Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 11, «Dolores»

XI

Dolores

El odio y solo el odio a esa voz en el teléfono la hizo atender la nueva llamada. Guadalupe esa vez no vaciló. ¿En qué podía agravar lo que estaba ocurriendo responder ese llamado? Sabía que sus victimarios disponían de todo el tiempo necesario para atormentar a Ámbar y ella tendría que enfrentar la persecución como se presentaba. Su amor en manos de esos rufianes no le permitiría desfallecer.
Atendió dispuesta a escuchar la peor de las palabras. Sin embargo, fue otra voz la voz que llegó a su oído. Su ánimo cambió al momento.
La voz de “La D”, como la conocían, se oyó con claridad. Desde el otro lado de la línea la voz de la mujer sonó como un bálsamo necesario.
—Soy yo, Guada, soy yo, Dolores. ¿Me oís? ¿Estás bien?
Guadalupe respiró aliviada y trató de encontrar alguna palabra que decir. La primera que le surgió fue “Ámbar”. Y eso dijo, “Ámbar”, y repitió “Ámbar” varias veces porque parecía que al nombrarla podía recuperarla. La voz de Guadalupe estaba cargada de angustia.
“La D” oyó ese nombre repetirse como el golpe que no cesa en su rostro. Las veces que oyó decir nombres de mujeres de las que nunca se pudo saber de su destino. ¡Las veces!
Sabía de qué le hablaba Guadalupe. Tuvo noticias de una mujer baleada cuando se dirigía a la movilización por la legalización del aborto. Pero el rumor terminó allí, en el comentario de un atentado contra una mujer, otro intento de femicidio de varios que habían ocurrido en esos días. El debate sobre la ley crispaba los nervios de algunos que veían desintegrarse sus viejos dogmas de la santa hipocresía. El odio contra las mujeres, entonces, llegaba montado sobre una bala desde la boca de una nueve milímetros, el filo de un puñal o un bidón de alcohol y una llamita macabra de un encendedor y un cigarrillo para el disfrute del espectáculo. “Ahora vas a saber quién manda” y el mismo fuego desde las primeras hogueras hasta los tiempos presentes donde ratificar la doble opresión hasta la muerte. ¡Y eso que aún no sabían del grito previo a la ejecución!, “¿te creíste lo del pañuelito verde, lesbiana de mierda?” Luego ¡Pum! ¡Pum! Y Ámbar caía la cara contra el piso y el pulmón perforado inundando de sangre su pequeño tórax.

A Dolores, al conocer por el testimonio de algunos testigos ciertos detalles de la mujer baleada, la condujeron al nombre de Ámbar, casi sin confusión. La descripción de su fisonomía, su ropa y su bolso multicolor le devolvían su imagen sin lugar a dudas. La recordaba perfectamente. Y en los últimos días, como habían estado juntas muchas horas por las movilizaciones y toda la actividad desplegada por la aprobación del proyecto de ley por la legalización del aborto, esa imagen estaba muy nítida en su memoria. Si hasta podía verla caminar con el paso cortito que la caracterizaba, aferrada a su bolso y llevando la sonrisa que la distinguía.
Cuando “La D” trató de comunicarse al celular de Guadalupe, quien respondía su llamada no era ella sino un hombre que la insultaba excitado. Entonces ya no tuvo duda alguna de qué estaba pasando.
Esperó unos segundos para responder a Guadalupe, que repetía el hombre de Ámbar una y otra vez con el anhelo del que desea algo que no puede alcanzar.
—Quiero que te quedés ahí, que nos esperés. ¿Me oíste?
Guadalupe movía su cabeza afirmativamente. La oía con claridad. Con su mano libre se acomodó el cabello repetidas veces como si eso la ayudara a acomodar sus propias ideas.
—No sé qué pasó con Ámbar, no sé qué pasó. Me llamaron que la habían baleado, que la habían baleado –y repitió involuntariamente– “que la habían baleado”. Dolores podría haberle dicho “ya lo sé”, pero eligió el silencio como respuesta.
—Cuando llego hablamos, pero quiero que te quedés ahí, que no hagas nada. Esperanos.
—Sí, sí. No tengo a donde ir, no puedo entrar a casa, me robaron todo.
—Esperanos ahí. No te vayas. Llegamos pronto.
Guadalupe ya no se sintió sola. Fue al baño y pudo aliviar su vejiga. El dolor desapareció. Luego mojó su cara y su cabeza. El agua fría la ayudó a despejarse.
Volvió donde su escritorio y tomó los libros como si en realidad sostuviera a la propia Ámbar entre sus manos. O algo de ella, de su espíritu, de su modo de hablar o de leer o de poetizar. Los acarició primero uno y luego al otro, y los llevó a su nariz para oler ese especial perfume del papel, la tinta, los estantes donde reposaron hasta su venta, y el perfume de ella que había quedado impregnado y que envolvía los textos de una manera única.
Leyó “Parabellum” escrito en esas letras camufladas, saliendo del límite del libro hacia arriba, empujando las palabras hacia afuera a donde debían estar porque habían sido escritas para las personas, para el humano suceso de la poesía. Y luego “Todesfuge”. Su campo de concentración a cuestas, con su leche negra del anochecer, del amanecer, de la mañana y del mediodía, la leche negra que intuía bebió Ámbar (o que bebía en ese mismo instante), y que ella misma bebió la noche en el calabozo cuando los mastines se llevaron a la muchacha entre sus dientes. “Todesfuge”. “Todesfuge”. Cavando y cavando la tumba en los cielos y en la tierra y de nuevo en los cielos, con la víbora que silbaba su música de un vuelo de la muerte, mientras arrojaba un silbido por el que bailaban unos hombres antes de morir entre atentas jaurías de sicarios.
“Todesfuge” se le hizo casi premonitorio. Margarete parecía hablarle desde esa premonición. Revoloteaba una mano espantando el augurio que arribaba en forma de cenizas. El tiempo que tardó Dolores en llegar hasta ella se le hizo de la dimensión de las tumbas que cavaban unos hombres a la orden de ese de ojos celestes que arribaba a la muerte con su delicado bigotito nacarado bajo la nariz griega y su ambo blanco con olor a cadáver.

2

Dolores llegó y no estaba sola. Casi nunca andaba sola y no era porque buscara esta u otra compañía. Se daba así, naturalmente. Si no eran mujeres que querían hablarle, eran hombres que esperaban oírla. Llegó a la asociación con las compañeras de lucha, las que se habían podido juntar convocadas por el asunto de Ámbar y Guadalupe.
Dolores pasaba de los setenta, pero no los representaba. Llego de niña a Buenos Aires desde su pueblo, pueblo perdido en el tiempo de las mercedes reales, allí donde los conquistadores sepultaron a los rebeldes a quienes no pudieron dominar ni con todas sus armas, sus cruces y venenos traídos del ingenio europeo para las matanzas.
Creció en el feudo de los herederos de esas mercedes indivisas. Los propietarios de la vida, de la muerte. Latifundio y derecho de pernada, la amalgama de una clase intocable y que en nombre de Dios hizo y deshizo a su albedrío. Violar niñas y matar peones, la biblia en una mano y en la otra la espada. Luego fue el Remington Patria la explicación de su destino y el altar de sus pasiones.
Tierra de los desterrados, pequeño pueblo reseco a donde fue recluido el ilustre para acallar su voz que no cesaba. De sus cercanías llegó Dolores porque al pueblo de los lamentos de los difuntos no entraba cualquiera. Cuando derrocaron Perón en el ’55. La madre, el padre y media docena de hermanitos y un vagón repleto de desterrados. La familia fue a dar a un conventillo “alumbrado a querosene”. De ahí a la escuela por un tiempo, corto, a servir cama adentro un par de años como sierva de un matrimonio de gordos pachorrientos y luego a la fábrica textil, donde aprendió el oficio.
No sabía por qué, cuando entró en la asociación ese día y vio a Guadalupe acurrucada contra sí misma en el viejo sillón a la vera de la puerta de entrada, se sintió igual que en aquella oportunidad al descender casi a los tumbos del tren. Recordó la imagen de esos dos pobres viejos acurrucados en los asientos de la estación de la terminal ferroviaria esperando el milagro de la vuelta de Perón. El día estaba frío y el vapor de las bocas dibujaba rulitos en el aire.
De alguna manera, para Dolores, empezar cada día era recomenzar la historia. Ver matar otros peones como entretenimiento y violar otras mujeres como un deporte. Siempre recordaba lo que ese Juez prostibulario le dijo cuando una muchacha iba a ser condenada por la muerte de un hijo producto de una violación. El benemérito juez le explicó que en aquellos parajes algo desolados donde mandaba el señor, violar era solo una cuestión cultural que no había que exagerar. La conversación terminó cuando Dolores le preguntó al juez como se sentiría su hija si la “exageraran culturalmente” cuatro o cinco tipos bastante borrachos una noche en un callejón a la vuelta de su bonita mansión terrateniente.
Dolores entró al local como solía hacerlo, llenado con su presencia los espacios.
Abrazó a Guadalupe con todas sus fuerzas. Y Guadalupe se aferró a ella como quien se aferra a la esperanza. Luego del consuelo todas se sentaron a una amplia mesa que se usaba para las reuniones. Dolores necesitaba escuchar lo que Guadalupe tenía para decirle.

3

Y Guadalupe dijo:
— Me llamaron a mi celular. Era una mujer o simulaba serlo, pero estoy segura de que era una mujer por su voz, por su modo de hablar. No dijo nunca quién era y yo tampoco se lo pregunté. Casi a los gritos me dijo que Ámbar estaba más muerta que viva luego de recibir dos disparos por la espalda. “Por la espalda”, me dijo, “por la espalda”, repitió. No podía entender de qué me hablaba. Me pregunté muchas veces “¿dos disparos? ¿Dos disparos? –Dolores escuchaba sin interrumpir. Parecía tomar unas breves notas en un pequeño anotador que llevaba siempre con ella y donde anotaba lo que creía importante. Le pidió que siguiera con el relato.
—Después me dijo en qué hospital estaba y me dictó la dirección. También que estaba internada en terapia intensiva y como si fuera algo gracioso agregó “porque está medio muerta, apurate”, o algo semejante, no lo recuerdo bien.
Me preguntó si había tomado nota y volvió a insistir con que llegara pronto al hospital porque podía morirse en cualquier momento. La tipa parecía disfrutar lo que me decía. Yo pensé en putearla, pensé “hija de yuta”, pero me mordí la lengua para no gritárselo, no quería que se pudriera la cosa, necesitaba saber de Ámbar. “Hija de yuta”, repetí para mí, pero te juro que no la putee. No sabía qué hacer si salir corriendo, si llamarte a vos, no sabía qué hacer. Me paralicé en ese momento. Y corrí al hospital para tratar de verla, de saber cómo estaba, qué le había pasado realmente.
Guadalupe exhaló el aire de sus pulmones con fuerza. Estaba agotada. Acomodó sus cabellos con ambas manos y luego se frotó el rostro tratando de recuperar algo de fuerza. Buscaba ordenar los recuerdos que llegaban en tropel a su memoria y luego a su boca. Entonces recordó el mensaje de WhatsApp que le llegó desde el celular de Ámbar.
—No sé si fue antes o después de ir para el hospital que me llegó un WhatsApp del celular de Ámbar.
—¿Era ella? –Dolores preguntó extrañada.
—No, no sé quién era. Otro hijo de yuta, para joderme.
—¿El mensaje qué decía?
—“Hola, mi amor”. Me puse tan nerviosa porque creí que era ella. Después llegó otro que decía “¿Dónde estás, amor? Te espero. Te necesito”. Me temblaban las manos que ni podía sostener el teléfono. Como pude llamé con la ilusión de que me atendiera ella. Pero no me respondía nadie y cuando atendieron solo escuchaba una respiración, un jadeo asqueroso. No era Ámbar, ¡no era! Era un hijo de yuta que me estaba torturando.
Dos compañeras se acercaron para consolar a Guadalupe. Hubo que esperar un largo rato para que dejara de llorar y pudiera seguir hablando. Dolores necesitaba esos datos para decidir qué medidas tomar. Cuando Guadalupe pareció algo respuesta le preguntó si deseaba seguir hablando o prefería posponer la conversación. Guadalupe eligió seguir, necesitaba hablar porque necesitaba encontrar a Ámbar.
—Guada, ¿entonces qué pasó?
—Le pregunté “quien sos hijo de yuta” y creo que le pregunté por qué tenés el teléfono de Ámbar.
—¿Te dijo algo?
—Sí, pero no sé qué, sonó como si dijera “toc-toc” o algo así. Hizo como un ruido, no me pareció una palabra o yo no la entendí. Sonó a “toc-toc” o algo semejante. El tipo o la mina jadeaba cada vez más fuerte y volví a putear. Entonces me dijo algo que me dejó helada.
—¿Te acordás qué te dijo?
—¡Cómo no me voy a acordar! Me dijo: “Sobrecito azul de seda azul. Sacá boleto de tren para tu último viaje”.
Guadalupe en ese momento sintió que se derrumbaba. Se inclinó sobre sus rodillas y lloró desconsoladamente. Dolores adquirió un gesto grave, su voz se hizo plana y habló desde un lugar que solo ella y Guadalupe comprendían.
—Vos sabés qué quiere decir eso. Sabés que significa.
—Sí, lo sé. Sí, lo sé. Por eso tiemblo cuando pienso en Ámbar.
Las otras mujeres miraron espantadas a Dolores y a Guadalupe.
—Los tipos saben que estás preparando la denuncia contra ese degenerado.
Se hizo largo el silencio, se hizo pesado.
—No entiendo lo del boleto de tren.
—Ya lo entenderemos –la consoló Dolores.
Guadalupe acarició el lomo del libro de Celan como se acaricia a un amor por última vez.
Y Celan dijo:

Negra leche del alba la bebemos por la tarde

la bebemos al mediodía por la mañana la bebemos por la noche

bebemos y bebemos

cavamos una fosa en el aire allí se reposa sin angostura

un hombre vive en la casa juega con las serpientes…

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