Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 10 «La primera palabra»

Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 10 «La primera palabra»

X

La primera palabra

1

Ese raro animal que entró a su cuerpo se retira. O es un tentáculo apenas de una bestia imposible. O la serpiente misma con la que un hombre escribe no sabe qué historia y que abandonó dentro suyo para hacerle reconocer su mordedura.
Abandona su tráquea, desaloja la boca, se devuelve a la barriga del animal con forma de trapecio invertido que se aleja rodando sobre sus propios pies. Ya no resopla más junto a su oído. Cesó el sonido que la perturbó todo ese tiempo. Baila el apéndice, apenas la abandona. Como bailó aquel hombre cuando arrojaba mujeres desde su altura a una tumba que él mismo cavó obedeciendo la orden de un maestro de la muerte.
El tiempo retoma su espesura, su forma rigurosa, segundo a segundo. Y alguien toca un sonido y luego silba mientras se aleja hacia la luz esa tumba que habían preparado para ella y en donde no había comodidad alguna.
Está el hombre de blanco con el brillo en la mano. Él corta la atadura que soportaba la mano. Si pudiera hablar se lo agradecería. La mano se libera, los dedos esperan su oportunidad de moverse como las cuerdas de un violín inesperado. El metrónomo dejó de cantar sus fragmentos de tiempo y el corazón siguió latiendo rojo como antes.
Ya no puede verse a través de un agujero rojinegro. Se ha cerrado ese túnel que supuraba un juguito trasparente desde la espalda al pecho de color redondo de uva negra. Intuye al proyectil de plomo que se aleja a toda velocidad subido a su ninja negra y roja como el color del agujero mismo de la muerte. Al segundo proyectil ya no lo reconoce, ha perdido su apariencia candente y fluye en una dimensión que elude.
Ámbar deja su forma cubista y resuelve su imagen como si se viera desnuda ante un espejo. Se observa a sí misma desde cada palmo de piel. Se ve delgada, más que de costumbre. Descubre sus costillas largas como las teclas de un piano de condición humana. Hunde las teclas con una mano, primero, y luego con la otra. Piel y cenizas hasta la curva imperceptible del ombligo. Oye que Margarete se aleja con sus dorados cabellos que el viento remueve en bíblica paz bajo estrellas artificiales.
Hay otras cenizas que se dispersan mientras el hombre de blanco da vueltas a su alrededor y empuña un acero que es otro y no alcanza a distinguir sus ojos ni el color de sus ojos ni cómo es su mirada en ese instante. Siente un alivio que no esperaba.
Toca sus labios con la lengua, pero no los siente. Entones, con sus dientes los roza solo por reconocer su volumen. Están algo resecos, comprende, pero ya no quiere la leche negra del alba que bebió al atardecer, al ocaso, a la noche, a la mañana. La pasta de un coágulo adhiere la lengua al paladar como una goma negra.
No puede abrir los ojos, sus párpados pesan. Esperará el momento justo de devolver la mirada a un punto cualquiera. Ya llegará, se serena y espera el momento de una nueva visión.
Una voz la llama, pero no sabe desde donde. Si fuera su amor, despertaría el instante. Pero no es su amor y tampoco es el hombre de blanco. Es otro hombre quien la convoca a abrir los ojos y mirar a través de la luz.
La voz la llama, pero no por su nombre. Llaman a otra que ella no conoce. No es ella, ni Guadalupe, ni Margarete. No sabe a quién invitan a reunirse en esa sala en la que caen unas sábanas blancas a cada lado de la cama.
Respira hondo. Mueve los labios. Los hombres creen que dijo “amor”, pero no están seguros. Mira, parpadea, mira y dice solo la primera palabra: Guadalupe. La repite dos veces y luego calla.
El hombre de blanco se da por satisfecho. Y el que lo acompaña lo palmea en la espalda.

2

—Zafó, doctor –afirmó el enfermero. El médico se detuvo para observar a cierta distancia el aspecto que ofrecía Ámbar. En ese momento parecía serena. El hombre estaba seguro de que ella murmuró en dos oportunidades un nombre: Guadalupe. Pero no sabía de quién se trataba.
—¿Qué cosa zafó? –respondió desentendido de lo que el otro le hablaba.
—La mina esta. Zafó, doctor.
—Sí, sí. Así parece. Está estable. Es joven. Pero hay que esperar. Hizo dos paros. Voy a dejar indicado que si está lúcida por un buen tiempo le retiren la sonda urinaria. No quiero infecciones.
—Sí doctor. Lo que usted diga.
—También le vamos a ir retirando los sedantes.
—Bien.
—¿Ya sabemos cómo se llama esta mujer, o todavía es “NN”?
—Todavía es NN.
—Qué cagada. En fin.
El cirujano hizo una seña al enfermero para que se acercara. Señaló el pecho de Ámbar.
—Quiero que le hagan una placa de tórax.
—Como usted diga doctor.
—Avisale a rayos que la quiero ahora.
—Llame ¡ya! Llame ¡ya! Y tendrá su radiografía al instante –bromeó el enfermero.
—Si todo está bien, nuestra amiga va a mejorar rápidamente.
—Dos tiros, dos paros. Hay que zafar de eso, doctor.
—Ya lo creo. Esperemos que aparezca alguien de la familia.
— Esperemos.
—Qué raro que siga como NN. Habría que llamar a admisiones.
—¿Raro? ¿Le parece doctor? Si los de admisiones se rascan el culo a cuatro manos.
El cirujano tomó la historia clínica y realizó algunas anotaciones.
—No hablés mal de tus compañeros. Por lo menos ponele un nombre, NN es horrible.
—Le decimos Chuchi y listo, doctor. Baratito. “Hola Chuchi”, “chau Chuchi”. Y listo.
—Chuchi, ingenioso lo tuyo.
El cirujano y el enfermero dejaron la habitación. El enfermero repitió varias veces “chau Chuchi”.
Salieron al pasillo que se estiraba hacia una ventana llena de luz. Las siluetas de los hombres se proyectaban en dos sombras largas que salían desde sus propios pies hasta unas baldosas negras que inventaban unos dibujos geométricos.
El enfermero tomó de un brazo al médico y lo retuvo.
—Me olvidé de avisarle, doctor. Vino un tipo a ver a la minita esta.
—¿Un tipo? ¿Qué tipo? ¿Un pariente?
—No parecía, doctor. La miró y se fue. Con ella no podía hablar.
—¿Y ustedes lo dejaron entrar?
—No, se metió de prepo. Cuando le dijimos que no podía estar en la sala de intensiva masculló algo que no le entendimos. Después nos encaró y preguntó cuándo Chuchi iba a poder hablar. En realidad, preguntó “¿la mujer cuándo va a poder hablar?”
—¿Qué le dijeron?
—Le preguntamos si era familiar, se rio y se fue.
—¿Cómo era el tipo?
—Raro.
—Raro cómo.
—Raro, doctor.
—Cuánto de raro.
—Mucho, doctor. Cuando se estaba yendo volvió sobre sus pasos. La encaró a la enfermera y mirándola a los ojos, pero con esas miradas que te cagás encima, le dijo algo que no puedo recordar, pero daba miedo.
“El azúcar mata, la sal mata, las motocicletas matan, los automóviles matan, los aviones matan, el whisky mata, el cigarrillo mata, la marihuana mata, la cocaína mata, todo mata. Sabelo. La verraca está muertita”. Dijo el visitante y se marchó por donde había llegado. La enfermera estuvo al borde del soponcio.
—¿La qué?
—“La verraca está muertita”. Eso dijo.
—¿La verraca? ¿Y qué es la verraca?
—No sé doctor, algo de vaca, yo qué sé.
—¡Dejame de joder! ¿Así dijo? ¿Está muertita?
—Vaya a saber en qué quilombo está metida esta mina, doctor. Yo se lo dije cuando la trajeron. Para mí lo corneó al dorima y el tipo la mandó a boletear. Ahora vino el chabón a terminar el laburo. Dicen que si un sicario falla te busca para terminar el laburo porque si no, no cobra.
—¡Y ahora me avisás de esto!
—Me olvidé del cagazo, doctor.
—¿El director sabe?
—Yo no iba a hablar con él doctor, soy solo un pobre enfermero.
—¿Ahora sos solo un pobre enfermero?
—Sí, doctor.
—¿Y nadie preguntó por ella hasta ahora?
—Que yo sepa no, doctor. Acá no vino nadie y de admisiones no avisaron anda.
—Recemos para que no aparezca nadie, entonces.
—Sí, doctor, recemos, pero de rodillas para que la Virgen nos tome en serio.
—Imposible que alguien nos tome en serio a nosotros dos. Voy a ir a hablar con el director. Lo único que nos falta un quilombo de cuernos y sicarios.
—Avise, doctor, avise.
—Hacete bien el boludo. En estos casos es mejor que a uno ni lo noten. A ver si te agarra el chabón ese y te manda a saludar al diablo junto con la fulana.
—Dios no lo permita.
—Dios solo se ocupa de cosas importantes.
—Cómo me tranquilizan sus palabras, doctor.
Ambos hombres dejaron el pasillo por una entrada que daba un amplio hall lleno de luz y en el que unas pocas personas esperaban información sobre la salud de sus familiares. El médico reparó en la presencia de un hombre algo bajo, algo gordo, de cabello renegrido, seguramente teñido, que reía como una hiena. El hombre, cuando vio al doctor, se retiró por la escalera sin esperar a nada. ¡Jiji! ¡Jiji! Se oyó la risita cínica del fugitivo mientras desaparecía.
El doctor permaneció en silencio y sin moverse. Rozó con su codo al enfermero.
—¿Viste al tipo que se fue apenas nos vio?
—No doctor, no ando mirando hombres.
—Te hablo en serio, boludo.
—¡No, doctor! Le juro que no le presté atención.
—Tipo raro, carajo. ¿No sería el que vino a ver a la mina?
—No lo vi, doctor, se lo juro –el enfermero miró buscando al intruso– le juro que es un tipo que no puede pasar inadvertido.
—¡Qué cagada, che! Flor de quilombo.
—Abajo está la capillita, mejor vayamos a rezar, doctor. Vamos juntos.
—Voy a hablar con el director.
—Lo espero en la misa.
—Esperame sentado.
—Sí, doctor. Como usted diga.
3

Guadalupe fue la primera palabra. Pero el origen de todo fue el amor. ¿Cómo se llega al amor? Ámbar podría preguntarse cómo llegó a ese amor mientras se debatía en abrir sus ojos y mirar de nuevo lo que estaba a su alcance. La bala se alejaba y ya le era imposible distinguirla ni siquiera en su fuga violenta. Su mano libre la dejaba dibujar pequeños arabescos sobre su propio vientre. La otra permanecía aferrada a un pequeño pañuelo que le dejaron tal vez por compasión.
La manera del amor fue Guadalupe. Lo sabía bien y eso la devolvía de algún modo a la orilla del río, aquel que ella miraba con ansias y en el que giraban sus olitas hasta adquirir el contoneo de una caracola. Hasta entonces no hubo modo. Iba y golpeaba la puerta de la felicidad y nadie le respondía. A su llamado huían los encantos y quedaban solo las ausencias. Y eran tantas que en más de una ocasión la desesperaron. En el camino no quedaba esperanza en qué refugiarse.
Pero fue Guadalupe la forma en que todos los besos se anclaron como rosas. Ella fue atravesar un momento calmo en cada cuerpo y en cada muslo, rozando blanco la curva que dio forma a las caricias. Y eso fue todo. Aunque no lo único.
Ángeles y pubis dando vueltas y vueltas en cada caricia que hacía vibrar una fibra muy íntima y magnética. En todo ello había una sustancia extraordinaria. Una raíz de miel y rumores de esclavas sonando al tocarse delicadamente. Es que el oro del amor tiene algo de crepúsculo en sus átomos y se presenta súbito como una tempestad que tiñe todo con su franca energía.
Había en ese amor algo de túnel, algo de labriego, algo de noche donde iban los pájaros a calmar sus plumas y sus picos, tan vital como una invasión fecunda. Un vestido de recién llegada, un cascabel de besos y una corona de flores.
Ámbar recuperaba la sustancia del tiempo y del espacio en que ese amor existía. De vuelta, como el viento del verano, fuera de la guarida de la muerte, solo esperaba el dulce abrazo, el beso alegre y las manos desparramando las suaves y redondas maneras con las que Guadalupe le explicaba su amor toda vez que podía.

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