NI MADRE NI ABUELA

NI MADRE NI ABUELA

Yess Torres

06/12/2016


¡Muchacha ca..nija! vociferaba su padre. Ella escapaba a toda prisa, tenía el cuerpo inundado de vida.

Le gustaba soñar despierta ¡mmm! ¿lo cocinaste todo para mi? le preguntaba al silencio imaginando una voz maternal que le contestara. Y el silencio le respondía aunque la confundía aún más. Poseía tantas dudas como carencia de afecto; pero ella era fuerte acallaba su llanto. Habían demonios acechando su alma, queriendo llevarla a las penumbras. El padre solo presente en cuerpo. Lo veía ausente y deseaba saber en qué rincón de sus pensamientos se escondía.

La madre se fue argumentando que esa vida no era para ella, después de siete hijos sintió la urgencia de dejarlo todo. Levantó sus enaguas, frunció el rostro al ver la escalera de infantes que la enjuncarían al llevar, no lo dudó y se largó sola. 

Esa era la historia que ella conocía acerca de su progenitora. Nadie tenía que contársela, ella la había vivido, aunque era pequeña en ése tiempo; la figura de esa mujer estaba impresa en sus recuerdos.

De cualquier ángulo era precaria su vida.  Sus hermanos mayores de uno en uno partieron; buscando ser una boca menos, deseando desatarse la miseria, el hambre; el frío que rajaba sus pieles y cimbraba hasta los huesos. 

Pero ella era niña todavía,  cuando los mayores se fueron quedó sola con su hermana, a la que le llevaba un año de edad.

Su procreador era severo; había estado en el ejército. Lo culpaba en su interior por no conseguirle un sustituto de madre, bien sabía de sus amoríos; pero eso no le importaba, solo deseaba con toda su alma que le arrimara una mujer que le diera calor para mantenerse viva, a quién poderle preguntar por qué sangraba su cuerpo, alguien que le enseñara a remendar su ropa, que la cobijara de noche; que le asustara los fantasmas que salían debajo de la cama, que encendiera la vela de su interior.

Cuando dejó de tener cara de niña, ella también buscó su camino. No duró mucho para cuando regresó al lado de su padre, llevando en sus brazos un bulto que le daba el orgullo de familia, pero siendo tan joven desconocía las penurias que representaba criar ese ser. Y le buscó un padre, uno que si dispusiera quererla, lo anhelaba; necesitaba sentirse amada, nadie se lo había demostrado. Y ese otro hombre tampoco deseó quedarse, y un retoño para sus inviernos le dejó. 

El sentimiento de amor hacia sus pequeños era fresco, como las mañanas de primavera, su vientre le había dado la oportunidad de dar amor, pero ella ansiaba quien se lo entregara a ella. Siguió en búsqueda, encontró a alguien, le habló bonito, y la dejó encinta nuevamente.

Pero ella no tenía el corazón de piedra como su madre, se aferraba a sus hijos y los oprimía contra su cuerpo para que percibieran la tibieza que ella nunca había conocido. Buscó nuevamente destino. Era difícil identificar algo que nunca le fue enseñado. No lo decía, porque quizá ni ella lo comprendía. Su alma estaba herida, el abandono era una cicatriz era la marca que prevalecía; cometía los mismos errores a falta de consejos. 

Un tanto después, un hombre apareció, le ofreció techo, y también un crío. Pasaron algunos años juntos, sin haber compromiso de por medio él ya lo tenía, firmado con otra mujer con la que además también tenía descendencia. Sintió lo mas parecido al amor, le pareció efímero, ingrato; doloroso, más que el desamparo.

Tomó la decisión, subió al tren los pocos triques que tenía, cogió a sus hijos y los trepó en su mismo viaje. Regresó nuevamente a la modestia con su padre, ése hombre que veía y callaba…

Sus hijos ya no eran tan pequeños, empezaron a trabajar jóvenes.

La vida trasmutaba su cuerpo, plateados cabellos comenzaron a mostrarse sobre su cabeza, líneas finas se dibujaron en su rostro, y aún no llenaba ese vacío que la torturaba.

La fortaleza la traía de bienandanza. No era de las que se rendía y pretendió la mejor vida posible para sus hijos. Pagó el precio por cada alimento que llevó a sus bocas, ya estaba acostumbrada a toda carestía, a cualesquier sacrificio; hacerlo por sus retoños lo valía.

Su padre con sus nietos fue distinto, regaló amor a ellos, fungió como cobijo. Se abstuvo a observar como la vida le daba enseñanza a su hija; arrepentido de no saber hablar y ser su consejero. Pero el nunca la dejó.

Con tantas privaciones crecí yo también. Muchas veces le reproché silenciosamente el negarme la oportunidad de tener un padre que me cuidara, que me diera protección. Hasta ser adulta comprendí su ignorancia resultado del desamparo. Jamás me enseñó a odiar; ni siquiera a su propia madre, esa mujer que quiso que la llamara abuela «yo solo tengo un abuelo» siempre le dije. 

Cuando la conocí entendí la razón por la cual había abandonado a mi madre y a mis tíos, su corazón era de hielo y lo reflejaba en cada acto, con cada mirada. Nuca supe sus motivos, aunque se lo adjudique al hecho de crecer con el vestigio de la Revolución. 

Aprendí de mi madre la fortaleza. Se, que hay  un abismo tan profundo del que intenta salir, en el que a veces distingue oscuridad cuando lo que hay es luz… 

La admiro, me dio la mejor vida que pudo, me dio su sangre, tan perseverante.

En ocasiones despierto con una sensación de tristeza, quizá sea que estando en su vientre se plasmaron en mi cada una de sus lágrimas, sus sollozos, su desasosiego. 

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