-Ya sabes dónde encontrarme. – Me dice siempre el surfista.

Como si fuese un mantra, me dejo llevar por sus palabras. Sin pensarlo demasiado, me fui envolviendo en su juego.

Liviano por la vida, expresa sus ideas con frescura. Se arropa con veranos eternos; cabellos despeinados, la barba color sol, los brazos pintados a lo maorí, y una mirada cansada por tanta sal y humo.

Una tarde, lo busqué en la playa de Peñarrubia, más temprano de lo habitual. Él seguía abrazado por las olas. Lo esperé, sentada en la orilla, acompañada de un pack de seis latas de cervezas y junto a The Smiths sonando en mi altavoz. Admiraba la soltura de sus movimientos, como hace ver todo tan sencillo y armonioso.

Cuando terminó de surfear; nos sumergimos en nuestras charlas filosóficas, esas que gozamos tener mientras el sol se va despidiendo.

Entre tanta verbosidad, soltó una frase que quedó retumbando en mi cabeza.

– Lo que más amo en esta vida es el mar y no me pertenece. Eso es el amor. – Reflexionaba el surfista mientras abría su tercera cerveza. Ahí mismo pensé, este hombre lo ha entendido todo.

Tiempo atrás, había visto una gráfica circulando en las redes sociales, cuyo texto enunciaba: «Hasta que llegue el indicado, disfruta del equivocado». Sin embargo, el surfista no podría ser nunca un error. Su cuerpo es el lugar que más me complace explorar, en su risa elijo perderme, y en su mente volar. Es el acierto a la hora de sentirse viva. Es ser sin poseer.

Voy y vuelvo a él sin avisar, como la marea. Despreocupada y con desfachatez. Siempre sé dónde encontrarlo.

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