Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 7 «La vampira»

VII

La vampira

1

El cura les dijo a Faustino y Rudecindo que se olvidarán de las viejas protestonas. Nadie les prestaba atención. Ya se acostumbrarían como las familias se acostumbraron a sus trifulcas, las que se tomaban como parte de un paisaje equivocado. La sustancia de un tiempo que se fue entre lamentos y que no volvería jamás.
Las viejas eran piel y hueso, consumidas por la repetición de hambres que se parecían unas a otras y de las que no recordaban cuándo comenzaron a sucederse sin poder evitarlas.
Estaban ahí, de pie, como dos estacas resecas, desde mucho antes de que todo se arruinara y solo peleaban para no tener que entenderse con lo que quedaba de todo aquello. Unas nadas, unas cuantas miserias, trastos viejos, tachos y abrigos descosidos, mendrugos de pan, hombres resecos sin ningún entusiasmo paseándose alrededor de unos montoncitos de basura por ahí y por allá. Entre todos ellos el hambre que estrujaba la carne contra los huesos y ese frío, ese frío que no había modo de calentarse nunca.
Si la cruz era pequeña o grande, si era de hierro, sólida señal de la devoción católica, o apenas unos fierritos oxidados que parecían más un pretexto que un símbolo, no tenía importancia. Al cura no le importaba en lo más mínimo, pero ellas lo discutirían como si en ello se debatiera el destino de la humanidad misma. Una vieja seguiría sin poder decir la palabra “iglesia” y la otra repetiría mecánicamente “no, no, no” y así estarían, farfullando todo el tiempo que sus pobres energías se los permitiesen.
—¿Pudieron dormir, anoche? –preguntó el cura con una sonrisa.
—Yo sí –dijo Faustino. Rudecindo, en cambio, solo hizo un movimiento con su cabeza.
—¿Pasaron frío?
—No –mintieron a dúo.
—Esta noche los voy a acomodar en otro cuarto. El salón estaba repleto y no los esperaba.
—Sin problema, padre. Dormimos donde se pueda.
—Un par de días, no más. –Rudecindo explicó por los dos.
—Lo que necesiten.
—Hasta que encontremos a los amigos.
—Y a la madre. –Faustino no podía disimular su angustia.
—¿Pasó algo con la madre? –el curita captó la amargura en la voz del muchacho.
—No sabemos dónde está.
—¿Y eso? –el sacerdote trató de comprender.
—Dicen que se fue a las quintas.
—¿A las quintas? ¿Quién les dijo eso?
—Una tipa que dice que le compró la casa.
—¿Una rubia petisa y gorda?
—¿La conoce, padre?
—No, pero me han hablado de ella. Anda con otra que viene de afuera. También rubia, pero más joven o joven, no sé, depende quien la describa. ¿Y su madre pudo haber vendido la casa?
—Imposible –Faustino no tenía duda alguna.
—En esas quintas pasa de todo –el sacerdote afirmó rotundo.
—Trabajo esclavo –Faustino explicó.
—No es lo peor que ocurre ahí dentro. –Los muchachos se miraron sin atreverse a preguntarle por qué decía aquello.
El sacerdote se apartó un momento. Una mujer reclamaba su presencia en voz alta. Les sugirió que tomaran el mate cocido con azúcar. Les señaló una gran olla donde la infusión hervía con impaciencia. Si había alguna galleta se las traería, pero esa semana había sido de escasez y no de abundancia. Cómo casi todos los días.

2

La marcha empezaba temprano. A las ocho había que estar para la partida, algunos desde el santuario, otros desde la estación. De Liniers hasta Plaza de Mayo. “A patita”, dijo el cura. Pura alpargata, zapatilla rota y algunos en ojotas, los más duchos en patear la calle.
Tierra, techo y trabajo. Así de simple los reclamos. Pero el señor presidente ni se daba por enterado.
Si los reclamos eran por la mañana, decía con voz gangosa del sueño mañanero “la mañana no se hizo para escuchar reclamos”.
La mañana era la promesa de un día mejor que el anterior. Y a las promesas de prosperidad y bienestar había que saber cuidarlas. Nada de reclamos tempraneros. Desayuno, besos maritales, algo de paddle y una ducha calentita, calentita.
Sus custodias lo seguían como perritos falderos de aquí para allá mientras uno de ellos, el más fiero de todos, iba filmando a escondidas todos sus movimientos. Reinafé dio la orden hacía un tiempo que ya nadie recordaba. Todos los funcionarios a los que se les prestaba el servicio de la custodia se los espiaba. Choferes, mucamas, mozos, chef y prostitutas, todos servicios especiales de operaciones especiales que iban dejando registro de las actividades del beneficiario. Nunca se sabía cuándo y cómo podían servir esas filmaciones para hundir algún político caído en desgracia o que había que desgraciar. La política cambia y había que saber acompañar esos cambios.
Cuando el señor presidente descifraba la sonrisa aleve de sus custodios en las aburridas mañanas en la quinta presidencial les repetía las mismas palabras cada día:
—Hay que empezar el día con buena onda. –Era todo lo que tenía para decirles.
Si los reclamos llegaban a su despacho en las tardes, afirmaba suelto de cuerpo “la tarde no se hizo para escuchar reclamos”.
—Hay que atravesar la tarde con buena onda. –Era todo lo que tenía para decir. Luego se disponía a dormir la siesta.
Pasado el descanso, paz en el alma y tregua al cansancio, se abanicaba para pasar el rato. Él, metódico (porque lo era y en grado extremo), a las 18 horas exactas apagaba su celular hasta el día siguiente.
—La noche no se ha hecho para escuchar reclamos –explicaba mientras desconectaba el teléfono con entusiasmo infantil. Sus custodios aprobaban la decisión moviendo afirmativamente sus cabezas coordinadamente.
A la tardecita, cuando el crepúsculo, si estaba aburrido (podía pasarle como a cualquiera), lustraba los palos de golf antes de salirse al campo a probar unos hoyos. Antes de eso su sesión de yoga para calmar los nervios.
En esos momentos de meditación trascendental la misericordia se le presentaba barriguda. Y esa imagen le inspiraba una oración budista para enriquecer el alma. “No todo es pura materia, la caridad no siempre es plata” repetía el señor presidente a quien quisiera oírlo mientras acomodaba los palos de golf antes de la partida. Y esperaba que su Caddy se comportara con profesionalidad, porque ese era un valor que él sabía apreciar, incluso más que la honestidad.
—El materialismo es como un veneno –adoctrinaba–, espiritualidad es lo que nos falta. –Luego se reafirmaba en su eslogan– ¡sí, se puede! ¡Sí, se puede! ¿Y si no se puede? ¡No se puede! Adaptarse era el secreto.
Cada tanto convocaba a su gabinete y proyectaba en el micro cine de su quinta un documental donde unos pobres de cartulina adoraban sus miserias y su hambre como si estuvieran en el paraíso prometido desde los tiempos olvidados de la historia. Hambre, mugre, orfandad, parásitos, todo pasaba por el film con alegría. Y esos pobres ¡reían! ¡Reían! Eran felices, ¡tan felices! Nada de huelgas, nada de reclamos salariales, nada de exigencias. Ni a la mañana, ni a la tarde, ni a la noche.
Llegar a eso, pensaba, llevaría algún tiempo y “un cambio cultural” extraordinario, una verdadera revolución.
—¡Qué fácil es pedir tierra, techo y trabajo! ¡Qué fácil! ¡Como si a mí alguien me hubiera regalado algo! –No se quejaba, aunque si se lo escuchaba sin conocerlo, así se tomarían sus palabras. Él era un hombre positivo, lleno de fe y de esperanza. No se quejaba. Sermoneaba, sí, un poco, de corrido, un poco tartamudeando, un defecto que no había logrado corregir por completo. Por todo testigo un perro pequeño que solo se ocupaba de orinar unos bellos sillones forrados en fina pana verde. El verde del tapizado del sillón tenía su razón. Era el color de la esperanza, y era refrescante, relajante, un transmisor de serenidad y de armonía. Justo lo que reclamaba de sus conciudadanos. Por eso escogió el tapizado verde. Brotes verdes y lluvia de inversiones. Sin verdadera fe no había empresa posible.
El señor presidente sugería apelar a la fe para lograr lo deseado, pero a la fe sincera, la que surgía de la meditación trascendente. No invocaba la fe católica que era siempre interesada y había sido fundada en caudales de oro puro y sangre de condenados por herejía. El asunto del caudal de oro y el caudal de la sangre herética eran materia opinable. Luego, en el mundo, pocas cosas se habían logrado sin una sustanciosa cantidad de oro y otra de sangre. El progreso hacía esa amalgama, oro para pocos, sangre de muchos. La justa combinación resultaba en el porvenir esperado. Pero lo que no admitía conmiseración de parte suya, ni una muesca de ella, era el encono que le provocaban los asuntos de la fe católica atendidos por un papa peronista y populista. Él no era ni católico ni apostólico y era atolondradamente antiperonista. Eran como dos paralelas que iban en sentidos absolutamente contrarios. Nada peor que un papa peronista. Aunque sí podía haber algo peor que eso, los comunistas. No estaba muy seguro de que se hubieran extinguido. Algo, su agudo instinto de golfista quizás, le indicaba que no era así. Netflix, todopoderoso, tal vez se lo aclararía en alguna miniserie. Era cuestión de esperar.
Recomendaba fe en el mantra. La soberanía de luz divina, el espíritu mántrico, el instrumento mental y espiritual que daba poder, sabiduría, paciencia.
Paciencia, mucha paciencia. Eso les recomendaría a los desocupados, a los hambrientos, a los ansiosos de Justicia. Paciencia, mucha paciencia, por supuesto. Apenas pudiera hacerse un minuto de tiempo en su agitada agenda, los recibiría para hablarles de la paciencia y hasta les contaría la parábola de Dokyo o Banzo –no recordaba con exactitud–, sobre el arte de la paciencia.
Y si luego de su explicación de la parábola le quedara algo de tiempo, les pediría que entonen con él Nam’ Myoho Renge Kyo. Y la paz ganaría sus corazones. Menos tierra, menos techo, menos trabajo y más Nam’ Myoho Renge Kyo. Eso les diría. Y que la luz llegue a ellos como un bálsamo encantador.
No estaría en la casa de gobierno para observar la muchedumbre que colmaría la plaza de la Victoria. Para eso estaba la policía que le daría un informe que no leería porque le daba mala espina leer informes policiales. Pensaría en el golf, o en esquiar, o en imitar a Freddy Mercury, lo que él creía hacía muy bien. O pensaría en nada, como recordaba propuso Gieco en alguna de sus canciones. “Pensar en nada” podía ser una buena solución para tantos problemas de gobierno. ¿Por qué no? Si por pensar tanto las cosas iban de mal en peor, por ahí la solución pasaba por no pensar en nada. Si se topaba con el jefe de ministros le hablaría del asunto. Él, tal vez, podría darle consistencia doctrinaria a su mántrica intuición.

3

Faustino percibió a la mujer que era o parecía joven y de la que le habló el cura. Fue una sensación, más bien un estrépito en su sistema nervioso.
Pero fue solo una instantánea, una imagen que llegó y partió en el mismo momento, en blanco y negro, desprovista de colores y también de grises, más parecida al espectro de un daguerrotipo fluyendo entre los vahos de un vapor de mercurio hacia una revelación impúdica. Capturaba a su paso minúsculas fragilidades que iba atesorando en un estuche plateado al que solo podrían acceder ojos y manos que habían hecho discreta reserva para ese privilegio. En un bolso de mano llevaba pequeños envoltorios de muerte que prometía repartir a cada uno lo suyo.
Creyó verla cruzar a la distancia, podía jurarlo, por el descampado, rumbo a la zona de las quintas, aunque estaba todavía muy lejos de ellas. Una angustia de aquellas le oprimió el pecho. Se lo apretó con ambas manos tratando de espantar ese repentino dolor. Le dijo a Rudecindo si no convenía volver a la casa que fuera de la madre, a su casa. Rudecindo dudó. Movió su cabeza negativamente.
—Nosotros no. –Observó el gesto angustioso del compadre– ¿Te pasa algo?
—Es que no sé cuánto voy a aguantarme sin saber de la vieja.
—Primero hagamos contacto. Yo también necesito saber qué pasó, pero si nos pasa algo en vez de ayudar la vamos a cagar.
—Viste que el cura dijo que esa tipa anda con otra, de afuera.
—Escuché…
—Hay algo espeso en el ambiente, ¿vos no lo notás?
—Depende.
—La vieja no aparece, los tipos preguntan por vos y los pibitos están excitados, parecen tábanos.
—Hambre y paco, hermano.
—Será.
Los pibes salieron disparados para los fondos del albergue. Más allá del alambrado no se podía ver por los pastizales que habían crecido a voluntad. Al límite del baldío que daba a una calle de tierra donde no vivía nadie, una canción se oía llevada por el fresco de un viento salido de una arboleda bastante lejana. “Que se vengan los pibes”, escucharon los dos muchachos al mismo tiempo y juntos clavaron la vista en ese modesto y sucio horizonte del baldío. Pero no vieron a nadie. Solo los pibes que iban en bandada hacia un lugar que todos parecían conocer sin que los adultos repararan en ello.
Que los chicos fueran y vinieran era habitual. Eran niños, jugaban aquí y allá, corrían, peleaban más o menos, se puteaban tupido. A veces pasaban horas sin que se los viera y aparecían de repente como salidos de un agujero del cielo que los devolvía a su pobreza terrenal. Algunas veces volvían sonriendo, otras llorando o idos, como volados, idiotizados.
El sacerdote, que volvió la vista hacia donde estaban los dos muchachos observando los límites del baldío, los llamó. Sus gestos indicaban que debían regresar para partir. Faustino no estaba conforme. Sabía que su compadre no lo iba a dejar solo para que se metiera en un quilombo nuevo. Pero no encontraba cómo vencer la tentación de mandarse a las quintas a buscar a los matones, aquellos que era seguro estaban al tanto de lo que había pasado con Gloria.
Rudecindo, que lo conocía por los gestos, le dijo sin dejar de mirarlo a los ojos “ni lo pienses”. Y el asunto pareció quedar resuelto así, por el momento.
Como no regresaban, el cura apuró el paso y llegó hasta ellos.
—Vamos. No se queden. No es seguro. –Les dijo y tomó a cada uno de un brazo.
—¿Qué pasa? –Rudecindo, siempre sereno, preguntó inquieto. Faustino se dejó llevar, pero miró hacia atrás, donde el suspenso del daguerrotipo todavía dejaba olor a mercurio.
—Dicen las vecinas que alguien anda preguntando por un tal “Tino” y otro llamado Rudecindo Pérez.
—Todos preguntan por Rudecindo Pérez. –Se consoló Faustino.
—Vos sos el Tino y vos Rudecindo, ¿verdad?
—Si –respondió Rudecindo.
—¿La que anda preguntando es la mujer de la que hablamos? –Faustino estaba seguro de que se trataba de ella.
—No sé –respondió el cura– el chisme viene de varios lados.
—El patrón de las quintas, sus matones, el puestero.
—No. No es lo que me dicen a mí. Vámonos. En la marcha van a estar seguros. Pero no creo que se puedan quedar esta noche. Lo mejor es que encontremos otro lugar donde puedan parar.
—Nos tiene que dar una mano, padre –casi rogó Rudecindo.
—Yo me ocupo, no van a quedar en la calle.

4

Faustino tenía razón, había algo espeso en el ambiente. El cielo se propuso hasta el límite en sus aspectos. Nada de azul, nada. Negro y blanco. Sombra de un daguerrotipo. El vaho del mercurio llegaba enredado en el olor del yodo que lo precedía.
La silueta del daguerrotipo de una mujer cruzaba de un lado al otro de la muerte y juntaba unos mechones de cabello infantil en una sofisticada cajita de plata. A cambio, un pequeño envoltorio, por cada mechón un paquetito. Luego del intercambio sobrevenía un estado de amnesia, de alma a la que se le hizo un hueco con la fuerza de un dedo macabro. Lo que era carne mutaba en manojos de piel que se podían sorber por la nariz, como a una droga virgen.
Hasta el último átomo de humanidad se licuaba y solo quedaba un tejido vacuo, una menudencia tan infantil como inservible. Así les gustaba, maleables como la arcilla primigenia con que la Biblia dice que Dios elaboró a Adán antes del soplo divino. Ser un poco dioses era sublime. Modelar la anatomía nueva, alentar al cuerpo inerte con un soplo caliente, y arrancar las costillas para recrear la ilusión de una Eva moderna. El orgasmo del rito en el altar de la impudicia. Luego el descarte, la expulsión del prometido Edén al que nunca se accedía de manera alguna.
El descarte era el momento final, al son de una música trágica. ¿Wagner? Podía ser, pero no siempre. Solo cuando adquiría ese modismo infausto entre gemidos y sollozos de quien no podía comprender el sacrificio. “La cabalgata de las walkirias”, solemnes acordes que recordaban el napalm que incineraba los pueblos en la guerra de Vietnam.
Era el destino de todos modos que llegaría de una manera u otra. ¿Por qué abstenerse del placer? Hedonismo radical, filosofía de la modernidad, elogio de la propiedad, de la gloria del dinero, del acto del consumo más sublime que no es otro que el consumo de un ser humano casi inmaculado. Breves lujos para una breve vida. Satisfaciendo y satisfaciéndose. Solo algunos de los dadores de placer podían sobrevivir un tiempo mayor al resto, pero solo era un subterfugio de la muerte que les daba la oportunidad de pensarse vivos, aunque ya no lo estuvieran realmente.
Enriqueta cantaba despreocupada “que se vengan los niños”, y el tono de su voz se apelmazaba cada vez más contra su lengua, mientras acomodaba con lujuria los mechones de cabellos finamente preservados. Podía nombrarlos a cada uno con su verdadero nombre. Su color y su textura, su lasitud o lozanía le recordaba a cada uno de ellos y hasta las muecas últimas que dibujaron en el rostro al momento de la muerte.
Lo explicaba con simpleza, como explicaba todas las cosas cuando debía hacerlo. Todos esos niños estaban muertos incluso antes de nacer. No deberían haber nacido. Eran el producto de un coito violento, de la violación de un padre a su hija, de un abuelo a su nieta, de uno cualquiera a una cualquiera. Como animales, como perros y perras. Así hablaba Enriqueta cuando le tiraban la lengua.
Morirían de hambre, aseguraba, parasitadas las tripas hasta reventarse, desnutridos y anémicos crónicos. O quemados de paco. Si no era proporcionar placer a unos desconocidos pederastas escondidos tras sus máscaras, no había horizonte para ellos.
El tráfico de órganos era de otro nivel, de mercaderes ricos para países ricos. Era la etapa superior de Josef Mengele y su búsqueda de la pureza de la raza para la vida eterna.
Al sur del mundo, en los confines del planeta, el tráfico de órganos requería de una sofisticación exagerada y que ella no podía proporcionar para un lugar tan mugroso. Tampoco se lo habían exigido, de haberlo hecho, lo hubiera logrado. Todo lo que se le ordenaba, lo cumplía y con creces.
El placer en los suburbios del capitalismo requería menos tecnología y la que se practicaba a la perfección era tan antigua como la que propuso Torquemada en sus tiempos inquisidores. O más antigua aún, mucho más, desde los tiempos que los hombres empezaron a devorar a los hombres, luego de devorar a las mujeres. Correas, cadenas, bozales, látigos, hierros calientes, empalamientos vulgares. Nada rebuscado en un lugar que nunca se parecería al paraíso.
¿Cuánto vivirían esos niños? “Ninguno superaría los catorce años de edad”, respondía Enriqueta a la pregunta que sus pares le hacían, y eso lo decía con absoluta convicción. Ellos admiraban su modo abstracto de hablar de la muerte de los niños como si se tratara apenas de un ejercicio contable con sus columnas del debe y el haber.
“¿Nada más?”, tal vez algún jodido se animaba a preguntarle solo por provocarla. Respondía reflexiva: “Quince con mucha suerte”. La suerte para ellos siempre era escasa.
Apenas catorce años, y eso era todo.
“Pérez y Pérez” hubiese sido menos obsceno. Había que cuidar algo las formas y también las palabras con las que se las explicaba. Después de todo, algo de sensibilidad se le podía reclamar incluso a persona como Enriqueta Martí, la que siempre recitaba “pa’ servirle en lo que necesite”.
Les hubiese hablado de la antigua cultura esclavista griega para explicar el vínculo de los dos protagonistas. “Paiderastia”, habría dicho con perfecta entonación despojando la palabra de toda sensualidad. Les hubiese hablado de la relación entre el erastes protector y el erómeno protegido. Nada más exquisito y al mismo tiempo sobrio, un vínculo virtuoso entre un benefactor y un dador.
“Quid pro quo”. Algo por algo, era una lógica aceptable. Y los mercaderes lo habrían aplaudido por sus palabras. En el mundo no había nada que no pudiera ser explicado por un hombre con la cultura de “Pérez y Pérez”. Y si no lo había, estaba el dinero que explicaba todo lo que fuera necesario. Si algo no se podía explicar, el dinero acudía en ayuda satisfactoriamente.

5

No eligió el nombre al azar. Pura premeditación y alevosía escribiría un juez en su sentencia si escuchara sus razones. Lo de Ripollés ya le pareció exagerado. En la profesión de la muerte el doble apellido era de cagatinta, de agrandado, de soberbio al divino botón. Por eso Ripollés lo quitó de una. Ser modesto y eficaz era la ecuación perfecta en su profesión.
Enriqueta Martí, pa’ servirle en lo que necesite. “La vampira del Raval”, “La vampira de Barcelona”. Barcelona… Barcelona… Barcelona…, en la voz de Freddie Mercury –el mismo que disfrutaba en imitar el señor presidente–, podía escuchar “Barcelona” cien, mil veces, sonando y sonando en la voz del barítono indiferente a la gorda que había acampado a su lado y “cacareaba” (decía Enriqueta) como soprano. Barcelona, Barcelona. Para mejor describirse: vampiresa-chupasangre.
Fue la canción la que la llevó al nombre “Barcelona”. Y hurgó y hurgó en ella hasta que dio con Enriqueta Martí y la cautivó su supuesto desparpajo proxeneta. Enriqueta Martí, proxeneta de niños. Proxeneta de niños, servicio de sepulturas si lo había.
Clientes sobraban en la cúspide de la escala del poder donde el dinero abunda fácilmente. Sangre y dinero. Después de todo, no hubo oro alguno a lo largo de la historia que no tuviera sangre en sus moléculas.
Ellos compraban complacidos la mercancía exhibida en pequeños videos nada sofisticados, videos caseros que la misma Enriqueta se ocupa de producir en los oscuros sucuchos de los prostíbulos paraestatales. La palabra “paraestatal”, a Enriqueta, le causaba mucha gracia.
En esos tugurios la transacción alcanzaba el orgasmo, todo rigurosamente vigilado. Pequeñas filmadoras perfectamente distribuidas en las habitaciones de los prostíbulos, grababan los encuentros que pasaban a engordar la filmoteca prohibida de la Agencia. Una gloriosa montaña de oro y mierda resumida en millones de píxeles obscenos, mezclando en siniestra alquimia el sexo prohibido y el poder de la política de Estado. Luego, como se desecha un afiche de papel, el niño se descartaba en alguna cloaca citadina. Los reservorios de la aniquilación estaban debidamente camuflados y allí se descomponía la carne hasta no ser nada más que la digestión de una rata.
Los degenerados almacenados en los discos duros de la agencia quedaban allí para siempre. De los meandros de hardware y software no había modo de escapar. Guardados bajo siete llaves, a ese acopio de perversiones pocos, muy pocos, podían acceder de ser necesario. Algún jefe todopoderoso llegada la ocasión podía abrir el arcano tesoro de las inmundicias, y lo haría solo en su “medida y armoniosamente”, porque la exageración, el uso desmedido de cualquier sustancia, lleva a la decadencia y a la aniquilación. Pequeñas dosis de depravación privada lanzadas a la vida pública matan lo que se necesita aniquilar y crea anticuerpos tan poderosos que hace que los hombres estén dispuestos a brindarse en cuerpo y alma para sostener el orden natural que establece los privilegios de clase. Luego del escándalo volvería la paz y cada uno a sus tareas. Así funciona el sistema.
La leyenda de Enriqueta Martí, la “vampiresa”, la mujer la leyó hacía años. Y a pesar de que alguien le dijo, no recordaba si no fue el mismísimo “Pérez y Pérez” (el que lo sabía todo) que era una historia dudosa, ella la adoptó como su numen, su fascinante musa.
En el Portal de Santa Madrona, piedra y arco y sombra espesa, atravesando los jardines del baluarte se veía a sí misma ofreciendo unas carnes y huesitos menudos para ricachos perdidos en la noche, dispuestos a sorber la fresca humanidad de unos niños blandos como algodón. Que aquellos lugares no se parecieran en nada al paisaje del pórtico medieval no le restaban entusiasmo. Cuando penetraba en los territorios suburbanos, el bolso lleno de esos pequeños envoltorios de la muerte, se transformaba y alcanzaba la magnitud de la vampiresa-chupasangre y elegía con la vista la mercadería. Se podía tener algo de suerte, mucha suerte o ninguna. Las mercancías de la pederastia se escurrían a veces como el agua entre los dedos.
El mercado, del que se hablaba como de un verdadero dios, los prefería blancos y rubios. No eran tan fáciles de capturar. Alguna vez alguien propuso criarlos, como se creía a los pollos en las granjas. O cabañas para la reproducción. Pero la escasez gobernaba la demanda. Poca oferta, mucha demanda. Otros se conformaban con lo que hubiera. Enriqueta se mofaba de ellos. “La necesidad tiene cara de hereje”, como decía su socia cada vez que la visitaba en el rancho robado a Gloria.
Ella llegó ese día a la ranchada porque la mujer le envió un WhatsApp. “Tengo una entrega”, le escribió sin dar otros detalles. Lo tenía prohibido. Una “entrega” es solo eso, una entrega. Una ropa, un libro, un perfume. Solo una entrega.
Ella atravesó el descampado con ese aspecto de daguerrotipo que Faustino captó sensiblemente, pero que no pudo descifrar entre los altos pastizales a donde se dirigían los niños como zombis. Era cuando más se parecía a la barcelonesa. Vapores de mercurio a su paso venenoso y su sombra aplastada contra la tierra reseca.
Cuando llegó a la casucha llamó chiflando. La mujer salió seguida de un escuálido purrete.
—¿Esa es la entrega?
—¿Muy pobre?
—¿Para eso me hiciste venir? –El niño iba y venía jugando con la visita que lo miraba con asco.
—No. Este lo tengo por si precisas un pollito.
—Ese no es ni un pollito, gorda. Es un gorrión que da lástima y nadie se coge un gorrión con ese aspecto. Dale de comer un poco a ver si tiene algo de carne para otra fiesta. –Enriqueta miró en todas direcciones para saber si alguien la estaba observando. ¿Por qué tenía esa sensación de que llegaban a ella miradas desde los bordes del paisaje, desde la altura de los árboles allá en la ribera perdida del riacho podrido, de los escondrijos del polvo en las callejuelas? Y aunque revisaba y revisaba cada sospecha que llegaba hasta ella, no encontraba ninguna mirada y mucho menos el origen de esa sensación que la perturbaba.
—Volvieron los chabones. Preguntaron por la fulana.
—¿Los dos?
—Sí. Estuvieron acá y los mandé a las quintas, les dije que la vieja estaba trabajando allá. Los barajaron los muchachos y los corrieron. Vino el Tino y el otro.
—¿El que le dicen Rudecindo Pérez?
—Sí. Le pregunté si era el tipo y me dijo que sí.
—¿A dónde fueron?
—Dicen que los tiene el cura en su albergue. –La mujer señaló en dirección a la iglesia.
—Este cura de mierda siempre jodiendo. ¿Algo más?
—¿Qué hago con este pendejo?
—Después te digo. Por ahí consigo algo. Ahora no se me ocurre quien puede querer un pajarito como ese.
—Mirá que este es tierno-tierno. –El niño miraba distraído hacia un lugar inexistente.
—¿Lo remojaste en leche?
—¡No! Yo ni lo toqué, lo guardé para vos.
Enriqueta dio media vuelta y salió por el camino en dirección a la ruta. No anduvo más que un par de metros cuando se volteó y le gritó a la mujer:
—Mando al Coqui para que se instale con vos por si vuelven los chabones. –La mujer la hizo una seña para que supiera que comprendió el mensaje. Enriqueta escuchó que le dijo “dale”, y se metió dentro del rancho llevando de los pelos al pibito.
Enriqueta volvía puteando contra Ziploc. “Ese hijo de puta me dejó a pata en esta mierda de barrio”, dijo para sí. Repitió la puteada tantas veces como pasos tuvo que dar para salir del lugar. Ya se tomaría revancha contra Ziploc, se lo prometió. “Moria de mierda”, balbuceó, y luego, despreocupada, cantó “Barcelona”, como si estuviera en un escenario maravilloso.

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