Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 5 «Aquí está la bandera esplendorosa»

Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 5 «Aquí está la bandera esplendorosa»

5

Aquí está la bandera esplendorosa

1

Sonaba el teléfono, sonaba. “Pérez y Pérez” lo miraba hasta con ternura. Raro en él, un hombre al que pocas cosas lo enternecían. Le podía provocar simpatía una buena música, un buen libro, un vino añejo y bien estacionado. Ni hablar de una operación que alcanzaba el éxito pleno. Pero eran muy pocas cosas, muy pocas las que podían excitar sus emociones. Y en ese momento, el sonido del teléfono lo animaba a experimentar un sentimiento amoroso que lo complacía.
Cuando estaba a cargo de algunas operaciones especiales, si alguien deseaba confrontarlo con sus sentimientos solo por provocarlo, hipócrita repetía la famosa sentencia de Terencio. En perfecto latín, decía aquello de que “homo sum, nihil humani a me alienum puto1”. Sabía de sobra que, al pronunciar esas palabras, sus subordinados reirían infantilmente. “De asinis” murmuraba entre dientes y luego les devolvía la sonrisa que los demás interpretaban alegre, pero que él dispensaba diabólico. “Pabulum et pavos2”. Y los ignoraba por completo.
Sonaba el teléfono, sonaba. Y “Pérez y Pérez” lo miraba alejado de todo acontecimiento cotidiano, observando la realidad desde una altura que no deseaba explicar bajo ningún concepto.
La indiferencia, meditaba, podía ser inexplicable como el amor y no responder a la razón, sino a procedimientos muy especiales y espontáneos de la química del cerebro. Allí donde nacían los más nobles sentimientos, también lo hacían las perversiones más sofisticadas, su opuesto, y, por qué no, la supina indiferencia.
La pereza, prima cercana de la indiferencia, había sido elevada al rango de pecado capital junto a seis hermanas que resumían en siete palabras y una poca cantidad de letras, toda la historia de la lucha de clases de la humanidad entera. Desde el primer ambicioso homínido, hasta estos últimos especímenes que llevaban a la humanidad al reino de la etapa superior de Sodoma y Gomorra. Y “Pérez y Pérez” estaba seguro, muy seguro, que al final Dios los castigaría definitivamente. El que las hace, las paga. Pero para entonces, concluía, estaría durmiendo el sueño de los justos y ninguna venganza contra su cadáver tendría importancia. Él estaba convencido de que tras la muerta nada queda y que, efectivamente, se transformaría en un insignificante polvo que el humus incorporaría a su química o el viento arrastraría a su albedrío.
Sonaba el teléfono, sonaba, y volvió a asociarlo involuntariamente con un buen concierto o un bonito poema. Su espíritu estaba impregnado de Chaicovsky o hasta podía ser Rachmaninoff y la poética de sus músicas encajaba perfecto con ese estado de ánimo que lo embargaba mientras oía sonar la delicada campanilla del artesanal aparato telefónico.
Sabía perfectamente de dónde provenía el llamado. Por supuesto que lo sabía. Nadie más que sus superiores conocían su paradero. Podía hasta predecir sus palabras, sus lamentos, sus reclamos. “Llevo grabado en mis oídos la mejor música del mundo, que es para mí la voz quejosa de mis lejanos jefes” y reparó cínico en la integridad de sus dos manos. ¿Alguna vez explicarían aquello de las manos de Perón? Estaba absolutamente seguro que no; aquello fue una perversión de naturaleza desapasionada, una venganza surgida del alambicado odio de los que encontraban en ese pasado no tan remoto el origen de todos los males de la nación. La cirugía macabra contra el cadáver del viejo líder, fue un modo siniestro de augurar el fin sécula seculórum del Estado de bienestar surgido en la atropellada de un lejano 17 de octubre, un ensayo exitoso para impedir que los comunistas se alzaran con el gobierno, alentados por la victoria contra el nazismo cuando la bandera del Ejército Rojo flameó extraordinaria en las alturas del destruido Reichstag en Berlín.
El elegante teléfono de diseño toscano continuó sonando con modorra sobre la pequeña mesita de mármol blanco apoyado en unas artesanales patas de bronce labrado. En el lujoso hotel la campanilla del teléfono era suave porque todo lo que allí había debía ser elegante, delicado, dócil. Apenas una melodía distinguida, como el piar ameno de un mirlo, o de un ruiseñor, o un petirrojo. Y “Pérez y Pérez” solo observaba. Sus manos se mantuvieron a cada lado de su cuerpo sin ninguna intención de levantar el auricular y responder al llamado. No lo haría. De ninguna manera.
Él callaba, y mientras guardaba riguroso silencio, como si estuviera recluido en un monasterio ejerciendo un magnífico retiro espiritual, allá lejos, en su tierra, los políticos hablaban y hablaban de cosas intrascendentes. Como siempre, como les era habitual. Para qué hablar de cosas trascendentes si de esas ellos nunca se ocuparían, porque estaban vedados de resolverlas, aunque se lo propusiesen. Para eso estaban ellos, para eso estaba él, para sacar siempre “las castañas del fuego”, como cada vez que fueron convocados.

El dólar subía y subía, indetenible, “en vuelo triunfal”. Ascendía por el firmamento de la especulación al infinito y más allá. Los usureros festejaban alegres viendo al dólar ascender como un buitre, como un ave de presa y el peso agonizar, enfermo terminal rumbo a su sepultura. Ninguna víscera más adaptativa que el bolsillo de los negreros, nutrida de su fluido vital, la plusvalía.
El Dios del dinero les sonreía. Un mediocre usurero, un timbero de poca monta, estaba encaramado a la máxima conducción de la mecánica de la especulación, y las ganancias corrían como agua de manantial. El oro de los bancos enjuagaba las lágrimas de Sherlock y le daba a aquel avariento de la libra de carne, un alivio a su largo padecimiento shakesperiano. En un territorio tan apartado del mundo, la usura tocaba la gloria con la puntita de su bífida lengua envenenada y esperaba cada libra de carne de cada pobre diablo, para satisfacer sus deseos de máxima riqueza. El reino de la plusvalía llegaba a su máxima expresión.
¡Plusvalía! ¡Plusvalía! Nunca tu nombre tan glorioso. Con tus intríngulis bancarios y tus misteriosos asesinatos en las noches más oscuras.
¡Plusvalía! ¡Plusvalía! Sangre vital del becerro de oro, y a sus pies, adorándote indiferentes a todos los mandamientos, apenas el uno por ciento de toda la humanidad.
Sangre y dinero, alquimia extraordinaria del capitalismo, templo de Bilderberg, donde el aquelarre del dinero reúne todos los años a muchos de los verdaderos dioses a los que una humanidad dolida debe adorar a costa de su propia vida.
“Pérez y Pérez” disfrutaba viendo cómo subía el dólar y caía la bolsa, cómo subía el dólar y caían las acciones, cómo subía el dólar y la gente menuda perdía su trabajo. Luego se apreciaba el dólar, subía la bolsa, caían los bonos y el dólar se apreciaba nuevamente. Un ciclo perfecto de enriquecimiento para pocos y devastación para muchos. Nada que objetar. Misión cumplida. De aquel país industrial, tecnológico y científico no quedaría nada. Nada. ¡Qué perfecta palabra para enunciar una política de Estado!
Y mientras el dólar aumentaba su cotización, el Señor presidente seguía hablando en ese lenguaje pastoso, básico, vacuo. “Netflix mata lectura”, dijo el señor presidente luego de una larga y excitante meditación. “Pérez y Pérez” razonó que nunca la estulticia había alcanzado la categoría de política Estado, una alquimia inigualable, ‘Ndrangheta y estulticia, y un alcahuete presidencial para que el mandatario disfrutara de su ocio improductivo. El experimento marchaba de parabienes. Pero ese no era asunto suyo.
Se habían propuesto cambiar el curso de la historia, y si bien se les había escapado esa rémora del pasado con su raída bandera de la independencia, todos los sucesos que ocurrían en la lejana patria, iban en el sentido de todo lo planeado. Adiós, adiós, ¡libres de toda dominación extranjera! Adiós, adiós. La palabra “nada” volvía a su boca y sabía al elixir de los dioses, ese que solo se puede beber en la calavera de sus víctimas. ¡Sibarita!​
Entonces, ¿para qué lo llamaban? ¿Para qué? Para decirle, ¡vuelve! ¡Vuelve! ¡Te necesitamos para terminar el trabajo! López Teghi estaba al mando y él recorriendo las capitales del mundo, esos lugares en los que realmente se tomaban las decisiones sobre su empobrecido país. Comodidad, lujo, extravagancias, todo a cargo del erario público. Se lo había ganado. ¡Tantos años de servir al Estado todopoderoso! Merecía una recompensa tan humana como el ocio en el sentido que lo practicaban los esclavistas griegos, diferente al “ocio Netflix” del señor presidente.
Estaba seguro, completamente seguro, que las pistas de La Reliquia se habían perdido con la misma velocidad con que el dólar subía y subía su precio y la pobre moneda nacional caía y caía sin fin. Pero ese no era asunto de su incumbencia.
Él era “el faraón”, una antigüedad en las entrañas de la maquinaria estatal, y sus hombres, todos sus hombres, eran despreciados como trastos inútiles del sistema de Inteligencia. No era asunto suyo preocuparse entonces de los descalabros propuestos por la manada de “excelianos”, pobres tipos que solo podían ver la realidad a través de una planilla de Excel. Bobos de una globalización tan muerta como los dinosaurios. ¡Qué se arreglaran!, con sus globitos amarillos y sus súplicas a los amos del norte. ¡Que se arreglaran! Como pudieran, él seguiría disfrutando del ocio bien ganado. Después de todo, ¿no era comparado con la momia de un “faraón”?
No atendería en ese momento y por mucho tiempo ningún llamado, salvo que el mismísimo Reinafé lo convocara y para ello llevaba siempre su “teléfono rojo”. A él solo el diablo le imponía respeto y por eso era al único que atendería. Pero el gran Reinafé no lo iba a llamar porque, intuía sabiamente, que estaba mirando desde la cúspide de su poder, el colapso de una nación que tanto había ayudado a destruir.

2

Ziploc preguntó varias veces por su viejo jefe. Pero nadie podía decirle qué era de la vida de “Pérez y Pérez”. Él no pertenecía a la cúspide del escalafón y, por lo tanto, todo lo que podía hacer era preguntar por alguien de quien nadie le daría ni la más ínfima información.
La prostituta que sacaron a los golpes del hoyo donde estaba retenida Guadalupe estaba tirada en un rincón. Ziploc la miró indiferente. Le habían amarrado las manos, las piernas por los tobillos, y sellado su boca con una cinta industrial, metalizada que, cuando se la retiraran, si alguna vez lo hacían, le arrancarían la piel. Y esa sería una gran noticia, porque si ella sufría porque la despellejaban, significaba que aún seguía con vida. Si no había ningún dolor es porque estaba demasiado muerta.
Enriqueta Martí, pa’ servirlo en lo que necesite, frase que usaba para presentarse cada vez que alguien preguntaba su nombre, esperaba que Ziploc le dijese cómo seguían con el asunto de la lesbiana.
—Los muchachos me dijeron que perdieron el contacto con la momia esa que venían persiguiendo. –Ziploc sonó preocupado.
—No pierden las bolas porque las tienen colgando, si no serían todos eunucos. –Enriqueta no era optimista en cuanto a la eficiencia de sus camaradas–. Mandá un hombre a hacer algo y todo saldrá para la mierda, mandá una mujer y te resuelve todo al toque. Si a mí me dejaran gobernar, a todos ustedes los mandaba a lavar los platos.
—Bueno, mujer maravilla. –Ziploc se distrajo mirando unos papeles que llevaba en una carpeta negra.
—¿Y eso? –Enriqueta preguntó curiosa.
—Órdenes. Puras órdenes.
—¿Y?
—La lesbiana sale. Se va. Hay que soltarla. La vieja dice que ya tiene el perfil y se va para otro laburo.
—La lesbiana sale, la vieja raja. ¿Y después?
—Vamos a una marcha, a bichar para un informe de campo. –Dijo Ziploc que no dejó de leer sus papeles.
—¿Informe de campo? Ahora somos como el Canal Rural. Una vaca allá, un chanco acá, y más allá una montaña de bosta.
—Acá dice que vos tenés una changuita después de la marcha.
—Ya lo sé. Cinco y cinco.
—Si, cincuenta y cincuenta.
—Enriqueta Martí, pa’ servirlo en lo que necesite, cumple lo que le manden. –La mujer hizo una reverencia ampulosa.
—¿Te gusta lo de los pibes?
—Ni fu ni fa. No son para mí –mintió con convicción–, yo no tengo sexo, soy como la lombriz.
—¿Y eso? –Ziploc preguntó realmente intrigado.
—Me satisfago a mí misma. Ningún contacto. Ningún fluido. Voy a sobrevivir a todo. Nadie hurgando por adentro. Ninguna lengua en mi boca. Nada personal. Te saco ventaja, Moria, vos tenés que mantener la cría y surtir a la señora, si no vas a ser el primer nailon con cuernos. –Ziploc se afirmaba en la idea de que tenía que romperle la boca luego que dijera alguna de esas estupideces para provocarlo.
—Seguí jodiendo y tu pronóstico de sobrevida se te va a reducir ciento por ciento.
—Lo dudo Moria. Siempre estoy un paso adelante tuyo.
—Puede ser. Pero yo me voy a ocupar de darte el empujón en el abismo.
Enriqueta lo palmeó sobradora. Ziploc calculó la distancia entre su cara y su puño. Poca cosa. Un solo golpe y la mandaba a dormir una buena siesta. Enriqueta volvió con su estribillo «​que se vengan los niños»​. Cuando cantó esa vez, Ziploc pensó en sus hijos. Ella supo captar el fondo de esa mirada y, en verdad, no le gustó para nada.
—¿Cómo se llama la trola esa? –Preguntó solo por cambiar de tema.
—¿La que está en el rincón?
—¿Hay otra? Y tené cuidado con lo que vas a decir.
—Creo que la dicen Cindy.
—¿Cindi?
—“C”, “i”, “n”, “d”, “y griega”. “Ye”. ¿Estamos?
—Cindy. Nombre de puta.
—Usted lo dijo. ¿Qué hay con la mina?
—Hay que terminar el laburo.
—¿También? ¿Estamos en la super explotación?
—López Teghi quiere productividad.
—¿Cómo quiere el servicio?
—Que improvisemos, dijo. Que parezca un “femincidio”.
—Femicidio, burro.
—Tiene que ser convincente.
—Claro, ¡cómo no se me ocurrió antes! Y pregunto solo de curiosa, ¿para qué la vamos a cepillar a esta trola?
—Menos averigua Dios y perdona –Ziploc, leyendo sus papeles, le respondió sin mirarla.
—Ok, señor. Mejor me voy a buscar los pibitos para los chabones esos.
—Primero la marcha, después los pibitos, por último, la puta.
—Cartón lleno. Enriqueta y Moria, el dúo dinámico, se ponen en marcha.
Ziploc se dijo para sí “no me va a quedar opción”. Y salió a la calle detrás de la mujer.

3

Ziploc y Enriqueta fueron en auto por Juan B. Justo hasta Liniers. Luego dieron un rodeo por la Gral. Paz para estacionarse del otro lado de la estación, hacia Directorio. Caminaron hasta Rivadavia. El bullicio llegaba enredado en el perfume de las salchipapas que abundaban con té caliente y otros brebajes. A Ziploc ese paisaje lo desestructuraba. Se convencía de que todo estaba mal, culpa del papa comunista. Allí se lucían sus argumentos entre bombos, redoblantes y pancartas.
Las tres “T” asomaban con fuerza propia desde unos amplios carteles que abrían paso a la multitudinaria marcha. Ziploc miraba como se observa un suceso difícil de explicar. Pero él prestaba mayor atención a unas cámaras que estaban tomando imágenes de todo lo que ahí ocurría. Reparó en el momento preciso en que una quedó fija hacia él. Vieja cosa esa de dejar evidencia de que alguien estuvo en un lugar. A veces, aquello de estar en el lugar adecuado en el momento correcto respetando una orden podía resultar nefasto. Un desgraciado suceso, sin dudas. Él estaba solo cumpliendo una orden que los superiores desmentirían prolijamente si eso les convenía porque la Iglesia se quejaba del espionaje. Siempre debía haber alguien a quien echarle la culpa de todos los errores. Sabía que, si algo salía mal, caería en desgracia, sería el “pavo de la boda” (le diría Enriqueta riéndose libertina), y que resultaría inútil cualquier explicación sobre su presencia en medio de una movilización con esas tres “T” mirándolo orondas con la misma tranquilidad con que el papa las envió a los cuatro puntos cardinales desde su residencia en Santa Marta.

“Tres “T”, ¿tierra, techo y trabajo?”, Ziploc repitió la consigna pintada sobre la tela plástica con vivos colores. Podía ver a Enriqueta jugar como si fuera una compañera más, con la gente que solo pasaba el rato esperando marchar hacia la Plaza de Mayo.
Ziploc era simple, ella demasiado cínica para su modo de ver las cosas. Él no jugaba nunca con sus víctimas, le parecía de mal gusto y no por algún asunto vinculado a un prejuicio moral, sino porque interpretaba que ese juego, ese vínculo, aunque primario y superficial, le podría hacer perder objetividad. Era obsesivo en cuanto a no perder objetividad, a no ser tentado por sentimiento alguno. Pero notaba que a Enriqueta eso la divertía, que los disfrutaba extrañamente y que, muy por el contrario, la entusiasmaba y resultaba en el estímulo indispensable para llevar a cabo la tropelía que le hubieran ordenado.
Alguna vez le dijeron que ese apego inalterable a la objetividad era sin duda un trauma que arrastraba desde que nació. Tal vez un golpe, o dos, un desperfecto de la corteza cerebral. ​No recordaba si fue cuando lo semblantearon para el ingreso o cuando ​lo aprobaron su incorporación a la Agencia.
Lo suyo era un claro ejemplo de la incapacidad de tener empatía con alguien, tanto con “alguien”, un humano, como con un perro, un gato, una miserable lombriz, un talismán, “algo”. Solo “algo”. “Eso”. Así podría llamarlo, “eso”. “Algo”, “coso” “eso” eran tres magníficas palabras que lo decían todo por él.
Ziploc todo lo cosificaba, fuera un ser vivo o un objeto inanimado. No veía al hombre como hombre, ni a la mujer como mujer, ni al perro como un perro, ni a la piedra como piedra. Solo eran “cosas”, “algo”, “eso”, y así las mencionaba en sus informes. El hombre no era tal hombre, apenas un objetivo, era “coso” o “eso” o “aquel”, pero sin nombre, sin rostro, sin dolores, sin sangre, sin quejidos cuando se moría. Nada más que una mención en un papel para archivar.
Incluso ni su esposa ni sus propios hijos, a los que creía amar, aunque no estaba demasiado seguro, le provocaban ese sentimiento. Eso sí, nadie podía atreverse a entrometerse con ellos. Quien se atreviera no sobreviviría para jactarse. Sería implacable. Pero hasta entonces no se había visto obligado a enfrentar una situación semejante. La familia era sagrada casi como la propiedad y como las tradiciones. Casi. Eran tres cosas que estaba dispuesto a defender a muerte. Y esa no era una mera expresión en su boca.
Pero Enriqueta ejercía el cinismo con un curioso refinamiento. Y eso lo descolocaba, aunque no tanto como sus burlas. Sus burlas lo irritaban como pocas cosas. Sobre todo, la comparación con Moria Casán, y se reprochaba haber sido él, justamente él, quien le reveló ese dato. Desde entonces, no era Ziploc, para ella, ni siquiera nailon, era “Moria” cuando no “Adelaida”. Por eso, sabía, en algún momento, debería poner las cosas en su lugar. Él entendía bien qué lugar lo correspondería a esa mujer de nombre horrible, pero dudaba que ella siquiera los sospechara.
Las “Tres T” volvían sobre él sus tres hampas y sus tres barras, y hasta podía sentirlas con sus picotazos, molestarlo casi tanto como Enriqueta.
Era la letra de la voluntad. ¡Justo la letra de la voluntad! ¡A él que era pura voluntad!
Lo que más lo indisponía de esas tres “T” que flameaban en un cartel que se extendía a lo largo de toda la avenida Rivadavia, era que expresaban la maldita voluntad de ese odioso papa comunista y de ese torrente de pobres salido de los confines de todo el suburbio citadino. “Un desarreglo apocalíptico”, explicó con esas tres palabras a uno de sus hijos su odio contra el papa comunista y esa plaga de «negros vagos y planeros». El niño quiso comprender, pero no pudo, aunque tampoco reclamó una explicación más simple, más sencilla. No comprendía aquello del “maldito papa comunista”, y lo de “los negros planeros, zurdos, vagos y borrachos” que embarazaban sus mujeres para cobrar unos dineros del Estado.
Cuando Ziploc le preguntó si había interpretado plenamente la explicación, porque era algo trascendente para su propio futuro, el niño movió afirmativamente su cabeza y dijo con voz angelical “sí, papá”. Niño precavido, no quería un encuentro con una mano de su padre. Si bien él nunca le había pegado, solo de mirar esas dos enormes manos, había concluido en lo prudente que era evitar todo lo que pudiera irritarlo. Más valía precaver que curar, algo que el chiquilín sí comprendía a la perfección, no como aquello del desarreglo apocalíptico.
Enriqueta se acercó a él sonriendo y bailando al son de la batucada.
—Te gustan los negros. –Ziploc fue todo lo cínico que su confusión se lo permitía en ese momento.
—¡Ay, Moria, Moria! –La mujer sabía dónde pegar para enfurecerlo. Ella quería que perdiera el control de sus acciones, luego, se ocuparía que lo degradaran y devolvieran a algún lugar intrascendente. No le gustaba ese hombre. Su formalidad, sus prejuicios, su modo de hacer la profesión casi como un acto religioso.
—No me llamés Moria.
—Es una broma.
—No me vuelvas a llamar Moria. –Ziploc miraba el despliegue de los manifestantes. Enriqueta tomó nota de su ira–. Y, por favor, dejá de cantar esa canción.
—Eso nunca, no puedo, es mi laburo. “Que se vengan los niños” –insistió solo por provocarlo.
—Laburo de mierda, el tuyo. ¡Laburo! –exclamó despectivo.
—Si tenés una queja escribí un descargo. Vas a ver a dónde te mandan a quejarte. –La mujer sabía bien de qué hablaba.
—¿Qué significa CTEP? –Ziploc preguntó como si no hubiera pasado nada entre ellos.
—¿Ahora me pedís ayuda para tu informe roñoso?
—No estamos acá para ningún informe, eso es mentira.
—¿A no? –Enriqueta quiso mostrarse sorprendida.
—No. Nadie serio nos pediría un informe a vos o a mí. Vos te dedicás a reclutar pendejos. Yo a todo lo que se necesita para que este mundo siga siendo lo que es.
—No sabía que eras filósofo. Así que al final de todo, estamos acá al pedo, mirando negros pasar y pasar.
—Querían la foto nuestra en este lugar. –Enriqueta no pudo disimular su extrañeza al escuchar esas palabras.
—¿Y para qué iban a querer una foto tuya y mía acá? –Ziploc no respondió. Se rascó la cabeza con su manota.
—¿Qué significa CTEP? –Volvió a preguntar.
—Central de trabajadores de la economía popular. Laburan con el papa.
—¿Con el papa?
—Sí, con tu amigo Francisco.
—Ese tipo es comunista.
—Sí, dale. Es Lenin. En vez del Evangelio te recita «El Capital». ¿Qué más querés saber?
—¿Movimiento Evita? –Ziploc señaló en dirección al cartel que tenía estampado el nombre de Evita y su imagen.
—El coso de barba.
—Papa Noel.
—Justo, Papa Noel. El tipo que tiene una barba hasta el ombligo.
—Papa Noel.
—Pérsico, loco, Pérsico. No te queda gracioso lo que hacés.
—No me interesa ser gracioso.
—Me doy cuenta con facilidad, macho.
—No sé quién es Pérsico.
—Bueno, buscalo en Google.
—Eso –señaló en dirección a un enorme cartel blanco y celeste–. Las tres “C” juntas, ¿qué significan?
—Corriente clasista y combativa. Alderete, La Matanza.
—Corriente, clasista y combativa –repitió Ziploc acentuando cada sílaba–. C… C… C… Alderete…
—Maoístas.
—Maoístas –coreó el hombre mecánicamente–. ¿Y Barrios de Pie?
—Y… eso es Barrios de Pie, que no están sentados. –rio, pero solo a ella le pareció gracioso.
—Barrios de Pie, ¿quién lo dirige?
—Chuqui Menéndez.
—¿“Chu” qué?
—Chuqui. Chuqui, como el muñeco maldito.
—¿Y ese quién es?
—Un tipo, un político. ¿Para vos todo es “eso”, “coso” “ese coso”?
—¿Comunista?
—No. Comunistas son los otros, los maoístas, del PCR.
—¿PCR?
—Si, PCR –Enriqueta respondía ya con fastidio.
—¿Qué quiere decir PCR?
—¿Sos o te hacés? Después no querés que te diga Moria.
—No me sigas jodiendo con lo de Moria. Te hice una pregunta.
—Partido Comunista Revolucionario.
—¿No era que el comunismo se había muerto?
Enriqueta soltó una carcajada que voló por los aires.
—Partido, Comunista, Revolucionario. –Ziploc repitió las tres palabras con parsimonia y luego movió su cabeza en señal de desaprobación.
—Esto es muy peligroso. Es el único país del mundo que le da de comer a un ejército enemigo. Yo no alimentaría un ejército enemigo y menos si está lleno de maoístas. Los maoístas son peligrosos. Yo lo aniquilaría.
Enriqueta lo miró exaltada.
—¡Por fin, Moria, te oigo decir algo inteligente!
—Te dije que no me vuelvas a llamar Moria.
La advertencia de Ziploc sonó como de hierro. Pero Enriqueta sonrió despreocupada. Consideraba que la distancia entre la ira de su compañero y sus posibilidades de venganza estaban limitadas por el estricto orden interno.
—¿Y vos no sabés nada de todo esto que me tenés que preguntar a mí por cada uno de estos cosos?
—Solo quería escuchar tus respuestas. Tu voz me vuelve loco.
—¡Dale boludo! Estás en pícaro. –Lo manoteó para que no quedara en un simple asunto de palabras. Ziploc la miró indiferente, como cuando observaba un suceso trivial o a un fulano que ya estaba muerto, pero todavía no se lo habían comunicado adecuadamente.
—Vámonos. Ya tienen la foto que querían.
—No me dijiste para qué iban a querer una foto nuestra en esta marcha llena de negros.
—Reaseguro.
—¿Y eso?
Ziploc no volvió a hablar del asunto. Salió por una perpendicular a la avenida hacia donde había dejado su automóvil estacionado. Enriqueta lo siguió.
—¿No tenés que ocuparte del asunto de los pendejos? –El hombre preguntó sin dejar de mirar hacia adelante.
—¿De acá como salgo?
—Andá hasta Alberdi y ahí tenés colectivos.
—No seas choto, arrimame.
—Caminá, vieja, te va a hacer bien a la circulación y por ahí dejás de hablar boludeces.
Enriqueta iba a insultarlo.
—No vuelvas a llamarme Moria. –La voz sonó más amenazante que en oportunidades anteriores. La mujer siguió en dirección a la avenida y se alejó de Ziploc sin despedirse.

4

Los redoblantes sonaban alegres. Y más atrás los bombos acompañaban con sus sones el repiqueteo incesante de los palillos contra las tensas membranas de los tambores.
La multitud se apretujaba para comenzar la marcha. Ziploc creyó ver por un instante, justo antes de abandonar el lugar, la pirueta extraña de una bandera que se alzaba en dirección al cielo, pero no como lo haría una simple tela empujada por el viento.
Era un vuelo triunfal, y ese modo de vuelo lo hizo vacilar por un momento. Pensó si no debería filmar con su celular la escena, pero se sintió ridículo. Si Enriqueta no fuera tan jodida le pediría a ella que lo hiciera, pero sabía que se burlaría de él por su pedido. Y si volvía a llamarlo Moria iba a tener que pegarle allí, en público, ante esa multitud de la que no sabía cómo podía reaccionar, viendo a un hombrón de su tamaño golpear una mujer que apenas si le llegaba a la mitad de su pecho.
Para aumentar su desorientación, la imagen de San Cayetano parecía observarlo reprochándole su actitud. San Cayetano había sido su santo preferido. Pero luego cambió de querencia y se hizo devoto de San Expedito.
San Expedito era colorido, algo que a Ziploc le agradaba. San Cayetano era más oscuro. Sería por eso del trabajo. Su trabajo era realmente oscuro y con eso tenía bastante. Pero San Expedito sí que era colorido. Con su capa roja y esa ropa que no sabía si era puro adorno o una verdadera armadura. Era el santo de comerciantes y navegantes. Y si él no fuera quien era, hubiese sido navegante. Pero cambió los mares por la tierra y había puesto todo su empeño en servir a sus jefes con entusiasmo.
La sensación de que esa bandera flameaba de un modo diferente no se repitió. Vio, sí, un grupo que se movía en otra dimensión diferente que el gentío y que, hubiera jurado, portaba la bandera de un modo casi religioso. Le pareció oír que el grupo gritaba “aquí está la bandera esplendorosa”, pero esos gritos se mezclaban con la vocinglería de los manifestantes que clamaban por ¡techo, tierra y trabajo!, las tres “T” del papa comunista, que esos menesterosos se habían apropiado en sus coloridos carteles. “Maldito Papa, malditas letras, malditos carteles”, masculló Ziploc entre dientes. Aborrecibles letras que lo amenazaban con su voluntad en cruz y esa mujer insoportable que lo tironeaba para que salieran de allí antes de que tuvieran que ir caminando hasta la Plaza de Mayo, destino final de la manifestación.
¿Por qué no podía ser aquel flamear tan diferente al del resto de las banderas el que delatara la presencia de “La Reliquia”, la que se había fugado en las narices mismas de sus perseguidores? Si su compañera no fuera una bruja desalmada que disfrutaba comparando sus pechos masculinos con las abundantes siliconas de la Moria, podría decirle de sus sospechas. Aunque ni siquiera se trataba de sospechas. Corazonada, porque eso solo eso era, una modesta corazonada.
Si acertaba sería un héroe, un prócer en la Agencia. Pero si solo se trataba de un delirio suyo, ¿quién soportaría a esa “yegua” jodiendo y jodiendo todo el santo día con sus chistes sobre sus tetas, su culo, su cabeza de opa queriendo ver espectros en donde solo había “negros de mierda”.
Prefirió mantener la boca bien cerrada. Un secreto bien guardado solo se logra cuando solo uno lo sabe. Dos lo echan a perder al instante. Boca cerrada, cabeza vacía, y nada que comentar sobre el asunto de la gloriosa bandera flameando en dirección al cielo, “la enseña que Belgrano nos legó”.

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