indicaba que iría ascendiendo en la jerarquía institucional, hasta alcanzar al alcahuete presidencial y hasta el mismo señor presidente que no podría refugiarse en Netflix, aunque fuera lo que más querría.
Cuando la familia judicial supiese de que “El Morro” omitió deliberadamente un dato esclarecedor de un brutal asesinato, irían por él como los perros de presa van tras su víctima.
El fiscal federal Dr. Carlos Iniustitiam comprendió que empezaba a manipular varias bombas de tiempo que podía estallar todas al mismo tiempo. Él no expondría su bonita carrera a tamaño estropicio.
La chica del tatuaje de quien nadie sabía el nombre y ni conocía el rostro salvo Guadalupe, desde su lugar en la muerte empezaba a cavar una fosa grande y profunda para los que decidieron asesinarla, sin tener presente que, a veces, los muertos encuentran el modo de hablar de su crimen de una manera imposible de acallar.


[1] Cultivo una rosa blanca, José Martí.

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