Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 15, «Trébol negro sobre un pecho blanco»

Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 15, «Trébol negro sobre un pecho blanco»

XV

Trébol negro sobre un pecho blanco

1

Ziploc aprovechó la novedad para armar el escándalo que esperaba. Cuando llegó la noticia del cadáver flotando a la deriva estalló enfurecido. No aceptaba escuchar explicaciones ni argumento alguno de ninguno de sus compinches. El viejo, que lo conocía a fondo desde hacía años, ni siquiera amagó una respuesta, se llamó a silencio y dejó que Enriqueta explicara como pudiera sobre el asunto del cadáver de la joven prostituta muerta. Después que Ziploc descargara su furia, hablaría.
—Lo sabía, lo sabía –repetía mientras caminaba de un lado al otro de la amplia habitación del reducto ante la mirada burlona de Enriqueta y la magnánima del viejo esbirro.
—Lo sabía –insistió como si esas dos palabras pudieran darle sentido al suceso de una muerta aparecida meciéndose delicadamente entre las breves olas del río.
Luego, en un gesto casi de connotación religiosa, puso la mano izquierda sobre su corazón, entrecerró los ojos, y alzó la otra mano como si fuera a orar al Dios de los sayones. Sin embargo, contrariando a los otros tres que creyeron que diría algo contra Enriqueta, se refirió a sí mismo como si hubiese necesidad de reconocer de su trayectoria un suceso o una experiencia que tuviera algún sentido con la aparición de un cadáver flotando a la deriva por la ribera del Río de la Plata.
Ziploc se definió a sí mismo como un hombre con sobrada experiencia en el arte del sicario. Explicó ante un auditorio imaginario (porque él no hablaba ni para el extranjero, ni para la mujer), que había muertes, o vidas, que no podían quedar en manos de cualquiera. Enriqueta, lo de “cualquiera” lo tomó como de quien venía.
Él podía citar de memoria la lista de todos los que murieron por sus manos, uno por uno, con nombre y apellido y hasta con sus señas particulares, las que borró con meticulosidad exquisita.
Podía citarlos del primero al último y hasta enumerar sus profesiones, vicios, color de ojos, últimas palabras, el estertor final del moribundo. Todo. Recordaba todo y de manera especial de cómo había cumplido con su trabajo de un modo “impecable”. Esa era la palabra que usaba para explicar la calidad de su trabajo. “Impecable”, siempre impecable.
Nada de dejar manchas de sangre, de trozar o destrozar de más, o arrancar un miembro, o desfigurar un rostro de manera innecesaria. Era un rito, no una venganza, en su trabajo no había nunca nada personal y no debía haber lugar a la emoción pasajera. Su víctima era “algo” o “eso” o “cosa” que debía ser eliminado por el bien común y el interés general. Como si Dios mismo limpiara la escoria para satisfacción del resto de los mortales. No se concebía a sí mismo como el epicentro del destino ni la representación de la providencia, sino como su simple instrumento y eso era lo que le inspiraba tanta dedicación y tanto esmero en el detalle. La perfección de un instrumento a su vez perfectible porque la devoción hace a la excelsitud de un bien supremo.
El crimen en su dimensión estatal merecía respeto, cuidados primordiales como cualquier otra función de gobierno y así lo practicaba.
La muerte por mandato del Estado era un asunto por encima de la táctica y las circunstancias. Era sustancia de la estrategia, de aquello que fue establecido por normas seculares, una ley natural por encima de pequeñeces temporales y que no podía ser sometida a votación alguna porque estaba vinculada a la esencia de un Estado todopoderoso. No tenía vínculo con el sufragio secreto, obligatorio y universal, ni se ajustaba al valor de las encuestas, ni articulaba con la demagogia del político. Era un asunto primordial, bíblico, edénico.
Todo lo que distorsionaba esa sustancia era una perversión y él abominaba de las perversiones como la perversión del aborto “legal, seguro y gratuito” que le repetían al oído millares de mujeres que pasaban a su lado y parecían estar obstinadas en provocarlo tanto como en angustiarlo. “Peligroso, muy peligroso”, murmuraba en cada oportunidad que lo mandaban a observar a la “marea verde”.

2

El viejo le pidió que se calmara. Ya estaba bien el descargo, las tensiones se acumulaban y de vez en cuando no estaba nada mal purgar esos sentimientos que no se podían dejar tumorar tranquilamente. Pero ya era suficiente.
Pero Ziploc quería pelear, de eso no había dudas. Quería pelear con Enriqueta, echar de una patada en el culo a “Foreign”, limpiar la casa para ponerla en orden. Por eso seguía la trifulca y el viejo no podía ni debía perder la paciencia. Lo dejó gritar y amenazar, hablar de cosas que no sabía.
Ziploc volvió con el asunto del humito atrevido saliendo de la alcantarilla de la esquina de la cueva y que lo hacía reflexionar sobre los fenómenos de la naturaleza y de cómo ajustarlos a la ley natural que regía todas las cosas. ¡Ese era el problema! Enriqueta, el extranjero, los dos, no respondían a las leyes naturales y por eso eran fuente de desórdenes, conflictos y errores permanentes.
Todo, incluso esos dos, debía ser devuelto al orden natural que rigió el mundo con tanta eficacia durante siglos. Había que retornar a la materia primigenia con la que Dios creó al hombre y de él a la mujer. Entonces todo recobraría su perdida armonía. El crimen estatal volvería a su perfección, los hombres se aparearían solo con mujeres para la procreación y de ello nacerían niños que elevarían la condición humana hasta recuperar el Edén que se había perdido.
¡Qué era todo aquello de proteger experimentadores que ni siquiera hablaban con propiedad el argentino!
¡Qué se podía esperar de esas cacerías de cachorros humanos en la que estaba involucrada Enriqueta!
¡Qué era de esas pervertidas, durmiendo mujer con mujer, tocándose y apareándose como animales!
El viejo sicario abandonó su lugar en la cueva y se acercó a Ziploc. Deducía por su mirada que atravesaba esos estados de introspección que nunca solían terminar de la mejor manera.
—¿Ya está? –le preguntó–. ¿Terminaste? Ziploc movió su cabeza afirmativamente.
—Pongámonos de acuerdo en algunos asuntos –dijo y al hablar llamó la atención de los tres–. Acá, nada se hace si no hay órdenes. Ni Enriqueta, ni “Foreign” ni vos, ni yo, hacemos lo que queremos. ¿Está claro?
Los tres dijeron casi a coro “si”.
—Bien. El extranjero está acá por órdenes superiores. ¿Me oíste, Ziploc?
—Sí.
—Querés hacer una queja, hacela. No te lo recomiendo. Vos sabés qué te van a responder.
—Sí.
—Que la lesbiana haya sobrevivido fue una desgracia que obligó a cambiar la operación. Qué el cadáver haya aparecido flotando fue una decisión.
“Foreign” movió su cabeza afirmativamente.
—No opinar de lo que no se sabe, no cuestionar las órdenes que nos imparten. Así fue siempre y así seguirá siendo.
Ziploc se cruzó de brazos y miró al viejo directo a los ojos. No estaba conforme, pero no le iba a discutir. Si el viejo decía eso era porque sabía de qué hablaba.
—Eso, eso –repitió “Foreign”.
—¿Qué sos, el Chavo del ocho? –Ziploc estaba a punto de putearlo. “Foreign” carcajeó estridente. Enriqueta lo imitó.
—¡Qué ocurrente! –dijo.
—¡Qué pelotudo! –respondió Ziploc, que retomaba su furia con mayor entusiasmo y amagó con ir a garrotear al bocón.
El viejo hizo un gesto para indicarle que se quedara dónde estaba y volvió sobre sus palabras.
—Que la lesbiana sobreviviera fue una contingencia desgraciada, digámoslo así para no cargar la romana. ¿Puede fallar? Puede fallar. No debe, pero a veces ocurre. Mala suerte, incontinencia. Como un eyaculador precoz –“Foreign” rio bobamente por la comparación–. Entiendo al camarada Ziploc y su enojo. Una ejecución por encargo no puede estar librada al error. No es lo mismo irse en seco que matar una persona. Sería bueno entenderlo.
Luego explicó que las órdenes habían cambiado. A la lesbiana la iban a trasladar a un lugar que nadie conocería.
—Que la muerta apareciera flotando en el río no es un problema, fue una decisión. ¿Estamos?
Con voz pausada, como hablaba siempre siguió su explicación.
—La lesbiana al quedar viva se volvió un asunto de Estado que involucra a López Teghi y otros. Recomiendo no hacer comentarios ni exigir explicaciones.
En los asuntos de Estado, ya sabemos por experiencia, opinan todos los que merodean por la información. Opinan los que saben y los que no tienen ni idea, los que quieren figurar y los que solo quieren sacarse los problemas de encima.
Eran “los habladores” como el viejo los llamaba. Charlatanes de feria, alcahuetes de oficina, estafadores de la burocracia. Hablaban y hablaban y, para peor, daban órdenes, la mayoría absurdas. Ministros, secretarios, subsecretarios, subsecretarios de los subsecretarios, ayudantes de los subsecretarios, amantes de los subsecretarios, amantes de los secretarios, amantes de los ministros, amantes de los amantes, y así la larga lista de “los habladores” hasta el nivel presidencial. “Secretos de Estado” no había, era una quimera, una utopía, una estupidez de la política porque toda política burguesa es alcahuetería.
El viejo trataba de explicarles a “los habladores” que las cosas había que hacerlas como correspondía. Que la improvisación era la madre de todos los fracasos. Que no se podía encomendar un objetivo a alguien que carecía de experiencia práctica. Que matar era un asunto serio. No era como disfrutar de una jugosa fruta o decir una palabra de más. La gente que debe morir, ¡debe! Morir. Y una vez que muere no vuelve a la vida. No se conoce ciencia para la resucitación. Así que, si se estaba decidido a matar a una persona, convenía hacerse con total responsabilidad.
La muerte era un asunto serio. Así los había educado “Pérez y Pérez” y nadie podía decir que ese jefe era un improvisado o charlatán de feria. Ese no era un “hablador”. Era un ejecutor hecho y derecho, un verdadero hombre de decisiones, un planificador, un estratega. Un hombre que se tomaba todas las cosas con absoluta seriedad. Ese era un maestro. ¡Quién de ellos no esperaba que volviera al mando!
3

El informe era muy preciso, aunque algo estereotipado, le pareció al viejo.
—Lenguaje policial –Ziploc lo explicó con dos palabras.
“Occisa de sexo femenino de entre 20 y 30 años de edad, sin marcas particulares, sin cabeza ni manos debidamente amputadas, aparece flotando en las inmediaciones del Río de la Plata a la altura del partido de Vicente López. Evidencia de uso de herramienta de corte, corte limpio en único procedimiento a la altura de las muñecas y repetido a la altura del cuello debajo de la glotis. Un procedimiento ya visto en otros cadáveres de mujeres también desaparecidas”.
—El “loco de la ruta” –explicó el viejo.
—El “loco de la ruta”. –repitió Ziploc con total naturalidad.
“Foreign” los distrajo con su risita cínica. El “loco de la ruta” le sonaba rocambolesco, extravagante, él no lo hubiera podido escoger mejor.
Ziploc leía con atención el informe policial. Se detuvo con especial cuidado en la parte del estudio forense sobre las amputaciones. Preguntó por desconfianza.
—Che, Enriqueta, ¿y las partes? –la interrogó casi a los gritos. Ello lo miró con desprecio.
—¡Qué carajo te importa!
—Pregunto, yegua, pregunto.
—Bien guardadas –ella respondió sin dejar de observarse las uñas que estaba limando–, no hace falta que grités porque no soy sorda.
—¿Guardadas? –a Ziploc la explicación no lo convenció.
—¿Guardadas? –también preguntó el viejo. La palabra “guardadas” no le resultó alentadora–. ¿Guardadas dónde? –quería precisión.
—Sepultadas, viejito, bien sepultadas.
—¿Las tiraron al hoyo? –Ziploc concluyó que no podía ser en otro lado.
—Bien al fondo.
“Foreign” comenzó a reír desfachatadamente.
—¿Y ese lugar es seguro?
—¿Cuándo tiraste la cabeza y las manos en el hoyo?
—Cuando fui a buscar al pendejo.
—¡Cuando fuimos! –gritó “Foreign”.
—¿Ese lugar es seguro?
—¡Segurísimo! Zona liberada, viejo. Los únicos que la pueden cagar son los bonaerenses.
—Entonces no es tan seguro. Cuando algo queda fuera de nuestro control ya no es seguro. Menos con los bonaerenses que pueden vender la madre por un cargamento de falopa.
—Fumá tranquilo. Todo bajo control –Enriqueta alardeaba, pero no convencía.
—Vos sabés que el refrán dice que a seguro se lo llevaron preso.
Enriqueta se encogió de hombros. No le interesaba qué le preocupaba al viejo, después de todo, para ella, no era nada más que un “viejo choto” a poco de retirarse a vivir lo que restaba de vida entre naipes y bochas. Pero “viejo choto” era un insulto del que no podía volver. Una cosa era mortificar a Ziploc con sus flacideces, y otra meterse con ese que era el decano de los sicarios, alguien a quien se veneraba de alguna manera.
Estaba muy segura de que no había modo de que encontraran esos restos, salvo que la mujer delatara sus tumbas y para eso debía incriminarse ella misma.
Los bonaerenses eran peligrosos, pero no comían vidrio. Ella era la Agencia y con la Agencia nadie se metía. Solo la Agencia podía deshacerse de ella sacándola del medio operación mediante, de otro modo era intocable. La impúdica y desconcertante impunidad estatal, el crimen organizado elevado a la secretaría de Estado la colocaba en un lugar de privilegio.
El viejo, de todos modos, tal vez por cansancio, tal vez por comodidad, estaba ansioso por dejar el asunto y no alterar más los ánimos que estaba demasiado perturbados.
—Yo soy excelencia en mi trabajo –le dijo desafiante Enriqueta.
El hombre cabeceó un par de veces dudando de si debía o no responder. Y pensó mucho lo que iba a contestarle. Primero decidió hacerlo porque no era bueno dejar que una que estaba muchos escalafones debajo del suyo se comportara como una estrella. Sabedor de las bondades del silencio como del adecuado paso del tiempo, esperó mientras se decía a sí mismo que el que sabe esperar encuentra mejor la oportunidad. Él podía dar lecciones magistrales sobre el arte de la oportunidad y la sabiduría de la paciencia. Matar, mata cualquiera. Matar a nivel de política de Estado, pocos.
Ziploc acompañó el silencio y “Foreign” absorto tomaba notas en su pequeña libretita de páginas en blanco, tal vez descifrando la importancia de lo que estaba ocurriendo. El extranjero sabía hacerse el zonzo, pero de zonzo no tenía un pelo y parecía ducho en captar la esencia de las cosas.
Sin aviso el viejo habló, y hasta se puso de pie de un salto para hacerlo.
—¡Mujer! –dijo en voz alta– ¿cómo dijiste?
— Dije que yo soy excelencia en mi trabajo. Obedezco y cierro la boca. Como me ordenan.
—¿Te autoevaluaste? La Agencia tiene sus mecanismos de examen y son muy buenos.
—Serán, pero si no soy yo, ¿quién? ¿Este? –y señaló despectiva a Ziploc.
—Podría ser tu socio –el viejo con un movimiento de su cabeza señaló a “Foreign”. Enriqueta rio distendida y el gringo se hizo el otario.
—No es mi socio. Es protegido de Consiglieri, no se hagan los giles porque ustedes dos saben que con este no se pueden meter, se lo tienen que fumar, aunque les dé ganas de cagar cada vez que habla. “Foreign” rio satisfecho por esas palabras. Por fin alguien que comprendía de modo cabal quién era realmente él.
—Igual te voy a dar un consejo de “viejo choto”, como me llamás a escondidas. –Enriqueta se puso colorada–. Deberías saber que uno no es lo que cree que es, sino lo que hace. Y lo que uno hace le permite predecir cómo va a terminar tus días. Mirate al espejo y encontrarás cómo va a ser tu final.
—Veremos. Cuando me miro al espejo, me deleito de mí misma. Espejito, espejito, ¿quién es la mejor de todas? –Desafiante, Enriqueta volvió a su lima de cartón para uñas. Y no apartó la vista de sus manos durante lo que quedó de la noche.

4

Era el amanecer, aunque en esa cueva era difícil saber en qué momento del día se estaba. Los relojes eran los únicos en condiciones de hacerlo.
Ziploc leyó y releyó el informe forense. Llevaba la firma del renombrado “El Morro”, una verdadera leyenda. Lo era desde que deshizo a su esposa con los tres ácidos de la muerte. Un “vándalo” como lo definía el viejo. Un verdadero “vándalo” y un pedófilo extravagante protegido de López Teghi, el hombre de las planillas de Excel.
Llamó al viejo con un movimiento de su mano. Él dudó si realmente era necesario que tuviera que levantarse nuevamente de su asiento donde se había acomodado luego de sermonear a Enriqueta. La convocatoria lo intimaba a llegar hasta el otro extremo del salón para escuchar algo que, sabía con certeza, después debería repetir en voz alta. Ese no era un ámbito de secretos y medias palabras. Pero Ziploc insistió con su llamado. Decidirse le llevó su tiempo. Tal vez estaba algo cansado, tal vez le faltara algo de aire y mucho de entusiasmo.
Caminó lentamente y con desgano hasta donde estaba Ziploc.
—¿Qué pasa Schopenhauer? –apoyó su mano en el hombro del grandote.
—¿Leíste esto?
—¿Lo del tatuaje?
—Sí.
Enriqueta trató de escuchar, pero no alcanzó a entender de qué hablaban los dos hombres. Intuyó la palabra “tatuaje” y pescó enseguida de que se trataba el cuchicheo.
—¿Algún problema con el tatuaje? –dijo adelantándose al interrogatorio que se anunciaba.
—¿No convenía sacarlo?
—¿Otra vez con la musiquita? ¿No escuchaste al viejo?
—Digo si no convenía sacarlo.
—No nos daba el quirófano para tanta cirugía. Tres amputaciones al hilo. Me faltaba una mastectomía.
El viejo solo dijo “basta”. Pero no fue una expresión de resignación, en lo más mínimo. Fue un atajo para que la discusión no pasara a mayores. Ninguno de ellos había sido convocado para las decisiones. Obediencia ciega, de eso se trataba al fin de cuentas. Puestos a obedecer, había que obedecer.
—Tajo más, tajo menos, tenías que haberlo sacado –Ziploc no vaciló en dar su opinión.
—No es asunto tuyo. Si te preocupa tanto vas a la morgue y se lo arrancás con los dientes. –Enriqueta disfrutó la provocación. Gozaba sacando de sus casillas a Ziploc.
El viejo hizo una seña para que todos se mantuvieran en calma. A Ziploc casi le ordenó que no volviera a hablar.
—¡Ya les dije que de este asunto ustedes no opinan un carajo! Finísela. Sin cabeza, sin manos, sin tatuaje, en pelotas, como se hizo está bien.
No les voy a decir más qué esto: de lo que se trata es de la Orden del día número cinco. Y alguna vez van a saber de qué se trata. No rompan más las pelotas con esta discusión. No hablen de lo que no saben.
No importa cómo apareció el cadáver. Lo único que interesaba era que apareciera. Quienes tienen que entender el mensaje lo van a entender sin lugar a dudas.
—¿Y para qué mierda hablás de la orden número no sé cuánto si no podés decirnos de qué se trata? –el viejo optó por el silencio.
Enriqueta se limaba las uñas y parecía ajena a la discusión.
—Y con la lesbiana ¿hay novedad? –Preguntó “Foreign”.
—Otro equipo la va a sacar del hospital –respondió el viejo. Nosotros ya no tenemos más nada que ver con eso.
—Hemos quedado exceptuados.
—Sí, “hemos quedado exceptuados”. ¿Algún problema?
—No, amigo. Solo quiero decir que yo no me ahuevo, pero respeto la número cinco, broder, aunque no sé de qué se trata.
—Quedamos “exceptuados” porque no quieren más cagadas tuyas. –Ziploc se las tomó nuevamente con el extranjero
—Nada que ver –dijo el viejo–. Es una orden y punto.
—¿Y qué es esa orden número cinco? ¿La orden de Malta? –Ziploc solo quería discutir.
—Ziploc, dejate de joder, ¿qué te agarro?
—Quiero saber, tengo derecho a saber.
—¿Derecho? –el viejo preguntó extrañado y Enriqueta rio con malicia.
—¿Te agarró el síndrome de la democracia? ¡Ma’ qué derecho!
Ziploc hizo sonar sus nudillos. Buscaba con un pretexto para sacarse las ganas.
—¿Te da churreta, Broder? –dijo “Foreign”– ¿Quién en esta vida no tripea con una cagadita?
Si hubiera sabido de qué le hablaba “Foreign”, le hubiera roto la boca.

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