Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 12 «Agua sobre el humo»

Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 12 «Agua sobre el humo»

XII

Agua sobre el humo

1

El alcahuete presidencial miraba por la ventana de la casa de gobierno. Los vidrios blindados lo aislaban del bochinche de la concurrencia, de las consignas que dos locutores, un hombre y una mujer, lanzaban desde un escenario a la multitud por los altoparlantes. Eran críticas a sus políticas, pero al correveidile eso no le importaba en lo más mínimo. Ellos no habían llegado al gobierno para satisfacer esas demandas, sino que otras y estaban cumpliendo sin ambigüedades el propósito de su “gobernanza”, como gustaban llamar a su administración los escribas a sueldo.
No había nada de que arrepentirse ni reclamo que satisfacer. “La tarde no se había creado para escuchar reclamos”. Lo tenía presente y compartía la máxima de su presidente. En cónclaves especialísimos ya habían concluido que el país era “estructuralmente” inviable. La palabra “estructuralmente” los apasionaba. Era robusta, explicativa, parecía un concepto profundo. Demasiada población fue la sentencia que escucharon de la boca de “Foreign” durante esas misas negras de la gobernanza. “Donde comen dos no han de comer cuatro”, dijo el ministro de Hacienda. “Y mucho menos ocho”, concluyó el alcahuete presidencial. He ahí el dilema. ¿Cómo explicar a esos seis que no han de comer y que el futuro es la inanición patriótica? “Hambre patriótica”, esa era una propuesta audaz. Al presidente la audacia, a veces, lo complacía.
¿Qué otra convocatoria podía pensarse para anunciar al pueblo? ¿Cuál sería el mejor verbo para explicar la limitación? Resignar era la palabra. Resignación: acción y efecto de resignar. ¿Resignación cristiana? Hubiera sido, pero el papa populista era un escollo indeseado, insalvable, hacia la caridad cristiana bien entendida. Por la ventana podía ver algo de esa confluencia de hambreados. Entonces, el camino que propuso Consiglieri, fue la armonización budista. Y armonización era una palabra tan poderosa como “estructuralmente”. No se trataría del santo Grial ni de la piedra filosofal, pero era una panacea crucial para sus angustias (reales o fingidas) y había que saber disfrutarla.
—Happy, happy –dijo el señor presidente en un rapto de elocuencia.
—¡Netflix sea loado! ¡Jiji! ¡Jiji! –Consiglieri rio tan hiénido como su protegido confundiendo al grupete que rodeaba al mandatario.

El señor presidente señaló al hombre y lo miró con picardía. Eso le gustaba de su estrafalario asesor, el “experimentador” por excelencia. “Experimentador loco y sin rodeos”, citaba a Rodríguez Viñes para presentarse. El señor presidente lo decía con asiduidad, era el único hombre que captaba hasta el más sutil de sus sentimientos. Una suerte tenerlo entre los suyos, en la mesa chica, la más chica de todas.
Muchas veces atribuyó esa capacidad de comprender la esencia de sus propios pensamientos a que ese hombre debería tener un sexto sentido, otro que escapaba al común de los mortales y por eso siempre, pero siempre, se adelantaba a sus propias ideas o las interpretaba sin necesidad que él las tuviera que explicar nuevamente.
—¡Happy, happy! –repitió, y Consiglieri, atento como de costumbre, celebró con un aplauso.
El alcahuete presidencial se encontraba bastante lejos de esas divagaciones espirituales. Los escarceos intelectuales del extranjero no lo seducían demasiado.
Descendía de una familia que había hecho correr mucha sangre para consolidar sus dominios en los latifundios patagónicos. Y eso no fue ni con la Biblia ni con el Canon Pali. Ni con Facebook, ni con Instagram, ni con Netflix. Primero fue con el Remington Patria y luego el máuser. Y su Majestad la Reina como protectora ultramarina. ¡Dios todopoderoso! ¡Máuser argentino! ¡Ludwig Loewe, por arcángel de la muerte! ¡Ricchieri, patrocinador de la expansión terrateniente! Y eso llenaba de orgullo al alcahuete presidencial que creía más en la materialidad de la pólvora que en los misterios de espíritus inasibles.
En la azotea, personal de Inteligencia observaba la concentración popular y filmaba con modernas cámaras importadas de Israel. Un dron iba y venía a cierta altura de la concurrencia, tomando fotos y filmando con una cámara de alta fidelidad.
Todo era meticulosamente registrado. Personas de cuerpo entero, hombres, mujeres, cabezas, rostros, ojos, bocas, manos, dedos, señales. En especial, señales; señales que pudieran descubrir segundas intenciones. Una madre con un niño en brazos podía resultar un mensaje cifrado. O un anciano arrastrando su artritis por la amplia avenida en dirección a un asiento improvisado con cajones de frutas deliberadamente abandonados.
Las señales podían ser más importantes que las propias personas. Revisaban las filmaciones en busca de muecas de hambre, una sincinesia de anemia, el gesto de un sonido surgido de la fatiga, el latido de una esperanza. Señales de humanidad, las peligrosas.

Hasta el menor de los detalles era debidamente notariado. Podían captar esas máquinas siniestras imágenes que, en una pantalla HD, eran observadas en busca de fisonomías o detalles que les interesaba especialmente. Toda la información se atesoraba en una potente y todopoderosa base de datos. Un resumen de la argentinidad a la que se podía someter a un nuevo exterminio.
Fuera dicho: exterminio, amancebamiento con las hembras sobrevivientes y reemplazo final para procurar una casta de nuevos oprimidos. La fórmula de los conquistadores desde Colón a Tumusla, la fórmula de los terratenientes desde Colón a Roca y más allá.
La humanidad era un asunto lleno de peligros y había que saber conjurarlos a tiempo. Ese era al arte de gobernar, anticiparse al reclamo del pueblo y abortarlo al momento, como se ahoga una gata al instante de parir la hembra. Esos asuntos nunca se libraban al enigma del mercado. Mercado sin sangre, era la bancarrota. La proporción exacta la indicaban las circunstancias. En ocasiones algo más de mercado, en otras algo más de sangre.
Otra parte del trabajo lo hacían las cámaras instaladas en infinidad de lugares a lo largo de la Avenida de Mayo y todas las laterales. A esa red de cámaras públicas se sumaban las privadas, interconectadas al sistema público de vigilancia por un complejo software, a una central ubicada en un lugar ignoto, que hasta podría haber pasado por un monono edificio donde la vida parecía transcurrir sin ningún conflicto.
El BAIS (Biometric and Anthropomorphic Identification System), funcionaba a pleno y algunas modificaciones que el grupo de tareas israelí le introdujo, transformó a ese software en una herramienta poderosa para la represión. Dejó de llamarse BAIS, un nombre sin poesía, diría en su momento “Pérez y Pérez” algo disgustado por la pobreza para bautizar los progresos tecnológicos siguiendo las formas anglosajonas (frías e impersonales) y no la latina (atávicas y apasionadas), como correspondía a nuestro idioma, el argentino, hijo del castellano introducido por los conquistadores a golpes de espadas y ahorques de garrote.
Respondiendo a aquel reclamo, se le había impuesto el poético nombre de “Presagio” y había sido elevado a la categoría de inteligencia artificial, aproximándose algorítmicamente a las perversidades de un cerebro verdaderamente humano, dedicado a destruir a quienes podrían poner en peligro el orden social establecido hacía ya largas décadas atrás.
“Presagio”, “sobre la sombra del viento, sangre, sangre, sangre”, recitaba “Pérez y Pérez” para demostrar cuán poética podía ser la palabra “presagio” si estaba dicha en castellano y a propósito de unos versos que repetían “sangre, sangre, sangre”. Las presencias de Macbeth y Lady Macbeth le daban al presagio esa hondura shakespeariana indispensable para ser tan trágica como correspondía a sus tareas.
Entre la multitud, los alcahuetes y provocadores completaban la tarea, cada uno con su misión bien definida. Estaba el que vendía chucherías y prometía un milagro si se las compraban; el que ofrecía banderitas y también pañuelos verdes, rojos, anaranjados, violetas o celestes. Nada de sectarismo, era la consigna. El que vendía cerveza “fría-fría” y “coca-coca-coca”. El que parecía un borracho o un drogado y manoseaba a una chica o atropellaba un muchacho buscando pelea. El que vendía droga y los que la compraban. Las que buscaban novio y gritaban desaforadas unas consignas que aprendieron a propósito de su misión mientras exhibían sus abdómenes que se movían al son de la batucada. Y estaba la vieja del calabozo proponiendo adivinar el futuro como una pitonisa de la lucha social. Una revolución esotérica que provocaba la hilaridad de los manifestantes. Neurin Uranai, se presentaba, un nombre que nadie comprendía, y afirmaba a los gritos que, con solo leer un pezón, hablaría del futuro del que se arriesgaba a desafiar los secretos de las revelaciones.
Las ocurrencias de Consiglieri eran sorprendentes. Y eso también le gustaba al señor presidente.
El alcahuete presidencial, circunspecto y recatado, heredero de matanzas que sus ancestros alentaron o protagonizaron en el pasado, miraba la escena como quien observa una pintura antigua a la que se va a destruir en poco tiempo. No con nostalgia, sino con la curiosidad del que se deshace de un fragmento de la humanidad que juzga descartable. Podía verlos abigarrados en la Plaza, cantando y reclamando en un tiempo que prometía no detenerse en bondades.
Esperaba los informes policiales y de inteligencia que el señor presidente no iba a leer porque desconfiguraba su día. La tarde podía ser bellamente cálida o turbiamente lluviosa, pero era la tarde que su dios, el de la amplia barriga repleta de la comida que arrebataba a los pobres esclavos sometidos a su voluntad, el dios de mirada zonza, quien le decía que la tarde era para la calma chica, el pensamiento liviano y la siesta pesada.
El personal de inteligencia y el de seguridad actuaba con absoluta precisión. ¡También! ¡Con el maestro que tuvieron quién no haría su trabajo de manera prolija y cuidadosa!
“Pérez y Pérez” fue el guía que los condujo al profesionalismo, pero edulcorado con una sustancia que solo ese jefe sabía inocularles en dosis justas en sus cátedras durante horas y días. Cumplían con lo que les dijo oportunamente con el énfasis que solo él podía imponerles a sus recomendaciones, era época de acumular información, ya llegaría la de la acción. Nada de ¡zaf! ¡Zaf! ¡Zaf! Nada de vuelos de la muerte por el momento. Riendo, observándolo incrédulos los aprendices, recitaba mientras caminaba de un lado al otro del salón de clases al pobre Bécquer y aquello de “volverán las oscuras golondrinas”. Y agregaba risueño “vaya si volverán”.
Cuando volvía a su mente ese onomatopéyico repetido entre risitas histéricas, ¡zaf! ¡Zaf! ¡Zaf!, recordaba esa última conversación con ese otro jefe que terminó sus días muerto a manos de una “Juana de Arco” en estado líquido y observado por un bello travesti que murió aplastado contra una vereda del barrio de Belgrano luego de caer desde la altura de un noveno piso.
“Qué desperdicio”, repetía para sí, sobre un asunto del que nunca más volvió a hablar en público y del que solo lo había hecho con Reinafé cuando este, en cierta oportunidad, le pidió que le repitiera la historia de “Podestá” (el magnífico coronel Arancibia López Huidobro), tal vez buscando una explicación sobre la psiquis de un alto oficial que terminó acurrucado en un freezer luego de entregarse a la muerte por la gestión de una droga de diseño.

2

Faustino y Rudecindo se apartaron de la movilización cuadras antes de llegar a la Plaza de Mayo, apenas cruzaron la avenida 9 de Julio. Tenían que dirigirse a la cita para retomar el contacto con los demás relicarios. Cubrieron su cabeza con unas gorras de color negro sin ninguna identificación y caminaron por una perpendicular a la avenida en dirección a San Juan. Rudecindo aceleraba el paso que Faustino trataba de seguir, aunque se detuvo repetidas veces para mirar hacia atrás y observar si eran seguidos por alguien. Cada vez que se detenía, el compadre le reclamaba por el retraso que provocaba.
En sentido contrario, desde la Avenida Belgrano, llegaba un contingente de manifestantes. Era una muchachada que avanzaba entre banderas y batucada. Sonaba alegre y colorida. Una bandera flotaba por encima de todos ellos. Rudecindo se quedó observando su raro flamear. Estaba seguro de que la bandera desde su particular modo de ondear lo observaba como si fuera un conocido con quien había compartido no cualquier suceso, sino uno importante, trascendente. Faustino no pudo sustraerse a esa observación y hubiera jurado que desde que salieron de Liniers algo había en el ambiente de esa ensoñación que en ese momento trascendía sus sentimientos.
El grupo pasó a su lado y él mantuvo su vista en la bandera que iba y venía movida por su propio viento, no el que podía llegar desde la lejana ribera del río ni el que podía recrearse desde el monumento de los Dos Congresos hacia la avenida 9 de Julio donde se hacía ancho y se colaba en parte hacia la Plaza de Mayo para devolverse al río donde retomaba su ciclo entre las olitas espumosas.
Buscó a Faustino con la mirada para indicarle que continuaran su marcha. Pero no lo encontró.
Volvió sobre sus pasos casi cincuenta metros. Miró a derecha e izquierda, hacia adelante todo lo que le dio la vista y hacia atrás por si había pasado por alto su figura. Se metió entre la muchachada que avanzaba hacia Avenida de Mayo. Faustino había desaparecido. Como desaparece el agua cuando desciende sobre el humo de la niebla.
No era hombre de desesperarse, pero lo estaba. No podía comprender qué había ocurrido. Hacía minutos, pocos, escasos, Faustino estaba con él, tal vez unos metros algo alejado, pero no muchos, los dos mirando esa bandera que los señalaba primero a uno y luego al otro como si los reconociera. Y ya no estaba.
No tenía opción. Si se dedicaba a buscarlo perdería el contacto y si eso ocurría quedaría aislado por completo. Eligió. Elegir en medio del desconcierto nunca es sencillo. En su mente luchaban dos ideas, buscar a Faustino, su compadre, o respetar la disciplina que le imponía ir al encuentro de su contacto y con él tratar todos los asuntos pendientes. A la ausencia de Gloria, se sumaba la desaparición de Faustino.
Dudó por un momento. Porque lo creía capaz. ¿Y si Faustino se había marchado en busca de su madre sin avisarle? Era posible, Rudecindo recordaba otros comportamientos similares. De haberlo mencionado, no lo hubiera permitido; él era muy apegado a la disciplina, hábito que había perfeccionado todo el período al servicio de “La Reliquia”, cuando no cabía posibilidad alguna de cortarse solo, sin aviso y sin permiso, poniendo en riesgo al ilustre. Tal vez aprovechó esa distracción que provocó la enseña patria con su raro movimiento a contraviento para alejarse sin aviso. Tal vez, ¿y si no fue así?
La audacia individual no era recomendable en tierras en las que mandaba el señor del feudo, donde decían que había ido a parar Gloria. Tierras donde morir era cosa sencilla. La vida valía menos que el cultivo de unas hiervas o encender una hojarasca para hacer un humo que estableciera una señal esperada. Allí había verdaderos esclavos, siervos atados a la tierra, durmiendo en casuchas y sobre jaulas de lechuga como todo mueble. Nadie sabía del destino de muchos que arribaron traídos de lugares lejanos como los bosques subtropicales de Misiones o las arideces de la puna entre la frontera de las dos naciones.

¿Y las mujeres? ¿Y las muchachas? ¿Y los niños? ¿No era allí donde cosechaban el sexo púber los señores del goce y de la muerte? Cuando sonaba la voz de “Ángelus” todos sabían que empezaba el rito de la captura y ponerse a salvo era casi imposible.
Si Faustino se había aventurado solo a la zona de quintas, no había más que esperar que una fatalidad. Deseaba equivocarse. Una fatalidad como fruto de la desesperación, la peor de las consejeras para atender un asunto como el que los comprometía a los dos.
El puestero lo reconocería al momento y aunque él desistiera de delatarlo, los matones del patrón no tardarían en enterarse de su presencia. Fueron advertidos en la primera oportunidad cuando llegaron hasta allí y los echaron bajo amenaza.
Permaneció unos minutos inmóvil, esperando el milagro de que Faustino regresara a su lado y le dijese alguna obviedad sobre su ausencia. Pero eso no ocurrió.
¿Cuánto debía esperar, entonces? “Diez minutos”, se dijo. Era el tiempo permitido para cualquier espera. Quien no llegaba en diez minutos pasado la hora acordada a un lugar previamente pactado, es porque ya no llegará, siempre había resultado de ese modo.
Esa lección la aprendieron de las peores maneras. La puntualidad era una obligación que nadie discutía. A la hora señalada y no más de diez minutos de tardanza. Pasado ese tiempo, solo cabía la huida. Rudecindo se preparó para continuar su camino. Miró una y otra vez en todas direcciones. Agotado el tiempo de espera, se marchó.

3

¿Apenas diez minutos de espera? Tan solo eso. Casi nada. Pero violó la regla. Fueron veinte y hubieran sido treinta, pero la presencia de una comisión policial lo obligó a abandonar el lugar del encuentro.
Rudecindo estaba desanimado. Caminó en dirección a la Plaza de Mayo. Lo hizo por una de las calles que desembocaba a la altura de la Pirámide. La plaza lucía renovada, pero fría, alejada de ese color propio de un lugar donde la historia se podía hasta tocar con los dedos. Allí se podía palpar el perfume de la sangre de los ingleses, chorrear por los empedrados durante La Reconquista y la Defensa de Buenos Aires. Sentir el movimiento de un pañuelo blanco en la mano de Belgrano, convocando a los Chisperos a tomar por asalto el Cabildo e imponer el nuevo gobierno de la Patria. Oír el canto proletario de octubre de 1945. Y también otras plazas de mayo con sus voces y colores. Muchas plazas a lo largo de la historia. Pero esa fría y descolorida lo desanimó aún más, carecía de alma, carecía de patria y esas ausencias lo desconsolaron.
Hacia la lateral de la Catedral podía ver la combi del cura del barrio. Llegó hasta él que lo estaba esperando. Cuando lo vio aproximarse solo, sin Faustino, sospechó lo peor.
No tuvieron ni qué decirlo. Rudecindo subió a la combi y detrás de él lo hizo el cura que prefirió el silencio durante todo el viaje.

4

El asfalto era un larvario de piedras calientes. Rudecindo las veía saltar de un lado al otro, apenas un resplandor lanzado al aire como unas alhajas negras. Brillaban en secreto ante los ojos atentos del muchacho.
Goteaban cada tanto unas moscas azules sus ungüentos viscosos sobre las ventanillas. Y el cielo pareció un despojo de una mortaja oscura.
Las nubes cruzaban sus láminas rojas y sus láminas negras de un lado al otro de la tarde-noche. A lo lejos y a su impulso, el horizonte tuvo el aspecto de una poderosa dentadura martirizando al cielo para obligarlo a adquirir la definitiva forma de un oratorio enorme. En el extremo de esa espuma negra que ascendía como un ídolo cruel, en la cúpula azul que enrarecía el clima, una víbora en cruz coronaba el paisaje.
Sucedió la llovizna. Contra la brea caliente sucedió la llovizna. Y brotó el humo caoba acechando sus ácidos, el resplandor de la tormenta que titubeó en su viaje hacia la tierra.
Agua sobre el humo desdibujó el hallazgo. Un cuerpo erraba como un meteoro muerto. Lo vio eludir las orillas descalzas de la mugre y los niños harapientos lo empujaban con una rama hacia su destino.
Rudecindo despertó con un escalofrío en la punta de los dedos, la lengua espesa y el sabor de una almendra amarga entre los labios.
—¿Y Faustino? –preguntó una vieja sin demasiada angustia.
Rudecindo se preguntó cómo aquella mujer conocía el nombre del compadre, pero prefirió guardar silencio.

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