Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 21, «La búsqueda – Segundo desencuentro»

Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 21, «La búsqueda – Segundo desencuentro»

XXI

La búsqueda

Segundo desencuentro

1

Sarmiza no dejaba de golpear con el taco de su zapato. Primero con el pie derecho, luego con el izquierdo. El hombre no se podía sacar su mirada de encima. Ella sabía cómo pegarla al otro y no dejarlo escapar como si esa fuera a ser la última mirada que padecería antes que la muerte se lo llevara arrastrándolo por las patas.
Un ícono de una virgen que estaba en un altarcito, alzaba su mano y miraba al enfermero y parecía decirle “mentir es pecado”. Y qué pecado.
Ella vestía su pollera azul, su chaqueta azul y debajo una camisa blanca y sus zapatos de taco alto azules. El azul era un color que le sentaba agradable y el hombre dudaba entre dejarse embaucar por ese color pacífico o arrastrar por esa mirada que lo pasaba de lado a lado mientras una voz aguda y lijada le preguntaba una y otra vez por una mujer baleada.
—Señora, vaya a admisiones, vaya a admisiones, nosotros no podemos darle información. –Era todo lo que el tipo se animaba a repetir, pero sin poder soltarse de la mirada de Sarmiza.
—Los de admisiones me mienten y usted lo sabe.
—Entonces vaya a la policía, ellos podrán decirle.
—La policía me miente y usted lo sabe.
—Yo soy solo un enfermero.
—Por eso, nadie como usted sabe lo que pasa aquí dentro. Quiero saber si tal día, tal semana, de tal mes, atendieron una mujer que fue baleada por la espalda.
El enfermero luchaba por dejar la mirada, pero cada vez que lo intentaba fracasaba. Y entonces se enredaba en el azul de la ropa de Sarmiza. Si estaba a punto de ceder, escuchaba desde un lugar de su cabeza ¡Jiji! ¡Jiji! Y entonces reflexionaba sobre lo inconveniente de hablar de más.
El matón se lo dijo bien clarito mientras se llevaban esa noche a Ámbar:
—Mejor cerrá bien el culo. No viste nada. No sabés nada. Tenés una vida por delante. Pero si hablás, primero te vamos a matar a toda la familia y después a vos, como a una rata. –Estaba muy seguro que esos tipos no hablaban en broma.
—La verdad no va a tardar en salir a la luz y entonces te voy a acusar de cómplice –Sarmiza dijo “cómplice” de una manera que se entendió como “asesino”. Era mucho para el pobre tipo.
El enfermero no supo nunca cómo logró zafar de aquel interrogatorio. La mirada de Sarmiza lo siguió hasta que dejó atrás el pasillo donde estaban hablando y dobló en dirección a quirófano. ¡Cómplice! ¡Cómplice! Lo seguía de cerca, casi le soplaba la nuca y él quería espantar la palabra dando manotazos en el aire.
Un guardia de seguridad llegó hasta ella y quiso tomarla de un brazo, pero no pudo. Sarmiza la clavó el taco de su zapato en el pie y el hombre debió soltarla para aullar de dolor mientras la puteaba.
—No vuelvas a tocarme –lo advirtió– todos ustedes van a terminar encana por encubridores.
—¡No puede estar en esta zona, señora! ¿Quién se cree que es? –El guardia estaba enfurecido, pero debió moderar su lenguaje.
—Soy la abogada de una desaparecida, una secuestrada y una muerta. Más te vale que no me jodas porque de solo pensar en mis clientas me pongo de tan mal humor que me dan ganas de acusarte de cómplice de secuestro, tortura y asesinato. Vamos a ver si en cana sos tan guapo como acá. Cuando los presos sepan que sos de seguridad te van a vestir de novia y te van a hacer el amor tantas veces que, al final, la vas a terminar disfrutando. Si querés que tu ano siga siendo virgen, no me rompás los ovarios. ¿Entendiste?
El hombre estaba conmovido. Posiblemente, se imaginó a sí mismo en un pabellón lleno de rufianes que odiaban a los guardias de seguridad. Y la voz de esa mujer, su taquito repiqueteando en el piso con obstinación, ese color azul que trataba de embelesarlo como a un adolescente, lo convencieron de que hablaba en serio. Nada peor que una mujer enfurecida que, además, era abogada de una Asociación de mujeres.

2

—Vaya a admisiones, señora, por favor. Nos compromete a todos.
Ese fue el cirujano que operó a Ámbar. Era quien menos deseaba hablar del asunto.
—Voy a ir y voy a volver. No llamen a la policía porque la policía no va a venir, saben bien en qué quilombo están metidos. Ya les dije que tengo pruebas de cómo y cuándo secuestraron a mi clienta de este Hospital para encubrir el atentado a su pareja.
Sarmiza mentía con vehemencia, que es el mejor modo de mentir. Mentir con vigor es más poderoso que una verdad irrefutable. ¡Privación ilegítima de la libertad! ¡Secuestro! ¡Y ese cadáver que rescataron del río tengo! ¡Otra secuestrada que estaba con mi clienta!
El cirujano no temblaba, podía aún controlar su sistema nervioso, pero estaba horrorizado. Todo lo que podía repetir era “¡Vaya a admisiones! ¡Vaya a admisiones!”
—¿No tenés conciencia? –Sarmiza le gritó al cirujano.
Él debió gritar “¡no!” pero la conciencia es un veneno potente. Y el hombre se mandó callar porque sabía que la conversación empeoraría hasta el escándalo.
Una enfermera observaba la discusión desde su office. Tomaba notas en una pequeña hoja blanca lisa, de una libreta que había comprado en el colectivo, donde la vendían junto a unas lapiceras Bic por monedas. Seleccionaba un medicamento y escribía en la blanca hoja de su libretita, seleccionaba otro, lo miraba, y repetía el procedimiento.
Sarmiza se dirigió a Admisiones, que era el último lugar al que deseaba ir a preguntar. Sabía que ahí le mentirían descaradamente, que se ampararían en las falsas anotaciones que falsos empleados hacían para encubrir esos crímenes.
Cuando la recepcionista la vio, huyó por una puerta lateral y no volvió a aparecer. Los guardias la buscaron durante largos minutos, pero se había esfumado como solo Houdini hubiera podido hacerlo.
—Buen día –dijo casi a los gritos. Los empleados la miraron con indiferencia. Estaban acostumbrados a que la gente les gritara por todo, por lo que era su tarea y por cualquier otra cosa que ocurriese en el Hospital. Ninguno respondió el saludo.
—Soy abogada penalista. Estoy ocupada de un caso de intento de femicidio contra una mujer que fue baleada por la espalda, un secuestro de parte de un grupo de tareas y una mujer asesinada a la que le cortaron la cabeza y las manos para que no se la pudiera identificar. La mujer baleada fue atendida en este Hospital y ustedes encubrieron el crimen. Voy a advertirlos por única vez, van a ir todos presos por cómplices de estos actos criminales. Y me voy a ocupar que no salgan por muchos años de la cárcel.
Todos los empleados al unísono dejaron de hacer lo que estaba haciendo, miraron los ojos desorbitados a Sarmiza y empezaron a toser todos juntos. ¿Qué decía esa mujer de chaqueta azul, camisa blanca, pollera azul y zapatos a los que no podían verle el color, pero sí sentir el ruidito de un taco golpeando la baldosa roja?
Un empleado iba a responderle, pero una mujer lo interrumpió al instante.
—Soy la jefe de Admisiones –dijo al tiempo que se ponía de pie para encarar a Sarmiza.
—Usted no puede estar acá, llamaré a seguridad.
—Si es al que me mandaron arriba va a tardar un rato, porque todavía debe de estar rengo del pisotón que le di por atrevido. Le advertí que tengo pruebas de que la mujer baleada estuvo aquí, tal día, tal semana de tal mes. Que lo voy a acusar de encubrimiento y luego voy a hacer que lo alojen en el pabellón de violadores, los que aman cualquier esfínter que se les presente. También hay para todos ustedes. Compren suficiente vaselina.
La mujer puso su mano en el pecho. Tosió, pero no de compromiso.
—Díganos su nombre, al menos.
—Doctora Sarmiza, abogada penalista, buena, muy buena. Busquen en Google para sacarse la duda. –Uno de los empleados al instante googleó su nombre y empezó a leer detenidamente. El curriculum de Sarmiza era muy extenso y las condenas logradas muy importantes. Su especialidad, femicidios. Le quedó claro que la mujer no hablaba en broma.
—¿Y usted quién es?
—Soy la jefa de admisiones, Irma. –Sarmiza tomó nota del nombre que estaba impreso en un pin que la mujer llevaba sobre su pecho. Irma Grese, anotó con letra clara y prolija.
—Otra más para declarar como imputada.
—Dígame que quiere saber, doctora y trataremos de ayudarla sin que nadie sufra un procesamiento. Sarmiza le entregó un papel en el que estaba escrito el día en que Ámbar fue baleada y Guadalupe avisada de que en ese Hospital estaba internada en Terapia intensiva.
La mujer, con serenidad, llegó hasta el escritorio del hombre que había gugleado los antecedentes de Sarmiza. Ella le entregó el papel y él le señaló la pantalla. La mujer leyó por arriba lo que decía en el blog de Sarmiza, luego, con voz muy pausada y serena, le dijo:
—Por favor, busque en la base de datos quienes ingresaron a quirófano esa tarde y esa noche. –El hombre solo atinó a mover su cabeza afirmativamente.
—Luego imprima los datos para dárselos a la doctora.
Otro guardia de seguridad llegó por detrás de Sarmiza. Miró a la jefa de Admisiones y la mujer le hizo una seña para que se calmara. Sarmiza ya había calculado la distancia entre el hombre y su patada. Esa vez iría por sus testículos y no por sus pies.

El guardia movió sus labios haciéndole una pregunta a la jefa de Admisiones. Sarmiza por el rabillo del ojo los leyó con claridad. “¿Quiere que llame a la policía?” Ella volteó y lo miró a los ojos.
—Es inútil que la llamés. La policía sabe quién soy y por qué estoy acá. Ellos están hasta las bolas con estos crímenes. No van a venir sino hasta media hora de que los llamés. Es su manera de lavarse las manos. Nadie come vidrio en este mundo. Mejor dejate de hacerle sugerencias a la señora que bastantes problemas tiene.
El guardia sacudió su cabeza e iba a decir “yo no dije nada”, pero prefirió callar lo que fue oportuno y prudente.
—Doctora –la mujer llamó la atención de Sarmiza–. Ese día ingresó a quirófano una mujer de nombre Plácida, Plácida More Lesbiyanka, operada de cáncer de intestino por un cirujano de guardia. Aquí están todos los nombres del equipo que hizo la intervención.
La mujer, a los pocos días, falleció y su cadáver fue retirado por el gobierno de la ciudad porque no tenía familiares. Por el tiempo que han trascurrido ya debe de estar sepultada en algún lugar del cementerio de la ciudad. Si desea, y aunque sea algo totalmente irregular, le puede entregar copia de la historia clínica, el certificado de defunción y la orden de enterramiento. Todo sea porque no nos mande presos a nosotros, simples trabajadores, para que nos violen durante todo el día una banda de sádicos que usted mandó presos por sus crímenes.
—¿Lo que me dijo está impreso en ese papelito?
—Si doctora. Es para usted.
—Se lo agradezco, señora. Ya nos veremos en Tribunales, busque un buen abogado, le aseguro que lo va a precisar. ¡Ah! Y un bidón de vaselina.

3

Sarmiza salió a la calle. Abandonó el Hospital enfurecida. Era un mal día. Muy malo. De esos días en que pensaba que lo mejor era no haberse levantado de la cama, fumar en casa tomando café negro y amargo. ¡El café no lo tomaba así nomás! De ninguna manera. Lo tostaba en la cantidad necesaria, lo molía con su pequeño molinete artesanal y luego lo hacía en su cafetera italiana, la que le había regalado una clienta luego de que lograra condenar al hombre que la había violado. Por eso el café así hecho, para ella, tenía un sabor especial.
Pero había tenido que dejar la cama, olvidar el buen café, fumar desde que se levantó y salir hacia el Hospital donde sabía que le mentirían por complicidad o por cobardía. Si había algo que la enfurecía era que le mintieran. Odiaba la mentira.
La gente pasaba a su lado y se enredaba con el humo de su quinto cigarrillo, el quinto desde que salió al parque del Hospital, miró su celular, leyó algunos WhatsApp y respondió un mensaje que “La D” le mandó y que parecía importante.
“Cinco al hilo”, se dijo, “no puedo seguir fumando así, me voy a morir de cáncer de pulmón”. Dio una pitada larga, muy larga, tragó el humo, los disfrutó hasta en el último alvéolo ennegrecido de alquitrán.
“¿Cuántos químicos tendrán estas mierdas?” se preguntó mirando la brasita encendida del cigarrillo. “Demasiados”, se respondió y volvió a pitar con energía.
Una persona tocó su hombro. Sarmiza giró excitada. No esperaba una mujer que llamara su atención palmeándola suavemente y mirándola con ojos de alguien a quien se le murió un ser muy querido. No esperaba esa mirada triste, sino una trompada, como tantas otras veces le habían propinado por meterse en asuntos que debían permanecer ocultos.
—¿No me convidaría un cigarrillo? –El pedido desorientó a Sarmiza que esperaba otra cosa, una puteada, un reproche, pero no un pedido tan simple. De todos modos, Sarmiza detestaba convidar sus cigarrillos, era algo que realmente le molestaba. Pero esa mañana estaba tan enfurecida que hasta su crónica mezquindad con el vicio del tabaco quedó reducida. Como nunca, metió su mano en la cartera, tomó el atado de cigarrillos y la convidó a la mujer de mirada triste. Tal vez venía de saber la muerte de un ser querido y necesitaba fumar para disipar por el humo tanto dolor. El cigarrillo siempre daba consuelo y compañía, si lo sabría ella.
—¿No me daría fuego? –La mujer se lo pidió y al instante llevó el cigarrillo a su boca.
Sarmiza volvió a meter su mano en la cartera. Extrajo su encendedor Bic y lo encendió. La mujer cubrió con sus manos la llamita y aprovechó ese momento para poner en la mano de Sarmiza un bollo de papel de reducido tamaño. La mujer echó el humo por la boca y para no arrojarlo a la cara de la samaritana, aquella que la había convidado, volteó hacia un costado. El humito se disipó dibujando unos rulitos pequeños y graciosos.
—Gracias, doctora. Que te tenga un buen día. –Le dejó una sonrisa y se marchó por donde había llegado.

Sarmiza sabía que nunca le dijo que ella era abogada. ¿Cómo sabía la mujer quién era? Simple, porque debía haber estado en el Hospital cuando ella increpaba al enfermero o luego a la jefa de Admisiones. Pero en la refriega no había notado su presencia.
Guardó el bollo en su cartera y paró un taxi. No usaba su automóvil cuando estaba en esas tareas de investigación combinadas con amenazas e insultos perfectamente estudiados en el marco del Código Penal. Las apretadas debían responder a algún articulado, a algún inciso que las justificara.
Sabía que su auto estaba lleno de trazadores, micrófonos, espías que viajaban escondidos en su baúl, en el aire de sus llantas, en los vapores tóxicos de su caño de escape. Ya le habían cortado los frenos en más de una oportunidad. Y alguna vez, sabía, le harían un daño a su automóvil que ella no podría detectar fácilmente para que se matara en una autopista o en una ruta cuando viajara a alta velocidad. Por eso ese día no llevó su automóvil para evitar algún inconveniente de más.
Le indicó al chofer la dirección de la Asociación. Recién allí vería de qué se trataba el bollo de papel que la mujer puso en su mano mientras encendía el cigarrillo y cuál era la importancia del mensaje que le envió Dolores con carácter de urgente.
Las mejores informaciones muchas veces llegaban de modos extraños. Sospechó que esa vez le llegó en medio de una llamita del encendedor y unas manos que encubrían el aporte confidencial con esmero.
“Ojalá no me equivoque”, se dijo, y prendió su sexto cigarrillo al hilo. Pero ni pensó en dejar de fumar.

4

Puso el bollo de papel que le dejó la mujer en el escritorio. Sin intuir de qué se trataba lo dejó al lado de unas fotocopias de un cuaderno marca Gloria. Eran fotocopias de un manuscrito. La letra era, sin dudas, de una mujer. Buscó con la mirada a Dolores quien la saludó alzando una mano. Luego llegó hasta ella trayendo dos cafés para compartir. No sería el que ella tostaba y molía para hacerlo en su cafetera italiana, pero le vendría bien para excitar un poco más sus nervios.
—¿Cómo te fue? –preguntó Dolores.
—Nada mal. Nadie me puteó, nadie me pegó y dejé rengo a uno de seguridad. Nada mal.
Dolores miró el bollo de papel.
—¿Qué es eso?
Sarmiza miró las fotocopias.
—¿Y esto?
—Otro regalito que le hicieron a Guadalupe. Ella está viniendo para explicarte. Le hicieron mierda la casa. Todo rota.
—Hijos de yuta. Están histéricos. Van a los martillazos por el mundo.
—Esperemos, no nos den uno por la nuca.
Sarmiza se tocó la cabeza con su dedo índice.
—Ponete casco, Dolores.
—Lo voy a considerar. ¿Y ese bollo?
—Todavía no sé qué es este bollo, no quise abrirlo en la calle. Puede ser cualquier cosa, una boludez, una amenaza o algo importante. Me lo dio una mujer que parecía una viuda que venía de enterrar al marido. Estoy segura de que escuchó mis peleas en Terapia y Admisiones. Pero no la vi durante las discusiones.
Dolores se encogió de hombre.
—Abrilo y te vas a enterar qué tiene.
Sarmiza sorbió el café de su taza. Entrecerró los ojos buscando la imagen de la mujer durante su discusión con el enfermero acobardado, cuando le dio tremendo pisotón al guardia, cuando amenazó a la jefe de Admisiones. Pero no la encontraba por ningún lado. Bebió otro sorbo de café. Revolvió inútilmente el café en la taza porque ella lo tomaba amargo, sin azúcar, sin los horribles edulcorantes con sabor a metal. Prendió otro cigarrillo. Echó el humo por su nariz, luego por su boca, luego por su nariz. Echó la ceniza al piso. Sin mirar a Dolores se sentó en su silla. Aun sosteniendo el cigarrillo con sus dedos índice y mayor se cubrió el rostro con las dos manos. Repasó cuadro a cuadro cada escena en el Hospital, pero la mujer era un misterio. Ni una sombra de ella, ni una sospecha de quién era.
Dejó el cigarrillo en el cenicero. Tomó el bollo de papel en sus manos. Lo abrió y estiró con sumo cuidado. Era una nota manuscrita. Era una letra muy pequeña, esmerada, de alguien que se había tomado su tiempo para escribir todo eso. Vino a su mente la imagen de la enfermera que tomaba nota de los medicamentos, pero no recordaba su rostro.
Dolores estaba expectante, iba a hablarle, pero conocía a Sarmiza de memoria. Si la interrumpía cuando estaba reflexionando, de seguro se iba a enfurecer y la iba a mandar a la mierda, como hacía siempre. Cuando estaba en ese estado lo mejor era esperar pacientemente a que ella decidiera hablar sobre qué estaba pensando.
Volvió a estirar la hoja con sus dos manos. Aun con un cigarrillo esperándola en el cenicero, encendió otro. Dos humos la cercaban a cada lado. Apartó con cuidado las fotocopias del cuaderno Gloria y empezó a leer.
“El día que usted dice entró una mujer baleada por la espalda. Dos tiros. Uno perforó el pulmón, el otro rebotó en el hueso del omóplato. Se salvó de milagro. El doctor que la operó estaba de guardia. No entró nadie con el nombre Plácida More Lesbiyanka. Busque y verá que ese nombre es falso. No existe. Los datos son falsos. Esa supuesta mujer figura que fue cremada. Nadie la podrá encontrar.
De la mujer baleada no supieron nunca cómo se llamaba realmente. Estaba mejor, pero una noche vino un grupo de seis hombres todos armados y se la llevaron. Acá están todos amenazados. Al que habla le van a matar a toda la familia. Los tipos eran pesados y parecían unos tremendos hijos de puta. Nadie va a decir una palabra porque nadie quiere que le violen a sus hijas, a sus esposas, que maten la familia.
Espero que le sirva de algo. No tengo más datos. A mí no me va a encontrar nunca. Suerte.

6

—More Lesbiyanka, More Lesbiyanka. ¿Quién será el hijo de yuta que se dedica a pensar estas mierdas? –Sarmiza estaba disgustada con el descubrimiento que una colega hizo sobre el falso apellido de “Plácida”, la supuesta paciente muerta de cáncer y rápidamente cremada en el cementerio de la ciudad.
Dolores la miraba con sorpresa, un tanto por el enojo que mostraba y otro por saber a qué se refería.
—En inglés, more quiere decir más. Lesbiyanka, en ruso, lesbiana. Más Lesbiana. Plácida Más Lesbiana. Plácida puede significar apacible, tranquila, sosegada, pacífica, quieta, también deliciosa, encantadora, deleitable. ¿Cuál elegís, Dolores?
—Deliciosa o Deleitable. Deliciosa Más Lesbiana o Deleitable Más Lesbiana.
—Coincido. Ámbar es hermosa. Deliciosa o Deleitable Más Lesbiana.
—¡Que pendejos de mierda!
—¿Habrán cremado alguna mina de la que no tenemos ni idea? –Sarmiza preguntó indignada.
—¡Cómo lo voy a saber! Estos tipos son capaces de cualquier porquería.
—¿Y Ámbar?
Dolores se encogió de hombros. ¿Cómo saberlo?
—¿La habrán matado y luego cremado?
—De todos modos, Sarmiza, tampoco sabemos si lo que te escribió esa misteriosa mujer en el papelito es cierto. No podemos asegurar nada. Son tipos muy retorcidos.
—¿Sabés qué creo Dolores? Que estos chotos se divierten con nosotras. Nos toman de boludas. Balean una mina, secuestran a su pareja, desaparecen una que estaba en el calabozo con ella, luego desaparece Ámbar y vuelven difunta a una mujer con un nombre de joda, “Deliciosa Más Lesbiana”… ¡Nos joden, Dolores! ¡Se cagan de risa de nosotros!
—¡Qué querés que haga! Esto es así, ya lo sabemos. ¿A Guadalupe qué le vas a decir?
—No queda otra que la verdad. No la voy a versear, no puedo ni debo.
—¿No te conviene antes darte una vueltita por la comisaría? –Dolores le preguntó porque creía que había que advertir a la policía.
—Tenés razón. Voy a ir a joderlos en su guarida. Se ponen como locos cuando aparece una mina como yo hinchándoles las pelotas. A los canas no les gusta que una mina los mandonee. Para ellas las minas solo sirven para lustrarles la cachiporra. Imbéciles. Voy a hacerte caso. Antes de hablar con Guadalupe voy a joder a la cana. Si llega antes que yo, decile que me espere que quiero hablar con ella.
—Muy bien, doctora. La esperaremos aquí juntas las dos y sus acompañantes.
—No la dejás sola nunca.
—No, nos van a tener que matar a varias para tocar a Guadalupe.
—Esperemos que no sea necesario. ¿Y estas fotocopias de qué tratan? Me las voy a llevar para leerlas.
—Mejor andá a la comisaría y cuando venís te lo explica la propia Guadalupe. Si ella no volvió todavía, yo te digo lo que sé.
—Adelantame algo si no no voy a saber qué estoy leyendo.
—Ayer, cuando las chicas fueron con Guada a buscar ropa y otras cosas a su departamento, estaba todo hecho mierda. Le destrozaron el departamento. No quedó nada sano.
Hicimos la denuncia en la comisaría de la zona. Intervino un fulano, después te doy el nombre, Robo, caratuló.
—Pero eso hay que tirárselo al pendejo del fiscal.
—Eso sabés vos.
—¿Y estas fotocopias qué tienen que ver?
—Cuando Guada y las chicas salían, el portero la llamó. Le dijo que él no había escuchado cuando robaban en la casa y después le dio este sobre. El tipo le dijo que lo habían echado debajo de la puerta de la portería y, como tenía escrito el nombre “Guadalupe”, lo guardó para dejarlo después cuando hiciera la recorrida por los pisos. Parece que el tipo se olvidó de echarlo por debajo de la puerta.
—¿Buscarían eso los tipos que entraron?
—Puede ser. Guadalupe cree que sí. Por lo que está escrito. Nos dijo que es un manuscrito que podría ser del ama de llaves que la crio cuando chica. Una especie de diario o memorias de la mujer que fue el ama de llaves de su casa de la infancia, la que le cosió el sobre de seda azul en el que ella guardó sus primeros escritos, esos que publicó acá en Buenos Aires con el título de “Palabras como filos”.
—“Sobrecito azul de seda azul. Sacá boleto de tren para tu último viaje”. Los llamados de amenaza.
—Correcto.
—Pero la más importante de todas esas copias es una que vas a leer que tiene de título Orden del día N.º 5…
—¿Y eso qué es?
—Parece un formulario oficial de la Agencia en el que se solían indicar las órdenes diarias para cada subordinado. El encabezado completo dice: “Orden del día N.º 5: Escarmiento ejemplar”. Guadalupe cree que está vinculado a la muerte de su madre. Cuando leas esa especie de “memorias”, no son muchas páginas, vas a encontrar un poema, no me acuerdo en qué hoja está, que parece un mensaje en clave. No tuvimos tiempo de deducirlo, es complicado, además Guadalupe estaba muy nerviosa y no podía pensar con claridad. El padre, la madre, el ama de llaves, Ámbar, se le mezclaba todo, así que decidí dejar de lado esos escritos porque ni siquiera sabemos si son verdaderos o es parte del trabajo para desquiciarla.
Sarmiza guardó el sobre en su portafolio, tomó su cartera, saludó con un movimiento de su mano y salió rumbo a la comisaria donde Guadalupe, dijo, estuvo detenida.

Apenas dejó la Asociación, encendió su cigarrillo. Fumó con entusiasmo. La nicotina aceleraba su cerebro. Creía que el objetivo no era matar a Guadalupe. Si eso hubieran querido ya la habrían asesinado.
Matar a alguien, Sarmiza lo sabía, era muy fácil. Un drogón reventado, un chorro que sacan temporalmente de la cárcel para un trabajito, un voluntario que mata por disfrute. Matar es tan fácil como fumar. Ella podía fumar treinta o cuarenta cigarrillos al día. En el tiempo que ella fumaba sus cigarrillos, no menos de seis personas morían por día por distintos delitos. Y eso solo eran los denunciados porque nadie tenía idea de aquellos de los que nunca se llegaba a saber. Pobres de toda pobreza, perdidos en los latifundios, muertos por protestar, por pedir trabajo, porque alguien dijo que miró torcido a un patrón. Para robarle diez pesos. Porque un fulano quería algo que ese pobre poseía. Tal vez lo único, una hija, un amor, una buena pala de punta. O una botella de vino. Una estadística imposible.
Cuatro mujeres por día eran chupadas para la trata de las que nunca más se volvía a saber. Estadística oficial que ignoraba los miles de “nadies”, las hijas de ninguna, las madres de nadie, las esposa de ninguno. Muchas indocumentadas, recluidas en los ranchos, en las plantaciones, en el corazón de los latifundios. Mujeres sin nombre ni rostro, sin edad, sin muerte.
Matar era tan fácil como fumar, como tomar agua, como comprar una golosina. Si la mafia estaba en el propio gobierno, las posibilidades de que todo saliera mal eran más que altas. Conocía la consigna: ‘Ndrangheta y resignación o resignación y ‘Ndrangheta. Si convenía, más ‘Ndrangheta, si no, más resignación. Odio puro de clase. Doble odio si se trataba de una mujer. Triple, si, además, era pobre.
El objetivo, deducía Sarmiza, era hacerla aparecer como una loca, una enferma degenerada, porque era lesbiana, una porquería y estaba en pareja con otra lesbiana, otra porquería. Si desacreditaban a Guadalupe, sentaban precedente. El objetivo era neutralizarla y usarla como antecedente, advertencia. De paso hacer negocios. Los negocios mandan en este mundo. Secuestro por dinero, torturo por dinero, mato por dinero. Prostituyo por dinero. Drogo por dinero. Dinero, dinero, dinero. Dios del mundo moderno. Dios supremo del gobierno de turno. El gran globalizador. Luego del dinero, el descarte.
Ámbar podía estar ya en un prostíbulo de la Agencia, recluida como prostituta hasta que muriera por sida o por drogas. Ella no tenía familia, solo a Guadalupe. No había forma de rastrearla.
Sarmiza se detuvo en un quiosco y compró dos atados de cigarrillos rubios con filtro. Los caros, los más caros. Iba a fumar mucho ese día, mejor era aprovisionarse lo suficiente. Luego de la comisaría, se dedicaría a leer las fotocopias del cuaderno Gloria y la “Orden del día N.º 5”. Tal vez en esos papeles encontrara alguna pista.

6

Esa comisaría en particular le traía malos recuerdos. Allí habían secuestrado a una hermana suya los días del golpe de Capellini, en diciembre de 1975. Jesús Capellini. Jesús. Qué nombre para un tipo como ese. Sarmiza siempre tuvo presente esa ironía siniestra. Jesús Capellini, Jesús el golpista, Jesús el fusilador del ’56. Jesús, el crucificador. ¡Qué ironía!
La hermana era una piba bien, una piba entusiasta. Estaba pintando en una pared “no al golpe de Estado…” Allí terminó la pintada. Un patrullero la levantó junto a otra. Las llevaron a la comisaría. Sarmiza lo recuerda bien porque ella fue con la madre a buscarla a la comisaría. La negaron, les mintieron. Mientras la madre reclamaba por la hija, los policías la sacaron por el portón lateral que daba al estacionamiento, dentro del baúl de un coche particular.
La hermana fue a parar al Departamento de asuntos políticos de los federales. Tipos sin nombre, sin rostro, padres amorosos de familias amorosas, con hijos enternecedores y amantes suculentas. Ladrones sin uniforme, asesinos estatales con licencia estatal para matar, Ya estaba al mando de la policía el que después iba a ser el general-ministro de la muerte. El de la voz de pito y cabeza de adoquín. El general que explicaba que los desaparecidos no eran desaparecidos porque en la Argentina éramos “derechos y humanos”. Tal vez no tanto y por eso inventó lo de los errores-excesos de la guerra sucia. Errores, excesos, guerra sucia, artilugios macabros del lenguaje y la política.
En Asuntos políticos, a su hermana, la violaron varias veces, la torturaron con salvajismo. ¿Por qué? Porque había pintado “no al golpe de Estado…” ¡Y ese sí que era un delito gravísimo! ¡Cómo se iba a oponer una simple muchacha al golpe de Estado! Torturar a esa muchacha fue una necesidad para la seguridad del Estado. Ese no era un delito, ¡no! Era una labor de Estado. ¿Violar a esa muchacha? Ese no era un delito, ¡no! Era una labor de Estado.
Sarmiza recordaba siempre que la hermana no recuperó nunca su salud mental. Había muerto hacía ya un largo tiempo. Murió dormida, una noche en que su corazón dijo “hasta acá, no puedo más, no quiero más”. Y se murió.
Esos hijos de yuta que la violaron y la torturaron, anduvieron todos esos años alegres y felices con sus amorosas esposas y sus amorosos hijos y sus amorosas amantes, viviendo todos del erario público. Volver loca a la gente era un modo de sostener el control social. Torturar, violar y enloquecer. Nada nuevo bajo el sol.
Por eso Sarmiza tenía bien claro qué querían hacer con Guadalupe. Tenía pocas o casi nulas esperanzas en cuanto a salvar a Ámbar. Pero, dice el refrán, la esperanza es lo único que se debe perder.
Entró a la comisaría. Con su chaqueta azul, su pollera azul y sus zapatos de taco aguja de color azul. Taconeó fuerte para molestarlos. A los policías no les gustaban las mujeres de carácter, las querrían sumisas, algo lelas, y dispuestas a abrir sus piernas para una penetración policial. Así luego tendrían algo de que reírse.
La vieron entrar. Con la camisa blanca y el trajecito azul, a todos les pareció una bandera que entraba flameando con modos propios, casi insolentes.
La conocían. De memoria. Fue cuando lo de Cromañón. O cuando detenían a las centroamericanas que trabajaban en su zona bajo el mando de los proxenetas que ellos controlaban. La conocían y cómo la conocían.
El policía que oficiaba de recepcionista la miró con asco. Sarmiza lo ignoró por completo. No lo saludó. No había nada peor para el tipo que lo ignoraran o lo trataran como si fuera solo parte del mobiliario.
—Quiero hablar con el comisario. –Le ordenó, pero sin siquiera mirarlo. Le habló a una silla que estaba en el fondo del pequeño recibidor.
—¿Y usted quién es, para pedir por el comisario? –el policía respondió nervioso.
—Ya te vas a enterar cuando tu mujer te tenga que llevar Hipoglós a Ezeiza para que te alivies las paspaduras que te van a dejar todos los presos en el culo. Llamá al comisario y decile que está la doctora Sarmiza, él sabe bien quién soy.
—¿Qué decís, loca de mierda?
—Loca, re loca, puta y reputa. Agarrá el comunicador y llamá al comisario antes que te arranque las bolas.
El policía estaba realmente enfurecido. Y eso era lo que Sarmiza quería. Un poco por la hermana. Siempre que entraba a esa comisaría armaba un buen quilombo, por la hermana. Una modesta venganza inofensiva. Pero también porque cuando un tipo pierde el control, y más si es policía, es muy fácil que hable de lo que no debía hablar.
—¿Te volviste loca? Te voy a meter en un calabozo para que se te pase la locura, loca de mierda.
—Yo seré loca, pero ustedes son unos hijos de yuta que permitieron secuestrar a una clienta mía de manera ilegal y permitieron desaparecer a una muchacha que tenían chupada en alguna mierda como esta comisaría. Cuando te denuncie y te mande preso, vas a ver qué loca de mierda soy. Después te visito en Ezeiza y te llevo manzanilla para que te hagas baños de asiento para que desinflames las hemorroides.
El comisario la escuchó apenas abrió la boca. La conocía de memoria. Reconocía su modo de taconear, de hablar, de fumar, de maldecir. Como el tango, él podía cantar “no habrá ninguna igual, no habrá ninguna”.
Interrumpió la discusión cuando Sarmiza no dejaba de provocar al policía diciéndole “hijo de yuta, hijo de yuta”, un insulto tan vulgar como eficaz. No había policía que no perdiera las formas cuando se lo echaban encara. “Hijo de yuta”, imposible de humillar de un modo mejor.
—¡Doctora! ¡Tanto tiempo sin vernos! –el comisario saludó a Sarmiza con una amplia sonrisa y los brazos abiertos.
—¡Comisario! No hace tanto tiempo que estuve acá por otro delito tolerado por ustedes.
—¿Quiere pasar a mi despacho? Usted cálmese –le ordenó al policía que estaba de guardia–, la doctora es una vieja amiga de la casa. –El hombre no estaba muy seguro de que esa mujer pudiera ser amiga de la casa. Sus menciones sobre el Hipoglós, la manzanilla y los presos de Ezeiza le hacían creer en todo lo contrario.
El comisario invitó a Sarmiza a sentarse en un sillón que daba a su escritorio. Él se acomodó en otro ¡tan amplio sillón y cómodo! Y se reclinó suavemente sin dejar de mirarla. Sus ojos no demostraban sentimiento alguno. Era un hombre que sabía disimular sus estados de ánimo. Comandaba una comisaría difícil en una zona difícil.
—¿En qué puedo ayudarla, doctora?
—En esta zona fue secuestrada una clienta mía. Fue cuando estaba en el Hospital también de esta zona averiguando por su pareja que habría sido baleada esa tarde.
—¿Baleada? –Sarmiza captó la sutiliza del lenguaje.
—Sí, baleada, ¿por qué?
—Si un hombre fue baleado en esta jurisdicción, tiene que estar asentado en el registro diario, tuvimos que haber intervenido por uso de arma de fuego y lesiones graves. Puedo pedir el libro y buscar si me dice el día. También podemos llamar al Servicio de emergencia del gobierno. Si hubo un incidente armado como usted me dice, ellos deben de tener registro.
Sarmiza, en otras circunstancias, hubiera reído. Podía imaginar una voz sonando en la radio:
—¡Natalia!” Natalia! ¡Uso de arma de fuego y lesiones graves! ¡Pum! ¡Pum! ¡Natalia!” Natalia! –Le resultaba casi imposible no reírse.
—No se trata de un hombre, se trata de una mujer baleada –lo corrigió Sarmiza.
—¡Ah! Una mujer… –Ella ya sabía por dónde iba a disparar el comisario.
—Dos mujeres, una baleada y una secuestrada. –Esperó unos segundos tratando de encontrar algún gesto, uno pequeño que describiera de alguna forma una sensación, un sentimiento del comisario. Pero el hombre era imperturbable.
—¡Qué digo, dos, eran tres mujeres!
—¿Tres, doctora? Por qué no hace bien la cuenta y después me dice qué busca. Porque empezó con una, siguió con dos y ahora son tres. No me venga con que no hay dos sin tres.
—La tercera era una muchacha que tuvo un altercado, está desaparecida. De ella no hay rastros.
—Doctora, es muy grave lo que me está diciendo. Vaya y haga la denuncia en la fiscalía sobre violencia contra la mujer. Aquí somos respetuosos de la ley y voy a colaborar en todo lo que la Justicia me pida. ¿Cómo van a andar secuestrando personas como en la dictadura? –Sarmiza pensó en ese momento “no podés ser tan hijo de puta”, pero se mordió la lengua–. ¿Cómo vamos a tolerar el secuestro de mujeres indefensas? ¡Doctora! ¡Usted nos conoce!
—Por eso estoy acá. La denuncia ya la hice y por eso estoy acá.
—Entonces, ¿yo en qué podría ayudarla?
—Quiero que me brinde toda la información que tenga.
—¿Qué quiere? ¿Ver los libros?
—Los libros, las filmaciones.
—Los libros, ¡ya los pido! Las filmaciones, usted sabe doctora, tiene que ser por exhorto judicial.
—Exhorto, exhorto. Me recuerda algo que le dije a su muchacho cuando entré.
—La escuché, sí. Pero es otra clase de exhorto.

Por el intercomunicador le pidió a la guardia los libros de la seccional. El policía que recibió a Sarmiza entró y la miró con singular fastidio. No podía dejar de pensar en la amenaza de la mujer sobre hipogloses y manzanillas y los delictuales penes de los presos.
—Aquí los tiene doctora, mire lo que quiera. –Con un movimiento de su mano le ordenó al guardia que se retirara.
Sarmiza fue y vino por las hojas. Leyó renglón por renglón, el día del atentado, el día de la detención y días previos y posteriores. Conocía la maña de anotar algunos datos en días diferentes para diluir responsabilidades. Pero no había nada escrito en ellos sobre ninguna de las tres mujeres.
—¿Quiere un café, doctora?
—Le agradezco, pero acabo de tomar uno muy rico –mintió sin convicción.
—Mire que es bueno, me lo regalan acá, de una cafetería amiga, la de la otra esquina.
—Me imagino qué contentos que están cuando le regalan el café.
—Sí, mucho. Aprecian nuestro trabajo.
—Lo sospeché desde un principio. –El comisario soltó una carcajada–. ¿Encontró algún delito del que acusarme?
—Si busco delitos puedo encontrar por docenas, pero lo que busco aquí no está.
—No podemos falsificar los libros, doctora. Me extraña. ¿Y por qué no me dice los nombres de esas tres mujeres, así puedo ayudarla a buscar la que la preocupa?
—Ya lo va a llamar al fiscal de la causa. Él le va a dar todos los datos. –Sarmiza estaba realmente molesta. Encendió un cigarrillo y echó una larga pitada.
—¿Conozco al fiscal, doctora?
—¡Seguro! Entre ustedes todos se conocen. Hacen como los perros, se huelen el culo y ya saben de quién se trata.
—Doctora, doctora. ¡Con lo bien que podríamos llevarnos!
—No lo crea, comisario.
—Curiosidad masculina, doctora. ¿Se trata de tres lesbianas? Porque mire que las lesbianas son muy complicadas, tienen muchos conflictos, doctora. ¡Qué le voy a explicar a usted que se dedica a defender lesbianas!
En esta seccional, noche por medio tenemos escándalos con las lesbianas. Se dan, no se imagina doctora cómo se dan. Se matan. Peor que los putos, mire lo que le digo.
Sarmiza dejo caer la ceniza al piso. Sabía que eso al comisario lo enfurecía. Era obsesivo con la limpieza de su despacho. Se puso de pie, tiró el cigarrillo al piso, lo pisó con entusiasmo y estiró con las dos manos las arrugas de la pollera.
—Guadalupe, Ámbar y el nombre de la tercera no lo sabemos.
—Guadalupe, Ámbar y una NN. –El comisario repitió los nombres.
—La tercera, un tatuaje. El tatuaje es lo importante.
—La chica del tatuaje. Ya tiene un lindo título para su escrito. Póngalo en mayúsculas. “LA CHICA DEL TATUAJE”. ¿También lesbiana?
—Buen día, comisario.
—La acompaño, doctora. Mi guardia quedó sensibilizado con usted. Los muchachos no suelen tener buen humor cuando alguien amenaza sus esfínteres. –Fue con ella hasta la entrada misma de la comisaría.
—¿Doctora? ¿Le puedo hacer una corrección?
—¿Sobre qué asunto?
—Los baños de asiento no son de manzanilla. Son de hoja de malva.
—Aprecio su experiencia.
—Las merece. –El comisario la despidió amablemente.
Sarmiza salió a la calle, encendió otro cigarrillo, echó su humo a la cara del hombre y se marchó sin saludar. El comisario la siguió con la vista hasta que dobló en la primera esquina.
El policía de guardia lo miró algo desconsolado.
—No pasa nada –le dijo y le palmeó el hombro–, a esta loca la conozco desde hace veinte años. No tiene nada. Tres lesbianas y un tatuaje. ¿Sabés a dónde va a ir con eso? Tranquilo. Todos tranquilos. Lo único que espero es que esta tipa se muera de un buen cáncer de pulmón. Groso, bien groso, Con una buena metástasis. ¡Cómo fuma esta hija de puta!

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