Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 18, «El tajo en la orilla»

Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 18, «El tajo en la orilla»

XVIII

El tajo en la orilla

No volteó para mirar atrás porque si lo hacía iba a perder el coraje de abandonar a Rudecindo. Si estaba bien o estaba mal lo que iba a hacer, la suerte lo diría. Taba de suerte o de culo, caía como Dios mande y es su capricho. El hombre poco podía hacer, sólo encomendarse en silencio a los buenos oficios de algún santo.
Pero confiaba de todos modos. Todo lo que había hecho en su corta vida tenía algo que ver con la suerte. Suerte que encontró a la Logia, suerte que conoció al ilustre. Aunque no solo era asunto de suerte, también había mucho de coraje.
Hacía lo que había que hacer. ¿Cuántas veces se lo habían dicho mientras arrastraban el pesado camastro del general por la llanura, por los barriales, por las sequías, huyendo y huyendo de esa jauría que quería matar para siempre a la bandera de la Patria?
Rudecindo le hubiese dicho que se había vuelto loco. Nunca se debía dejar al compadre para encarar una parada solo. Era de equipo la patriada. Solo, a la buena de Dios, se iba a la muerte igual que el ganado al matadero. Sin duda que Rudecindo le hubiera dicho que se había vuelto loco.
Pero no se trataba de locura. Si de algo se trataba era de amor. A lo sumo era locura de amor. ¿Dónde estaba la Gloria, su Gloria del alma? La mama, la que hizo todo por él. La que lo crio sola porque el padre se rajó apenas supo del embarazo para no aparecer nunca. La que lo educó con paciencia y fregaba la mugre de tantos para ganar el mango día a día. ¡Cómo no iba a ir en su busca! ¿Seguiría ahí parado, mirando la gente pasar y pasar? No. No podía soportarlo más. Y Rudecindo lo hubiera llamado a la calma, a la reflexión y esa era una virtud que Faustino no cultivaba.
La reflexión es un acto en el que los sentimientos deben someterse a las ideas, y las ideas solo son correctas si soportan la prueba de los hechos. Rudecindo podía haberle demostrado que entrometerse solitario en los dominios del patrón de las quintas podía terminar mal, demasiado mal. No le hubiese permitido hacerlo.
Pero Faustino estaba decidido. Y para colmo vio esa bandera. ¡Él la reconocía! No había forma de confundirlo, podía reconocer a La Reliquia a leguas de distancias. Por su eco. Por su perfume. Por su manera única de flamear señalando el camino. La bandera lo señalaba y él interpretaba sus caprichosos giros en un reclamo exigente.
¿Cuándo el hombre izó la bandera no le dijeron loco? ¿No le dijeron loco cuando se plantó en Tucumán? Hizo lo que tenía que hacer. Si somos patria a él se lo debemos. ¿Y él iba a andar tembloroso, llorisqueando por los rincones porque la Gloria no aparecía por ningún lado? Iría en su búsqueda y la pondría a salvo de todo mal.
Su empresa era menor al lado de aquellas, no había comparación y eso lo conformaba. Llegaría a las quintas por el lado ciego de las posesiones del terrateniente, de ese lado donde solo la mugre y unos pocos cirujas se aventuran para encontrar donde dormir sin que la policía los moliera a palazos para robarle las chucherías que juntaron cirujeando por ahí o por allá.
Era la zona boscosa donde los árboles se levantaban de una manera distinta a todos los otros que luego se diseminaban hectárea tras hectáreas y que rodeaban las plantaciones de frutales y verduras.
Esos árboles eran enormes, robustos, de corteza manchada y ramas tan altas como las mismas nubes que apenas se animaban a rozarlas con sus hebras cenicientas donde incubaban las tormentas más rudas.
El riacho pasaba a uns decenas de metros de ese bosque y arrastraba en su cauce toda clase de roña. La muerte ahí se disimulaba sencillo. Era apenas una pudrición más, que nadie podía apreciar entre tanta confusión.
Bajo la copa de esos árboles hirsutos, los matorrales lo encubrirían. Él se mimetizaría con esos yuyales de un metro de altura y esperaría a la noche para adentrarse hasta donde podía estar la madre prisionera del terrateniente. Luego iría por la mujerona aquella, la del pendejo rubio y raquítico, y ajustaría cuentas por robarle la casa. Porque estaba seguro de que eso era lo que había ocurrido. Ella se había apropiado del rancho y obligado a la madre a marchar hacia las quintas donde mandaba el señor con todas sus mañas feudales.

2

Cuando Rudecindo volteó para ver a la muchachada llegar con sus banderas y redoblantes, Faustino se ocultó tras un grupo que se había detenido para recibir a los recién llegados. Entonces apareció la bandera salida de un secreto esplendor, ancha la diagonal de sus colores que derramaban en silencio toda clase de esperanzas. Se mostró esplendorosa, unánime, vital, nupcial, radiante. Era un coral azul y un coral blanco, un pedazo de águila violenta y un susurro de hierro que volvía en batalla todo lo que tocaba con su sombra.
Ellos la vieron así, esplendorosa y eso los sustrajo de todo lo que ocurría a su alrededor. A Rudecindo de la ausencia de Faustino, a Faustino de la distancia que se hacía una ancha avenida entre él y el compadre. Luego escapó en dirección oeste, hacia el suburbio. La tarjeta SUBE que encontró cuando marchaban le dio el salvoconducto para viajar a la zona de quintas donde esperaba llegar para buscar a Gloria.
El viaje fue como seguir una calle vacía, una huella lavada por la lluvia caída sobre el asfalto arrugado. El viento deshilachaba la luz que llegaba del horizonte, hecha una fiesta y él iba sonámbulo hacia un destino que ignoraba, pero intuía.
La intuición es como un murmullo que se puede sentir, pero que engaña los sentidos. Aparece como una burbuja que seduce y luego vira violenta como la ráfaga de una cimitarra que corta, corta, corta la piedra, la madera, el músculo y el hueso. Y llega la muerte a caballo de su geometría, lado por lado, midiendo y pesando al crédulo que se dejó llevar por un espejismo.
Pero no hubo modo de que Faustino encontrara la calma entre tanta furia. Iba flotando en el lomo de un odio con el ansia de una garra perfecta. Uña y filo, lista, dedo por dedo, a castigar a quien fuera. Pezuña y piedra, simple carnicería justiciera.
¿Matones? ¿Cuántos? Se pregunta a sí mismo y descontaba que podría con ellos. Apenas los viera salir de sus escondrijos, culebras negras de lenguas negras y ojos rojos como unos ratones comemierda, los exterminaría. Aplastaría sus cabezas con el crispado lomo de una roca y las echaría entre los ramajes derrumbados de los enormes árboles de cortezas manchadas con un musgo alimentado con la minúscula partícula de un fuego y un potaje de sangre salida del escalofrío de un hijo arrojado apenas fue parido o de un aborto a mansalva luego de una violación de los matones.
Vio a su frente el camino de tierra reseca, muerta de sed, jadeando, con la espuma de un polvo que llegaba en silencio desde la dimensión de una cruz hundida entre palmeras muertas.
Siguió las señas que la calle le hacía mientras el sol moría, adquiriendo el color de huesos añejados sobre unos matorrales puestos de rodillas. El viento saqueó los últimos brillos de la tarde y dispersó una noche voraz de calabozo. Oscura, ilimitada, con olor a excremento. Inerte, en reposo, ilimitada.
Como planeó, entró por el lado ciego del monte, donde cuajaba una niebla, un vapor roñoso que ascendía ácido del riacho hasta los ojos y hacía lagrimear. Se encubrió en los matorrales hasta que la madrugada llegara con sus rumores y los harapos de una mortaja como si fuera el último estandarte.
Entonces caminó el temblor de una lápida, llegando con el anuncio de los malos augurios. El hocico de las ratas se estrechaba para descifrar su figura entre las oscuridades que se multiplicaban a su paso. Entró por completo en la capitanía del señor del feudo y todas las muertes hubieran querido advertirle, pero ya era demasiado tarde.

3

Faustino se puso de pie buscando el angosto sendero que penetraba en las quintas.
Oyó una voz, pero no la creyó voz, sino recuerdo de una tal vez escuchada la vez que fueron juntos él y Rudecindo.
Pero la voz le dijo “¿qué hacés acá, pendejo?” Buscó la voz y no encontró nada. Ninguna sustancia que la sustentara. Las voces no son etéreas como los recuerdos. Siguió tranquilo como si nada hubiera.
Avanzó por el sendero. Por la marca larga de una luna de harina que salía a su encuentro para rogarle que se fuera.
Volvió la voz. La desestimó como a la primera y eso que esta fue más terminante. “¡Rajá de acá, pendejo!” Dijo desde un corredor con forma de puñal. Pero Faustino no la consideró digna de respecto. Apenas el recuerdo humano de algo que fue dicho y quedó en la espesura de esos pastos oscuros y altos como pequeñas lanzas salidas de la tierra negra.
Un ruido de víbora llegó por la espalda. Pensó “aquí no hay más que culebras” y tenía razón, culebras había que reptaban huyendo de la presencia del hombre. Pero el ruido era de víbora, un raspado serpentino contra la tierra.
Se mantuvo tranquilo y procuró despejar su mente de todos los peligros que siempre se dijeron abundaban donde mandaba el patrón con sus matones.
Luego la voz fue movimiento, rápido y consistente. “Ya está cortado”, dijo la voz y se refugió en los tumultos de unas sombras. Faustino sintió un vuelo blando a la altura de su cuello. Pudo ser un murciélago, se dijo, que lo rozó distraído. O el filo de un viento que apenas tocó donde la carótida se veía expuesta.
Un viento se convenció sincero, de esos cargados de escarcha que llegan en las noches heladas y tocan la piel como si fueran a tajearla. Como la voz no volvió a hablarle, se persuadió que era solo evocación del pasado, tal vez cristalizado en el rocío helado.

Llevó su mano al pescuezo no por dolor sino por desconfianza. Como era noche cerrada no vio la pequeña línea roja que se dibujó en su dedo el tocar esa zona donde sintió el leve rasponcito del viento nocturno o el ala del murciélago perdido.
La noche era oscura entrada la madrugada y a esa hora los sicarios o estarían chupando hasta ponerse en pedo o violando una chica que se habían alzado para hacerse la fiesta.
Avanzó por las quintas buscando la ribera del riacho podrido. Si Gloria estaba por algún lugar de esos, debía encontrarla. Llamarla no podía porque atraería a la jauría de matones que saldrían en ronda a cazar al intruso que osaba gritar alterando el sueño de todos los tanteros.
Un calor suficiente descendió por el cuello hasta tocar el sobaco donde se hizo una pasta. Faustino llevó la mano donde la raspadura parecía agrandarse y palpó no una agüita porque esa es ligera, sino un sumo oloroso. Conocía ese olor desde que era un purrete. Entonces vio la mancha en dos de sus dedos. Contempló es dibujo tan propio de la sangre. El dolor empezaba a salir de la boquita aquella y bajaba sin fuerza por un nervio del cuello que llegaba hasta el pecho más allá del sobaco.
No perdió ni un segundo. Sacó su pañuelo y lo sujetó al cogote. Le pareció suficiente aquella cataplasma para arreglar la herida. Y siguió caminando hacia la orilla más próxima, creyendo que estaba ahí nomás, tal vez algunos cientos de metros adelante. En la orilla donde la luna podía reflejarse, tal vez viera con mejor entendimiento qué le estaba pasando en el cogote.
La sangre desde la herida empezaba a aumentar. Ya no era un hilito que rodaba hacia abajo como cierta cosquilla roja que caliente se deslizaba más allá del ombligo. El dolor del gollete se hacía más importante. Era un estiramiento del músculo del cuello y el nervio que lo cruzaba, pinchaba como una lezna que tocaba la carne sin ninguna delicadeza.
La herida se hizo amplia a voluntad. Eran como dos labios que tenían asuntos que dejar escapar. Se manchó la ropa más allá de la cintura. Entonces se palpó aprovechando un relámpago que salió detrás de la luna en dirección a un árbol que parecía muerto. La mano estaba roja y estaba roja la manga de la camisa y estaba roja hasta la botamanga del pantalón.
El dolor aumentaba, movía el brazo, pero con dificultad. El sabor de la sangre se le metió en la boca y le supo a cuchillo, a filo de un cuchillo que salió de la nada como si fuera solo una brisa llegada desde el fondo de todas los árboles.
¡Cómo no lo previó cuando dio el primer paso! De noche en tierras de señores los filos andan sueltos. Cuando llega la noche salen a cortar en silencio las carnes que encuentran en su camino. Son cuchillos del feudo y cortan los que les viene en ganas.
Si pudiera mirar con atención vería los trozos que dejaron la noche anterior. Era una carne pálida que las ratas comían excitadas.
Por fin llegó a la orilla. Pero allí no encontró nada. O no podía ver si quedaba algún rastro que dejara un ciruja en la corrida.
Estaba todo desierto y salvo un pozo que no parecía tener fin, no había nada importante a donde mirara.
La herida del cuello se seguía agrandando. Es que la sangre brotaba cada vez con más fuerza. Empujaba hacia arriba, empujaba hacia afuera, y cuanto más empujaba la herida se estiraba buscando ir hacia la nuca que ya estaba empapada, y hasta la nuez de Adán, donde hacía como un remolino para buscar el pecho por donde se deslizaba.
Quiso llamar a Gloria. ¡Madre! ¡Madre! Hubiera gritado, pero no tuvo fuerzas.
Y se quedó parado como si ya no hubiera lugar a donde dirigirse.
No tuvo sed porque bebió su sangre. Ya no era ese sabor dulce que sintió cuando niño, cuando se hería por torpe fuera contra una lata, fuera contra las púas del alambrado en el campo y se chupaba la sangre para evitar la chorreada que traía consigo la paliza por bruto.
La sangre sabía de otro modo, amarga, y alucinaba de a poco mientras se nublaba su vista y el cerebro se ponía perezoso.
El dolor se hizo intenso. Salía de la arteria y se inducía en las fibras de los músculos bajando por el pecho hasta donde termina el vientre y comienza la ingle.
Tuvo que sentarse justo al lado de la podredumbre del riacho. Las ratas se alejaron algunos metros desconfiando del hombre que se atrevía a su reino en esa noche pesada.
No tenía en los planes morir. Solo buscar a Gloria y acabar esa intriga que lo angustió desde el momento en que se presentó la mujerona con ese mocoso atrás yendo y viniendo como si buscara el momento para darse a la fuga.
Permaneció sentado en donde había caído, porque en verdad cayó sin poder evitarlo, flojas las piernas, flojos los brazos, débiles las manos, cada vez más ciego y perdido.
¿Qué pasaría si caía al agua y la corriente lo arrastraba hacia la desembocadura del Plata?
No lo permitiría. Se quedaría allí hasta reponerse. Seguro el Rudecindo lo andaría buscando y llegaría al momento para rescatarlo. Y si no era el Rudecindo sería el cura. O Gloria, la madre, porque una madre jamás abandona a un hijo.
Desde esa orilla donde quedó postrado podía ver la noche erigirse como un monumento negro hasta tocar la bóveda del cielo que descargaba una modesta luz, pero mucho más allá de donde Faustino estaba arrumbado.
Por primera vez se retorció el estómago en un calambre insoportable. Tuvo una arcada larga que le paralizó el pescuezo y arrugó la garganta. El estómago se le redujo al tamaño de un puño y su esófago duro se apretó hasta la tráquea y poco más lo asfixia. No vomitó porque no tenía nada en el estómago. Luego el dolor bajo por el vientre hasta las piernas.
Tenía frío, demasiado frío. Él, que había andado día y noche en cueros cuando era niño y no conocía el frío y no aceptaba un abrigo de puro capricho para demostrar quién era muy macho. Así se hizo adolescente y se curtió bajo la lluvia en invierno y bajo el tórrido sol en el verano. Pero en ese momento sentía frío, mucho frío. Demasiado.
Se inclinó hacia el lodo turbio del riacho podrido. Una mancha de aceite que se esparcía como un arco iris le devolvió su imagen haciendo de espejo y se vio pálido, exangüe, él que era morocho y lucía cobrizo todos los días del año.
Ya no tenía fuerzas. Se tendió paralelo al riacho. Las ratas electrizadas lo observaban voraces esperando el momento. Cerró los ojos. Oyó unos ruidos que llegaban del otro lado de la noche.
Lo último que sintió fue que alguien lo arrastraba como si fuera un muñeco. Y luego rodó por el pozo hasta tocar el fondo donde estaba la muerte, contemplando la luna que rodaba hacia adentro por las lúgubres paredes de esa especie de tumba.

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