Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 6 «Amor y parabellum»

VI

Amor y parabellum

1

Ámbar cree que abrió los ojos. O que los abre en ese justo momento. O que los abrirá apenas ese extraño sopor se lo permita. ¿Lo hizo, lo hace o lo hará? No puede decidirse.
Si fue, no sabe qué vio. Si es, lo que ve no lo comprende. Si será, tal vez encuentre la explicación.
No puede definir su estado ni su condición. Ámbar fluye en una forma del tiempo diferente. Circula multidimensional entre arriba y abajo y su cuerpo padece una metamorfosis cubista.
El amor es él mismo un fluido dentro de su propio cuerpo. Ni líquido ni gaseoso, un misterio de besos y caricias. Es la verdadera sustancia que la mantiene tibia y latente y expectante. Si no tuviera ese mágico sumo, tal vez hubiera muerto hacía rato, cuando el primer disparo y antes del segundo del que zafó, dijo el médico, solo porque es demasiado joven.
Desde una analogía dimensional surgen a su alrededor palabras que en una sugestiva digresión esquivan las complejas maquinitas que la vigilan. Las palabras parecen repetir con su dinámico salto de una dimensión a otra, una pregunta a la que Ámbar no puede dar respuesta: “¿Dónde estás amor de mi vida?” La pregunta es lo único constante en esa alteración del tiempo y del espacio. ¿Dónde estás? ¡Dónde! Amor de mi vida.
Tantea buscando algo. Su mano derecha está entumecida, una correa de cuero la sujeta con fuerza a la baranda de hierro. Desiste del esfuerzo y vuelve sobre su propia percepción.
Su mirada entra en un túnel. Está observando la verdad a través de un agujero negro y rojo. Los bordes chamuscados y en el interior bucles de sangres que empiezan a correr junto a un transparente suerito que lubrica la mirada para que pase de lado a lado por donde entró la bala.
Repara en ese animal extraño que entra por su boca y baja a través de la garganta hasta sabe dónde. El sonido mecánico de un sube y baja rebota justo al lado de su oreja derecha. Es un sonido que sale de la barriga de un aparato con forma de trapecio invertido. Unos hilos llegan a su brazo –el que la correa amarra a la baranda de hierro–, de un recipiente en el que bulle un líquido transparente que refleja la luz del cuarto de manera genuina.
Llega al final del túnel y por él ve al hombre con el arma en la mano. Ámbar reconoce la máquina de la muerte, ve retroceder el gatillo empujado por un dedo algo pequeño pero fuerte y calloso. ¡Glock! ¡Glock! Escucha perfectamente que le dice por esa boquita negra aún caliente. ¡Glock! ¡Glock! De ella brota ese humito siniestro. Es el aliento del último disparo que huele a azufre y que se dispersa en un remolino perfecto. “¡Hija de puta! ¡Hija de puta!” vocea el salmo de la maldición, su canon de odio. “¿Te creíste lo del pañuelito verde, lesbiana de mierda?” Repone la melodía del odio en un rizo, la voz que espirala su siniestro y mortal mensaje de plomo caliente.
El segundo disparo no pudo verlo, pero sí oírlo. Fue un sonido de timbal reseco. No solo sintió el sonido, tañido de una campana muerta por el badajo de la muerte, culata de una glock entusiasmada. Sintió el contundente golpe como se siente el último suspenso.
El segundo disparo no pudo verlo, pero sí sentirlo. Observa con detalle como el golpe la empuja para que caiga. Y cae. No puede evitarlo. Cae. Y cae hasta dar con la cara contra el piso. El golpe hace sonar los huesos del pómulo y el ojo se desplaza hacia arriba empujado por la inercia del impacto. Se llena de sangre la cuenca que adquiere el aspecto de un insignificante caldero henchido de un coágulo espeso. Deja de ver por ese ojo y la ceguera inaugura su linaje negro.
El hombre la mira con una sonrisa en los labios. ¡Jiji! ¡Jiji! Ríe hiénido un aullido agudo. O zumbido de mosca verde que revuelve llena de satisfacción la carne chamuscada. Es un verde metálico, su color de jade macabro. Y zumba una zumba ferrosa de metalúrgico aleteo y entre cada aleteada se filtra el hiénido aullido.
Fuga de muerte, Ámbar se repite esas tres palabras que llegan desde un libro pequeño que no logra distinguir. Fuga de muerte, en el lomo de una moto poderosa. Ella la reconoce. Ama las motos, las adora. Montarse en una de ellas y correr pegadita a la máquina para cortar el viento como una flecha lanzada a una magnífica carrera.
Es una “ninja”, una verdadera “ninja” roja y negra, los colores del túnel que atravesó solo momento atrás, por donde entró la bala por la espalda hasta salir por el pecho, algo por encima de un seno que quedó hinchado y azul coágulo de una fruta amarga.
En una Kawasaki ninja rojinegra y a golpe de ¡glock! ¡Glock! Se fuga la muerte a toda velocidad. Cuando escapa oye el grito “¡fuga de muerte!” y de un cántaro negro se derrama la leche negra de la tarde, del ocaso, de la noche y el hombre, mientras huye con su risita a cuestas, cava una tumba con la cabeza de una serpiente para que se acomode en la estrechez de ese enterramiento, cubierta con los cabellos cenizos de una desfigurada Margarete que se arrastra a la par de la serpiente. Bíblica paz espera Ámbar y Margarete mientras bebe la negra leche del alba, le pregunta la pregunta, “¿dónde estás amor de mi vida?” Y nada, solo silencio en esa rara habitación donde monitorean sus sueños y respiraciones.
Necesita la caricia en la frente y el sabor de los labios del amor de su vida. Pero está sola. Se corrige. Ella y amor y parabellum y el último disparo en íntima refriega que se repite entre la luz de un limbo negro como la leche negra del ocaso.

2

“Prepárate para la guerra, prepárate para la guerra”. Fue la consigna, desde entonces, de cuando era apenas un cadete y corría de aquí por allá por la falda de una montaña de cadáveres.
—¿Cómo pudiste fallar? –el más viejo le preguntó no por mortificarlo. El extranjero no podía explicarlo.
—Le tiré con precisión –respondió. Una mueca le torció la boca.
No le tembló el pulso. Puso las balas donde debía. Una la vio entrar y atravesar la carne. Sospechó su fuga por el pecho. La otra debió seguir el mismo camino. La sangre saltó en gruesos gotones. El tejido se deslizó por la boquita y la muerte no podía tardar en hacer lo suyo. Así pensó y dio todo por hecho.
—La di por muerta, cayó como una bolsa de papas. –Podía jurarlo.
—Pero la mina sigue viva.
“Pero la mina sigue viva”, casi una condena para el tipo ese, venido a matar desde tan lejos, tan lejos. No era necesario que lo hiciera, pero “Foreign” deseaba experimentar para sacar conclusiones acerca de la muerte ajena, para eso lo aceptó López Teghi por pedido de su mentor, Consiglieri.
Tenían sobre la pequeña mesa de madera una hoja manuscrita con la dirección del hospital, la sala y la cama donde Ámbar resistía la muerte.
—¿Vivirá?
—Dicen que está jodida. Dos paros –dijo el viejo y señaló un papel sobre la mesa–. Aquí tengo el informe. Dos paros y salió de los dos. El médico dijo que su juventud la salvó, corazón fuerte, cerebro fuerte, cuerpo pequeño.
—La puta madre que la parió… –el experimentador bufaba embroncado.
—Puede pasar –lo consoló paternal el viejo– pero no lo creía. Esas cosas nunca “pasan”. Nunca. Pasa un pájaro que vuela. Pasa un pibe en bicicleta. Pasa una vieja con bastón. Pasa la farolera y el que tropezó. Pero “esas cosas no pasan”. No son “las cosas” que adquieren voluntad propia y te arruinan la vida. Es uno el que se manda la macana. Se le echa la culpa al destino, a lo imprevisto, a cualquier cosa que se tenga a manos. Incluso a un dios que ese día estaría de pendejadas. Pero el arma no falla, la bala no falla, la muerte no falla. El que falla es el hombre. Y ahí estaba “Foreign” con toda su ciencia, con toda su verborragia y su risita de hiena, casi por largar los mocos porque no podía explicar lo inexplicable.
—¿Alguna vez fallaste? –peguntó sin levantar la vista del papel manuscrito.
—Nunca, para qué voy a mentirte.
El viejo podría haber agregado:
—Con “Pérez y Pérez” estas mierdas no ocurrían. No te dejaba.
—¿Y ahora? –“Foreign” no quería una explicación, sí un consuelo. Tomaría notas en su pequeña libretita de hojas blancas.
—Schopenhauer me dijo que en el lugar sería imprudente –el viejo repitió el consejo–. Demasiados testigos. Tampoco se puede andar matando a un montón de gente por un solo objetivo. Habrá que esperar la oportunidad. O provocarla. La suerte te acompaña, hermano latinoamericano. La mina que anota los ingresos en el hospital es nuestra y truchó los papeles. Mujer sin familia, sin documentos, sin nada, fácil de ocultar. Hermano latinoamericano –el viejo se burlaba con placer– no todo está perdido. La cumpa la registró, te leo, como Plácida More Lesbiyanka ¿escuchaste hermano latinoamericano? –“Foreign” movió su cabeza afirmativamente y sonrió alelado. Los argentinos podían llevar los experimentos más extraños hasta sus últimas consecuencias. Nadie como ellos, nadie. La maldad argentina se podía cantar como el tango “no habrá ninguna igual, no habrá ninguna”. La maldad de los poderosos argentinos no tenía parangón, no había ninguna maldad como la de ellos. Y eso merecía una anotación en letras de imprenta. Perfectas letras de imprenta.
—¡Plácida More Lesbiyanka! ¿Viste qué ingenio el ingenio argentino para inventar un hombre? –Alabó el viejo la inventiva nacional. “Foreign” le devolvió su sonrisa boba. Eso también merecía una anotación en su pequeña libretita de hojas blancas.
—Cirugía de cáncer de intestino. Glorioso. O se muere por la infección con caca o se muere de cáncer –señaló repetidas veces con su dedo índice su cabeza–, ingenio argentino. Pero se muere. Después se crema. Vieja a la parrilla. No hay más que hablar.
—¿Y los médicos? ¿Y los enfermeros?
—¿Qué con ellos?
—Son testigos.
—¿Son testigos? ¿Te parece, hermano de la patria grande?
—Y sí –vaciló “Foreign”. El viejo solo atinó a sonreír.
—Cuando el calibre es grande, los testigos desaparecen como el humo ese que fastidia a Ziploc. El orden natural se impone al racional. Nadie quiera morir en las vísperas.
“Foreign” bebió un trago de agua mineral de una botella azul que burbujeaba. Se preguntó quién carajo sería Schopenhauer, se puso de pie y caminó de un lado al otro para darse la oportunidad de repasar su yerro.
Repetía:
—Bajé de la moto. Caminé detrás de ella. Iba con los auriculares, no escuchaba. Saqué el arma, apunté, jalé el gatillo dos veces sin esperar, cayó de bruces, subí a la moto y acá estoy.
Supuso que lo mejor sería cargar los datos en el Excel y luego encontrar la fórmula que resolviera el acertijo.
—Tengo que analizar esto de manera conveniente.
— Schopenhauer dice que es un problema de aclimatación. Te falta aclimatación y eso hace que te falle la puntería. La humedad hincha los huesos y mortifica el pulso.
Pero no podía echarle la culpa al clima, López Teghi se hubiera cagado de risa de solo oírlo decir esa bobada. Esa explicación no podía conformar ni al señor presidente ni a su alcahuete. Había que buscar un razonamiento superador, en eso tenía vasta experiencia. Le pediría a Consiglieri que en la próxima reunión de gabinete expusiera sobre el tema para todos sus contertulios. En medio de la paz del “ocio Netflix” el presidente apreciaría esas reflexiones de su asesor estrella sobre como fallar en un asesinato, pero acertar en un encubrimiento. ¡Plácida More Lesbiyanka! Lo que valía el ingenio argentino.

3

—Secuestrala –es todo lo que Ziploc le dijo cuando lo tuvo cara a cara, a su regreso de Liniers.
—¿Te parece, hermano?
Ziploc se preguntó a sí mismo: “¿Hermano?” Y se respondió al momento: “Hermanos son los huevos. Andá a la selva a comer tu banana, mono.”
—Secuestrala –repitió inexpresivo–. Era una joda lo que le estaba diciendo. Pero “Foreign” era tan… que todo lo que se le decía valía una anotación.
—¿Solo?
Ziploc le dio la espalda y dejó de hablar. El viejo trató de simular que dormitaba. No estaba “la nena” para pedirle ayuda. Enriqueta se hubiese burlado de él con verdadera saña.
—¿Solo? –Insistió.
—¿Y para qué vas a necesitar ayuda? Vos sos un genio de los Andes, el preferido de nuestro amo por propiedad transitiva. El asesor estrella y su monito de la cadena que falla un asesinato en plena calle. Aquí estamos ¿por tu capacidad? ¿Quién lo sabe? Viniste a estas pampas salvajes de los confines del mundo civilizado a experimentar. Entonces: experimentá. La agarrás, la cargás y te la llevás a tu casa. Después pedís un rescate y después le pegás un tiro. Fácil, ¿no?
—No me parece.
—Menos mal.
—¿No está la nena? –preguntó “Foreign”.
—¿Qué nena?
—Martí, la Enriqueta, pa’ servirlo en lo que necesite.
—¿Nena? ¿Nena, semejante conchuda?
—Es un modo cariñoso. –“Foreign” quiso resultar gentil.
—¿Te la querés culear que estás cariñoso? –Ziploc no perdió la oportunidad de relajarlo.
—¿Qué? –el hombre se desentendió del argentinismo.
—Digo si te la querés coger, mimoso.
—¡No, hombre! Solo pregunté, porque tal vez ella estaría dispuesta a colaborar conmigo.
—¿Está fea según vos para culearla? ¿No estabas cariñoso? ¿O te gustan putas finas?
—¡Bah! Quien habla de echarse polvos en este momento.
Ziploc se encogió de hombros. Le importaba un carajo las angustias del otro.
—Andá, terminá el laburo y listo. ¡Finísela, chabón! Hacé lo tuyo y no jodas más. No jodas más –repitió displicente–. Vos la cagaste, vos la arreglás.
—Hay que ser solidario –reclamó “Foreign”. Pidió un gesto de comprensión para con su suerte.
—Andá a Cáritas, entonces.
El viejo intervino saliendo de su representación de ensueño.
— Schopenhauer no cree en la solidaridad. Es un problema de raíz filosófica. Es un escéptico por naturaleza.
Cuando el viejo nombraba a Schopenhauer, “Foreign” quedaba sorprendido por la sola mención del apellido. No encontraba relación entre el filósofo alemán y aquellos hombres que solían tratarlo con desprecio.
—¿Y dónde andará la nena?
—Cazando pendejos.
—¡Uh! ¡Quién sabe a qué hora ha de regresar!
—Nunca se sabe –justificó el viejo esa tardanza de la mujer.
—Si por cinco que caza se come uno, no vuelve hasta mañana al mediodía.
—¡Qué inconveniente! –exclamó “Foreign”– ¡qué inconveniente!

4

Ziploc atendió el llamado. Escuchó sereno sus órdenes. Luego tomó un celular que estaba sobre la mesa roñosa y llamó a un número que estaba encriptado bajo el nombre de “Avatar”.
—Dice el jefe que largués a la lesbiana. –Todos oyeron que dijo con voz pausada y clara–. ¿Entendiste? Repetilo, entonces. ¿Por qué? Porque hay cada boludo suelto que no sabe diferenciar una espalda de una cabeza. –“Foreign” no se dio por aludido.
—Liberala ahora, pero no le devuelvas nada, ni plata, ni llaves, ni celular ni una mierda. ¿Ok? Bon giorno. Iba a cortar la comunicación, pero se detuvo.
—¿Cómo que cómo la soltás? ¿Sos o te hacés? Y si estás solo espera que lleguen, o llamalos, o sacá un aviso en Clarín, pendejo. La sacás como la metiste. Capucha, auto y a la calle. ¿Tan difícil? Tirala por algún lado. Que la vean. Si la tenés que largar es porque quieren que la vean viva. ¿Para qué? Yo qué sé. ¿Qué sos, Juan y el preguntón? Hacé lo que te dicen y dejate de joder.
Ziploc terminó ahí su conversación. Cuando Guadalupe fuera liberada, la vieja haría su informe. “Más resistente de lo que parece”, escribiría, “no se desequilibra. Tenerlo en cuenta”.
En el tugurio el matón anotó la hora del llamado y el mensaje en un cuaderno marca Gloria, roñoso, las tapas casi deshechas. Era un orden del jefe del grupo. Todo lo que ocurría se anotaba allí. Si pasaba algo, lo primero que había que sacar era el cuaderno, un “ayuda memoria”, por si acaso. Luego de escribir se dirigió donde el calabozo.
La sombra del rufián llegó al sucucho donde estaban Guadalupe y la vieja.
—¡Vos, che! –La vieja alzó la vista hacia la sombra, esperanzada.
—¿Qué mirás vieja? ¿A vos quién te va a venir a buscar? ¡Vaca! ¡Vaca apestosa! A vos te hablo, flaca. A vos, che.
Guadalupe levantó su cabeza que reposaba apoyada la frente en sus rodillas y miró a la sombra del policía, no sin confusión.
–Tomátela. Tuviste suerte esta vez. Rajá rápido antes que me arrepienta.
Guadalupe se puso de pie. Oyó que el guardia hacía caer las trabas de la cerradura y empujar la puerta de gruesos barrotes hasta abrirla casi por completo. Guadalupe salió del cuchitril roñoso desconfiando. Temía que el hombre la atacara aprovechando la soledad. Pero el matón le indicó que caminara por el pasillo que derivaba en una especie de hall amplio donde había un escritorio y un par de sillas.
—Sentate ahí y esperá, No hagás boludeces. –Guadalupe obedeció.
—¿Mis cosas? –preguntó ingenua.
—¿Qué cosas?
—Mi cartera con mis cosas.
—¡Dejate de joder! ¡Todavía querés las cosas! Da gracias que no te llevás nada en el orto.
—Vine con mi bolso, mi celular, mis documentos, la llave de mi casa.
—Se fueron a pasear.
—Quedate con la guita, no me importa. Pero dame el celular y los documentos, por lo menos.
—No te doy nada porque no se me cantan las pelotas. Ponete esta capucha y quedate piola porque tengo poca paciencia.
Guadalupe necesitaba putearlo, vaya si quería putearlo. Se mordió la lengua. Si armaba un escándalo capaz volvía a encerrarla. ¿Y Ámbar? Lo único que importaba era Ámbar. Podría haberle dicho “metete todo en el culo”, pero se volvió a morder la lengua. Pero no pudo evitar preguntar por la otra compañera de celda, la que “vendía escarpines” todas las noches en los tugurios más obscenos.
—¿Y la otra chica, la que se llevaron? –El hombre dejó de mirar estúpidamente el cuaderno sobre el escritorio. Alzó la vista, la fijó en los ojos de Guadalupe.
—Te dije que te pongás la capucha. ¿Entendiste? Ella obedeció.
Luego escuchó que el matón se puso de pie y se acercó a ella. Le habló al oído.
—¿En serio no te gustan los hombres? –Le dijo mientras pasaba la lengua por los labios en sicalíptico gesto. Ella no podía verlo, pero si sentirlo.
—Te pregunté por la otra chica –su voz sonó contenida por la trama apretada de la tela negra.
—¿No será porque nunca probaste una buena pija? –Guadalupe se ovilló para protegerse del hombre.
—Solo quiero saber cómo está.
—Cerrá la boca y no preguntés boludeces. Tenés un orto a toda prueba. De acá, degeneradas como vos, son pocas las que salen vivas. Anda a tu casa. Olvidate de todo. Respetá la familia. Y si te cansás de chupar conchas, venime a ver que yo te voy a hacer sentir mujer como nunca.
La obligó a ponerse de pie. Dos rufianas los esperaban en un auto. Se oyó un timbre que vibró sarcástico avisando que el automóvil salía. El que estaba de guardia ni se dio por enterado. Otro abrió el portón y dejó salir el auto.
Guadalupe calculó que el viaje duró algo más de media hora. También que dio varias vueltas como si repitiera el camino muchas veces.
Luego se detuvo. Un matón abrió la puerta trasera, la empujó hasta tocar con la frente sus rodillas y le arrancó la capucha.
—Baja sin mirar, si mirás te rompo la cara.
Ella descendió como pudo. Oyó que el tipo le dijo “caminá para allá y contá hasta cien”. Obedeció la orden y empezó a andar en el sentido que le ordenó el matón. Contó lentamente y respiró aliviada.
El coche se alejó a toda velocidad. Prefirió no mirar. Se quedó parada ante la puerta de un edificio en el que un hombre lavaba la vereda. Se miraron y el hombre esquivó su mirada. Vio cuando la bajaron del automóvil y decidió no ayudarla. No buscaba problemas. El miedo es un poderoso narcótico.
“Zafaste”, se dijo. Dejó pasar unos segundos, pero esa vez se dijo “¿zafaste?”
Solo importaba en cómo llegar al hospital donde le dijeron que estaba su amor, herida de bala. No tenía ni “Sube” ni dinero. Caminaría lo que fuera necesario. Pero necesitaba llegar donde Ámbar, porque seguro, la estaba aguardando.

———–

Para mí, corazón, tu blando cuerpo,
tu crepúsculo cisne, tu fruta acogedora,
tu manera de gota suspirando un sonido, necesito.
La noche fragua una estrella en nuestro nombre
y mis labios y tus labios saben
del misterio genuino de los besos.
Mis besos van hacia los tuyos, siempre, de memoria.
Voy a reconocerte en el temblor del abrazo,
piel a piel, vibrando de amor
y a celebrarte en caricias como loca.
Recogeré tu herida como una flor nocturna
y la sanaré de amor, acariciándote.
Necesito tu vos y tu silencio
y tu modo sencillo de celebrar la vida.
Quiero estar a tu lado, ser el arrullo,
la palabra, la lámpara, el anillo,
todo lo que toque tu cuerpo, tu delicia.
Si vos no estás, llega la ausencia
como una mariposa muerta. Sin ti, mi amor,
nada tiene sentido. Moriré entre sombras.
Eres mi Ámbar, mi región de cielo,
eres mi puerto y mi refugio,
amarrada a tu cuerpo para siempre.

Poema dedicado a Ámbar, que se atribuye a Guadalupe, escrito en algún momento luego del intento de asesinato de Ámbar.

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