El investigador psico-fisonogmista

El inspector de homicidios Mauricio Díaz se ha levantado muy alterado por las visiones que le han surgido durante el sueño. No es nada raro que le suceda, pues él mismo programa su mente desde la noche anterior para que se produzca este fenómeno. Antes de acostarse, piensa en los pormenores de los casos que tiene que resolver y le dicta una lista de preguntas y cuestiones sin resolver a su cerebro, después se desconecta del mundo real y se pierde en la oscuridad de la noche para que el inconsciente se ocupe de lo demás. Por lo regular, tiene un sueño profundo y no se despierta por las noches, incluso cuando lo hacen sudar sus pesadillas. A lo largo de su carrera como investigador ha templado sus nervios lo suficiente como para mantenerse dormido sin importar lo terrorífico de sus visiones nocturnas. Se ha preparado su desayuno y ha escrito las conclusiones a las que ha llegado en su estado onírico. Para él es muy importante llevar un registro ordenado y conciso de las ideas que obtiene a las horas más tempranas, ya que son las claves que le ayudan a resolver los acertijos que le dejan los asesinos.

Desde hace mucho tiempo le ha delegado a Eduardo Gómez, su ayudante, los pormenores de los casos, es decir, todo lo relacionado con las pistas, huellas, objetos, interrogatorios y demás rastros. Gómez es también muy escrupuloso con el trabajo y sabe que atando los cabos de la forma correcta llega a las mismas conclusiones que su jefe. Al principio Lalito, como le dice Mauricio Díaz, no entendía por qué su jefe se dedicaba a husmear sobre la conducta y personalidad de las víctimas en lugar de reunir datos y pruebas para coger al asesino o encontrar un móvil en el escenario del crimen; pero después comprendió que era su estilo y que, a pesar de ser tan inusual, traía buenos resultados.

Hacía poco Mauricio había recibido un caso bastante extraño, por eso había pedido que le hicieran un busto de la víctima. Abelardo Contreras, el jefe de la comisaría, accedió a tal petición con mucho trabajo, pues no le pareció correcto que Mauricio Díaz empleara a un estudiante de la Academia de Bellas Artes para elaborar en yeso una estatua de la cabeza del famoso actor muerto a puñaladas. “Es que es la única manera de trabajar por las noches desde mi casa”—le espetó Mauricio a su superior—. Contreras tuvo que acceder y permitir que el estudiante, flacucho, remedo de Auguste Rodin, entrara en la morgue con sus espátulas, plastilina, gazas y trebejos de todo tipo para elaborar un molde en el que se vertería un material más consistente. Cuando los cargadores llegaron con la reproducción del difunto, Mauricio les pidió que lo colocaran en el salón cerca de la ventana y de perfil para que la luz del día pudiera caerle sobre la cabeza, la miró unos segundos y con un movimiento extraño de la mano les dio una propina y los echó de la casa. Una vez que se encontró solo, el inspector comenzó a tomar las medidas de la cara. Apuntó la distancia entre los ojos, las características dimensionales de la mandíbula, el ancho de la frente y comenzó a escribir un reporte psicológico del hombre de cal. Por el aspecto físico de la víctima supo que era un hombre sano, inteligente y muy sociable, gozaba de una potencia sexual bastante envidiable y lo más probable era que su promiscuidad lo había llevado a relacionarse con personas poco compatibles con él. Lo primero que indagó fueron las relaciones con sus amigas, conocidas, amantes y mujeres que se hubieran relacionado de forma ocasional con el talentoso actor. El grupo de mujeres era bastante grande. Mauricio fue seleccionando por categorías a las mujeres que pudieran experimentar cierta dependencia por el susodicho, fuera motivadas por el aprecio, amor y cariño o por la sed de venganza, envidia o el interés. También fueron investigados los miembros de sexo masculino con los que el protagonista de una serie de televisión mantenía contacto. No se encontró ninguna hipótesis que indicara el gusto por los hombres, así que Reinaldo Mazo sólo se había rodeaba de hombres muy varoniles e inteligentes que pudieran ser coprotagonistas en las reuniones orgiásticas que se celebraban en su lujosa casa cada fin de semana.

Eduardo, Lalito Gómez, le había informado que el asesino había entrado sin forzar la puerta de la casa, había permanecido una media hora y se había ido. Por desgracia, las cámaras que habían registrado en vídeo lo ocurrido habían sido limpiadas por un aficionado a la tecnología multimedia, lo que quería decir que cualquier persona con conocimientos medios de programación lo habría hecho sin dificultad. Ese dato no le sirvió de mucho a Mauricio y decidió determinar, por el tipo de cara, quiénes serían los conocidos y allegados al muerto que podrían haber sentido odio, envidia o celos. Aparecieron algunas mujeres y tres hombres con razones suficientes para matarlo. Una de las mujeres era Soraya Benavidez, una cubana radicada en España que había viajado a Guadalajara para participar en un comercial de bañadores y se había enamorado de Reinaldo, pero la relación no cuajó. La causa según los conocimientos fisionómicos de Mauricio era que la mandíbula ancha y los ojos zarcos la atraían como a una abeja a la miel. En cambio, ella tenía un rostro poco atractivo, sin embargo, las proporciones de su cuerpo volvían locos a todos los hombres con instintos menos refinados que los de Reinaldo. El móvil de Soraya podía haber sido el orgullo herido por el desprecio o la sed de venganza por la humillación pública, que sufrió cuando su compañero de rol publicitario dijo que ella era como una mujer griega pero no mitológica, sino habitual con el cuerpo peludo y bigotes.

Otra sospechosa que bien podría haber sido la causante de su muerte, era Sara James una americana que se había encaprichado con el actor porque una noche se habían emborrachado durante la presentación de una película y se habían encerrado durante tres días en una habitación hasta que el hastío de besos y caricias los obligó a salir. Aunque ella decía que tenía una mente abierta y era muy liberal, en el fondo no desistía de su plan inicial que era atrapar al moreno seductor de telenovelas, lo único malo es que tenía una cuartada sólida: se había acostado en casa de su prima en el estado de California a más de tres mil kilómetros del lugar del asesinato.

La última sospechosa era Eva Duarte, hija de un general del ejército que tenía relación con algunos sicarios y había obligado a su ídolo a rosarse con la gente más importante del gobierno en una fiesta de fin de año en la zona más prestigiosa de la ciudad. Desde el primer momento Eva se había excitado con la idea de posar para las revistas al lado del codiciado actor. Él, por el contrario, encontró a Eva insípida, un poco inculta y con una conducta sexual enferma que no le gustó nada. Alguna vez recordó entre sus amigos la forma en que se había ido a la cama con la señorita Duarte. “Olía a sudor agrio, sus piernas estaban un poco celulíticas y su voz con acento de niña rica era tan monótono que la gente podía dormirse de aburrimiento dijera lo que dijera. En el momento de la relación, Eva, tenía la mala costumbre de decir palabras con diminutivos y su cara cobraba el aspecto de una ardilla masticando bellotas, pues chasqueaba mucho la lengua y cerraba los ojos mientras decía:

“!Hazme tuya, papito! ¡Papito, dame tu cosita, amorcito!”.

Eva quedó como sospechosa principal, también uno de sus conocidos apodado El Castor a quien muchos hombres importantes solicitaban para aclarar cuentas y desaparecer sujetos indeseados. Seguramente, Eva se había acostado con él y en una conversación de sobrecama y no de sobremesa le había revelado sus secretas intenciones, luego habría llorado y convencido a Edmundo Vale a que actuara de forma eficaz.

Mauricio recurrió a la intuición y se vio de pronto envuelto en una conversación amena en la que escuchaba con atención los pormenores de la elegante señora que tenía enfrente.

—¿Crees que haya sido Edmundo el ejecutor?

—¿Por qué no? —dijo la mujer de peinado alto con guantes largos y cigarrillo de alargada boquilla—. Ya sabes cómo se las gasta ese cabrón.

—Las veces anteriores que hemos hablado sobre él no lo hemos podido atrapar. Tiene demasiado protectores.

—Sí, ya lo sé, pero está vez se cargó a un tipo que bien podría haber estado en el lecho de alguien muy importante.

—¿Te refieres al matalascallando?

—Sí—dijo ella mirando con calma a través de la ventana.

Mauricio la miró y pensó que a pesar de que se aparecía de improviso, siempre iba muy bien arreglada y tenía un aspecto interesante que lo incitaba a llamarla cuando se veía en encrucijadas en las que su razón no le permitía abrir puertas. Con ella era muy fácil. Ella se paraba, comenzaba a contonearse y hacer ruido con sus agudos tacones, fumaba un cigarrillo completo y cuando veía que se le acababa la nube de humo gris se ponía seria y decía de principio a fin todo lo que sentía. Luego, con una actitud repetida cientos de veces, desprendía la colilla del tubito de marfil, la tiraba y se iba moviendo las manos como si ejecutara un baile al ritmo de rumba. “Es bueno que te mantenga alejada—se dijo— porque de fiarte todas las tareas me llevarías al acabose, mujer”.

—¿Quieres decir que se acostaba con él? —señaló una foto de periódico que se había quedado encima de un bulto de libros.

—No sé. Piénsalo. Yo sólo me dejo llevar por lo que siento, pero tú eres quien tiene el poder de determinar las cosas con la razón.

Mauricio vio las medias color carne de su interlocutora aprisionando sus rechonchas piernas y pensó, sin querer, que le hubiera gustado saber qué tipo de ropa interior usaba. Ella se volvió, lo miró con una sonrisa y le pidió otro cigarrillo.

—Pues, creo que tienes razón. Recordando sus caras, me parece que son muy compatibles. Uno es seductor y amanerado, bueno, un poco. El otro es dominante serio, incontrolable e instintivo. Sería la unión de un carnero y una oveja macho en la que los dos participantes no tienen facilidad para sintetizar sus pensamientos o una sustancia llamada estrógeno.

—Siempre me sorprendes con tu afán de demostrarme que sabes muchas cosas, sin embargo, al final, siempre vienes a mí.

—¡Cierto! No lo puedo negar. Sólo dime, ¿es verdad lo que presiento?

—Investígalo. Yo ya he hecho lo que me correspondía.

Mauricio comenzó a atar cabos y después de tejer sus hipótesis y terminar su teoría se fue a acostar.

Una vez que se ha terminado el café, Mauricio llama a Eduardo para cotejar los datos que tienen. Lalo dice que el asesino es un experto que ha dejado las huellas y rastros de un aficionado.

“Como ya sabe le dio diez puñaladas con un cuchillo de alpinista para simular un robo, se llevó objetos de valor y dejó marcadas las huellas de unas botas todo terreno que encontramos después en un basurero cercano al domicilio de Reinaldo, además no dejó huellas dactilares y encontramos unos guantes ensangrentados de piel de ternera y forro de oveja tirados a la entrada, en el porche de la casa”.

—¿Crees que El Castor podría actuar así? —le pregunta Mauricio a Eduardo.

—Sí, inspector. Con toda seguridad se podría tratar de él. Se imagina que durante el seguimiento del caso hasta me llegué a imaginar a Edmundo Vale con su pelo erizado y sus dientes de conejo acomodando las cosas para despistarnos con el cuadro falso de su obra.

—Pues. Alégrate porque esta vez lo vamos a coger. ¿Sabes quién me visitó ayer?

—¿Eva?

—No, no seas tonto. Vino la intuición y me dijo que era él, Reinaldo Mazo, quien se estaba acostando con ya sabes quién.

—¿En serio?

—Sí. Asombroso, ¿verdad? Lo interesante es que todos los caminos nos llevan a él.

—Bueno, y ¿cuáles son los pasos a seguir?

—Pues, hoy por la tarde vamos a visitar a ya sabes quién, le pediremos que cite al General Vega con su hija y ahí les damos el resultado de la investigación y que se las arreglen como puedan.

—Uy, jefe. Presiento que El Castor se nos va a ir de nuevo.

—Ya lo veremos, mi querido Lalo. Haz de saber que el idilio era muy fuerte y creo que al general y a su hija no les van a perdonar que se les haya pasado la mano.

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