Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 3 «Desde el río»

III

Desde el río

Río que te vio allá, hace tiempo, en tu pobre uniforme, con tus pobres botas. En sus aguas navegás, breve onda y suave espuma, como una ofrenda tan cercana, casi al alcance de una mano humana. Tanto de luz, tanto de tiempo, tanto de espacio, vas ola a ola sensible y luminosa, otorgando el rumor de la esperanza que se esparce como un calmo viento, el mismo que trae tu nombre en el que se nombran todas las cosas verdaderas.
Hay sol entre las simples burbujas verdes de la verde greda por donde tu sombra algo dejó en cada instante de tu vida. Así de patria se percibe lo tuyo, así de inmenso. Estás aquí, estás allá, en cada dirección a la que miren los ojos de los que buscan en tu recuerdo su futuro.
Tu tiempo es nuestro tiempo, es el tiempo del pueblo que recuerda perenne los mismos y viejos dolores desde entonces, cuando nació la patria.
Tu bandera es presente, lleno de tempestad, y el sol de ella, al centro, sus rayos extendidos a los cuatro puntos cardinales, hacia cada frontera, te calienta el pálido corazón de hombre enfermo. Llega a nosotros desde todos los crepúsculos, te precisamos. Donde se oye un dolor, donde se dice un llanto, donde el hambre traza su negro círculo de muerte, luce tu esperanza hacia nosotros y late como late la verdadera justicia cuando llega a los hombres.
Ahora quiero repetir tu nombre para que todos lo oigan. Los que están escondidos porque temen el látigo, los que miran al sol sin importarles su suerte. Quiero repetir tu nombre, que se escuche una voz para que viejas bocas repiten el verbo de la revolución como lo hicieron entonces cuando empuñaron el futuro sin medir consecuencias.
Padre patria, padre, te esperamos, te seguimos, Viaje tu voz como un pájaro, azul un ala, del color del cielo, en vuelo majestuoso y nos diga de todo aquello que nos debemos como pueblo. Viaje tu voz y entone los salmos de la libertad para nosotros, para nuestros hijos, para todos los hombres que quieran habitar el suelo argentino.

Gloria

1
—¿Aquello que se ve es la casa? –Preguntó Faustino.
Desde donde él podía observar la modesta construcción no le recordaba el hogar del que habían partido hacía ya un buen tiempo. La arquitectura fue cambiada y su entorno extrañamente mutilado. Los frutales habían sido cortados desde la base del tronco y no quedaba ninguna de las plantas florales que la madre de Faustino cultivaba con gran cuidado. El lugar no solo lucía diferente, sino desolado.
Apenas un árbol raquítico se alzaba próximo a la puertita de entrada, un árbol que no había brotado allí y que parecía haber sido insertado ya muerto, una forma de tótem macabro que señalaba algo que la mayoría de los lugareños no podían comprender, aunque se hubiesen esforzado para ello.
Unos perros famélicos iban y venían desesperando el hambre que los obligaba a vagar de tacho en tacho oliendo la basurita que era unas nadas miserables. Una pila de papelitos mojados parecía un mojón señalando el punto de llegada a una nueva hambruna, de esas que habían conocido años atrás cuando el descalabro se apoderó de la vida de todas las personas. Fue entonces que la rebelión ganó las calles y el gobierno cayó como una breva demasiado madura.
—No parece ser –respondió Rudecindo que tampoco estaba seguro de lo que veía.
Después que cruzaron el Paraná con su preciosa carga, todo el grupo fue dispersado. Otro, que no estaba vigilado por los alcahuetes de la Agencia, se hizo cargo de la custodia del ilustre. Ellos dos no alcanzaron a conocer a sus integrantes, el jefe decidió despedirlos antes de que se produjera el relevo.
El hermano de Bado había sido despachado tiempo antes, cuando recibieron la infausta de su asesinato junto con la orden de enviar al muchacho a un lugar seguro. Nadie sabía a dónde había sido llevado. Era un sobreviviente que había que proteger.
Faustino y Rudecindo cruzaron el Paraná en numerosas ocasiones, si hasta ellos perdieron la cuenta de las veces que pasaron de una orilla a otra, en un punto u otro de las costas. Después anduvieron un tramo a caballo, otro en camión y finalmente en tren hasta culminar el viaje en la terminal ferroviaria que mostraba un bruto contraste. Mientras el edificio recuperó su antiguo esplendor oligárquico, decenas de familias sin techo se acomodaban en rincones poco visibles para esconder su pobreza y bandadas de pibes corrían de un lado al otro del inmenso hall ferroviario bajo la atenta mirada de los policías. Afuera, los puestos de las mujeres paraguayas vendiendo chipá y los de las bolivianas ofreciendo sus tortillas a las brasas, se extendían desde la avenida hasta la terminal de micros, invitando por un precio módico a un desayuno al paso que algunos obreros disfrutaban con un mate cocido bien caliente y azucarado.
Sin un peso en el bolsillo, Faustino y Rudecindo, muy a su pesar, debieron renunciar al desayuno. Desde la terminal del ferrocarril tuvieron que caminar más de diez quilómetros para llegar a una encrucijada acordada, donde los recogió un paisano que les prometió arrimarlos a su barrio en el suburbano oeste del Gran Buenos Aires. También les dijo que no tenía autorización para llevarlos hasta el interior de la barriada.
—Ajo y agua –dijo Faustino.
—Ajo y agua –repitió Rudecindo resignado.
El viaje se hizo largo y tedioso. Las calles atestadas de automóviles hacían el tránsito lento y el calor pronunciaba el tedio que embargaba a los dos muchachos. Cuando llegaron a destino se saludaron con el hombre quien se despidió sin hacer ningún comentario. Donde empezaba la calle que llevaba al barrio, descendieron de la camioneta que giró en “u” para retomar la ruta por donde había venido y salir por ella hasta la ciudad, a donde debía cumplir con algunos mandados que la Logia le había encomendado.
Los muchachos caminaron por esa calle de tierra que estaba más reseca que nunca, como si el sol se hubiese empecinado en cocinarla con especial esmero. En la superficie, una arenisca marrón que el viento levantaba fácilmente se arremolinaba en una danza circular. Eran círculos en ruinas, uno dentro del otro, circuitos que apenas ascendían llevados por el viento caliente, se desmoronaban sobre sí mismos y esparcían en minúsculos fragmentos.
Debajo de esa arenisca que bailaba arriba y abajo hasta desaparecer en su desmoronamiento, una masa caliente y compacta de tierra y piedra se afirmaba como un verdadero contrapiso. Roca madre dura, madre roca, aleada a la primordial materia con que la patria fue hecha en épocas remotas, muchos antes de que la mazorca cortara los pescuezos con sus espadas dentadas cuando el Restaurador. Mucho antes, pero mucho antes. En un tiempo que ellos no podían ni siquiera imaginar.
Faustino escupió y la calle chupó la saliva hasta desaparecerla por completo. La desesperación del suelo lo puso al tanto del tiempo que hacía que no llovía. Y cuando no llovía por un lapso prolongado de tiempo, las cosas en el barrio se ponían difíciles porque el calor se hacía insoportable dentro de los ranchos. Eran tiempos donde el agua escaseaba y por todo refresco había unas tapas de cartón duro que se usaban como rústicos abanicos con los que se apantallaban las abuelas que a su vez apantallaban a los niños más pequeños. También se los usaba como aplastamoscas muy útiles para deshacerse de los insoportables insectos, así que los abanicos quedaban salpicados de unas manchas rojas y negras que no era sino el retrato de las moscas aplastadas.
Cada tanto y a medida que avanzaban, algún pibe salía de entre las sombras de las casillas de chapas alquitranadas o de los fondos de los terrenos donde crecían alto los yuyales y los miraban con atención, como si fuesen dos completos desconocidos. El piberío no tenía memoria de ninguno de los dos, tal vez porque realmente no los recordaban o porque estaban demasiado ocupados en rebuscárselas para comer algo antes de ir al comedor a llenar la barriga con guiso, pan y agua. Faustino y Rudecindo, si los invitaban, no se negarían a comer el guisado, aunque solo fueran rascando el fondo quemado de la olla. Hacía más de un día, casi dos, que no probaban ningún bocado.
Se detuvieron frente a la casa. Un famélico perro ladró por compromiso, catarroso, pero despreocupado en realidad de la presencia de los visitantes. Dio dos vueltas buscando su cola y luego se quedó tendido como si estuviera demasiado abrumado por el calor y satisfecho de su alerta; indiferente se echó a dormir como abombado.
Los muchachos se convencieron de que esa casa en nada se parecía a la que dejaron cuando fueron despachados a la misión junto a “La Reliquia”. Ni su forma era la misma, ni la puerta, ni las pequeñas ventanas que miraban a los lados del lote, y los dos perros que salieron de ella y se acomodaron al lado del otro que dormía desentendido de la situación, no eran los que la familia criaba desde cachorros. Estaban tan muertos de hambre que no podían ladrar, apenas gemían y se tendieron también como si hubieran desfallecido del hambre y el calor.
Una mujerona gorda y petisa salió de la casa. Escondía tras de sí una especie de garrote corto como si ese palo pequeño pudiera resultar un disuasivo efectivo contra esos dos muchachos jóvenes y fornidos. Más atrás se asomaba un niño pequeño, tal vez de dos o tres años, algo rubio, despeinado y la cara llena de mocos resecos. Pero era difícil acertar su edad, porque los niños por mal nutridos solían ser de talla muy pequeña y sus cuerpos no se correspondían con su edad cronológica.
—¿Qué buscan? –Gritó la mujer con cara de pocos amigos.
—¿Doña Gloria? –Preguntó Faustino.
—¿Gloria? ¿Gloria la misionera?
—Sí, señora.
—¿Vos sos el Tino?
—Sí. ¿Me conoce?
—¿No sabés quién soy?
—La verdad que no. –Y en verdad no tenía ni la menor idea de quién se trataba. Estuvo tentado de preguntarle qué pasó con los frutales y las flores, pero prefirió callar porque la mujer solo le inspiraba desconfianza y cuando a él lo ganaba la desconfianza no había forma de sacarle una palabra buena.
—Tu mamá se fue a vivir a las quintas.
—¿A las quintas? –Gruñó malhumorado.
—¿Qué dije?
—Pero es raro que haya querido meterse ahí.
—Nene, ya lo dice el refrán: “la necesidad tiene cara de hereje”. ¿Cuánto hace que no la ves, que no te ocupás de ella? –Le preguntó con maldad la mujer reprochando al muchacho que no supiera que había sido de su madre.
—Y… hace un tiempo que no la veo ni tengo noticias de ella, Doña.
—Estuviste perdido, se ve, boludeando por ahí, seguro.
—No perdido, Doña, trabajando. ¿Por qué dice que anduve boludeando?
—Porque es lo que hacen todos. ¡Trabajando! Como si yo fuera una nena de pecho. ¡Trabajando! ¡Claro! ¿Cómo va a andar boludeando un tipo importante como vos! –Calló de golpe y miró fijo a Rudecindo–. ¿Y vos quién sos? –Le preguntó como si tuviera autoridad para el interrogatorio.
—Rudecindo Pérez.
—Rudecindo Pérez… –Repitió la mujer con una sonrisita cínica–. ¡Rudecindo Pérez! –Exclamó con sorna. Luego volvió la vista a Faustino.
—Ya les dije lo que sé, Doña Gloria se fue a las quintas. Yo le compré este rancho de mierda que arreglé como pude. Una pocilga. Desde que le compré no la volví a ver. Llegan noticias al barrio porque hay gente que va a las quintas a buscar sobras de verduras, pero yo no me ando con chismes de gente que no es de mi amistad. –Faustino se mordió la lengua para no putearla. No había cosa que más lo molestara que alguien hablara mal de su madre o de algo que a ella pertenecía. El rancho era humilde, pero nunca fue una pocilga.

—¿Y a qué lado de las quintas ha ido? –Preguntó el muchacho como si no hubiese escuchado los insultos.
—Eso no sé y tampoco me interesa. Vayan para allá y cuando llegan a la entrada le preguntan al puestero por donde está su rancho. Él debe poder indicarles porque sabe de memoria en dónde viven los tanteros y también conoce a todos los cirujas del arroyo.
Apenas terminó de decir estas palabras, la mujer se metió dentro de la casa y no volvió a aparecer. Cada tanto el niño se asomaba por la puerta y volvía a meterse como si jugara a las escondidas con los visitantes.
Faustino y Rudecindo saludaron por compromiso y empezaron a caminar hacia la zona de las quintas. A esa hora el calor abrumaba.
Faustino la hubiera puteado luego de dar unos pasos, pero el amigo se lo hubiera impedido. Se ahorró el trabajo y se guardó la puteada para mejor ocasión.

II

Ninguna otra persona caminaba en dirección a las quintas. Solo ellos dos que lo hacían arrastrando los pies como sonámbulos. Desde que dejaron la casa que creyeron suya, pero que ya no lo era y mientras duró la marcha hacia la entrada a la zona de los quinteros, ni un solo perro salió a su encuentro. Hasta las moscas habían buscado refugio en los pocos árboles que se habían salvado de las hachas. Todos los otros tuvieron destino de leña para calentarse. La electricidad era demasiado cara y el gas en garrafa solo se usaba para cocinar. Para pasar el frío, leña cuando se la conseguía, o mucha ropa si se la tenía.
Para conseguir la garrafa social, más barata, había que caminar muchos kilómetros. Era un trabajo del que se ocupaban los pibes. Un carrito hecho con lo que se conseguía era tirado por más de dos niños hasta la despensa o el depósito donde se las vendía. Y no era raro que cuando llegaban al lugar, ya no quedaban y debían volver con sus carros vacíos a la casa.
Cuando no se conseguía la garrafa social y no había dinero para pagar la de venta general, tres o cuatro veces más cara, entonces debían usar leña para calentar las inmensas ollas en las que se cocían los guisos que era la comida del día. Y por eso todas las mujeres tenían las piernas quemadas hasta la altura del fuego de las parrillas.
Las ollas se apoyaban en unas grandes y fuertes parrillas de hierro de una altura que llegaba más o menos hasta las rodillas. Las piernas de las mujeres de allí para abajo lucían esas quemaduras que se repetían en manchones rojos, marrones o negros de acuerdo a la profundidad de la quemadura. La piel estaba reseca y muchas ampollas viejas y nuevas distribuían un rosario de lastimaduras que era distintivo de todas ellas. Ni hablar de las quemaduras de las manos. Todas las mujeres tenían sus manos muy quemadas.
No eran poco los pibes que lucían sus propias quemaduras cuando un carbón encendido saltaba contra ellos y les quemaba las patas o cuando por meter la cuchara en la olla hundían la mano en el guisado hirviente.
Los hombres no solían ayudar en esas tareas. Despotricaban que era cosa de mujeres preparar la comida y todos los asuntos de la vida cotidiana. Algunos se habían integrado a las organizaciones sociales y hacían trabajos de zanjeo o albañilería, dependiendo de las obras que los municipios o la gobernación proponían. Otros salían a buscar changas o se quedaban, las más de las veces, merodeando por la barriada sin hacer mucho, tomando cerveza y hablando de cualquier tema.
El rancho del puestero era muy pobre y tenía aspecto de tapera. Amarrado a un tronco seco, un maturrango rumiaba unos pastitos amarillos con desgano. Unos tábanos jodidos lo picaban a mansalva y el caballo los espantaba con su cola con el mismo desgano con que mascaba los pastos.
Faustino y Rudecindo llamaron golpeando las palmas de sus manos. Los dos lo hicieron. El ruido de las cuatro manos llamó la atención del hombre que salió al instante, pero el caballo debía ser sordo porque ni se mosqueó con el ruido. El hombre miró con atención a los muchachos y se comportó distante y seco, como si no los conociera o, en realidad, no le causaba agrado verlos parado a la puerta de su rancho.
—Buen día. –Saludó desde la puerta de la choza.
—Buen día, Don. –Respondió Faustino, que siempre llevaba la voz cantante.
—¿Qué buscan? –El puestero miró al piso y dejó de observar a los jóvenes.
—La quinta de Doña Gloria.
—¿Quién lo pregunta? –Desconfiado, el hombre respondió sin levantar la vista del suelo.
—Su hijo.
—¿Vos sos el Tino?
—Sí, señor. ¿Me conoce?
—Y el otro, ¿quién es?
—Rudecindo, señor. Rudecindo Pérez.
—¡Ah! ¿Vos sos el Rudecindo Pérez? –El hombre intrigante dijo como si nada. Rudecindo se quedó pasmado. También la mujerona de la casa había reparado en su nombre, pero más que con sorpresa, con cinismo.
—¿Por qué lo dice?
El hombre ignoró la pregunta. Sin levantar la vista del suelo habló pausadamente.
—Acá no la van a encontrar a la señora esa, si es la misma de la que hablamos.
—Pero si usted sabe mi nombre, sabe que soy el hijo.
—Casualidá, m’hijo, pura casualidá… Yo, saber, no sé nada, por eso llegué a viejo.
—Una vecina me dijo que había venido para este lado.
—Pero el patrón a una vieja que vino no la dejó entrar.
—Estas son tierras fiscales.
—Serán, pero acá manda el patrón que no la dejó entrar. ¿No ve la entrada? El aviso dice claramente “No entrar, propiedá pribada”. –Faustino leyó el cartel y esperó un tiempo antes de volver a preguntar.
—Por casualidad, ¿sabe para donde ha ido?
—Ni por casualidá… Pero creo que la mujer encaró para allá –señaló en dirección al norte– donde pasa el arroyo.
—¿Dónde desembocan las cloacas?
—Y… debe ser… porque allá el patrón no manda, son tierras que no sirven para nada. Pura mierda.
—¿Usted la vio?
—El día que vino, pero no me recuerdo mucho. Viene mucha gente a pedir trabajo. Si la he visto casi ni me recuerdo.
—Dígame, Don, ¿recuerda si estaba sola?
—Creo que cuando la atendí la seguían dos perros negros, pero no estaba con nadie. Me pidió que el patrón la dejara entrar a las quintas para trabajar como tantera, que ella sabía muy mucho del cultivo del tomate y otras verduras. Le dije que el hombre no aceptaba mujeres viejas y solas. Mujeres jóvenes sí, mujeres viejas, no. Las mujeres jóvenes aquí siempre encuentran algo que llevarse a la boca, las viejas solo encuentran alguien que las putee. Pero como insistió, le di el gusto. El patrón me sacó carpiendo. Me cagó a pedos por preguntar boludeces y me despachó a los gritos. Así que volví donde ella y le dije que no podía entrar. Eso fue todo.
—¿Y se fue para el arroyo?
—Creo. Eso me dijo, pero yo no la vi que fuera para allá. Me volví al rancho y no hablé más con ella ni me ocupé de ver a dónde iba, no era asunto mío y nunca conviene meterse donde a uno no lo llaman. Y ahora casi que ni me recuerdo de ella, soy flojo de memoria con tanta gente que viene a romper las pelotas a mi rancho. Mejor vayan por donde vinieron, acá la gente tiene poca paciencia con los extraños.

III

Tanto Faustino como Rudecindo escucharon que el hombre al marcharse dijo “¡así que estos son el Tino y el Rudecindo Pérez!” Los dos sospechaban de qué se trataba. Pronto habría cacería y mandaron los sabuesos a oler las huellas. Preguntar por sus nombres era la manera de advertir a todos que los estaban buscando y que había que alcahuetearlos apenas supieran de sus presencias. Pero en ese momento solo les preocupaba saber dónde es que Gloria, la madre, había ido a parar luego de vender la casita del barrio.
No sabían qué camino tomar para dirigirse al arroyo donde las tierras estériles. Solo conocían aquellos que pasaban por las quintas, pero que dudaban de usar porque estaban seguros de que el patrón los correría apenas viera que caminaban por ellos.
Debían dar un gran rodeo para acceder a las orillas del riacho. El problema no era cuánto debían desviarse para acceder al lugar donde querían llegar. El patrón había ocupado todas las tierras fiscales, hasta las calles que llevaban hacia allí, cerrándolas al paso de los vecinos. Si no se atravesaba las quintas no había forma de llegar al arroyo desde ese lugar, salvo que se lo fuera bordeando desde muchos más arriba.
Llamaron al puestero. Pero el hombre no salió nuevamente a la puerta del rancho. A pesar de que insistieron ya no golpeando las palmas de las manos, sino llamándolo a viva voz, el hombre no volvió a aparecer. Por eso, a pesar de sus dudas, decidieron entrar e intentar cruzar las quintas para llegar hasta el arroyo. Si aparecían los matones del patrón tratarían de convencerlos de algún modo de que los dejaran atravesar el campo en esa dirección en búsqueda de la mujer.
Después de andar durante un largo tiempo bajo el rayo del sol por un caminito estrecho que se deslizaba entre las plantaciones, dos hombres salieron al cruce. Eran de mediana edad, ni jóvenes ni viejos, fornidos y con cara de pocos amigos. Estaban sucios y sus ropas también eran mugrientas.
El olor del arroyo llegaba desde lejos, traído por un vientito que se movía hacia ellos con suavidad. Los hombres llevaban cada uno su machete y a Rudecindo le pareció que uno de ellos, el que lucía un pañuelo rojo al cuello, un revolver mal disimulado debajo de la camisa de trabajo. Los cuatro hombres se quedaron mirándose unos a otros. Eso duró unos minutos que se hicieron lentos y pegajosos. El del pañuelo rojo miró al cielo como buscando allí una explicación a la presencia de los dos jóvenes. El otro se mantuvo quieto, la mano firme en la empuñadura del machete.
—Por aquí no pueden andar. –Les dijo sin mediar saludo.
—Buenas tardes, Don –Faustino trató de parecer amable–. Vamos al arroyo a buscar a mi madre.
—Por aquí no pueden andar. –Repitió alzando la voz.
Faustino trató de no dejarse impresionar por la presencia amenazadora de los hombres aquellos.
—Estas son calles que van del barrio al arroyo, son parte del trazado del municipio.
—¿Alguno de ustedes dos es el intendente? –El hombre que llevaba la voz cantante preguntó provocativo. El otro sonrió, y cada vez aferraba con más fuerza el mango del machete. Cuando un hombre se aferra a un arma de ese modo, es porque está tentado de usarla con urgencia. Rudecindo no le perdió la vista al gesto. No había escapado de todos esos asesinos que buscaban terminar con el ilustre para acabar sus días, justo el del regreso, entre el estiércol de una quinta de verduras.
—Claro que no. ¿Ustedes dos sí? –Faustino respondió desafiante. Rudecindo no pudo disimular su sorpresa por las palabras de su compadre.
—No, somos empleados del patrón, que es el dueño de todo esto, incluida las calles. Él manda aquí, mando sobre todo lo que hay aquí. Desde una miserable rata hasta hombres y mujeres que trabajan para él. A las ratas le da veneno y a los que joden los machetea para que aprendan. Él no les da permiso para que caminen por sus propiedades. Ni vagos ni curiosos. Si tienen algo que protestar, háganlo por nota a la intendencia. El intendente es un buen amigo del patrón, hacen buena yunta. Su presencia distrae a los tanteros que tienen que trabajar para ganarse el día. Para ir al arroyo vuelvan por donde vinieron, lleguen hasta la ruta y entren por la calle que termina en el basural. De ahí no más de mil metros llegan a la orilla del arroyo. Hay todavía algunas casuchas donde viven unas familias de cirujas piojosos.
Rudecindo en vos muy baja le dijo a Faustino “vámonos, hermano”. Faustino vaciló. “Vámonos”, repitió su pedido.
—Ustedes no tiene derecho a impedir que los vecinos caminemos por estas calles. –Faustino protestó sin atender ni lo que los matones le decían ni lo que Rudecindo la rogaba.
—Ya te dije que te quejés por nota al intendente. Ahora te sugiero que te rajés antes de que te saquemos de una patada en el culo. –El hombre del pañuelo rojo esa vez fue terminante–. O te vas por las buenas o te sacamos por las malas.
Rudecindo tomó de un brazo a Faustino y lo arrastró por donde habían venido. Los hombres siguieron con la vista la retirada de los intrusos. Dos muchachas observaban la escena a unos doscientos o trescientos metros. No parecían campesinas. Estaban sucias y andrajosas y daban la impresión de estar perdidas en esos laberintos monocromáticos. Miraban en dirección a donde caminaban los jóvenes como suplicando ayuda, pero eso no estaba en las posibilidades de alguno de los dos.
Cuando habían retrocedido tal vez unos cientos de metros, oyeron que uno de los hombres gritó a viva voz mientras se marchaba:
—¿Quién de ustedes es Rudecindo Pérez?
El otro matón gritó seguido:
—¿El pendejo cabrón es el Tino?
Ninguno de los dos volteó para ver quién era el que preguntaba y no respondieron a la provocación.
—¡Hijos de puta! –Murmuró enfurecido Faustino.
—Nos iban a cagar a machetazos –aseguró Rudecindo–. Vamos hasta la ruta.
—¡Hijos de puta!
—Te gusta pelear al pedo a vos.
—Pero son unos hijos de puta.
—El mundo está lleno de hijos de puta –dijo Rudecindo– pero si encima están armados con revolver y machete es de muy boludo desafiarlos a mano limpia.
Faustino no respondió a lo que el compadre le dijo.
Durante un tramo del camino se mantuvieron en silencio. Cuando la desgracia se apersona, todas las palabras sobran, son dolores en el cuerpo, paralizan la lengua, nublan la vista y confunden las ideas. Por eso es mejor callar, callar y esperar que el cuerpo metabolice la desgracia y pueda manifestarse de una manera prudente y razonada.
—Somos famosos, che. Todos están enterados de quienes somos.
Solo se miraron, pero prefirieron no hablar del asunto.
—Nos estaban esperando –dijo Rudecindo.

—Tal vez por eso la mama se tuvo que rajar a algún lado.
—Seguro. Seguro fue por eso que no la encontramos.
Sonó a consuelo, pero el silencio se ocupó de no desdecir el razonamiento.

IV

—¿Viste las dos chicas esas? –Luego de un buen rato, Faustino preguntó mientras caminaba siguiendo los pasos apurados de Rudecindo.
—Las vi.
—Esas no eran campesinas.
—No, no. Esas eran esclavas para servir al patrón y sus matones.
—¡Hijos de puta! Nos miraban pidiendo ayuda.
—¿Y qué podíamos hacer?
—Nada, lo sé –resignado Faustino más que hablar suspiró–. Cómo odio a estos hijos de puta.
—Comparto el odio. –Luego Rudecindo miró hacia atrás. Se precavió que no los hubieran seguido.
—¡Vos sos Tino! ¡Vos sos Rudecindo! ¡Hijos de puta!
—Estamos tomados, hermano, por eso hay que ser cuidadosos.
—Lo sé. Hay que avisar.
—Primero hay que borrarse. –Rudecindo fue terminante–. Están esperando que nos comuniquemos para hacernos cagar a todos.
—Yo no me voy sin ver a mi vieja. Quiero saber qué pasó con ella. Eso de que vendió la casa, ¿a quién se lo quieren hacen creer? Y menos que se fue a vivir a ese arroyo de mierda. Soy negro, pero no boludo.
Rudecindo no se animó a decir lo que pensaba. Cuando llegaron a la ruta se detuvieron para descansar un breve momento.
—Sigamos para donde dicen que está la vieja. –Faustino reclamó.
—Si vamos ahora al arroyo nos van a hacer cagar ahí mismo, nos machetean como a perros y nadie se va a dar por enterado. Te tiran entre la mierda del arroyo y no te encuentran más.
—¿Y por qué carajo nadie nos avisó nada? –Faustino estaba enfurecido.
—Porque no pudieron, boludo. Todos deben estar igual. Salvo los que estén muertos.

—¡La puta madre que me parió! ¿Qué vamos a hacer ahora? No tenemos un puto mango. No quiero pensar que le hicieron algo a la vieja.
—No te des manija, es al pedo. Pensemos cómo zafar ahora, pensemos en algo.
El calor no menguaba. Se hacía más pesado a medida que pasaba el tiempo. El olor del arroyo llegaba más denso y las aguas cloacales calientes por el sol hedían en todas direcciones.
Tanto Faustino como Rudecindo estaban convencidos de que lo que les dijeron de Gloria era mentira, y los dos lo sabían, aunque no se animaran a conversarlo.
Gloria nunca hubiera vendido su casa para irse a trabajar de tantera en esas quintas. Y menos viviría a la vera del arroyo mugriento entre cirujas y malandras. Todos sabían lo que ocurría en la finca del terrateniente. El que entraba, no salía, nunca. Y Gloria era de las más conocedoras de los crímenes de los capangas de esas tierras. Durante años vio bajar de los camiones a las familias que llegaban a las quintas y en ellos reconocía a los mensú con sus esposas e hijos como los había visto en su pago, en Misiones, andrajosos, hambrientos y desprotegidos y en los últimos tiempos familias de bolivianos que eran conchabados para la explotación de las quintas.
En su infancia y juventud convivió con los mensú, los peones de obraje, obreros como esos, parias embaucados por los terratenientes bonaerenses.
Donde nacieron y desde que pudieron trabajar, fueron a hacer de hacheros. Pasaban meses allá arriba, donde la madera imponía sus condiciones frente a las hachas y la vida se escurría como el río, recibiendo de paga apenas unos papelitos ridículos que les acreditaban la mensualidad menos el descuento de las porquerías que les vendía el almacén de ramos generales, propiedad del terrateniente, y por los que siempre quedaban endeudados de por vida. Lo que no se llevaba el patrón y sus baratijas, más caras que en la ciudad verdadera, se lo llevaba la borrachera o las prostitutas que sabían cómo esquilmar a un mensú que bajaba caliente por una hembra que no fuera la esposa y dispuestos a llenar el estómago con una caña barata que los tumbaba hasta dejarlos inconscientes, mientras las mujeres los desvalijaban sin piedad.
Los porteños llegaban hasta los mensú con sus falsas promesas de progreso, de buena paga y beneficios imposibles de alcanzar en el obraje. Y los arreaban como animales, los metían en camiones igual que al ganado. Pero no querían solteros, todos buscapleitos con el miembro siempre dispuesto cuando había un par de hembras codiciadas. Los preferían con familia y con hijos, y cuantos más hijos mejor. La familia y la cría atan a la tierra y al trabajo más inhumano, porque nadie deja morir de hambre a los propios. Así que un trabajador podía transformarse en tantos como hijos tuviera en condición de algún trabajo, obra de mano gratis y rendidora, ya fuera para recoger frutilla, enjaular la verdura o cosechar el tomate. Todos terminaban trabajando como esclavos y el padre comprando la mercadería más berreta y cara del suburbio, por lo general grasa y maíz blanco con el que hacer un locro guacho para llenar la panza más no fuera con un menjunje chirle y soso. Casi ninguno de los condenados hablaba argentino, salvo unos pocos que, si no se avivaban que les convenía mantener la boca cerrada, iban a parar al fondo del arroyo entre todas las inmundicias, alguna noche de borrachera. Hacer desaparecer un hombre era tan fácil como embaucarlo prometiéndole trabajo bien pago y buena vivienda para él y su familia. A la vista de todos estaba el hoyo donde los muertos deambulaban todas las noches en busca de sosiego. El que entraba al hoyo no salía jamás. Los gusanos de las heces se ocupaban de devorarlo durante semanas y esa tortura era peor que la muerte misma. Los desollaban lentamente, pellejo a pellejo para luego, por las cavidades del cuerpo, penetrar lenta y sistemáticamente por todos los órganos.
A todos los miembros de las familias campesinas les retenían, si los tenían, sus documentos. Eran traídos a esas tierras para ellos completamente desconocidas en las horas de la madrugada. Nunca sabían en dónde estaban confinados. Eran esclavos. Los que no eran destinados a los trabajos de las quintas eran usados como sirvientes. Las mujeres más jóvenes eran reducidas a la prostitución para servir a los ricachos de la zona. Los que se ponían rebeldes eran descartados.
En los últimos tiempos la inmensa mayoría de los esclavizados eran familias bolivianas, niños y mujeres por decenas que eran obligados a la recolección de las verduras y la carga de los camiones, mientras los hombres debían seguir con los trabajos más pesados.
Nunca Gloria se hubiera enredado con esos parásitos de los terratenientes. Pero Faustino tenía una esperanza que Rudecindo no se animaba a contradecir.

V

Tenían un lugar de encuentro donde hacer contacto con la Logia, pero estaba a una gran distancia del barrio. Debían caminar varias horas y nada aconsejaba hacerlo en plena noche cuando era más fácil prenderlos y hacerlos desaparecer. Ese trabajo lo podían hacer los narcos con quienes la policía trabajaba codo a codo.
No había mejor opción que esconderse en algún lugar donde pasar la noche y esperar al nuevo día para reiniciar la marcha hasta el lugar señalado.
Conocedores de la zona, se dirigieron a una especie de parador donde unos curas albergaban familias sin techo y donde se podía pedir refugio sin dar explicaciones, los sacerdotes nunca las pedían y jamás los delatarían. Entre esas familias era más fácil pasar desapercibidos. No era una garantía absoluta, para nada. Alcahuetes y buchones los había donde se los buscase y otros, por unos pesos, podían venderlos si se enteraban de que eran buscados por los matones del terrateniente que controlaba las quintas. El patrón podía pagar con alguna moneda o en especies el favor de alcahuetear a un desgraciado al que quería echarle la mano.
Esperaron a que la tarde fuera desvaneciéndose en la noche. Dieron un gran rodeo para luego dirigirse en dirección al albergue. Caminaron por calles que no habían transitado nunca, donde eran observados en todo momento, vigilados en sus movimientos porque resultaban dos desconocidos. Y en esos lugares los desconocidos nunca llegaban con buenas intenciones.
Muchos lo hacían para ofrecer paco, veneno en piedrita, piedrita de la muerte de minúsculo aspecto. Echando un humo de muerte desde una metálica pipa ruda, esparcían su olor por aquí y por allá. ¡Paco! ¡Paco! Anunciaban con mecánicos gestos sin pronunciar una sola palabra porque no podían pronunciarla, las lenguas inhibidas, las bocas quemadas. Se comportaban como mimos descoyuntados y arrastraban los pies y dejaban los brazos caer como un elástico podrido.
Solo de verlos caminar, muñecos indecentes, consumidos e indiferentes por la anfetamina de la muerte que tenía un aspecto dulce, pero desesperante, se sabía que ofertaban. ?Aspiraban en sus narices por un tubito negro la ley más básica del capitalismo mortal: oferta y demanda. El mercado se expandía glorificando la deletérea mercancía. Ni los tulipanes de Holanda, cuando Ámsterdam fue el centro del mundo, ni el oro de América que corroyó las entrañas de España, se equiparaban con el victorioso paco. Barato y mortal, simple y destructivo. Ganancia pura. ¡Glori Mundi! ¡Paco! ¡Paco! ? Crisopeya moderna, troca la mierda en oro. La misión suprema: abastecer la demanda. Dinero y más dinero, impreso en sangre, oliendo a tinta de Boudou, pura plusvalía de la muerte, piedra a piedra quemándose en una brasa alucinante, fuego y azufre, brasa de Sodoma, brasa de Gomorra.
Cocían entre promesas una nada de cocaína, una resaca roñosa, y lavaban sus manos de dedos quemados en ácido sulfúrico y bebían a tragos un kerosene negro que sospechaba del vidrio molido, pero lo disfrutaba cuando arrastraba sus tajos por la garganta hasta el estómago, y del venenito para matar ratas que se tomaba a los golpes con algo de anfetaminas y menos de analgésicos robados por piratas del asfalto. Deambulaban por el barrio los dealers sin hambre, sin sueño y sin fatiga, eufóricos, eufóricos siempre, eufóricos de alucinaciones en los ojos, en la boca, en la piel, piel de ojeras, humo negro de cigarro negro, sintiendo la muerte salir de su cascarón y romper la monotonía de la circulación de la sangre hasta que volvía la disforia con su máscara aburrida y pesarosa.
Otros, los menos, llegaban bichando si había algo para afanar. Marcaban las casas con unas cruces extrañas, amorfas de cabo a rabo y que recordaban los retorcijones de las ratas rabipeladas cuando el veneno fosforado les quemaba las tripas.
Ellos preferían las casas de los viejos solitarios, fáciles de robar y de matar si la cosa se ponía fulera. Los viejos no tenían fuerzas para nada. “Lloran como mariquitas”, decían, “lloran como mariquitas y se babeaban y se orinaban y se babeaban y escupen sus dentaduras de tanto quejarse inútilmente”. Ellos lo disfrutaban a mares. ¡Cómo lo disfrutaban!
Los viejos dando manotazos querían espantar las balas, pero en verdad las invitaban a su destino en un pulmón, en el hígado o en el corazón (cuando el palurdo no estaba demasiado drogado), una invitación irresistible.
Si no eran balas podía ser una faca afilada contra un adoquín que estaba muy gastado de tanto aguzar la muerte en un pedazo de hierro oxidado. Así daba pena ver morir a los viejos desangrándose mientras llamaban a la policía que si apenas había podido liberar la zona para el saqueo y luego cobrar su cuota de sangre contante y sonante. Libra por libra, coágulo por coágulo.
También alguna entradera era posible en las casas donde se sabía, había algún trabajador fijo que cobraba quincena. Dos puntazos en la base del pulmón eran suficientes para que el tipo quedara inútil mientras lo desnudaban por completo, porque algunos escondían los pocos pesos entre los testículos o dentro de la zapatilla.
Los demás vecinos eran tan pobres como los malandras y había poco que robarles. Quedaban para el final del trabajo.
De todos modos, y eso era siempre la explicación que daban, unas zapatillas, una campera, algún celular, siempre era más que nada. No alcanzaría para una buena joda, pero una dosis, aunque más no fuera una pequeña dosis de paco, se podía conseguir vendiendo por unos pesos el botín arrebatado a los miserables.
Por eso los ojos del barrio seguían a Faustino y Rudecindo sin perderles la huella. No parecían dealers, pero quién podía jurar que no lo eran. Los dealers se disfrazaban de lo que fuera. De obreros, de policías, de putos, de sombras, de árboles. De lo que fuera para embaucar a los jóvenes y, en especial, a los niños. Los niños eran un botín preciado. ¡Dejad que los niños vengan a mí! ¡Dejad que los niños vengan a mí! Droga fácil, droga barata, carne nueva para algún degenerado que esperaba su libra de carne. La pedofilia hacía estremecer a los hombres de pies a cabezas y vibraba sus sentidos como ninguna otra droga lo lograba. ¡Dejad que los niños vengan a mí! Era la consigna.
Cuadras tras cuadra. Calle tras calle. Siempre observados y vigilados hasta que abandonaron la zona.
Una pequeña cruz de hierro avisaba la cercanía del parador. De la cruz colgaba un cordón de zapatilla y en su base una basura vieja y humedecida obraba como una miserable ofrenda.
Dos viejas estaban a no más de dos metros de la cruz. Parecía que discutían, pero no lo hacían. Gesticulaban, pero no podían decir ni una pequeña palabra. Las palabras se descomponían en sus lenguas antes de poder ser pronunciadas. Caían corroídas de sus labios negros. Como gotones negros, menudencias de una oscuridad lejana, de cuando fueron jóvenes y vivaces y no esos esqueletos parlanchines y mal trazados.
¿Qué clase de construcción era esa que se alzaba a sus espaldas? Una de las viejas quería decir “iglesia”, pero no le salían las palabras. La otra, movía su cabeza una y otra vez, repitiendo “no, no, no”, tres veces, como corresponde a cualquier negación desde que aquel negó al otro por unas cuantas monedas si es que en verdad le pagaron por ello. ¿No era que Roma no pagaba traidores? ¿Cuál de las dos era la verdadera respuesta a la traición? Por ello la vieja insistía “no, no, no”. Y no esperaba ni un mísero centavo de recompensa.
¿Cómo habría de ser posible que una iglesia se alzase en medio de esos barriales empobrecidos? Y que por toda señal una modesta cruz de hierro se hallase en medio del camino entre las calles que la rodeaban y la puerta de entrada.
No importaba mucho qué perspectiva cada vieja tuviera de la construcción. Allí estaba, a sus espaldas, no como una catedral maravillosa y ni siquiera como una verdadera iglesia pueblerina. Simple, como todo lo que por allí se podía ver.

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