Aquella mañana me había levantado raro. Una especie de punzada de temor atravesaba mi organismo de sur a norte. Se formaba confusamente en mi vientre, serpenteaba por el estómago, subía perezosa a través del esófago y tras franquear glotis y epiglotis llegaba en oleadas a la región bucal trayéndome un sabor de presentimiento, de vaga amenaza. Chasqueé la lengua varias veces con fruición tratando de identificar por el gusto esta nueva e inquietante sensación. En mi memoria sensorial no encontré nada ni remotamente parecido. Pero las oleadas seguían llegando a mi boca como las mareas negras a la playa aportando cada vez más materia negra, pegajosa como el alquitrán, indefinible y oscura como las pesadillas. En un supremo esfuerzo por comprender removí con avidez de náufrago todos los músculos de mi boca, recorrí con la lengua hasta sus últimos rincones y reuní una buena dosis de la materia sedimentada en ella. La dejé caer en un papel blanco y la observé con ojos de avezado patólogo. El color, la textura, la consistencia espumosa de su superficie no indicaban nada anormal. Incliné lentamente el papel y verifiqué que el deslizamiento de la materia analizada era el esperado dado su grado de viscosidad. Por fin llegué a una conclusión: aquello era saliva.

Pero a pesar de esta evidencia yo seguía sintiéndome raro. Ahora la sensación adquiría tonos premonitorios. Parecía estar al borde de un abismo, de un lugar de no retorno. Era como los días previos al final de curso, cuando era pequeño, en los primeros años de la escuela. Con aquella edad era algo que acababa y no se sabía muy bien si volvería. Había algo de leve angustia ante la ruptura de lo cotidiano acompañado de la incertidumbre de lo nuevo y de la sensación de no poder hacer nada por evitarlo. Todo ello mezclado producía un combinado inquietante y excitante a la vez. Y así era mi estado de ánimo aquella mañana. La sensación física parecía haberse desplazado ahora a la zona genital. Un hormigueo sordo y algo obsceno se había acuartelado en la región produciendo una desazón que me hacía mover las caderas y la pelvis de forma casi frenética. Desistí de repetir el estudio de la materia orgánica afectada en esta ocasión porque no estaba mi cuerpo para tales efusiones. Pero la sensación seguía ahí, cada vez más agobiante, más opresiva.

Sin embargo nada en mi historia pasada, ni reciente, ni en mi futuro previsible justificaba esta súbita convulsión. Yo era normal, casi abrumadoramente normal. Todos mis parámetros medibles y no medibles entraban en la más estricta normalidad estadística. Me encontraba en la mitad de mi vida, mi talla, mi peso, mi número de relaciones sexuales por año, mi cuenta corriente, mi alopecia incipiente, mi número de hijos, todo se encontraba en la media rozando incluso la mediocridad. Y esto no era algo reciente, ya de pequeño, por mi apellido, me encontraba siempre en la mitad de la lista de clase. Me había casado a la edad en que se casa la mayoría de la población, después de haber tenido el número medio de novias por varón propio de mi época juvenil, hecho estudiado por los demógrafos. Mi matrimonio era normal, incluida la crisis de los diez años, hecho ampliamente analizado por psicólogos y otras especies de mal agüero. Mi clase social era, como no, la media, hecho muy comentado por políticos de todas las tendencias. Mi salud general era la propia de mi edad y sexo, hecho descrito por epidemiólogos de gran prestigio. Mi opción política era el no sabe, no contesta, de hecho la mayoritaria entre la población y muy conocida de la ciencia demoscópica. En definitiva que todos estos respetables profesionales me incluían en la parte ancha de sus curvas y gráficos, en esa zona tibia y cómoda de ni frío ni calor que se despacha con un comentario genérico carente de emoción por no ser una rareza digna de estudio.

Y a pesar de esta desquiciante normalidad ahora me estaba pasando algo fuera de lo común. Traté de serenarme y busqué una referencia que diera sentido a mis nuevas e inquietantes experiencias psicosomáticas. Por ejemplo alguien que me hubiera relatado algo semejante, pero mis amistades eran tan normales como yo y a ninguna le podría haber pasado nada parecido. Intenté recordar alguna noticia sobre un hecho similar pero también fue en vano. Cansado de no encontrar respuestas en el reino de lo real decidí pedir asilo político en la república de la ficción. Tras unos breves trámites administrativos acepté mi petición. Ante mis ojos comenzaron a desfilar ejércitos enteros de mutantes de las películas de serie B de ciencia ficción. También me asaltaron las más clásicas imágenes de licántropos o del Doctor Jeckill y Mr. Hide asociadas a las pipas y los olores de las rancias salas de cine demi juventud. Pero ninguna de ellas casaba ni de lejos con mi situación. Eran demasiado explícitas y excesivas y yo presentía que nada en mí, ni siquiera en esta nueva situación, podía estartan fuera de lo normal. En un rápido recorrido por la literatura tampoco encontré ningún episodio semejante hasta que como un relámpago surgió en mi mente la imagen del viejo Gregorio Samsa despertando en su cubículo convertido en escarabajo. Instintivamente palpé mis antebrazos y mis piernas sin descubrir asomo de pelos rígidos ni malformaciones evidentes. Mi cuerpo seguía siendo normal. Tan sólo percibí una sensación de humedad en mi piel, un sudor frío que atribuí a la excitación que se apoderaba de mí por momentos. No obstante, lamí con ansiedad de náufrago esa secreción algo viscosa pero su sabor era el esperado, ligeramente acre, como un yogur diluido en agua.

Ya más tranquilo intenté recomponer mi maltrecho estado de ánimo. En mi mente se atropellaban confusas las nítidas imágenes que acababa de visualizar con otras que surgían vertiginosamente, como vistas desde un enloquecido tiovivo. Allí entreví una merienda de chorizos y ginebra bajo la tormenta, antiguas muchachas nunca del todo abandonadas, soleadas mañanas de resaca, toros que bufaban en mis talones, el olor a tiza y miedo de la escuela, el sonido silbante de un tren que se cruza en la noche, el terciopelo del primer vello púbico saboreado y hasta un cura solemne al que besaba el anillo. Y todo ello a una velocidad endiablada que me hizo casi gritar al encargado del tiovivo que detuviera aquel carrusel infernal.

Pero no había tal encargado ni tal carrusel. Estaba solo en mi habitación, sentado al borde de la cama como aquel niño de una tarde de verano que, sentado en el pretil de un puente, se balanceaba inconsciente hacia delante y atrás como fascinado por el agua que corría a sus pies, ajeno al peligro. Así estaba yo esa mañana, solo que yo sí era consciente del peligro. Aquel agua o aquel turbión de sentimientos y sensaciones que yo estaba viendo pasar delante de mí podía arrastrarme a las oscuras regiones de la locura si no lo había hecho ya. ¿Sería inexorable la caída o aún podía hacer algo por evitarla?

Pero, realmente, ¿qué había cambiado en mí esa mañana? Físicamente estaba como siempre, una vez comprobado que mi saliva era de una calidad standard y que no me habían salido antenas en la frente. La explicación que me había dado a mí mismo sobre el sabor a yogur desnatado de mi piel me había convencido plenamente. Tampoco sufría alucinaciones visuales ni auditivas del tipo de murciélagossaliendo de mis orejas o campanas de muerto sonando a lo lejos. Todos mis sistemas vitales funcionaban con normalidad, con esa normalidad tan exasperante y propia de mí. A mi alrededor también todo parecía normal. Dado que la víspera fue viernes esa mañana había amanecido sábado, cosa normal. Por esa misma razón el despertador no había sonado a la hora de los viernes sino a la de los sábados, o sea que no había sonado a ninguna hora, como era normal que ocurriera siendo festivo. El día era soleado, cosa no tan normal teniendo en cuenta que estábamos en otoño, pero a la que no di mayor importancia dada la conocida falta de seriedad y constancia del tiempo atmosférico. En ese momento de mis reflexiones rebobiné dos pensamientos atrás y una duda asaltó mi atribulada conciencia. ¿Y si no hubiera amanecido sábado? ¿Y si se hubiera repetido el viernes o fuera lunes y de ahí vinieran mis extrañas sensaciones? ¿Quién podía asegurarme que era sábado? Cuanto más lo pensaba más me convencía de que alguna insólita conjunción cósmica había provocado este cataclismo del calendario y por primera vez en la historia a un viernes no le había sucedido un sábado. Ello explicaría mi desazón al quebrarse de forma insospechada y traidora el ritmo circadiano de mi reloj biológico que había regido mi existencia durante los últimos 40 años y la de la humanidad durante toda su historia. Todos estos pensamientos me estaban excitando sobremanera y me planteaban nuevos interrogantes: ¿habría ido hacia delante o hacia atrás en el tiempo?, ¿se habría dado cuenta alguien más en el mundo o todos iban a lo suyo sin reparar en una alteración tan sutil?, ¿sería una alteración puntual o ya nunca más recuperaríamos la seguridad del ritmo semanal conocido?, y si no era sábado ¿se celebraría el sorteo de lotería previsto y en el que llevaba un boleto? Mi angustia crecía por momentos ya que si no podíamos fiarnos ni del calendario, qué nos quedaba. El esquema temporal básico de nuestras vidas se venía abajo con unas consecuencias que me daba miedo imaginar.

Pero otra vez mis pensamientos viajaban en el carrusel infernal, por delante de la realidad, atropellando la razón a su paso. Traté de serenarme y analizar fríamente la cuestión. Si no era sábado y el despertador no había sonado debía ser domingo o día festivo. Me admiré y felicité por esta aguda deducción pero al momento comprendí que la cuestión no era esa sino que radicaba en comprobar si efectivamente era sábado o no. Pensé en llamar a algún amigo o conocido pero ya he dicho antes que todos eras tan normales que ni se planteaban que pudiera ocurrirles algo semejante. También pensé en bajar a comprar el periódico pero me dio miedo encontrarme con una procesión de Semana Santa o con unos niños pidiendo el aguinaldo porque tal despropósito no lo habría soportado mi ya quebrantada salud mental. Si había habido un salto en la semana, porqué no en el año o en los siglos. Esta línea me llevaba cada vez más lejos y aumentaba mi angustia hasta límites insoportables.

Y nuevamente mis sentidos, como esos fieles perros guardianes que nos avisan de los peligros del exterior, se pusieron en situación de alerta. Esta vez fue el tacto, que como una valla electrificada a largo de todo el perímetro de mi espacio corporal, se activó produciéndome una insoportable comezón. Era como si de cada uno de mis poros salieran chispas que sentía pero no podía ver. Sin embargo sí visualizaba en mi interior fuegos fatuos y auroras boreales que me envolvían y de las que formaba parte. Me veía levitando envuelto en emanaciones gaseosas de una luz cegadora. Por momentos era la imagen bíblica de la ascensión de Jesús en el monte Olivete, tal como se representaba en las imágenes en blanco y negro de mis libros de la infancia. En un instante de lucidez deduje que jamás podría moverme de esa posición ni tocar nada metálico pues cualquier contacto me produciría una descarga eléctrica que me reduciría a cenizas en una fracción de segundo. A la velocidad del rayo vi mi cadáver humeante sobre la cama y pensé que nunca sabría si había muerto en sábado, en viernes o en lunes. Ante la puerilidad de este pensamiento reaccioné y examiné mis posibilidades de supervivencia. La cama era de madera, yo no llevaba nada metálico encima y con suerte podría meter los dedos en un descargador de baterías que tenía en el armario y que desactivaría la valla electrificada en que se había convertido mi piel. De todas formas ahora la tensión parecía haber disminuido. La insoportable comezón se había convertido en un inquietante hormigueo que, por una extraña analogía zoológica, me devolvió la imagen del escarabajo Gregorio Samsa. Aspiré profundamente y pareció que hubiera engullido de una vez todos los insectos que pululaban en mi cuerpo y mi mente. Una calma tensa se apoderó de mí pero ya nada sería como el día anterior. Ahora la sensación era de presagio, de expectación ante lo que pudiera pasarme. Estaba atento a los ruidos de mi interior, alerta ante el mínimo estímulo que pudiera desencadenar otra tormenta de sensaciones. De lo que estaba seguro era de que esa mañana no acabaría untando las tostadas del desayuno y leyendo el periódico. Para mí la normalidad se había acabado.

Sentía como si hasta ese momento mi vida hubiera estado encauzada, dirigida por una fuerza ajena a mí. Había sido como un riachuelo que se ve abocado contra su voluntad a recorrer el lecho previamente trazado por milenarias y oscuras fuerzas geológicas que ya han hecho todo el trabajo por él. Había pasado por todos lo recodos y valles del cauce, había saltado los pequeños desniveles previstos, me había acelerado en los tramos estrechos y remansado en los más anchurosos. Pero esta mañana había sentido que algo imprevisto se aproximaba, un sordo rumor interior había crecido en el seno del río y la incertidumbre se había apoderado de él. Los pájaros de las riberas, de suyo tranquilos, se veían ahora revolotear inquietos y las copas de los árboles, que antes silbaban mecidas por el viento parecían ahora aullar agitadas por la tempestad. ¿Sería la cercanía del fin natural, del mar abierto en el que diluirse? ¿o sería un precipicio, una catarata, un salto en el vacío a la nada del que no cabe marcha atrás? ¿o tal vez sería un pantano en el que detenerse, Dios sabe por cuanto tiempo, revolcándose en el fango? Muchas preguntas, angustiosas preguntas sin respuesta.

Pero en realidad yo seguía sentado en el borde de mi cama. Mi cuerpo, libre por el momento de extrañas sensaciones, estaba igual que siempre. Aún así no tenía conciencia del tiempo que había pasado, me encontraba en un limbo atemporal del que parecía no tener voluntad ni fuerzas para salir. Sin embargo podía mover a voluntad mis brazos y mi cabeza, aunque no me atrevía a levantarme. En una de mis inspecciones oculares a mi cuerpo noté algo extraño. Mi mano, posada en la rodilla, parecía transparente. Podía ver perfectamente a través de ella las rayas azules de mi pijama. Aterrorizado por esta visión no supe si atribuirla a una extraordinaria potencia de mi vista o a que realmente la mano carecía de corporeidad. Rápidamente la así con mi otra mano y comprobé que aunque notaba el contacto la materia era de consistencia blanda, como algodonosa, muy deformable, tal que una muñeca de trapo. La boca se me secó instantáneamente y otra vez la náusea acudió a mi garganta. ¡Me estaba diluyendo! Ni el tiempo ni el espacio ni la materia significaban ya nada para mí. Sin duda debía estar muerto. Estaba en el más allá, aunque no mucho más allá porque seguía reconociendo los más mínimos detalles de mi habitación. Mi vista se desparramaba por ella buscando algo que me devolviera a la realidad y me confirmara que todo era una ilusión óptica, pero no podía ver a través del armario ni de la silla ni de mis trajes. Sólo veía a través de mi mano que parecía seguir diluyéndose sobre el pijama a rayas igual que se estaría diluyendo el resto de mi cuerpo que no podía ver. Si esto era la muerte, y debía serlo, pensé en lo engañados que nos habían tenido los curas y los científicos e incluso los que decían haber vuelto del más allá. No había ninguna luz cegadora y placentera al fondo ni sonaban campanas celestiales dándome la bienvenida. Sólo tenía una sensación, algo voluptuosa, eso sí, de tránsito involuntario hacia lo desconocido, como en los días finales del curso escolar.

Ahora loveía todo claro. Las sucesivas sensaciones corporales que había experimentado no eran sino una aclimatación al nuevo estado en que me estaba sumiendo. Primero el tiempo había dejado de tener sentido para mí, luego el cuerpo, mi materia orgánica, mis vísceras, mis venas se me habían consumido por dentro y habían salido de mí con aquella sensación de descarga eléctrica que había experimentado. También había entrevisto en un instante en el carrusel infernal las imágenes de toda mi vida, cosa que sí hube de reconocer que formaba parte de la mística popular de la muerte. Y ahora ya sólo quedaba la anulación de la mente, del alma. Me había sido dado, o tal vez yo no era una excepción, el ser consciente de mi propia muerte y mantener la lucidez en estos momentos. Pero ¿y los demás?, el resto del mundo, mi familia. Dentro de la alucinante situación que estaba viviendo no me hubiera extrañado verlos alrededor de la cama velando mi cadáver inerte mientras yo trataba en vano de hacerles ver que seguía allí. Pero no, estaba solo, inmensamente solo. El lenguaje y el pensamiento eran lo único que me quedaba y a ellos me aferraba como un náufrago a la tabla que lo mantiene a flote.

Por fin me había convertido en espíritu, ya no podía ver ni oír, tan solo pensaba y hablaba. Era un ente incorpóreo e insensible pero angustiosamente consciente de lo que me estaba pasando. Siempre había pensado que en la hora de la muerte todos estamos solos pero nunca intuí el plus de crueldad que supone el ser consciente de esa soledad, de la infinita soledad del que ha sido abandonado por su propio cuerpo y sus sentidos. En los minutos o días o semanas que había pasado sentado al borde mi cama había recorrido el camino inverso al de mi… no recuerdo ahora la palabra, ¿tal vez concepción? Ahora sólo era algo hecho de la materia de los sueños, o tal vez el sueño hubiera sido mi vida y lo real era este… nirvana o indolencia o como se diga. Ahora me explicaba porqué en los verbos sólo el pasado y el futuro son perfectos o incorrectos.. esto creo que no se dice así. Lo único que no necesita adjetivos es el presente, porque en realidad no existe y ahí radica su… su… da igual, sí, su perfección absoluta. Para mí sólo existe el presente que es lo más parecido a la nada, porque se agota en sí mismo, como yo. Todo es pasado o futuro, todo se… no tengo la palabra. Ya todo ha terminado sin llegar a… Creo que esto es el fin las… se me agotan, el proceso ha terminado. Pierdo la palabra, mi… se confunde con el pijama a… Ya estoy en la nada. Nunca fui… sólo demasiado normal. No es la muerte sino…paso a… no se mueve el carrusel. Un pálpito… no hay… todo…

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