Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 23, «Muertos que hablan»

Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 23, «Muertos que hablan»

Muertos que hablan

1

Faustino hurgó entre los huesos. Los había pequeños y de a montones. Los ratones de ojitos rojos lo miraban ansiosos por saber si estaba dispuesto a convocarlos en la requisa. No todos los recién llegados tenían el mismo carácter hosco, los hubo, en alguna oportunidad, parranderos y borrachines que divirtieron a los roedores con sus canciones y vahos de alcohol que emanaban, sin protocolos, de sus coágulos.
Pero este recién llegado parecía poco dispuesto a compartir nada.
Ellos eran expertos en rascar el tuétano de todos los huesos luego de devorar las carnes. Ansiaban saborear esos restos descarnados que quedaron de las últimas profanaciones. Intentaron aproximarse varias veces, pero Faustino los espantó blandiendo una vara que estaba hundida en la tierra anegada del fondo del pozo en la orilla.
Los ratones eran muy pendencieros. ¿De pequeños dientes? Pero muy filosos y sus ataques eran muy bien coordinados y llevados adelante por decenas de ellos. Eran verdaderos depredadores.
Además, estaban acostumbrados a las condiciones del pozo y en su hondura húmeda y pastosa eran los que gozaban de indudables ventajas.
Olían los olores que fueran. Podían distinguir el matiz de los perfumes que se apilaban desde el fondo profundo hacia arriba. Reconocían capa a capa los enviados a la muerte que habían sido depositados como basura cada tanto. Ninguno, nunca, se les había pasado por alto ni equivocado su identidad. El último en llegar fue Faustino, que los garroteaba parejo todo el tiempo por poner a salvo los huesitos de los niños, los únicos que le dieron cierta ternura. Los vio tan pequeños, tan solitarios que tomó rápidamente partido por ellos contra los ratones. Los ratones, llevados de su vasta experiencia depredadora, concluyeron que con ese recién llegado las cosas se pondrían espesas. Esperarían la oscuridad para volver al ataque.
Allí no había nunca demasiada luz, y los amaneceres o los atardeceres no diferían demasiado unos de otros porque la penumbra propia del pozo los igualaba velándolos a los ojos de cualquier curioso. De todos modos, los curiosos no abundaban; nadie se animaba a curiosear ni por las inmediaciones del rústico osario de las quintas. Hasta los chupados sabían esquivar el camino que los conducía a él.
En la noche, la oscuridad del pozo era total. Por un raro artilugio, la luna nunca se posaba sobre su entrada. Estaba siempre o algo más acá o algo más allá de la boca del hoyo. El día que la luna iluminara de lleno la entrada y dejara ver su verdadero contenido, sería el día de las revelaciones. Los niños saldrían a la superficie y harían saber a todo el mundo sus verdades.
Toda la ribera, donde estaba la tumba, no era un lugar para los hombres y los ratones lo sabían perfectamente. Cuando los más díscolos empezaban a reclamar tierras para trabajarla, el patrón les mandaba a decir por los matones que sí, que les daría esas tierras que pedían, que veía con buenos ojos hombres tan ansiosos por trabajar sus propias tierras. Los mandaba en dirección al pozo, a la orilla mugrosa. A todos se les pasaban al momento las veleidades y camorras.
Mensúes y bolivianos huían de las tramposas orillas del riacho podrido y esquivaban el agujero como si fuera la entrada misma del infierno. Cuando debían pasar por sus cercanías, porque el patrón lo mandó para hacer un mandado (su orden era más sagrada que la hostia del cura), o cuando los embromaba ofrendándoles las tierras inútiles, buscaban mantener buena distancia de esa boca inmunda. Una resbalada por accidente o un empujón de los matones era suficiente para mandarlos al fondo donde, entre el lodazal y las demás inmundicias, morirían más o menos rápidamente. Todos ellos se santiguaban repetidamente invocando la protección de algún diosito y alguna que otra virgencita, bajo la desoladora mirada de los pequeños ratones de ojitos rojos que los amenazaban gustosos.
Otro asunto con el que había que lidiar era la gusanada, indiferente y perseverante como ningún ratón lo había sido durante toda la evolución. Gordos, aunque lentos, no cejaban nunca en su titánica labor desintegradora. Se arrastraban entre las pudriciones con solemnidad; sus cuerpos se contraían y expandían en rítmico movimiento, como si el más viejo de todos los gusanos, varias veces centenario, tuviera un don invisible que imponía coordinación y entusiasmo a toda la prole. Y los ratones nunca se involucraban con ellos, era a los únicos que respetaban sin necesidad que les dieran palo y palo para ponerlos a raya. Cosa de la naturaleza de unos y otros. Decían los muertos más viejos que los ratones sentían repugnancia de los gusanos, pero que, a estos, eso les importaba muy poco.
Los ratones maldijeron que ese recién llegado los espantara como lo hacía esa mujer desde hacía más de un año. Con Gloria habían reñido todo ese tiempo y ella siempre los sacaba carpiendo, apenas los veía llegar por las laderas del hoyo hacia las profundidades donde se almacenaba la muerte en esa especie de cofre terroso. Gloria exigía que todo permaneciera cómo había sido arrojado a la espera de que la próxima crecida llevara hasta la superficie la verdad de lo que se almacenaba en la fosa. Esos a los ratones los indisponía permanentemente, ellos querían el osario con exclusividad y ella como prueba de tantos crímenes.
Faustino cuando la vio no supo qué decirle. Ni hola, ni que tal, ni tanto que te he buscado. Quedó sin palabras. Ella, en cambio, le sonrió como si lo hubiera visto hacía un ratito, como si hubieran mateado juntos, como solían hacer antes de que él se fuera a custodiar a «La Reliquia» para lo que había sido elegido.
Después de un largo silencio atinó a saludar corto de palabras, como siempre.
—Hola, madre –fue lo único que dijo. Y continuó con su vara espantando a los más osados e insistentes de los ratones. Los otros permanecían expectantes, esperando la noche para hacer de las suyas
—Hijo querido, que andás haciendo aquí. ¿Cómo fue que has venido a dar a este hoyo de mala muerte? No has recordado tanto consejo que te di durante años.
—Vine a buscarla, madre. Extrañaba no estuviera en la casa.
—La casa son solo paredes. El hogar era usted. Me he quedado sin nada, todo me lo arrebataron.
—¿Quién se lo arrebató?
—Los que vinieron a preguntar por usted y por el Rudecindo. También querían saber de la bandera. Pero por la bandera preguntaban cómo asustados.
—¿Quiénes eran?
—Yo no los conocía ni supe sus nombres. Vinieron y me preguntaban por usted, el Rudecindo y la bandera, como le dije. Preguntaron todo el tiempo, muchas veces, de mala manera. Como hacía su padre cuando se empedaba.
—¡Hijos de puta! –Faustino estaba realmente enfadado–. Si supiera sus nombres saldría a buscarlos ahora mismo. –Gloria no pudo sino sonreír cariñosamente. “Muchacho entusiasta” –dijo para sí misma– “ya comprenderá de qué se trata todo esto”. Iba como a acariciarlo, pero luego pensó que era mejor esperar la oportunidad correcta.
—No será necesario que usted los vaya a buscar –le dijo sin dejar de observar el movimiento perverso de los ratones–. Los niños se ocuparán de todos ellos.
—¿Los niños?
—Los niños, si, los niños.
—¿Y cómo podrán hacer eso los niños?
—Ya verá, ya verá. Los niños saben mejor que los viejos lo que hay que hacer.
—¿Y entones que debo hacer yo, madre?
—Cuidar a los niños, que no los coman los ratones. Los ratones quieren que todo quede encerrado aquí, en los fondos roñosos del pozo. En cambio, los gusanos no quieren saber nada con los niños. Cuando llegue la crecida, los niños flotaran como burbujas blancas y la gente los recogerá en la superficie. Entonces podrán decir sus testimonios, todos y cada uno recitarán sus historias y los hombres allá arriba harán justicia.
—Bien hice entonces en mantener a raya a estos ratones.
—Sí, ha estado despierto, se ve. Aquí es importante estar siempre despierto. En la noche se pone difícil porque nosotros no vemos nada y ellos ven como si fuera de día. Por eso tienen los ojos rojos, para poder ver lo que nosotros nunca podremos ver.
—¿Los niños también se encargarán de este patrón? –Faustino tenía especial esperanza de que a ese desgraciado mandón lo alcanzara la venganza de los niños.
—En realidad, debo decirle, al patrón nunca nadie lo ha visto. Aquí dicen los muertos más viejos que no existe ningún patrón, que esto es propiedad de gente de la ciudad, burócratas importantes que se robaron estas tierras para esconder sus porquerías. Gente que nunca viene a la zona. Mandan unos desgraciados a cazar niños y a veces mujeres jóvenes, carne fresca para sus fiestas. Cuando suena el Ángelus todos huyen porque empieza la cacería. Los únicos que no pueden huir son los niños que tienen las piernas cortitas y son capturados con facilidad. Por eso hay que protegerlos como a ningún otro. Ellos son nuestro testimonio.
Gloria apilaba los huesitos para defenderlos de la arremetida de los ratones. Faustino sintió cierta congoja al verla de ese modo, metiendo la mano en el lodazal para cosechar esos fragmentos de niños.
—Yo debo disculparme, madre, con usted.
—¿Por qué cree eso, m’hijito?
—La dejé sola por andar en mis cosas y mire usted lo que pasó.
—¿Sus cosas? ¡No! Eran cosas de todos. La Bandera es de todos, ¿no le parece?
—Pero mire lo que pasó, madre.

—¿Y qué pasó que no ocurra siempre desde los tiempos de la revolución? ¿O mejor suerte tuvo el secretario que murió envenenado?
—Pero no con usted, madre.
—¿Y con la madre de otro sí debía pasar?
—No, claro que no, madre. Pero soy responsable de lo que pasó.
—Lo que pasó, hijito, iba a pasar, nadie podía evitarlo. Usté’ no es responsable de nada. ¿Se fue acaso de parranda?
—No, madre. Me fui a prestar servicio.
—¿Entonces?
—Cuénteme cómo fue, quiero saberlo de su boca.
—Vinieron tres hombres y dos mujeres a cara descubierta. Cuando los veo me digo “si estos no esconden la cara es porque vienen a matarme”. Así que me armé de coraje. Si hubiera tenido machete a mano alguno venía al pozo conmigo. Pero el machete no estaba. De seguro me lo habían quitado antes para que no los pudiera machetear.
—¿Quién le quitó su machete?
—No tuve tiempo de averiguarlo. Pero yo presumo que fueron ellos que entraron al rancho y lo robaron. ¿Quién otro iba de hacerlo?
—¿Y qué querían, madre?
—Preguntaban por usted, hijito, por Rudecindo y por la Bandera. Querían la Bandera a toda costa. Pero yo no les dije nada. Nunca fui delatora. Me enseñaron de chiquita que la Bandera no se entrega nunca, aunque a uno la maten. ¿No es así?
—Sí, madre. Así es. ¿Estaba la mujer que ocupa su casa?
—¿La conoció?
—Claro madre. Allí fui a buscarla y me encontré con esa mujer y supe que algo malo había pasado.
—Ella y otra. Eran dos.
—¿Qué le hicieron, madre?
—A qué quiere saber detalle. ¿No me ve aquí? Lo mismo que a usted. ¿No lo estoy viendo? Mis palabras lo van a distraer ahora. Proteja a los niños. Yo, antes de que se haga la noche, meto todos los huesitos debajo de mi pollera y allí los cuido. Los viejos se ríen de mí porque dicen que soy como las ponedoras, siempre listas para empollar. Cuídenos, m’hijito. Y esperemos la crecida. Agarre algunos niños y métalos en sus bolsillos. Los ratones son muy engrupidos y ni piensan mucho en lo que hacen.
Rudecindo no se sintió conforme con lo que la madre le dijo, hubiera deseado detalles de cómo llegó allí, a lo hondo de la fosa y se había visto compelida a defender unas minucias de huesitos de niños que prometían ser la condena de los poderosos. Pero no tenía otra posibilidad más que obedecerla. La madre sabía de todos esos misterios, él, en definitiva, era un recién llegado y un iniciado en eso de lidiar con la muerte y su cohorte de ratones de ojitos rojos.
Se puso a su lado y barrió toda la noche con su vara el emplaste del fondo para que ningún ratón pudiera acercarse al tesoro que custodiaba su madre. Por primera vez en mucho tiempo, los roedores se dieron por vencidos a poco de batallar. No estuvieron insistentes como siempre, como si la presencia de ese último muerto fuera muy diferente a todas las otras.
Entre las hebras de una especie de vapor salido del último lugar del foso, las voces de los niños empezaron a buscar la superficie. Trepaban como arañas blancas, salían del hundimiento del pantano con sus osamentas a cuestas, diminutas, calcáreas, pero magníficas. Parecían decir en cada trepada “miren lo que han hecho con nosotros, ¡miren!”
La luna se aproximó como nunca a la boca del osario y todos, ratones, gusanos, muertos, tuvieron la sospecha de que los tiempos se estaban acabando. Tal vez por eso los ratones se retiraron a sus cuevas más lejanas y empezaron a apartarse de sus propias tinieblas. Ningún ratón era zonzo y sabía cuándo la naturaleza de las cosas mutaba su esencia por otra. Tanta sobrevivencia les dio ese particular sentido de la oportunidad.
Los gusanos comenzaron a tejer sus capullos, con sílabas de seda y lodo salvaje dieron las primeras tejidas. Lentos como el paso de una eternidad, pero sin dejar escapar el hilo arcillado que salía de un orificio de color larvario, tejían y tejían la bolsa protectora antes de los acontecimientos primordiales. Hasta los viejos muertos acostumbrados al establecimiento de la muerte, empezar a inquietarse y se pusieron nerviosos.
En algún lugar profundo de la tierra empezaba a subir un agua surgente, decidida a limpiar todas las inmundicias del señor de las quintas. La ira de las aguas suele ser impredecible.
Los sabedores de la tierra pegaron sus orejas a la superficie en las proximidades de la orilla del río podrido, y sintieron el runrún destructor de cuando las aguas suben desde la fuente de un gran abismo, de cuando las cataratas de los subsuelos son libradas a su albedrío para que asciendan en dirección a la venganza. Todos los oprimidos podían sentir la ira del futuro que se preparaba para raer los fondos de la tumba y exponer bajo los cielos lo que allí ocurría desde hacía un tiempo que no se sabía medir. Los hombres de los escalofríos, en cambio, nunca fueron advertidos. Ellos serían arrancados de la tierra, y algo más de justicia y menos de dolor se derramaría para alegría de esos modernos siervos de los feudos bonaerenses.

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