La catedral de León es fría porque en su interior mora la Diosa del Invierno. Su respiración de niebla y escarcha congela los muros y los pilares, y sus vidrieras suenan con el tintineo malva del afrecho helado. Los habitantes de la villa creen que la catedral está maldita y que en sus catacumbas vive un enorme topo y por eso se cae. No son capaces de escuchar el latido glacial de la Diosa. Para calmar la ira subterránea del topo, sacrifican la infancia de los niños en tardes de vaho y estufa. Sepultan sus miradas curiosas en valores estrictos y sus juegos salvajes en silencios blancos.

Los niños de León aprendemos antes a dibujar pórticos góticos que a mostrar nuestros sentimientos. La última gárgola ha caído esta mañana. Por suerte, no ha matado a nadie. Y tampoco nadie la ha llorado.

El director del colegio nos lleva de excursión para ver sus restos. Cree que en la caída de la piedra hay escondida una lección arcana. Nos invita a coger un trozo cada uno. Yo tomo un colmillo y me lo ato al cuello. Poco a poco, esa piedra irá germinando en la piel y le crecerán raíces negras y retorcidas que cubrirán mi pecho.

Será una semilla de la Diosa, para que no olvide nunca su aliento gélido.

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