Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 4 «Babas de diablo»

IV

Babas de diablo

1

¿Dos disparos? ¿Dijo dos disparos por la espalda? La muerte en una parábola siniestra, devastando el tejido lentamente, inercia de la sangre rotando y rotando magnífica sobre un eje mortal que cortaba en rojo todo a su paso. Faltaba el aire, los fluidos inundaban con dolor el diminuto tórax. Ámbar caía, rodaba y un péndulo loco se bamboleaba esperando apacible la inminente desgracia. Advirtió la muerte viajando en el pequeño trozo de plomo que había adquirido el aspecto de un champiñón malvado. La punta tocaba la piel y la cortaba, tocaba el músculo y lo cortaba, tocaba el pulmón y lo cortaba, y una magia del péndulo indulgente, en su movimiento de un lado al otro, desvió la bola caliente por encima de un seno que temblaba entumecido y amoratado. Un milagro, un verdadero milagro.
Guadalupe lloraba. Lloraba. La voz en el teléfono le dijo sin metáforas que Ámbar estaba más muerta que viva luego de recibir dos disparos desde atrás. “Por la espalda”, le dijo, “por la espalda”. Guadalupe no sabía quién le hablaba y no pudo preguntar quién era.
Le dijo en qué hospital estaba la muchacha medio muerta. Le dijo la dirección del hospital en dónde estaba la muchacha medio muerta. Le dijo en qué cama estaba la muchacha medio muerta. “Terapia intensiva porque está medio muerta”. Luego esperó unos largos segundos para volver a hablar.
—¿Tomó nota? –Preguntó la voz, indiferente–. Venga pronto que la muerte no espera –dijo con cinismo calculado.
“Hija de yuta”, se dijo para sí Guadalupe, pero se mordió la lengua para no gritárselo a la mujer que le hablaba por el celular. “Hija de yuta”, se repitió, mientras sus lágrimas brotaban a montones. “Maldita yegua hija de yuta”.
—No es necesario que anote, no olvidaré esos datos. –Respondió sin ceder a la provocación. Del otro lado cortaron la comunicación. Ziploc reía con una agente que hacía morisquetas estúpidas. Si “Foreign” no hubiera malogrado el asesinato, no tendrían que dedicarse a esa chicana perversa, pero, después de todo, la diversión nunca venía mal.
—Me gusta joder a estas minas de mierda. –Dijo la agente mientras rascaba su cabeza con fuerza.
Ziploc la miró confundido. “Piojos o histeria”, se preguntó. Los piojos no lo inquietaban, era tan calvo como el lomo de una piedra lisa. La histeria lo mal disponía. No había forma de que no se enfureciera cuando presenciaba un desborde histérico. Si se trataba de una mujer le gritaba. Si, en cambio, de un hombre, lo golpeaba hasta desmayarlo.
—Las lesbianas son todas unas tipas jodidas. ¡Andá saber qué mierda tienen en la cabeza!
—¿En la cabeza? –La mujer se rio abriendo su bocaza para mostrar los dientes y una mucosa rara de su lengua mientras señalaba su entrepierna.
Guadalupe no necesitaba anotaciones para ir por Ámbar.
Tuvo que reclinarse contra una pared por un momento, para no rendirse. Lloraba. Nadie la consoló, nadie repara en ninguna lágrima. Menos en las de una mujer. Tomó aire porque se sentía sofocada. Miró el celular vaya a saber buscando qué cosa en su pantalla.
Recordó a sus madres. Una a una. Caricia a caricia. Momento a momento. Ni qué decir del roce de las manos puras contra la piel tensada por la mala noticia. Si se pudiera describir la sensación no se la explicaría por un mero accidente. Guadalupe se acogió a ese consuelo salido de un lugar ajeno a lo que conoció hasta entonces.
Llegó el rumor desesperado de Encarnación la loca (1), socavando el revoque con el ralo taco de su pequeño zapatito roto. Una campanella sonaba entre los bodoquitos de revoque que caían finitos como una lluvia de amargura desde lo alto de la pared donde llegaba la mano y el zapato, al piso manchado de tanta lágrima.
A María Piadosa la breve (2) y su consolador barullo familiar, de fotos de parientes sin cabeza, regimiento de primos que tenían todos los mismos nombres y los mismos rostros, bailando una música que los musiqueros borrachos sonaban y sonaban ininterrumpidamente con la sonoridad del vino salido de unas botellas grandes como la sed de los hombres aquellos. Las dos volvían de sus propias muertes para consolarla. Y tras ellas las tres babas de diablo, las babas de diablo negras, las babas de diablo rojas, las babas de diablo blancas.
Se sintió dentro del alhajero escondido en el pobre cobertizo de la casa materna, aprisionada en su interior y rodeada de esos trazos cuneiformes que estampó años atrás, cuando era tan niña que crecía apurada, hermosa como ninguna, en los pequeños cartoncitos que amarilló el tiempo, dentro del sobre de seda azul que Amanda cosió para esconder los misterios3. Redescubrió esa misma densidad extrema que la agobió potente por entonces, el mismo magma vaporoso que de manera inarmónica estallaba en estremecedoras melancolías. Volvió esa escoria que supuró hacía tanto tiempo y se abrió paso por los nervios de sus propias emociones, dejando nuevas llaguitas que, tras la quemazón, se enlutaban como trágica y pequeñas rosas negras de la muerte.
Percibía las hilachas nerviosas de los tejidos desflorados de cuando era apenas una niña que fuera diáfana y curiosa; en el escaso alhajero se acomodó con aquellos hallazgos funestos de tejidos sangrados, que perdían la sutileza de unos tules traídos al nacer, tules que fueran suaves, pero que se llenaron de martirios y suplicios. Y ahí sintió a Ámbar con sus propios suplicios, con sus propias muertes atravesándole la espalda desde la bocaza del arma hasta la negra boquita en el pecho escupiendo un plomo ardiente.
Alzó la vista al cielo y vio los mismos cuervos mofándose melindrosos de su nueva desgracia. “¡Lupe! ¡Lupe!”, repetían vocingleros como entonces; “¡Lupe! ¡Lupe!”, gritaban y hacían sus alones otros muchos rulos negros en las nubes, como entonces. No era otra bandada, ni un poco diferente, era la misma que a coro exhumaba unos crespones lívidos de mal augurio. Llevaban en sus garras un vestidito de novia blanco, de seda transparente, impúdico y una foto de Ámbar que destrozaban a picotazos entre risas.
La gárgola la miró desde el mismo pedestal mugriento, y sintió el toque deicida, la desdicha del ángel sucumbiendo agorero a la fúnebre voltereta que sus visajes buscaban engañar deliberadamente como si no pasara nada más que una bala a través de la espalda y a través del pecho. Y las dos madres consolándola por sus crueles sospechas de la muerte.
Pronto la marea verde pasaría a su lado y debería llevarla al mar de las convicciones. Pero esa tarde todo había cambiado rotundamente.

2

El mensaje llegó por WhatsApp. Sonó como un golpecito aleve sobre una madera distraída. “Hola mi amor”. Diez letras para tres palabras importantes. ¿Ámbar le estaba escribiendo?
Guadalupe quiso leerlo una vez y luego otra, quiso y no pudo, no pudo. Estaba como una temblorosa efigie, tan rígida y frágil al mismísimo tiempo. Le temblaban las manos, le temblaban los labios y los ojos no podían fijarse en un punto definido de la pantalla de su celular.
Los golpecitos se repitieron más cínicos que los anteriores.
Leyó, como pudo, los ojos en lágrimas cuajadas de penas: “¿Dónde estás, amor? Te espero. Te necesito.”
Llamó al celular de Ámbar. Alguien atendió, pero no dijo “hola” ni “buenas” ni “¿quién habla?”
Guadalupe oía esa respiración, oía ese silencio hecho una empavonada agujita fina que le tocaba el tímpano, penetrando en cada exhalación del aire del que estaba del otro lado de la línea y que no era (¡no podía serlo!) Ámbar.
—¿Hola? ¡Hola! ¿Quién sos hijo de yuta? ¿Por qué tenés el teléfono de Ámbar?
—Glock-glock –fue la respuesta. Guadalupe no entendió el mensaje. ¿Palabras o sonidos?
La respiración seguía sonando como guiada por un metrónomo siniestro. Toc… toc… toc… toc… Inhalación… exhalación… inhalación… exhalación, un fondo de glock-glock y una bala que se deslizaba por la corredera.
—Por qué no te vas a la mierda, ¡hijo de yuta!
—Glock-glock –fue nuevamente la respuesta. Luego la comunicación se interrumpió.
El tercer mensaje llegó por WhatsApp. Sonó ya no como un golpecito aleve sobre una madera distraída, sino como un rasguño contra un trozo de hierro oxidado.
“Sobrecito azul de seda azul. Sacá boleto de tren para tu último viaje”, aconsejaba el mensaje llegado desde una ignota región de bronces y panteones.
No lo pudo leer palabra a palabra, fue imposible. Eran crespones que corrían veloces, iban y venían entusiastas como pequeños cuzcos de dientes afilados. Fue letra a letra y unirlas fue difícil por la angustia. Ellas resbalaban por el cautiverio de la pantallita de un lado al otro y exigían que los ojos de Guadalupe las persiguieran para atraparlas y darle significado a ese ruido de fierros arañados que hacían doler la punta de los nervios como un pellizco brutal con una fina y delgada pinza de tormentos.
La referencia al sobre de seda azul resultó muy precisa. “Sobrecito azul de seda azul”. No dudó ni un instante que se trataba de alguien que conocía su pasado y eso solo podía ser posible de quienes frecuentaban al coronel y compartieron sus andanzas. Pero aquello de que “sacá boleto de tren para tu último viaje”, no lo entendería hasta mucho tiempo después, cuando asoció la amenaza a la muerte de Amanda.
Las alimañas habían vuelto. Peor aún, como alguien le dijo alguna vez, nunca se habían ido realmente. “Esos no se van nunca”, le dijo y la palmeó un hombro para darle un consuelo que no había pedido.
3

Viajar hasta el hospital fue difícil, muy difícil. La marea verde avanzaba hacia el Congreso y las calles estaban atestadas de mujeres. Ese día debía encontrarse con Ámbar para participar de la concentración. El aviso trocó las cosas.
No había colectivos, no podían transitar, y el subterráneo estaba atiborrado. Los pañuelos verdes llegaban y llegaban. La escaramuza de las voces elevaba el invicto verde por encima de las cabezas de las manifestantes. Guadalupe atravesaba el gentío como podía. La elección del día para el atentado no había sido caprichosa.
Desde una caverna del otro lado de la Plaza de los Dos Congresos, una voz de sepulturas salía a su encuentro y le recordaba lo inconveniente que resultaba violar las leyes naturales. Y por eso llegaban los castigos en gotas o a mares. En forma de curare religioso o de golpe sicario sobre una diminuta humanidad desprotegida. Los políticos preparaban su propio castigo desde la alevosía de sus poltronas senatoriales.
Ziploc miraba asqueado el espectáculo verde. A su lado, su compañera, reía y jugaba con las caminantes como si fuera parte de sus luchas.
—¡Qué boludas, estas! –dijo y codeó a Ziploc que se mantuvo impertérrito. A él no le causaba gracia y no le daban ganas de sonreír ni de compromiso.
—Esto es muy peligroso –murmuró para luego callar embroncado–. ¿Vos no tenés que seguir a la yegua esa? –Preguntó exigente. La mujer movió la cabeza afirmativamente.
—¿Por qué te dicen Ziploc, chabón?
—¿Chabón? –A Ziploc la confianza le pareció excesiva. Lo molestaba ese trato, pero lo que tal vez más lo fastidiaba era que la mujer no dejaba de tararear esa canción sobre niños. La pregunta de Ziploc la llamó a silencio, dejó de cantar y sonrió despectiva.
—Si “chabón”. ¿Qué te pasa? Si querés te llamo “señor chabón”. –Ziploc bufó resignado.
—Es una larga historia.
—Contámela, la quiero oír.
—¿Y vos quién carajo sos para decirme qué te tengo que contar?
—Enriqueta Martí, pa’ servirlo en lo que pida. –La mujer dijo su nombre con inocultable cinismo.
—¿Enriqueta? ¡Qué nombre de mierda! De bruja, sabés.
—¿Vos criticás mi nombre y te llaman como una bolsita de nailon? Si fueras látex te diría forro.
—Pero no soy forro –se justificó Ziploc.
—¿Por qué te dicen Ziploc, loco?
—Por el submarino. Antes me decían “nailon”, pero me jodían con Moria Casán. –Enriqueta lanzó una carcajada que llamó la atención de las mujeres que se movían en dirección al Congreso.
—Te jodían con la Moria porque tenés las tetas caídas como ella.
—No, por lo de nailon.
—¿Qué tiene que ver el nailon con el submarino?
—En vez de preguntar boludeces por qué no mirás que tu mina se raja por Mitre.
—¡Chau “submarino amarillo”! –Enriqueta miró hacia la calle Mitre y salió rápido en la misma dirección que había tomado Guadalupe.
—Esta va a morir con un torpedo en el culo. –Ziploc salió por Sarmiento rumbo a una casa que usaban de refugio. No había dado más que tres pasos cuando volvió a escuchar con claridad esa canción que empezaba a crisparle los nervios.

4

Enriqueta se anticipó a la llegada de Guadalupe al hospital. Sabía bien a dónde se dirigía la mujer que tenía asignada seguir. Se acomodó en el amplio hall en una silla junto a un ventanal que daba a un patio interno adornado con plantas artificiales. Desde ese lugar podía escuchar y ver perfectamente. Un lugar de privilegio para lo que iba a ocurrirle a Guadalupe. Ella llegó como llega un suspiro.
Caminó hasta lo que parecía la recepción. El hall estaba vacío y ella no podía advertir la presencia de Enriqueta, refugiada cerca de una pequeña capilla, done se oficiaba la misa dos veces al día.
La atendió un guardia de seguridad con cara de pocos amigos. Preguntó por Ámbar.
—¿Ámbar? ¿Ámbar, qué? –no le dio tiempo a Guadalupe a responder y siguió preguntando–. ¿A esta hora viene? ¿Y dice que está internada aquí? ¿Y usted quién es? ¿Y por qué no espera a mañana?
—Soy su pareja –dijo y vio la sonrisita cínica que surgía cada vez que alguien escuchaba esa respuesta de boca de Guadalupe.
—A esta hora no se permiten visitas.
—No soy una visita, me avisaron que está aquí, internada, que fue baleada.
—¿Baleada? ¿Aquí? –el guardia suponía que la mujer podía estar drogada o que, sencillamente, estaba loca.
—Venga mañana, a esta hora no hay informes. Y para quedarse en la sala con los pacientes solo pueden ser de familiares directos y de a uno. Traiga sus documentos. ¿Me entendió?
Guadalupe le rogó que consultara, que necesitaba saber si Ámbar estaba internada en ese hospital y como era su estado.
El guardia repitió su llamado. Guadalupe no podía tener ninguna certeza de a dónde él estaba llamando.
—Me dicen que no dan información a esta hora. Y si está internada acá solo se pueden quedar con los pacientes los familiares directos. Solo familiares directos. ¿Me entendió? ¿Usted es familiar directo?
Cada consulta telefónica del recepcionista arrojaba la misma respuesta negativa. Ningún argumento resultaba conmovedor. Guadalupe reclamaba el derecho de ver a Ámbar, su pareja, su amor.
El guardia trató de parecer condescendiente cediendo al reclamo de esa mujer que parecía verdaderamente desesperada. Llamó nuevamente, o solo simuló el llamado, por el teléfono interno. Insistió con voz sacerdotal: “Aquí sigue la mujer que viene por alguien que ella dice fue baleado, perdón, baleada en la calle”. Parecía escuchar con atención, luego movía la cabeza negativamente.
—No dan información a esta hora, señorita. No me comprometa. Además, ¿usted es familiar directo? Porque solo se pueden quedar con los internados los familiares directos. ¿Usted es familiar directo?
—Ya le dije que soy su pareja.
—Pero me dicen que solo familiares directos.
—Soy su pareja. Soy el familiar más directo que tiene, ella no tiene otro familiar. Estamos juntas hace mucho tiempo. –El hombre ya no sonreía, parecía algo fastidiado y fijó su mirada en la madera del mostrador, en una veta finita que se escapaba hasta el final del mostrador. Resignado y sin mirarla le dijo:
—Espere aquí. Voy a hablar personalmente para ver si la pueden atender y vuelvo. Espere ahí –le señalo un rincón– y no intente buscarla por su cuenta. Ya vuelvo.
Lo último que le quedó de aquella conversación fue esa promesa: “Ya vuelvo”. Pero el hombre no volvió. Lo dijo con tanta amabilidad que Guadalupe hasta podría haber sospechado de sus verdaderas intenciones, pero en su estado de confusión no percibió la sonrisa aleve del hombre ni su mirada perversa.
“Estoy a cargo de la investigación, deténgase ahí”, le gritó a Guadalupe un hombre que ingresó al pasillo seguido de cuatro espectros.
Enriqueta lo vio venir y estuvo tentada de echarse a reír por su aspecto de galán pasado de moda. Pero Guadalupe, que estaba de espaldas a la entrada principal del hospital, no vio llegar al cortejo. Solo sintió un ruido de botas o brutos zapatones chocando con el piso, raspando con fervor las pequeñas baldositas rojas, y al voltear para reconocer de dónde provenían esos pasos marciales y esos ásperos sonidos, distinguió que avanzaba hacia ella un hombre elegantemente vestido rodeado de un cortejo de aparecidos.
Aunque para ella era un total desconocido, los viejos conocedores de la Agencia se hubieran sorprendido con el curioso parecido de ese hombre con el Dr. Iniustitiam4, ilustre fiscal y protegido colaborador del “Pérez y Pérez”. Pero como ese jefe había sido desplazado de su cargo y enviado a dar vueltas por el mundo, podía suponerse que el famoso y elegante fiscal federal no gozaba de la confianza de los nuevos burócratas, y haya sido destinado a funciones de menor jerarquía. López Teghi tenía otras preferencias. Bien podía ser ese hombre, una de ellas. Bastaba tener presente los favores que hizo por salvar a “El Morro”5 para aproximarse a la calidad de colaboradores que encontraban el favor de López Teghi.
Así visto, el matón, era solo un refrito del joven y apuesto fiscal. Una degradación, quizás producto de las repetidas reducciones presupuestarias a las que López Teghi sometía a la Agencia para alcanzar el déficit cero.
O tal vez solo fuera una falsificación en la que se había puesto poco esmero. O una versión berreta de Dorian Grey y su siniestro óleo. Parecían, pero no eran la misma persona. Parecido no es lo mismo.
Este, el que rondaba amenazante a Guadalupe, carecía por completo del aspecto de todos los jóvenes burócratas, siempre algo melosos para simular una creíble inocencia administrativa. Parecía brutal y mal dispuesto. Todos los otros ejercían la sonrisa hipócrita con extraordinaria habilidad, se vestían de manera agradable y hedían a perfumes importados. Eran capaces de cualquier tropelía para obtener el favor del ascenso rápido y seguro. Aunque todo lo hacían con el encomio y la delicadeza de alguien que está cultivando una rosa o hamacando a un bebé para ayudarlo a alcanzar el sueño gratificante con el que los recién nacidos duermen plácidamente durante largas horas sus primeros meses de vida.
Era indudable que ese hombre que autoproclamaba estar “a cargo de la investigación”, devolvía al presente la figura del famosísimo Arancibia López Huidobro, o Podestá, como fue llamado en épocas del general-presidente.
Como aquel, lucía el aspecto de aquellos galanes de las películas pornográficas clase “c” que proyectaban de a tres en el cine Podestá, y que inspiraba a los púberes no iniciados en el asunto del sexo a manosearse entre butacas cuando asomaban los prominentes senos de la Coca, aquella belleza de los confines proletarios que encendía los deseos de hombres simples y laboriosos. Aunque era probable que tanto el pretensioso mandón como sus cuatro acompañantes, no tuvieran ni la menor idea de quién era la Coca Sarli, ni de su esbelta figura, ni de sus voluminosos senos que encendieron la pasión de no menos de tres generaciones. Por su edad, no podía conocer a esa belleza suburbana que motivaba la libido proletaria. Eran otros tiempos, los tiempos aquellos, tiempos en que ninguno de esos jóvenes estaba aún en los proyectos reproductivos de sus respectivos padres.
Verlos movía a la duda. ¿Cambia y todo cambia? ¿O todo se repite en el eterno retorno de las mismas cosas? El viejo habría dicho que nada cambia, que todo vuelve, pero degradado. Evidencias a la vista de que segundas partes nunca fueron buenas.
Todo vuelve de alguna manera. La tortura es tortura, la muerte es muerte, no hay lugar a la innovación en el arte de matar. Innovar era repetirse.
Volvía la muerte en la brutal conflagración, volvía el fuego puro de Torquemada, el ardor tremendo de las mismas hogueras, el ahogo asfixiante, las cenizas postreras y el eterno retorno a los modos salvajes de la muerte.
Vuelve, todo vuelve y nada cambia. De eso, el viejo estaba completamente seguro. Porque no había nada nuevo en el ejercicio del asesinato por encargo. Desde que el mundo es mundo, los primeros del poder mandaron a matar a los segundos y, en represalia, los segundos mandaron a matar a los terceros. Así se fueron matando unos a otros, por los siglos de los siglos. Caín y Abel en un ciclo interminable, amén.
A Enriqueta le pareció hasta bobamente atractivo el disfrazado; oscuro, ojeroso, pero atractivo. Lo midió de arriba abajo y se detuvo en la ingle donde retuvo la mirada por un breve tiempo. Luego volvió a su teoría de la semejanza anatómica entre ella y la lombriz, y toda su sensualidad se esfumó como el humito rebelde que inquietaba a Ziploc cuando miraba por la ventana de la cueva hacia la roñosa alcantarilla de la esquina.
Vestía el hombre un ambo blanco, impecable y lucía sus zapatos blancos de punta fina caminando con la impostura que lo hacen los hombres que participan de un desfile de ropa masculina. Pendulaba su cadera de un lado al otro con exagerada intencionalidad. Sus rígidos glúteos formados en interminables ejercicios de cuclillas cargando peso sobre las espaldas, mostraban esa forma redonda y atrevida que los dos matones que le cerraban el paso no podían dejar de seguir con su mirada. Había adquirido, tal vez sin proponérselo, la apariencia de un hombre amanerado.
Su rostro se hizo blanco, casi resplandeciente, y la mortecina luz de los tubos fluorescentes del pasillo principal del hospital lo hacían demasiado pulcro, arrastrando tras de sí un halo que nadie podía asociar a lo angelical, pero que se hacía cada vez más evidente a medida que avanzaba hacia Guadalupe. Era como una estela que pasaba entre medio de los dos hombres que cerraban la marcha y que no podían quitar la vista del trasero del fulano, y que se disolvía en las penumbras del amplio hall de entrada.
Llevaba el cabello peinado a la gomina, como si le hubieran untado con aceites la cabeza. Mostraba un fino y cuidado bigote que estiraba un tajito rubio nacarado bajo la nariz recta.
Sus ojos claros, pero sin ser celestes, disparaban unas centellas pequeñas algo azuladas, que distraían al observador que intentaba fijar su mirada en aquel rostro aniñado. De altura importante, denunciaba entonces una forma atlética en su contextura, que iba desde unas piernas bien formadas y articuladas a una ajustada cadera no muy grande, que a su vez se proyectaba rectilínea a través de una armoniosa columna vertebral, hasta su amplia espalda musculada. Un cuello mediano, ladeado por dos gruesas arterias latentes, y una voluminosa nuez de adán que parecía exagerada para esa masculinidad adornada con un sesgo andrógino indisimulable.
Los matones que lo rodeaban, caminaban tal lo hacen las monjas de clausura, que aprietan la ingle como si fueran a orinarse por el camino. Marchaban por encima de sus propias sombras que pugnaban por escapar a ese estropicio. Sombras un tanto espesas porque la oscuridad en esos casos adquiere una densidad diferente a la sombra del hombre común. Parecían no levantar los pies del piso, los arrastraban, y sonaba a arena puliendo los baldosines para horadarle la capita de esmalte rojo con que habían sido cocidas para impermeabilizarlas.

Eran cuatro y estaban distribuidos dos adelante y dos atrás y por ello adquirían un aspecto de custodios, pero en procesión, cuando los curas de a cuatro rodean la cruz del Cristo, para garantizar que el pobre no baje al mundo de los vivos y se las tome con ellos por todas las perversiones que han hecho en su nombre.
Ropas más negras que azules acentuaba ese aspecto litúrgico, y como el que comandaba el grupo estaba vestido de blanco, el contraste acentuaba el lúgubre aspecto de los cuatro acompañantes.
Cuando el grupo estaba a poco más de un metro de Guadalupe, se oyó la voz del hombre del ambo blanco sonar como un balido y a los cuatro que los rodeaba repetir unos soniditos agudos, muy agudos, tal el vuelo de unos moscardones metálicos.
—¿Usted es quien busca a una mujer baleada? –preguntó como quien arroja una piedra contra un espejo que se rompe en miles de pedazos. Enriqueta prestó atención al interrogatorio.
—¿Usted quién es? –Guadalupe respondió agitada.
—¿A usted qué le importa? Yo pregunto, cierre la boca. –Se aproximó a ella casi hasta rozarla–. ¡Qué mira! ¡Qué mira! Deje de mirar, baje la vista, mire el piso. –Guadalupe obedeció como un acto reflejo.
—¡Quiero ver sus documentos! –ella rebuscó en su bolso de mano hasta que los encontró. Dejó su DNI en la mano del matón y trató de mantenerse serena, aunque no lo lograba.
—¿Qué relación tiene con la supuesta víctima?
—Soy su pareja. ¿Por qué lo pregunta? –El hombre repitió la misma estúpida sonrisa que la del agente de seguridad.
—Yo hago las preguntas, usted limítese a responder lo que se pregunta. ¿Qué relación tiene con la víctima?
—Soy su pareja, ya se lo dije, su único familiar directo.
—¡Su pareja! ¿Oyeron? –preguntó mirando en dirección a los rufianes que lo acompañaban–. ¡Pareja! ¡Así está el mundo! ¡Matrimonio igualitario! Cosa de degenerados. –Se persignó el hombre, después los cuatro matones lo imitaron.
Volvió la vista a Guadalupe.
—¡Qué mira! ¡Qué mira! Mire al piso. Usted no es nadie, usted no es nada.
—Soy su pareja.
—Usted no es nada. Y como estamos ante un posible caso de homicidio entre pervertidas, la voy a detener para interrogarla.
—¿Pervertidas? Ámbar, se llama Ámbar. –Guadalupe balbuceó como si no hubiera escuchado que el hombre le estaba diciendo que iba a detenerla. Repitió mecánicamente:
—Ámbar, se llama Ámbar.
—No me diga lo que no me interesa.
—Soy su pareja, quiero ver a Ámbar, saber cómo está.
—Usted no es nadie, usted no es nada, no insista.
—Pero soy su pareja, su… –El hombre la interrumpió insolente.
—¡Eso ya me lo dijo varias veces! ¡Deje de repetir esa mierda! ¿Sabe cuántos crímenes comenten pervertidos como usted?
—¿Qué? ¿Qué está insinuando?
—¿Insinuando? –preguntó a nadie mirando a ningún lado– ¿Insinuando?
El hombre giró entonces para encontrarse con la complicidad de sus acompañantes, luego repitió sarcástico y haciendo una graciosa mueca con la boca.
—¿Insinuando? ¿La pobre tipa cree que yo le estoy insinuando algo? La estoy acusando, ¡la estoy acusando! ¡Degenerada! ¡Asesina! –gritó como un verdadero energúmeno. Desviada sexual –dijo como un verdugo–. Desviada –aspiró lentamente el viciado aire del hospital– sexual.
Guadalupe estuvo a un tris de estallar de ira y tomarlo a golpes de puño.
—Se lo repito por si no comprendió mis palabras. ¿Sabe cuántos crímenes comenten pervertidos como usted?
Guadalupe no volvió a escuchar palabras, sino gritos. Eran los mismos cuervos melindrosos mofándose de su nueva desgracia. “¡Lupe! ¡Lupe!”, repetían los cuatro disfrazados de priores listos para llevar a la hoguera a la maldita lesbiana. ¡Degenerada! ¡Degenerada! Gritaban uno a la vez y el benemérito jefe de grupo aprobaba con sus gestos los agravios. ¡Degenerada! ¡Y asesina!
Torquemada podría zanjar el asunto con una bella y portentosa tea lista para encender la hoguera de la expiación.
“¡Lupe! ¡Lupe!”, gritaban los cuervos-rufianes y hacían sus alones otros nuevos y muchos rulos negros entre las mortecinas luces del hall del hospital. Era la misma bandada de siempre, las desgracias circunvalando por encima de su cabeza. Ni un poco diferente, el mismo coro que exhumaba unos crespones lívidos de mal augurio. Llevaban en sus garras ese blanco e impúdico vestidito de novia de seda transparente, y una foto de Ámbar que destrozaban a picotazos entre risas.
El viejo sicario le hubiera dicho con su cansada voz de asesino:
—¿Viste Guadalupe? Nada cambia. Es el eterno retorno de las mismas desgracias, los asesinos siempre se parecen los unos a los otros, como los cuervos, como las gárgolas.
Enriqueta vio como se la llevaban. Volvería con la noticia fresca a la cueva donde estaba “Moria” con sus tejidos vencidos por la irresistible ley de gravedad. Toda su curiosidad se concentraba en un asunto, ¿por qué le dirían Ziploc? No podía unir la marca de esas bolsas con ningún suceso cotidiano. Ziploc le hubiera dicho:
—No es tan difícil, pedazo de boluda. –Pero eso solo era una especulación.

5

La cargaron en un auto particular. Al que viajaba ella, lo seguía otro de cerca.
No era un patrullero, de eso estaba segura. Sus vidrios interiores estaban oscurecidos completamente. No se podía ver de afuera hacia adentro y a Guadalupe la obligaron a doblarse hasta apoyar su frente con sus piernas. Luego le taparon la cabeza con un trapo o una bolsa, no podía darse cuenta.
Un breve recorrido y el automóvil entró a una especie de cochera, amplia, húmeda y oscura. Descendió como pudo, porque los hombres le bajaban la cabeza con brutalidad para que no pudiera ver dónde es que la estaban encerrando. Luego la arrastraron hasta un calabozo sucio y maloliente.
El jefe de grupo fue a comer, tenía hambre. Se despidió con un gesto despectivo. Trabajo cumplido. Lo que seguía ya no era de su incumbencia.
Los cuatro cuervos-guardianes lo hubieran acompañado, pero el hombre no se los permitió. No confundir la relación. Uno arriba, los otros debajo. Simple como todas las cosas simples de la escala social. Los que mandan, los que obedecen y los que están secuestrados. No era tan difícil de comprender la diferencia en la jerarquía ni quién tenía la verdadera autoridad, incluso para los cuervos-rufianes que intentaron revolotear una vez más, pero no pudieron. La cueva era demasiado baja y demasiado estrecha.
Enriqueta regresó a su base cantando “que se vengan los niños”. A Ziploc ese cantito lo malhumoraba verdaderamente. Tomó el sobre que estaba en el escritorio y escuchó a la mujer que informó sobre el secuestro de Guadalupe.
Ziploc extrajo unas fotos del sobre. Eran de Guadalupe, tomadas en distintos momentos y en diferentes lugares. Las miró con siniestra emoción.
—¿Qué edad tiene la yegua esta?
Enriqueta le aproximó una hoja mecanografiada donde estaban resumidos todos los datos de Guadalupe.
—Ni mierda parece de esa edad.
—Se ve que las lesbianas se mantienen más jóvenes.
—Cómo te gusta hablar boludeces a vos. –Ziploc se exasperaba cada vez más cuando su compañera hacía algún comentario, aunque fuera intrascendente.
—Moria, no seas rencoroso, aprendé a convivir con tus partes siliconadas.
Ziploc ignoró el comentario, aunque debería haberle roto la boca de una trompada.
—¿A quién encerraron en el pozo con la mina?
—Los que ordenó el jefe.
—¿El jefe? ¿Él se ocupa de esta mierda? –Preguntó Ziploc sin disimular su fastidio.
—Sí, el jefe. “Hija de”, merece que el jefe se ocupe. Si fuera hija de nadie te ocuparías vos que no sos nadie.
—Hija de…
—¡Basta de insultos! Además, él manda, vos obedecés. Él decide, vos ejecutás. Él es la materia gris y vos el hombre gris. Simple, ¿o precisás que te lo explique de nuevo? –Ziploc prefirió hacer que no escuchó nada.
—¿Metieran a la trola y a la vieja?
—Ajá.
—¿Ajá qué? ¿Están o no? –Ziploc estaba a punto de estallar.
—Están Moria, están. No te pongás pesado. El jefe ya dio todas las órdenes que hacían falta, no necesito que vos me las repitas. El jefe acepta tus sugerencias, pero no quiere tu amistad.
—Por lo que a mí me interesa ser su amigo.
—Nunca vas a ir a comer con él, o a mear con él, o a cagar con él. Él es jefe, vos sos subordinado, él es de carne, hueso, nervio, vos sos de hule puro. Hule, sintético, plástico, goma, silicona. Lo de sintético fue una joda. –Y señaló sus senos descaradamente.
En ese instante Ziploc se convenció de que la relación terminaría mal y que más tarde o más temprano debería matar “a la yegua esa con ese nombre de mierda. ¿Enriqueta dijo?”. Ella le hubiera respondido “Sí, Enriqueta Martí, pa’ lo que haga falta”.

6

A Guadalupe solo le preocupaba Ámbar. Claro que le parecía absurdo y mefistofélico estar sospechada del intento de asesinato contra su amor. Ella que la cuidaba desde que se encontraron en la ribera de cada una de sus vidas, cerca del río.
El olor a orín y a mierda en el sucucho trepaba por las roñosas paredes hasta tocar el borde del techo y desprenderse de allí en una acrobacia hasta las tres mujeres. La macilenta luz de la lamparita acompañaba la pirueta del descenso de la mugre, y caía arrastrada por la gravedad para tocar el piso y resbalar, a pesar de la rasposa cualidad del cemento portland hasta los pies de las tres.
La más vieja rascaba su cabeza como si fuera sarnosa y pisaba la mugre tal si fueran negras uvas crecidas entre los intersticios de unas cloacas antiguas. La otra estaba indiferente al roce de la luz y las marañas de mugre que retiraba de su piel con un monótono movimiento de una mano. Guadalupe, en cambio, estaba indiferente, en otra sustancia del tiempo y del espacio, apelando a cada una de sus propias muertes, a cada una de sus resurrecciones, para refugiarse en el recuerdo de Ámbar.
No sabía mucho del ataque que sufrió Ámbar. Solo ese cínico llamado telefónico y la voz diciendo oronda “terapia intensiva porque está medio muerta”. Herida sí, herida grave, la bala por la espalda desde un arma clandestina y luego ese tipo disfrazado de ángel perverso y los cuatro cuervos enfundados en sus trajes de muerte, los golpes, los insultos y el encierro. Alí estaba, solita mi alma, lidiando con todo aquello y las dos mujeres, esas que no dejaban de mirarla como si fuera un tótem, un error de un espejo, un accidente del tiempo y el espacio.
Cerró los ojos, se acapulló para no disolverse en todo aquello y trató de pensar qué hacer. Su angustia era Ámbar y lo que decidiera solo debía servir para llegar a ella.
La mujer vieja se arrimó a la reja y gritó por el guardia.
—¡Chabón! ¡Chabón! –Guadalupe se mantuvo abstraída de los chillidos de la mujerona.
—¿Qué querés, vieja? Estoy ocupado. –El rufián gritó desde una distancia indefinida. La voz sonaba como llegando de un túnel.
—Tengo que ir al baño.
—Meá en la lata, después la vaciamos.
—Me estoy cagando.
—¿Ahora tenés que cagar? Aguantá, querés, si no usá la lata, vieja, después la vaciamos.
—Viejas son tus pelotas –maldijo la mujer en voz baja– vago de mierda. No sirven ni para dejarla cagar a una.
Caminó hasta una lata no muy grande donde orinó hasta casi llenarla y salpicando el piso de cemento que chupa el orín con entusiasmo. Mientras meaba, miraba a Guadalupe dentro de su capullo. Ella estaba con los ojos cerrados, los labios apretados y las manos unidas. Tenía algo de muñeca de cera, y, como había ocurrido desde su infancia, era casi imposible deducir su edad. Parecía joven, muy joven y el halo que la rodeaba era potente, de alguien que había atravesado el espacio y el tiempo en sus cruciales dimensiones y desde allí retornado a una condición mucho más humana.
—¿Y a vos por qué te chuparon? –preguntó la vieja.
—Yo estaba… –la más joven trató de explicar, pero la otra la interrumpió violentamente.
—A vos no te pregunté, zorra. ¿Qué me vas a contar? ¿Qué te trajeron porque estaba vendiendo escarpines? ¿Me tomaste por boluda? A vos no te chuparon, vos se la chupás a todo el mundo.
La mujer no volvió a hablar y siguió con su mecánico movimiento removiendo las mugrecitas que caían del techo.
—A vos, che, mujer silenciosa. –Guadalupe abrió los ojos y miró a la vieja directo a los suyos. Pensó en no responder, si había algo de lo que no tenía ganas era de hablar ni con la vieja ni con nadie.
Estaba acostumbrada a las humillaciones a las que la policía solía someterla cuando la detenían en alguna marcha o en algún acto por los derechos de las mujeres.
—Balearon a mi pareja y piensan que pude haberlo hecho yo.
—¿Asesina?
—¡No! Yo no hice nada.
—Acá nadie hizo nada.
—Yo no hice nada –la joven muchacha intervino solo por decir algo.
—¿Y a vos quién te preguntó algo? –la chica volvió a acicalarse.
—¿Tipo jodido que lo baleaste?
—No es un hombre, es una mujer.
—¡Mamadera! ¡Lesbiana! –exclamó la vieja.
La joven dejó de mover su mano, miró a Guadalupe y sonrió satisfecha.
—¡Que linda! –exclamó y mantuvo su sonrisa colgada de los labios durante un buen rato–. Las mujeres sabemos amar de manera verdadera. Los hombres solo quieren coger.
—Pelea de lesbianas, de las peores. –La vieja concluyó sin preocupación.
—Nada que ver –Guadalupe respondió, pero sin parecer molesta.
—¿Entonces? ¿Te engañaba y la boletó la otra? ¿La quisieron robar y salió para la mierda?
—No lo sé, cuando fui al hospital apenas llegué, me agarraron y me trajeron acá.
—¡Uh! ‘Tas jodida, hermana. Estos son como los bagres, comen mierda del fondo, la que está pegada hace años y están felices. Vas a precisar mucho más que un buen abogado. Primero rezá para que te zafen de este agujero.
—Quise llamar a unas amigas, pero me sacaron el celular apenas me metieron dentro del coche.
—¡Hijos de puta! –la más joven se exaltó por el comentario–. A mí me hacen lo mismo cada vez que me agarran “vendiendo escarpines”. Con sus dedos dibujó en el aire el encomillado. Ya me cagaron como diez celulares, estos chorros hijos de puta.
—¿La mandaste a hacer cagar vos? –La vieja le preguntó a Guadalupe con verdadera malicia.
—¡Por favor!
—Matar es humano, che. Desde que Caían mató a Abel, todos matan a alguien alguna vez. Yo maté una vez.
—¿Qué? –exclamó la joven.
—¡Callate “escarpines”! Hace poco ruido porque si hacés quilombo van a venir todos esos pendejos y te van a coger entre todos.
—¡Hijos de puta!
—Si, y bien hijos de puta, así que mejor cerrá la boca.
—Lo único que me falta es tragarme un polvo de esos hijos de puta.
—Lo mejor que podés hacer es cerrar el pico para no tragar nada. –Miró a Guadalupe entre las hebras grises del humo de otro cigarrillo– ¿En qué estábamos cuando “escarpines” abrió la boca al pedo?
—En tu muerto.
—¡Ah! Sí. Mi muerto. –Guardó silencio y cambió de tema–. ¿Tu familia te va a buscar?
—No tengo familia.
—¿Y la otra, la baleada?
—Tampoco.
—Che, que quilombo. Estás jodida, perdón, ¡están jodidas las dos!
—Pero en algún momento me van a tener que largar o dejarme hablar.
—De ilusiones también se vive. No tenés idea en qué agujero caíste, nena.
—¡Ay! ¿Por qué la querés asustar? –La vieja miró a la muchacha y con su dedo índice cruzando los labios la llamó a silencio.
—De aquí… –señaló el lugar–, de aquí… hay que salir primero.
—¿Por qué no voy a salir? –preguntó escéptica Guadalupe.
—Tené en cuenta que no existís, nena. Ni sabés dónde estás. ¿No te das cuenta de que te chuparon?
—¿Me chuparon? –Preguntó extrañada.
La vieja soltó una risotada.
—¿Sabés qué fácil es matar una mina y tirarla en una zanja?
—Pasa todos los días.
—¿Matan mujeres y las tiran en una zanja? –La joven preguntó horrorizada.
—Sí, boluda, ¿por qué no escuchás y cerrás la boca, “escarpines”?
—Bueno… hice una pregunta, nada más. No hice nada malo.
—De lo que vos laburás para lo único que tenés que abrir la boca es para ponerte una pija. Acá, hacé al revés que en tu laburo, cerrá la boca bien cerrada y apretá el culo bien apretado. –La joven aceptó resignada, suspiró desconsolada y trató de no volver a hablar. La vieja volvió la vista a Guadalupe y retomó su discurso.
—¿Sabés las minas que vi desaparecer y por las que nadie nunca preguntó un carajo?
—¿Y entonces? –Guadalupe preguntó, aunque imaginaba la respuesta.
—Yo qué sé, soy solo una vieja habladora. Mejor me callo, mejor me callo…
La joven prostituta, apenas escuchó a la vieja decir “mejor me callo”, brincó enfurecida y comenzó a gritarle con toda la voz:
—¡Ah, qué hija de puta! ¡Ahora te hacés la viejita chota! ¡Decile! ¡Decí lo que ibas a decir! –La vieja sacó otro cigarrillo y lo encendió con la brasita que quedaba del que tenía entre los dedos. Guadalupe esperó sin abandonar su aparente calma. La joven prostituta se quedó viendo a la vieja que repetía “callate, pendeja, callate”.
Pitó varias veces el cigarrillo y luego dijo como rezando:
—Pedí hablar con el tipo que te trajo. Hablale tranqui, decile quién sos, que bueno, que por ahí se te escapó un tirito, que no te acordás bien. Hacete cargo de algo, no sé, celos, odio, locura, algo así. Como hice yo, cuando maté al fulano ese que me rompía el alma cada vez que se le cantaban las pelotas. Trastorno explosivo intermitente, se llama. Locura de a ratos. Yo te canto el diagnóstico, si después precisás más datos te doy la dirección del curalocos que por unos mangos te arregla un certificado polenta. Tomalo como un consejo. Si le tirás unos manguitos al tipo que tiene la llave de esta puerta por ahí te suelta. Vos con el chabón, nada, porque te gustan las minas. Si no, abrirse de gambas siempre ayuda. Vos estás buena y no sos una mercadería habitual en este hoyo.
Guadalupe volvió la cara asqueada.
—El argumento, te lo explico, es sencillo: no sos responsable de tus actos. Locura temporal. O Trastorno explosivo intermitente, como te dije. Y chau pichu. Firmás unos papelitos en blanco, una garantía de que vas a dar una manito si te la piden, y las cosas empiezan a arreglarse. Por ahí te comés un par de añitos y salís nueva. Te mandan a Ezeiza y a vos que te gustan las minas, esos dos añitos los vas a pasar como en el harén, joya, nunca taxi. –La prostituta se puso de pie como impulsada por una fuerza extraordinaria. Estaba desencajada luego de oír a la vieja.
—¿Y yo soy la tarada? ¿Y yo soy la tarada? Yo seré puta, pero no como vidrio y no se lo doy a comer a nadie. ¿Vos te escuchaste lo que le dijiste a la pobre chica? ¡Pobrecita! ¡La querés hacer mierda! –Gritó y se levantó para caminar apenas tres breves pasos y llegar a donde Guadalupe para abrazarla.
—¡Te quiere hacer mierda! ¡Te quiere hacer mierda! –la rodeó con sus brazos y la apretó contra sí. Su boca quedó pegada al oído de Guadalupe. En voz baja, casi imperceptible, le dijo claramente:
—Esta vieja hija de puta es cana, ¡ojo! –Y volvió a gritar “¡pobre! ¡Pobre! ¡Si ella es inocente!»
Guadalupe la palmeó en la espalda y suavemente la separó de su cuerpo.
Del pasillo que llevaba al sucucho se oyó una voz masculina,
—¿Qué pasa en ese gallinero, putas de mierda? ¿Por qué no se callan de una vez? ¡Quiero dormir! ¡Quiero dormir! O me dejan dormir o voy al hoyo ese y les meto el garrote por el culo a las tres.
—Por qué no te vas a dormir a la concha de tu madre, ¡forro! –la muchacha gritó fuera de sí. Guadalupe se acomodó contra la húmeda pared, cuidando su espalda y con las piernas recogidas protegiendo su pecho.
—¿Qué dijiste, imbécil de mierda? Cerrá la boca, puta de cuarta. Te saco a patadas en el culo y te meto en el otro hoyo durante una semana, así te comen las ratas, ¿entendiste?
Pero la prostituta estaba decidida a seguir la pelea. El matón gritaba y ella lo hacía más fuerte. El tipo la insultaba y ella lo puteaba con encomio.
Al final se desencadenó el escándalo.
La mujer se colgó de la reja y comenzó a gritar cuanto insulto venía a su boca. La vieja se corrió hasta quedar recluida en un rincón cerca de la lata del meo, y Guadalupe conservó su postura serena, recogió todo lo que pudo las piernas y quedó expectante acurrucada contra sí misma.
—Cortala, trola, cortala porque te meto en la parrilla con la pija en la boca.
Pero la muchacha volvió a la carga, gritó cada vez con más fuerza.
—¡Hijo de puta! ¡Puto! ¡Sos un puto! ¡Tu mujer está cogiendo con un perro porque a vos ni se te para!
—¡Basta puta! ¡Cortala o te meto la picana en la concha! –Chilló la sombra que se acercaba por el pasillo.
—¡Metete la picana en culo, hijo de puta! ¡Cornudo! ¡Cornudo! ¡Yo salgo a putanear en la calle con tu mujer porque quiere una pija de verdad! ¡Maní quemado! ¡Maricón!
Tres mastines se detuvieron ante la reja. La luz se apagó. No había ninguna luz por ningún lado. Los mastines lucían los ojos rojos. Sus respiraciones eran calientes y hasta se podía oír latir los tres corazones como el golpe de tres puños. Uno abrió la puerta como en ceremonia. La cerradura chirrió desesperada. La mujer calló en ese mismo instante. Entró uno, el otro y el otro.
Hubo tres ruidos sordos y tres gemidos apagados. Los mastines en sombras se retiraron llevando un bulto entre sus dientes. Cerraron la reja con la misma ceremonia con que la habían abierto. La cerradura entonces gimió como un pequeño animal herido. La luz volvió y el olor a orín y mierda se hizo mucho más intenso. Las mujeres se miraron lánguidamente y se llamaron a silencio por todo lo que quedó de la noche. Guadalupe escondió la cara entre sus piernas y hubiera querido llorar, pero eligió el silencio. Llorar hubiera sido un acto de total imprudencia.


[1] Dr. Carlos Iniustitiam, fiscal federal que tuvo a su cargo la investigación de la muerte del Coronel Arancibia López Huidobro, alias Podestá. Ver “La venganza de los Pérez”.

[2] Jefe de forenses de la Agencia. Ver “La venganza de los Pérez”

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