Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 22, “La búsqueda – «Segundo desencuentro, Orden del día N° 5»

Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 22, “La búsqueda – «Segundo desencuentro, Orden del día N° 5»

XXII

La búsqueda, segundo desencuentro

Orden del día N° 5

1

Orden del día N.º 5.
Asunto: Escarmiento Ejemplar.
S / D
Viendo y considerando los sucesivos desvaríos que simula la susodicha para afectar el feliz funcionamiento de la sede de la Institución que sirve de adecuado refugio al personal asignado a la magna tarea de custodia de bienes del Estado, el Comandante en Jefe del enclave militar, Coronel Don (va oral) resuelve de acuerdo a los articulados aprobados en el Código de disciplina interna lo que sigue líneas abajo:
1) Aplíquese el castigo pertinente para inducir a la susodicha a comportarse de manera sensata y armoniosa.
2) Repítase el castigo las veces que fuera necesario.
3) Se aprueba castigo físico acorde a las faltas (reiteradas indisciplinas, escándalo, gritos, insultos, destrozos varios, alucinaciones, etc.).
4) Dese al personal responsable.
5) Cúmplase de acuerdo a lo que manda la ley interna.
6) Advertencia: De no cumplirse la presente Orden del día N.º 5, el/los responsables se harán pasibles de las mismas sanciones más los agravantes por indisciplina y desacato.
7) Archívese.

Firma: ………………………. (solo un raro garabato que simulaba una firma).

2
Guadalupe leyó el documento decenas de veces Se tomó todo el tiempo que precisó para comprenderlo en su verdadero significado. Se trataba de un formulario prolijamente redactado. La caligrafía era decididamente masculina y militar. Letras parejas, exactas, de curvas limpias, de rectas todas de la misma dimensión y el mismo grosor. La nota estaba precedida de un membrete oficial. Tal vez uno de circulación interna de una institución militar que no estaba especificada. Ella no conocía el significado de su sigla.
El documento, al llegar junto con las dieciséis hojas manuscritas que sin duda pertenecían a Amanda, adquiría una dimensión de certeza absoluta sobre quién era su verdadero autor. Y Guadalupe estaba segura de que esa fue la intención de quien o quienes le hicieron llegar el sobre. Que no le quedara duda de que esa Orden del día N.º 5 había sido redactada por su padre y que la víctima que sufrió el castigo fue su propia madre. Doña Encarnación Mercedes la patrona, como se la conoció al principio, cuando llegó a la casona y comenzó a parir hijos periódicamente para criarlos hasta los tres años. Solo ella, Guadalupe Encarnación, esos eran sus dos nombres, aunque raramente usaba el de Encarnación, eludió esa orden sobre la crianza de los niños. Ella, la única, de tantos hermanos de los que nunca supo ni el número exacto, sus nombres ni sus destinos.
Solo Guadalupe Encarnación. Solo ella.
Sola, Guadalupe Encarnación. Completamente sola.
Durante años ella, Encarnación la patrona, Encarnación la loca, Amanda y los dos pianos. Y ese sonido sordo, reseco, el tamborileo sobre una tabla rasa, reseca como el propio sonido que salía del choque de las uñas contra la maderita. La puerta azul, azul de misterio, de enigma, esa puerta estirándose hacia arriba indefinidamente.
Guadalupe Encarnación, sola, con su sobre azul de seda azul que Amanda le cosió para que escondiera sus cartoncitos llenos de las letras como cuñas.
Guadalupe Encarnación, sola en el internado. Con los desgarros de su vestidito blanco de novia y esos cuervos que sobrevolaban por encima de ella al grito de ¡Lupe! ¡Lupe! La niña enredada por las tres babas de diablo.
Sola hasta que llegaron María la breve, Francisco y el tío adivinador que predijo su retorno una tarde de ensueños cuando volvió a la casa y motivó el festejo de todos los que la amaban. Bailó y bailó con todos los de esa familia de incontables niños iguales unos a otros corriendo y comiendo sin fin, de tíos con los mismos nombres, con tías con los mismos rostros, los músicos sonando sus músicas etílicas. Entonces se llamó Teresa. Fueron años de amor y búsqueda, los años de Teresa.
Los últimos días de Teresa fueron al grito de ¡ni una menos! Rescató a Guadalupe de las babas de diablo y le devolvió el sentido a su historia.
Sola de amor hasta que llegó Ámbar con su cálido aliento y sus suaves caricias. A la orilla del río de olitas repujadas. Ámbar fue el alivio, el perfume, la palabra y el silencio amoroso. Amor, esa era la palabra. Amor. ¡Y ahora no la tenía! Y no podía saber si volvería a sentirla a su lado. Esa era una angustia devastadora.
¿Otra vez sola? Dolores cada tanto se lo repetía, cuando la veía sumida en su interior como si de allí no pudiera salir por sí misma. “Nosotras nunca estamos solas. Siempre tendremos a alguien con quien luchar por cambiar las cosas”. ¿Cambia Guadalupe, todo cambia? Sí, diría “La D”. Volvería con aquello de “luchar- fracasar-luchar-triunfar.”
—Trelew nos espera, Guadalupe. No te rindas.

3

Viajaba en el Sarmiento hacia Liniers. Leyó en el tren algunas de las dieciséis hojas manuscritas por Amanda. En especial la N.º 12, la única que tenía título, El enigma, y que parecía un poema que exigía ser desencriptado. Su lenguaje oscuro, sus referencias confusas, la exasperaban. ¿Qué quiso Amanda ocultar entre esos versos? ¿Qué ocultó entre esas palabras?
Una pequeña hoja de una agenda tenía escrita, en una letra que desconocía, una dirección en el barrio de Liniers. Un nombre precedía a la dirección, pero estaba borroneado. Parecía que el paso del tiempo había evaporado la tinta azul con que había sido escrito ese nombre. Guadalupe no podía deducir qué nombraba.
Podía ser un lugar, un nombre propio, un apellido. Podía no haber significado nada. Tampoco estaba segura de qué encontraría en esa dirección.
Dolores no dejaba de mandarle mensaje de WhatsApp. “La D” siempre se preocupaba por ella. Las compañeras que la protegían estaban atentas a quienes las rodeaban en el vagón del tren. Nada sospechoso. Nadie sospechoso. Guadalupe hubiera dicho, sola, solitaria, desierta, yerma. Como siempre hasta que llegó Ámbar.
Tratando de comprender el poema de Amanda, y por eso lo recitó para sí una y otra vez para darle sentido a las palabras:

— Nueve es el número de la luz. Nueve es número del camino. / Encontrarás así el nombre del esparto. / Allí está el cáliz donde abrevan las aves / su idioma musical, / comulgan con chicha y se deleitan. / Esta ave llegó desde el tumulto / de iracundos y cobardes puños. / En el encierro de un cielo subterráneo / que contempló el cautiverio de su arte / en un desierto de huesos apilados. / Allí soñó de frío la libertad / el tamaño de una patria doblemente centenaria. / Ave en ramos de sueños, / ave en vertiginosas torres / de sonido sobre sonido / en un enigma de cúpulas de cantos / en alegórica atmósfera de sepultura, / entre marfiles repiqueteando / como cascabeles blancos, / como cascabeles negros, / corcheas, semicorcheas, / silencios expectantes. / Alfombra de esparto enrollado / en su traje de fino caballero, / allí el gaucho hizo el mapa final / y entregó la última caricia azul / que es un cerrojo solo pasajero. / Toma la llave y abre el enigma / que nos dejó el gaucho: / nueve es el número de la luz / nueve es el número del camino. / En el cáliz sagrado de la vida eterna, / las aves beben chichas musicales / y cantan para siempre sus canciones.

4

Descendieron en la estación Liniers. No eran muchas las cuadras que las separaban de la dirección escrita en la pequeña hoja de la vieja agenda. No había pasado mucho tiempo del mediodía. Algo más de media hora. El calor se hacía sentir, pero no era bochornoso. Muchas señoras iban y venían con sus changuitos haciendo las compras. Las sombras de los plátanos daban reparo a las tres mujeres que caminaban por una calle paralela a la avenida General Paz.
Llegaron al lugar indicado. El edificio de dos plantas no era muy antiguo y se lo apreciaba en buenas condiciones. Un gran árbol daba su sombra al frente y sus ramas tocaban el balcón del primer piso.
Todos los ventanales que daban a la calle, tres en total, uno muy amplio en la plata baja y dos más pequeños en el piso superior, estaban protegidos por celosías de hierro, sujetadas por una cadena la que, seguramente, estaría unida por un candado para asegurar que no las pudieran abrir para ocupar el lugar o robar algunos objetos que hubieran sido abandonados u olvidados.
Por encima de la amplia puerta un cartel había sido removido. Con seguridad en ese cartel estuvo escrito un nombre, el mismo que había desaparecido de la hojita.
Guadalupe llamó con insistencia. El timbre no sonaba, si es que lo había. Tal vez la electricidad estuviera cortada.
Golpearon, las tres, con fuerza y al mismo tiempo. Los golpes resonaban haciendo un eco seco y profundo y se perdían en dirección a los fondos del edificio. El sonido les sugería que el lugar estaba vacío.
Nadie respondió a los llamados. Trataron de espiar a través de los vidrios de la puerta. Estaban, además de sucios, cubiertos en el interior por papel de diario para impedir que los curiosos pudiesen ver qué quedaba dentro de la casona.
La vecina que regresaba de sus compras y las vio tratando de mirar hacia el interior de la propiedad se acercó para preguntarles qué buscaban allí. Y conversar de la casona, del calor, de la carestía de la vida. De lo que fuera. Hablar era un placer del que no había por qué privarse. Las muchachas no le inspiraban desconfianza y Guadalupe, por el contrario, le generó un sentimiento agradable, tal vez por esa sensación de fragilidad que transmitía en esos momentos de tristeza.
—¡Hola! ¡Hola! –las saludó curiosa. Sus ojitos iban y venían de una mujer a la otra. A Guadalupe la observó por largo rato. Su rara belleza le llamó la atención–. ¿Buscan a alguien? –preguntó–, porque este asilo hace tiempo que está cerrado. Nadie las va a atender.
—Nos dieron esta dirección para nuestro abuelo. –Guadalupe mintió aprovechándose del dato que la mujer les había dado sobre el lugar.
La señora explicó que el lugar fue clausurado después que se suicidó una abuela arrojándose a las vías del ferrocarril Sarmiento en la estación Liniers. Ese incidente había sido la comidilla de todo el barrio. En todos los años que ella vivió en la barriada, y que eran muchos, nunca nadie se había suicidado. Fue un acontecimiento conmovedor, aunque algo brutal. La muerte bajo las poderosas ruedas del tren se hacía espantosa, se podía hasta sentir el aplastamiento de la carne y los huesos contra los rieles, crujiendo la muerte vagón tras vagón hasta volver irreconocible a la infortunada anciana.
Guadalupe, cuando escuchó el relato de la vecina, comprendió cabalmente la segunda parte de la amenaza, “sacá boleto de tren para tu último viaje”. Ella nunca pensó en suicidarse, pensó en amar, en luchar, en denunciar. Pero nunca en suicidarse. Tal vez quisieran que ella creyera que iban a arrojarla a las vías del tren.
La mujer estaba apurada por seguir su relato. Tanto deseaba hablar con alguien de aquellos conmovedores sucesos y ahora tenía tres ¡tres! mujeres escuchándola con mucha atención.
—La abuela estaba un poco tocada. Bueno, eso dijeron –explicó entusiasmada la señora–. Ella decía que había vivido con el General Belgrano. ¡Mirá si iba a vivir doscientos años el General Belgrano! Y la abuelita, yo no la oí nunca, pero eso se comentaba, insistía que ella lo cuidaba, que lo bañaba, que él le contaba sus cosas de la guerra.
Las tres mujeres seguían el relato de la vecina con distintos sentimientos. Para Guadalupe, esas palabras empezaban a darle sentido a muchas cosas que había visto o escuchado, pero que nunca había podido interpretar acabadamente. Los misterios de Amanda, la habitación del encierro tras la enorme puerta azul siempre custodiada. El enigma del poema y su mención a la patria bicentenaria.
Guadalupe no creía en la eternidad de los milagros. Cómo iba ella a creer en milagros. Rezó y rezó por un milagro que nunca le fue otorgado y debió soportar siendo una niña el dolor penetrando entre sus piernas mientras tres babas de diablo enchastraban su boca, su cabello, su pecho. No hubo milagro ni la tarde aquella del vestidito blanco y los cuervos negros.
No existía el milagro de la sobrevida. Era una fantasía de una vieja loca que deliraba sobre la reclusión del General Belgrano en esa tórrida prisión de un pueblo sin lluvias. Delirio de una Ama de llaves al servicio de un desquiciado, locura del hastío de la tierra yerma. Imposible, nadie es eterno.
Todos sabían que el General Belgrano había muerto el 20 de junio de 1820 y sepultado en el atrio de la Basílica de Nuestra Señora del Rosario y Convento de Santo Domingo. Amanda también lo debería saber y en su locura olvidó una verdad tan elemental. Cuando la mente se extravía, hasta las cosas más evidentes se vuelven turbias e imprecisas. Como la vida, como la muerte, como la eternidad.
Pero la pregunta surgió espontánea: ¿quién habrá estado encerrado durante todos los años que podía recordar, en ese cubículo con olor a acaroína, siempre custodiado por soldados? Ella tenía prohibido acercarse al lugar y hasta la propia Amanda en más de una oportunidad la levantó en peso por intentar acercarse a la puerta azul de la habitación misteriosa.
Sin siquiera sospecharlo, la mujer le estaba desbrozando a Guadalupe el camino de lo que, a la postre, serían verdades que nunca hubiera imaginado. La señora hablaba y hablaba llena de femenino entusiasmo, pasaba revista a todos los detalles de la historia, algunos verídicos, otros, tal vez, agregados para embellecer el relato. Hablaba de esa madrugada de la muerte, de la magnífica luna llena que rodó por las vías hasta devorar el cuerpito de la vieja; del pobre borracho que fue un testigo al que nadie quiso creerle, aunque ella estaba segura de que el hombrecito, borracho y todo, ni mentía. Nadie miente cuando la muerte se acerca por el fondo de un andén hacia una vieja. Habló de la música que el borracho dijo que oyó sonar en ese instante. Una canción extraña, en un lenguaje desconocido para el hombre. Habló de la sonrisa triunfal que el ciruja le vio a la mujer mientras caía y caía bajo las implacables ruedas de la locomotora.
La mujer estaba realmente feliz de volver a hablar del triste asunto de la abuelita que se había suicidado en la estación de trenes. En el barrio de eso ya no se hablaba más. Cada tanto, muy de vez en cuando, alguien recordaba el suceso, pero como un recuerdo ligero del que no valía la pena seguir hablando.
—La gente sola y vieja se vuelve loca, vieron –explicó en un lamento–. Yo por eso vivo con mi hija y mis nietos desde que me quedé viuda. Dios lo tenga en la santa gloria –se persignó y alzó sus ojos al cielo que aparecía mezclado con las hojas del enorme plátano.
—Qué tristeza ¿verdad? Cómo se fue a morir la abuelita que decía que cuidaba al General Belgrano. Por lo menos tenía una locura linda, una locura patriótica. Ahora no hay muchos patriotas, ni locos, ni cuerdos. ¡Todos chorros los políticos! ¡Todos chorros, queridas! Ustedes como son jóvenes no han visto lo que yo vi. ¡Cómo se robaron el país! ¡Mirá si la abuelita tenía razón y el General estaba vivo! A todos estos los fusilaba sin decir ¡agua va! Porque Belgrano –y repitió el apellido del prócer para que no quedaran dudas–, Belgrano era muy decente, muy decente. Muy patriota. Nunca tocó un peso para él, murió pobre como una laucha. No como estos que se roban todo y le sacan hasta el pan de la boca a la gente. ¡Pobreza cero! ¡Pobreza cero! ¡Mentirosos! ¡Qué caraduras! ¿No?
En otras circunstancias, Guadalupe nunca hubiera preguntado el nombre de la mujer muerta. Pero ese relato casi resultó una provocación para ella.
Sin alzar la voz, suavemente, le preguntó a la mujer por el nombre de la suicida como si fuera solo una curiosa ansiosa de ampliar el chisme en sus detalles.
—¿Usted supo cómo se llamó esa abuelita?
—¿Yo? ¡Todos sabíamos quién era! Amanda se llamó. En el barrio la conocíamos todos. Bueno, no, miento. No la conocíamos todos, sabíamos de ella porque venían a verla un muchacho medio regordete, de cachetitos colorados que contaba la historia de la abuela y el General Belgrano. Contaba la historia y se reía como un chico. Nunca más supimos de él. La gente va y viene, vieron. El apellido de la abuelita era portugués, pero no estoy segura si era Silva o Da Silva. Pero si no es uno de esos, le pegué en el poste, como se dice. ¿Silva? ¿Da Silva? Por ai cantaba Garay.
—¿Cuándo cerraron este lugar? –Preguntó Guadalupe.
—Y… después de que se mató la abuelita –la mujer miró en todas direcciones como si quisiera asegurarse de que nadie más que las tres desconocidas la estaban escuchando–. Se armó un lío bárbaro.
Se llenó de policías, ¡de militares! No saben el tole tole que se armó. Sacaron a todos los abuelos en un solo día y cerraron todo. Al día siguiente vinieron dos camiones de mudanza de esos gigantescos y como… no sé… cincuenta hombres y vaciaron todo. Adentro, dicen que está todo tapiado. Y de afuera, como verás, no se puede ver nada.
—¿Nunca volvió nadie?
—Nunca. Ustedes son las primeras tres que vinieron a preguntar por este lugar. ¿Tenían un abuelito acá?
—No, señora. Como le dije antes, nos lo habían recomendado para traer a nuestro abuelo.
—¡Cierto que me dijiste! Pero no, nena, disculpame que me meta. Buscate otro lugar. Este, si estuviera abierto, para mí, está maldito. Por ahí todavía el espíritu de la abuela no pudo viajar al cielo. Viste que a veces pasa, que el cuerpo se muere, pero el alma se queda para terminar algo. Para mí que la abuela tenía algo más que hacer en este mundo. A la noche se escuchan ruidos, se escuchan gritos. Se escucha como si alguien rasca una madera. Y a veces, hasta hay unas luces naranjas y otras azules que corren de un lado al otro de la casa. Los vecinos dicen que son los pibes. Pero mirá si los pibes se van a meter de noche en este lugar horrible. Se mueren de miedo si los meten de noche acá adentro. Buscate otro lugar, querida. Este mete miedo.
—Y a la abuelita esa ¿sabe dónde la enterraron? –Una de las mujeres que acompañaban a Guadalupe se animó a preguntar sin seguridad de que la mujer supiera ese dato.
—¿Y vos para qué querés saber dónde la enterraron?
—De chismosa. Pregunto, por preguntar, ya que estamos hablando de la pobre abuelita muerta.
—No, querida, nunca la encontraron. Se tiró abajo del tren y desapareció, No quedó nada.
—¿No es muy raro eso?
—Ya lo creo querida. El único testigo, ya te dije, fue un borracho que también se murió al poco tiempo. Él fue el único que la vio cuando se tiró bajo el tren. También dijo que llegaron unos tipos corriendo para agarrarla, pero no hicieron a tiempo. La abuelita se tiró y no encontraron nada de ella. Cosas de Dios, qué querés que te diga. Yo que ustedes ni me meto.
El celular de Guadalupe sonaba caprichoso. Miró los mensajes. Era Dolores. Con su voz deliciosa se despidió de la señora. La mujer besó una por una a las muchachas. Un beso en cada mejilla. Costumbre sanjuanina, para qué negar el origen, les dijo sonriente.
Guadalupe y las mujeres que la cuidaban desandaron el camino que las llevó de la Estación a la historia de la muerte de Amanda Da Silva.
5

El mensaje de WhatsApp llegó nuevamente con su ruidito metálico a cuestas. Guadalupe miró el celular. Era Dolores. Dolores no le perdía pisada.
“Volvé pronto. Sarmiza te está esperando. Llegó citación del fiscal para que vayas a declarar. Tienen que preparar la entrevista. Respondé.”
Guadalupe fue breve.
“Ya vamos”, respondió.
Todo el viaje de regreso leyó una y otra vez el poema del enigma y empezó a hacer pequeñas anotaciones en los márgenes. Intentaba descifrar, por lo menos, algunas partes del escrito de Amanda.
El desencuentro con Amanda la desanimó. Ella sí hubiera podido responder muchos de los interrogantes que tenía. Jamás hubiera asociado al ama de llaves con el suicidio. Era ruda, fuerte, dominante. Tampoco la hubiera asociado con esas dieciséis páginas manuscritas. Hay personas a las que nunca se acaba de conocer. Algo de la sustancia de Amanda pasó por alto. Algo de su verdadera esencia. Se justificó diciéndose que era tan solo una niña, pero se refutó a sí misma cuando se dijo que no era una niña cualquiera.
¡Cuántas veces, entonces, esperó que Amanda entrara a su habitación y le quitara de encima las tres babas de diablo! ¡Cuántas! Pero ella no podía gritar, el grito quedaba atascado en su garganta. Menos podía hablar de un asunto prohibido. “Entre vos y yo” decían las babas de diablo, “entre vos y yo, mi amor”. ¿Mi amor?
Cuando las babas de diablo pasaban, solo le que quedaba abrazar a Encarnación sin poder soltarla, apoyarse en su pecho, acariciar su vientre, llorar entre sus brazos. Encarnación quien ya tenía el aspecto de la desolación debajo de una piel exangüe.
“Mamá murió” fue lo último que supo de ella. Así, como quien tira un papel al cesto, quien arroja una piedra contra un charco, quien escupe por no tragar saliva. “Mamá murió” y fue todo dicho. Por primera vez se aproximaba a ese evento tremendo. La verdad se toma su tiempo, es paciente. La mentira siempre tiene apuro por imponerse.
“Esta ave llegó desde el tumulto / de iracundos y cobardes puños.” Describía el poema de Amanda. Iracundos y cobardes puños. Iracundos y cobardes puños. Iracundos y cobardes puños. Repitió tres veces Guadalupe. Luego vio un ave que moría entre esos golpes.
¡Cuánto necesitaba a Ámbar en ese momento de verdades que empezaban a salir de sus misterios! ¡Cuánto!

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