Era uno de esos compromisos que Simón prefería evitar, de hecho lo había intentado y no concurrió al velatorio de su compañero. Claro, no pasó desapercibido, varias veces en el día su teléfono sonó para recordarle que a las 10 lo llevaban al Cementerio y que por favor no dejara de ir.

De mala gana se vistió. No de luto pero si con un saco oscuro y camisa gris, sin corbata. Cerca de la hora señalada partió rumbo a la Chacarita, la mañana era soleada y el ritmo de la calle tranquilo. Colocó un disco que le habían regalado hacía pocos días, se trataba de una tal Calixto Sánchez cantando a Machado en Flamenco.
-Justo para hoy — se dijo.
Así, entre el sol y el flamenco marchó para despedir a ese tipo con el que solo había cruzado unas palabras en diez años.

“Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.”

Llegó en pocos minutos, casi sin notar las esquinas, o los semáforos, inmerso en la música.

“¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.”

Al mirar hacia un costado vio la columnata de acceso y la frase Expectamus Dominum. Avanzó por Corrientes hasta Jorge Newbery y dobló a la derecha, despacio, tranquilo.

“No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.”

Cruzó la puerta de acceso, extrañado por su monumental altura en comparación con lo angosto de su paso. El abanico de callecitas desérticas y las blancas cruces parecían casi artificiales, y lo eran. Representaban nuestra concepción de orden en la última morada, pequeñas veredas (los muertos no las necesitan) calles estrechas y cruces, cientos de cruces abriéndose en todas las direcciones.

“Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.”

Su ánimo se tornaba oscuro y melancólico.
-¿Dónde estará mi tumba?- Pensó.
En un minuto recorrió la escasa distancia que lo separaba de la Capilla, bajó del auto y cruzó la explanada donde desfilan vivos y difuntos, donde el suelo es regado por lágrimas y el sonido parece reverberar en un espacio tan vacío como las miradas de los muertos.
Era temprano. Esperó, viendo en el continuo suceder de los cortejos, las mismas actitudes, las mismas inútiles palabras.
Una banda militar despedía a un camarada, tocaron a silencio, solo los pájaros desobedecieron a la música ensayando un coro irreverente.
-¡Cuantos muertos!
Incontables filas de féretros esperaban por la última oración, como si la entrada al Cielo fuera un enorme embotellamiento, un cuello de botella donde las almas pugnan por un lugar junto a su Creador.
Comenzó a leer los nombres en cada carroza fúnebre.
Pensó un momento en ello, una extraña costumbre sin dudas. Pasamos nuestras vidas en el anonimato para proclamar nuestra identidad al morir. ¿Tal vez alguien tachara nuestro nombre del prolijo listado de los vivos?
-Este lugar aterra.- dijo en voz baja.
Mirara donde mirase todo era una metáfora del tiempo, un mirador cuyo paisaje igualaba a todos.

“Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.”

A lo lejos divisó el auto de un amigo, seguramente se adelantó a la caravana. En efecto, unos metros por detrás el auto negro precedía una larga fila de vehículos que avanzaban a paso de hombre.
Allí estaban todos. ¡Menos mal que había decido venir! No quería que los demás pensaran que no le importaba.
Pasaron a su lado lentamente, cada uno en lo suyo. Se detuvieron unos metros más adelante, cerca de la capilla. Siempre rehuyó estos momentos, cargar el cajón del muerto y esas cosas. Prefirió esperar.
Sus amigos, guiados por un empleado descendieron el ataúd del automóvil y en silenciosa procesión ingresaron a la capilla. Los siguió a la distancia, allí estaba el sacerdote, sus amigos.
-Despedimos a Simón — dijo el clérigo.
– ¿Qué?
La nausea llegó de golpe, se dio vuelta. Hacia donde aguardaba la carroza fúnebre y vio su nombre en el costado. Todo daba vueltas a su alrededor, el miedo le impedía pensar con claridad.
Al correrse un poco la gente vio a su esposa, sentada en un silla sollozando.
Su hermano, parado a su lado la sostenía para que no cayera al suelo.
¡Oh, no!
Salió corriendo de la capilla, no tenía donde ir, no podía hablar con nadie. Corrió hasta su auto. No estaba.
Se sentó en el cordón de la vereda con la cabeza gacha y las manos heladas bajo sus piernas.
Minutos después se tranquilizó, seguramente era un mal sueño y pronto despertaría.
Los automóviles se pusieron en marcha. Los siguió caminando. Un nuevo sector de tumbas estaba esperando. La tierra removida formaba horribles montículos a los costados del los hoyos.
La tierra cayó sobre el ataúd y el sonido estalló en su cabeza, una palada, luego otra y el ruido no cesaba; resonaba como si todos los tambores del mundo anunciaran su muerte, como una enorme y destructiva tempestad.
Cuando cesó, lentamente todos volvieron a los autos y sin un orden, comenzaron a marcharse. Solo quedaba su mujer junto al la tumba cubierta. Se agachó, toco la tierra y dejó una rosa sobre ella.
En medio del llanto alguien la condujo al auto y se marcharon.
Se acercó. Sus piernas temblaban, vio la rosa y la tomó.
Miró hacia el cielo. Tan diáfano, tan bello.

“Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.”

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