Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 16, “Trébol negro sobre un pecho blanco (II)”

Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 16, “Trébol negro sobre un pecho blanco (II)”

XVI

Trébol negro sobre un pecho blanco (II)

1

El Dr. Iniustitiam invitó a Sarmiza a sentarse en el sillón que daba justo frente a su escritorio. Una suave música envolvía el ambiente.
—¿Gillespie? –preguntó Sarmiza.
—Dizzy Gillespie. La felicito, doctora. Buen gusto. ¿Sabe qué canción es?
—A Night in Tunisia.
—Conocedora.
—Algo, nada extraordinario.
—Algo me dice que usted y yo nos vamos a llevar muy bien.
—No lo crea doctor. Como la trompeta de Gillespie yo soy torcida porque me dieron mis buenas patadas. Eso me hizo una mujer decidida a hacer sonar el escarmiento en la escala que fuera necesario. Ya conocerá mis bemoles.
Iniustitiam rio con ganas. Se sorprendió con los comentarios de la mujer.
La música estaba en consonancia con el perfume suave a jazmines del cabo. Una rareza en ese laberinto de oficinas que daban a pasillos que parecían no conducir a ningún lado y en los que una persona cualquiera podría perderse definitivamente y morir de hambre y de sed entre los intersticios del Palacio de Justicia. Sarmiza siempre desconfió de ese lugar. Podían ocultarse los delitos más aberrantes en un lugar al que pocos accedían si no eran de la familia judicial. Innumerables oficinas, pasillos laberínticos, sótanos inescrutables. La burocracia sabía cómo ocultar sus secretos. Monstruo de mil modales, alma posesa por la traición, con su lengua de bronce desbarataba la Justicia y devoraba como un halcón a quienes se atrevían a tocar a las puertas de su Palacio.
El fiscal parecía relajado, sonreía, con una sonrisa tenue, delicada, como todo lo que lo rodeaba. Su rostro aniñado le daba un aspecto de ingenuidad casi angelical. Afeitado al ras, el cabello castaño caía serenamente sobre las orejas que eran de la medida correcta y raramente armoniosas en una cabeza redonda dibujada a pincel. Su ropa lucía impecable. Sus ojos algo oscuros, de una oscuridad no habitual, sus cejas delineadas con perfección, su nariz recta y proporcionada se completaba con una boca masculina, pero de labios para nada gruesos. Eran labios rosados, pálidos, extraño para ese hombre de aspecto y actitud prolija.
Pero lo que más llamó la atención de Sarmiza fueron sus manos de dedos largos y estilizados, con algo de fiereza y algo de finura, una mezcla entre dedos de pianista y de cirujano, con sus uñas pulidas y lustradas; dedos capaces de ejecutar una bella melodía o cortar sin vacilar un órgano entero, como quien sesga una flor en una tarde de primavera. Manos ejercitadas en el trabajo preciso y decidido. Pulcras.
Las manos de un hombre lo dicen todo de él.
Habló con voz de barítono lírico, y el sonido de su voz aguda y ágil se entremezcló con confianza entre las notas de la música de Gillespie.
—Permítame decirle doctora Sarmiza que para mí es un honor conocerla. Usted es una celebridad en la defensa de los derechos de las mujeres.
Cuando Iniustitiam dijo “doctora Sarmiza”, lo hizo con una voz tan acaramelada que la mujer estuvo a punto de lanzar una sonora carcajada. Había escuchado muchos saludos hipócritas en todos sus años de trabajo, pero ninguno dicho con la voz de barítono lírico tal si estuviera representando un aria maravillosa.
Conocía la hipocresía judicial como ninguna otra persona. Jueces corruptos, fiscales corruptos. Un sistema perfeccionado para la injusticia. Y si se trataba de una mujer, la injusticia siempre llegaba por partida doble. O triple, si además se era pobre.
—Doctor… doctor –Sarmiza buscó el nombre del fiscal en una papeleta que tenía abrochada en su carpeta.
—Dr. Carlos Iniustitiam, fiscal federal, a sus órdenes.
—Si claro, cómo no recordar su apellido, qué torpeza la mía. Ser mujer y distraída es peligroso.
—Le agradezco doctora que haya aceptado mi invitación para conversar sobre su escrito.
—No suelo aceptar esta clase de reuniones, pero usted fue convincente.
Iniustitiam abrió una carpeta en la que tenía debidamente abrochada la denuncia que presentó Sarmiza en representación de Guadalupe.
—Voy a ser absolutamente franco con usted, doctora. Usted lo merece.
Sarmiza agradeció por compromiso. Sabía que un fiscal no podía nunca ser “absolutamente franco”. Sinceridad, franqueza, lealtad, eran todas cualidades de las que un abogado estaba exceptuado por naturaleza.
—Son tres interrogantes los que tenemos que develar. Uno, una mujer supuestamente baleada. Me refiero a la pareja de su clienta, de nombre ¿Ámbar?
—Correcto –asintió Sarmiza.
—Dos. Una detención ilegal, una privación ilegítima de la libertad que su clienta afirma sufrió de parte de un personal indeterminado. Aparentemente, por su descripción, mano de obra desocupada de un grupo de tareas.
—¿Cómo sabe que es mano de obra desocupada, doctor?
—No lo sé, doctora. Supongo. Esos grupos ya no operan más en nuestro país. Es algo… mafioso.
—Qué bueno saberlo.
—Sigamos.
—Por su puesto doctor.
—Su clienta habría permanecido oculta en algún lugar no muy alejado del barrio de Once o en ese mismo barrio.
—Exacto.
—Tres, la desaparición de una mujer que compartía una especie calabozo con su clienta.
—Palabras más, palabras menos, es como usted dice doctor.
—Usted sabe, doctora, que tenemos comunicaciones con las fuerzas del orden que nos permiten saber si estas se han comportado de manera ilegal.
—Deben comunicarse muy seguido, entonces.
—¡Demasiadas veces, doctora! ¡Demasiadas!
—¿Y qué le han dicho las fuerzas del “orden”? –y acompañó la palabra “orden” dibujando comillas con sus dedos.
—Esto se lo digo confidencialmente, para que usted tenga los mismos elementos que yo y juntos podamos esclarecer este asunto.
—Le agradezco doctor, doctor…
— Iniustitiam, Carlos Iniustitiam.
—Si, por supuesto, me lo había dicho. No es el mejor día para mi memoria.
—No hay inconveniente, doctora. Los federales me dicen que en su seccional no ingresó ninguna denuncia sobre una mujer baleada ni ese día ni otro después.
—¿Ninguna?
—Ninguna.
—Supongo que también tienen comunicaciones con los hospitales de la ciudad.
—Correctísimo doctora.
—Y supongo que ellos le informaron que tampoco atendieron a una mujer baleada ni ese día ni días posteriores.
—Correctísimo doctora.
—¿Entonces?
—Entonces, entonces… –Iniustitiam se tomó su tiempo para pronunciar las palabras que tenía en mente. Aspiró profundo el aire de la oficina, pareció que hasta inhalaba pausadamente la música de Gillespie.
—He revisado los antecedentes personales y familiares de su clienta.
—Aquí vamos…
—No comprendo.
—Siga, doctor, siga. Escucho atentamente.
Iniustitiam agradeció con un movimiento de la cabeza.
—Familia extraña la de su clienta. –Miró hacia la ventana para evitar los ojos de Sarmiza.
—No le cuento la mía –el fiscal rio con toda la boca.
—Persona rara su clienta… –volvió a esquivar la mirada de la mujer.
—¿A qué se refiere, doctor?
—Bueno, doctora –tomó una hoja de la carpeta sobre su escritorio y leyó varias veces lo que estaba mecanografiado en ella–. Cuando su madre murió… cuando su madre murió, tenía algunos desórdenes mentales.
—Loca, quiere decir usted.
—Sin ofender, por supuesto.
—Seguro, doctor. No se justifique. De locos todos tenemos un poco.
—Seguramente, doctora.
—¿Y bien? ¿Qué más?
—Su padre murió a manos de un subordinado suyo que quiso ocultar un crimen de lesa humanidad.
—No lo sabía –Sarmiza mintió deliberadamente.
—Tengo aquí un recorte periodístico que puede serle útil. Si desea una copia ya mismo se la hago hacer.
—Luego doctor, luego hace la fotocopia.
—La crio un ama de llaves. Pero de ella no hemos podido dar con su paradero. Sabemos que viajó a Buenos Aires y desde entonces no hay noticias de ella.
—¿Y con esto a dónde quiere llegar, doctor?
Iniustitiam suspiró conmovido.
—No se apure, doctora, porque quiero darle otros datos para que usted pueda trabajar a conciencia. Luego fue a una familia de crianza.
—Adoptada.
—Adoptada, si lo prefiere. En verdad se trató de una familia sustituta.
—¿Y bien doctor?
—El abuelo de esa familia tampoco era muy cuerdo. Padecía de un delirio raro, muy raro.
—¿Cuál?
—No podía dejar de construir casas, viviendas para su prole.
Sarmiza sonrió despreocupada.
—Raro delirio, verdad, aunque productivo. Pero eso no está en los genes de mi clienta porque no se heredan los de ningún pariente de una familia sustituta.
—Desde ya, doctora. Pero debe haber influido en su crianza, ¿no le parece?
—Lo que a mí me parece resulta intrascendente para esta conversación. ¿Algo más doctor?
—Sí, doctora. Su padre adoptivo también padeció un delirio similar y su tío era un estafador que aseguraba poseer poderes especiales y amasó una fortuna timando a los pueblerinos.
Sarmiza no manifestaba ningún sentimiento. Eso al hombre lo confundía. Ella le hablaba como si todo lo que él le estaba informando no le interesara para nada.
—También investigamos a su supuesta pareja. ¿Ámbar?
—Ámbar, doctor.
—Ámbar, claro.
—La misma, doctor. Ámbar.
—Ocurre doctora que esta mujer, que no tiene familia, ha sido vista en viaje al norte. Tenemos varios testimonios de personas que dicen haberla visto viajando en esa dirección.
—¿Y cómo ustedes tienen ya esos testimonios?
—Es la compañera de la hija de un prócer de nuestra Agencia de Inteligencia.
—¿Agencia de Inteligencia? ¿Cuál? No sé nada de esos asuntos.
—¡Doctora! ¡Doctora! ¿Cómo qué Agencia? –Iniustitiam actuaba como si realmente estuviera sorprendido por la pregunta de Sarmiza
— Sí, que Agencia. Ignoro de qué Agencia me habla.
—Un funcionario de carrera militar. ¿Me explico?
—Un poco.
—Cuando un hijo de un alto funcionario de la Agencia está involucrado en un problema judicial o de otro tipo, la Agencia colabora desinteresadamente en la investigación.
Sarmiza no pudo evitar la sonrisa. La palabra “desinteresadamente” sonaba irreproducible.
—Le decía que de esta mujer Ámbar, ¿verdad? –Sarmiza movió su cabeza afirmativamente– hay testimonios concurrentes que la han visto viajando en dirección al norte. Y parece que no es la primera vez que huye.
—¿Huye? ¿De quién doctor?
—Huye, doctora. Huye.
—Usted quiere decir que huye de mi clienta.
—No dicho de ese modo –Iniustitiam dejó su voz de barítono lírico y habló como un correveidile de la Agencia.
—Y sospecho que tienen fotos de la pareja de mi clienta huyendo hacia el norte.
—Varias, doctora.
—Quiero verlas.
—Se las haré llegar a su estudio.
Iniustitiam se cruzó de brazos y miró con inocencia directo a los ojos de Sarmiza.
—¿Puedo preguntarle algo confidencialmente?
—¡Doctor! Supongo que no me va a preguntarme cuando perdí mi virginidad y con quien.
El hombre soltó una carcajada que le permitió relajarse. Arqueó su espalda y llevó sus hombros hacia atrás.
—Su clienta… digo, sin ofender, su clienta…
—Quiere decirme si no está loca.
—No en esos términos. Un poco… confundida.
—No doctor. Es sana, cuerda, inteligente, bonita y amorosa. Además, siempre parece joven. ¡Ah! Y no está loca, no sé si me comprende.
—Pero sus antecedentes…
—¿A qué se refiere, doctor?
—A la horrible situación que pasó estando pupila.
—¿La violación a la que fue sometida? ¿De eso me está hablando?
—Sí, doctora. A eso me refiero. Aunque eso nunca se aclaró debidamente. Nunca fue probado nada.
Sarmiza se mantuvo serena y contuvo todas las sincinesias que esas palabras le provocaban. Hubiera vomitado de ser posible, pero arruinar de ese modo su primera representación de Guadalupe no se lo hubiera perdonado ella misma en años.
—De eso vamos a hablar en pocos días. Seguramente usted estará interesado en lo que vamos a exponer sobre ese asunto.
Iniustitiam sintió verdadera curiosidad por aquellas palabras. No sabía a qué se refería Sarmiza exactamente. La Agencia lo había informado someramente de que algún acontecimiento podía producirse vinculado a ese crimen celosamente ocultado.
Hubo un silencio que duró unos minutos. Iniustitiam y Sarmiza se contemplaron mutuamente como dos jugadores de ajedrez contemplan el tablero donde batallan las piezas negras contra las blancas.
—Espero doctor que ordene todas las medidas de prueba que solicito en mi escrito.
—Desde ya doctora. No tenga dudas de ello. Esté tranquila.
—Tranquila, voy a estar cuando aparezca Ámbar con vida. Cuando detenga a los que secuestraron a mi clienta y cuando encuentre a la muchacha que los matones sacaron a los golpes del mismo sucucho en que fue secuestrada mi clienta.
—Cómo usted diga, doctora. Estoy para servir a la comunidad.
Sarmiza se puso de pie, estrechó la mano de Iniustitiam y le recordó sobre las copias de las fotos y la fotocopia del artículo del periódico sobre la muerte del padre biológico de Guadalupe. Le reclamó que cumpliera con lo que le había prometido.
La música de Gillespie y Parker sonaba describiendo formas y colores. Dizzy Atmosphere se metió entre las ropas de Sarmiza y eso la alivió en el preciso momento en que todas sus preocupaciones se empezaron a acumular en sus cinco sentidos.

2

En la calle Lavalle Sarmiza esperó un largo rato en una esquina. Encendió un cigarrillo tras otro. Olía a tabaco a metro, metro y medio de distancia. El tabaco la ponía rancia y ella lo sabía.
La gente a su lado pasaba indiferente, esquivando sus humitos, sus olores, sus palabrotas. Iban y venían de un agujero de luz a uno de sombras. De la luz salían negros y a la sombra entraban blancos. Una paradoja citadina. Las mujeres eran más oscuras cuando abandonaban las luces salvo en su entrepierna. Sarmiza no comprendía la razón de ese alucinamiento de la pelvis. Los hombres babeaban unas palabras sobre el sexo luminoso de las hembras. Como desde el origen de la vida humana, los hombres no podían ni querían evitar la roja manzana que una víbora emplumada les ofrecía desde la dimensión de sus dulces colmillos.
El viento también serpenteaba.
Sarmiza deletreaba, serpentino, serpenteante, serpentoso. Luego fiscal y repetía fiscal y le sabía a mierda.
Ella vestía su chaqueta roja. Su pollera roja. Su manera de encenderse si algo la iba a mortificar era vestirse de rojo.
Cuando se fastidiaba se llenaba de alergias, especialmente le picaban las manos, algo que le ocurría cuando el asunto la sacaba de sus cabales. Entonces se rascaba una mano y luego la otra. Se rascó todo lo que pudo primero una, y la otra después sin llegar a lastimarse, como había hecho en otras oportunidades. ​Iniustitiam logró indisponerla, pero no tanto como otros y ni hablar de lo que podían las otras que resultaban peor que los machos.
Sacudió su cabeza para sacar de ella la resaca que se le apilaba en los hemisferios cerebrales. Luego anduvo entre la gente como andan los presos, buscando excusas.
Se repetía a sí misma “piensa, piensa” y no para hallar explicaciones porque esas le sobraban. Era para encontrar sosiego. “Piensa, piensa, carajo”. Y empezaba con la riestra de puteadas que ya no sorprendían a nadie. Quien conocía a Sarmiza conocía el rosario de puteadas que la caracterizaba antes de cualquier sentencia.
Ni con su aspecto exangüe, ni con sus modos cortesanos, ese fiscal la distrajo un instante. Supo, al momento, para qué la había convocado a la amistosa conversación previa a la citación de Guadalupe. Porque eso era lo que venía y era lo que la tenía de mal humor. La citación a declarar como testigo. Testigo no miente. No puede mentir. El testigo está jodido porque después lo acusan de falso testimonio y empieza la maquinaria a triturar la gente.
La trituradora estaba lista. Ella le olió los engranajes. Escuchó sus maneras de jurídicas de partir la carne, los huesos, las tripas. Hasta podía escuchar sonar las dos sílabas de la descalificación. Loca. Loca. Lo – ca.
Esa era la táctica de la fiscalía. Loca, re loca. En todos lados diremos que estás loca. Que eres una loca perdida. Loca la madre y loca la hija. Y el pobre padre muerto por otro loco que dejaron suelto.
Locos lo de la familia adoptiva. ¡Sustituta! Gritaría el fiscal para parecer preciso, no como ella, desprolija, puteadora y alérgica, abogada de lesbianas desquiciadas y fugitivas. ¡Esa perversa amante que huía de la loca de remate! ¿No habrá querido matarla?
Huye fue la palabra. Huye de ti, de mí, de todos. ¿Cómo creerle a una loca de quien hasta la amante huye despavorida en dirección al norte, siempre al norte?
Le falto decir al buen fiscal “algo pervertida su cliente”. Pero no se animó en la primera ocasión. Sarmiza sabía que lo diría después porque todos lo dicen. Desviada. Una palabra que sonaba impiadosa como el borde de un cuchillo, el filo del hacha del verdugo. ¡Desviada!
Por ahora, loca. Completamente loca. Una locura producto de haber sido violada por no se sabía quién, “algo que nunca fue probado” dicho fue de paso tal como el que arroja una moneda a la fuente de los deseos. Podía predecir la pregunta del fiscal:
—¿Habrá sido verdad, doctora? ¿No se habrá autoflagelado en represalia por el pupilaje? Las mujeres son capaces ¡de cualquier cosa con total de llamar la atención! ¡Narcisismo en estado puro!
Una violación era un hecho extraordinario. Eso es lo que querían tapar, Sarmiza lo dedujo al instante que el hombre abrió la boca para acaramelar su nombre.
Quién. Quién. ¿Quién la violó? Y había que probarlo. Decir el nombre ¿sería pecado? ¿O secreto de Estado?
Quién la violó. La pregunta del millón. ¿Quién violó a Guadalupe cuando era una niña? ¿Quién la violó tantas veces?
Quien la arrojó por el caminito de la entrada al pupilaje, vestida con su vestido de seda blanca, de novia, hecho jirones. ¿Quién?
Misterio que organizó el obispo mientras engullía sus fiambres, sus legumbres, sus verduras, sus reses, sus corderos, sus limosnas y observaba las heridas de la niña con verdadero regocijo tras un cortinado rojo. ¿Rojo? Tal vez. Como la chaqueta roja, como la pollera roja, como la ira que le encendía el rostro.
¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales. Ni, ni, ni. Sentencia firme. Luego en trozos de piedra llegarán los fundamentos. El buen fiscal guiará a sus ovejas al matadero.

Una enfermita que inventa muertes a tiros por la espalda. Una loquita que inventa secuestros. Una loquita que inventa femicidios. Una loquita lesbiana antisistema. “Tenéis lo que sembráis”. Era el final de una historia anunciada.
Y Sarmiza tenía que pensar, pensar, pensar, como deshacer esa madeja de hilos de muerte.
Todo un desafío.

3

Sarmiza llegó a la Asociación casi corriendo. Tuvo que acomodarse en el sillón que estaba a poca distancia de la entrada al salón para recuperar aire. Estaba roja como una llama. Dolores reconocía el color de la furia con facilidad. Con una mano le hizo un gesto para que se tomara su tiempo.
Sarmiza habló y habló. Necesitaba desembuchar todo porque temía que aquello la terminara asfixiando.
Dolores no se sorprendió de lo que ella le relataba de la conversación con el fiscal. Estaba acostumbrada a escuchar cómo se despostaban a las mujeres luego de una violación o de un femicidio. En las hojas de los expedientes iban quedando fragmentos de vidas que en la sentencia final eran reducidas a palabras minúsculas e indiferentes, livianas, como las pompas de jabón de una espuma intrascendente. Salvo que mediara una lucha que torciera el rumbo de esos jueces que siempre encontraban el atajo para escamotear justicia.
La doctrina, por repetida, no dejaba de ser odiosa. Un mandamiento explícito a veces emperifollado en rebusques jurídicos, menciones misteriosas a portentos divinos, alusiones macabras al mandato de un Dios que parecía hablar solo con algunos burócratas, los mismos que llevaban a escondidas a sus amantes a abortar a costosas clínicas privadas.
Una verdadera política de Estado era mantener como máquinas reproductoras a esos seres con apariencia humana. Entonces, Dolores, concluía que poco había de qué asombrarse.
Cuando Sarmiza dejó de habar, “La D” hizo una mueca de disgusto, de esas que la identificaban.
—Un hijo de yuta, el fiscalito ese –las palabras salieron de su boca todas juntitas como las cuentas de una maldición con apariencia de rosario negro.
—Flor de hijo.
—¿Cómo se llama?
Sarmiza revolvió entre sus papeles.
—Dr. Carlos Iniustitiam.
—Mirá vos, que coincidencia.
—¿Lo conocés?
—Yo no. Pero sé de quienes lo conocen. ¿Para vos es servicio? Porque eso me dicen.
—¡Total! –Sarmiza gritó y pudo descargar algo de su bronca.
—¿Conclusión?
—Tengo que hablar con Guadalupe, ponerle al tanto, entonces sabré a qué atenerme.
—Saben todo, ¿no?
—Todo. Por eso me recitó parte de la vida de Guadalupe. Me cantó la línea, “loca”. Loca la madre, loca la hija, locos lo de la familia sustituta. Loca que inventa cosas. Loca violada de chiquita. ¿Violada? ¿Será verdad? ¡Mirá si será desgraciado!
—¿Y Ámbar?
—Se rajó porque es una lesbiana que huye. Todavía no se animó con lo de lesbiana de mierda, pero prontito empezará la musiquita.
“¿No habrá huido porque la loca de su clienta lesbiana la quiso matar a la lesbiana de mierda?” Bingo. Esa es la línea. Lesbiana loca, lesbiana de mierda. ¿Qué juez resiste la condena?
Me llamó, en realidad, para advertirme que si avanzamos en la denuncia eso van a argumentar. Antes de que ocurra, te aviso, va a pedir un peritaje psiquiátrico. Ellos ponen un matasano que va a decir que Guadalupe es una loca de atar y nosotros tenemos que buscar un psiquiatra que no nos cague. ¿Tenemos?
—Tenemos.
—Que sea bueno.
—Muy bueno. ¿Y de la piba que estuvo secuestrada con Guadalupe?
—Esa ni existe. Otro invento de la loca. ¿A dónde estuvo secuestrada? ¿Quién la secuestró?
—¿Ves por qué hay que soñar con una cerilla y un bidón de nafta?
—Soñar no quema a nadie.
—Podríamos imitar a Larsson.
—¿Y Guadalupe?
—Está en la Casa de la Mujer con varias chicas. Fue al departamento a retirar sus cosas y luego la llevamos a un lugar donde no va a estar nunca sola.
—¿Algunas sororas pesadas?
—Varias. Gratis no se la van a llevar, pero no creo que eso vaya a ocurrir. Pienso como vos, la van a hacer pasar por loca. Lesbiana, abortera y loca. Lindo cóctel para los charlatanes de los programas de la tarde. Salvo que haya algo que no me doy cuenta por ahora.
—Charlatanas, las peores en esos programas de mierda. Boquitas pintadas de rubias de plástico.
—Habrá que remar si la muchacha quiere.
—¿Querrá? Mejor dicho –se corrigió Sarmiza– ¿podrá?
Dolores se encogió de hombros.
—Espero que pueda, por ella, por Ámbar, pero en especial por ella. Si no, vamos a cantar como dice el tango, “la vida es una herida absurda”.
Dolores, de un cajón de su escritorio, sacó un sobre con fotos y se las dio a Sarmiza.
—¿Y esto?
—Mirá.
—¿De dónde las sacaste?
—Las vendió uno de la morgue a una periodista. Ella me las trajo al toque.
—¡Qué cerdos de mierda! La decapitaron y la cortaron las manos.
—La primera idea que le surge a uno que esta flagelación es para que no la identifiquen. Pero ¿para qué la tiraron al río?
—Para que la encuentren –dedujo Sarmiza.
—Eso creo yo.
Dolores señalaba una foto en particular.
—¿Te dijo algo la periodista de ese crimen?
—Dice que circula en policiales que es un asesino serial.
—¿Eso te dijo? Es una joda.
—El “loco de la ruta”. Ya lo bautizaron. Dicen que es un tipo o más que secuestran prostitutas que levantan en las rutas en el gran Buenos Aires y las matan.
Sarmiza prestó atención a la foto que le señalaba Dolores.
—Este cuerpo estuvo varios días en el agua. Mirá el color, es el blanco de la muerte.
—¿No te parece que hay como un tatuaje arriba del seno?
—¿Un tatuaje? –Sarmiza miró con atención.
Dolores le acercó una lupa.
—Mirá bien.
Sarmiza observó minuciosamente lo que parecía el dibujo del tatuaje sobre uno de los senos.
—Parece un tatuaje negro sobre un pecho blanco. ¿Tu espía no conseguirá una foto mejor?
—Le voy a pedir. La mina es piola y siempre consigue lo que le pedimos. Me dijo la periodista que en el informe forense que ya tiene el fiscal no figura la descripción de ningún tatuaje. ¿Lo borraron?
—¿Y quién es el fiscal de este caso?
—¿Querés apostar?
Sarmiza se levantó de su asiento como impulsada por un enorme resorte.
—No me digas que es el mismo desgraciado que el del caso de Guadalupe.
Dolores le arrimó una pequeña hoja de una libretita telefónica. Leyó el nombre escrito con una prolija y delicada letra femenina “Dr. Carlos Iniustitiam”.
—Me tomó de boluda desde el principio –Sarmiza deseaba estallar de ira–. Si hay algo que me pone del orto es que un fiscal me tome de boluda.
—Vos, no podías saber esto.
—Por lo menos fui una boluda al son de la música de Dizzy Gillespie.
—Hijo de yuta, pero con buen gusto.
Sarmiza quedó pensativa.
—¿Y el forense, sabés quién es?
—¡Ah! Un tipo macanudo.
—¿Lo conozco?
—¡Lo conocemos todas! –Dolores exclamó a viva voz–. ¿Te acordás el forense que mató a la mujer rociándola con ácidos?
—¿El animal ese que le decían “El Morro”?
—El mismísimo “El Morro”.
—Al chabón ese lo salvaron los servilletas.
—Trabaja para ellos.
Sarmiza miró al cielo como implorando.
—¡Qué quilombo! Pesado, ¿eh?
—Pesado, habrá que pelearla. –“La D” se encogió de hombros, pero no de resignación–. Así es nuestra lucha.
—No me vas a venir con eso de “luchar, fracasar, luchar, fracasar y así hasta triunfar”.
—No lo iba a decir, pero ahora que lo recordás, es bueno tenerlo presente.
—Entonces repetímela completa, como cada vez que me cagás a pedos.
Dolores sonrió serena. Esperó un breve momento para que la sentencia llegara completa a su memoria:
—Luchar, fracasar, volver a luchar, fracasar de nuevo, volver otra vez a luchar, y así hasta la victoria: esta es la lógica del pueblo, y él tampoco marchará jamás en contra de ella.
Sarmiza suspiró estoica. La vista en el piso, la mano en el mentón sosteniendo la cabeza y su sonrisa infantil entre los labios. “La D” escuchó cuando dijo entre dientes: “No sé ni por qué todavía te escucho y te doy pelota”.

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