EN LA TRINCHERA

Las balas pasaban rozando nuestras cabezas, el ruido de las explosiones de las bombas nos ensordecía, la trinchera nos protegía, sí, pero sólo en cierta manera, una bomba acertada del enemigo y ¡al infierno!

Yo tenía que protegerle como él había hecho siempre conmigo, bueno, seguramente no llegara nunca a hacerlo tan bien como él, pero no iba a dejarle solo, y mucho menos en aquella estentórea batalla donde éramos el blanco preferido de muchas balas enemigas. No, él no iba a notar en un sólo instante que mis fuerzas flaquearan, que tenía miedo a sentir cómo un proyectil agujereara mi pecho y me hiciera ver el frío de la muerte; jamás, jamás le abandonaría, estaba seriamente convencido de que arriesgaría mi vida por defender la suya, como él haría conmigo sin pensárselo siquiera.

La oscuridad de la noche hacía aún más frágiles nuestras vidas, nuestros sentidos vista, oído y olfato no podían estar más alerta, tanto que, por lo menos a mí, me dolían los ojos de tanto agudizarlos y, por el mismo motivo, notaba dureza en las orejas y ensanchamiento en las fosas nasales.Mi amigo y compañero necesitaba mi protección y yo no podía caer, eso conllevaría su final. Bien podría considerarle un estorbo, una pesada carga en aquel cruce de muertes, algo de lo que debería deshacerme para que mi vida no corriera tanto riesgo, pero él jamás tendría esa opinión y yo tampoco la iba a considerar. Estaría junto a él hasta que dejase de ser dueño de mi voluntad, y cubriría su cuerpo con el mío haciéndole de escudo. Él se lo merecía, se lo había ganado por los años que llevábamos juntos.

La herida no le permitía moverse, tal vez muriera desangrado a pesar del aparatoso vendaje que le había colocado pero, hasta en esas circunstancias, mi amigo defendería mi vida con uñas y dientes, estaba totalmente seguro que sería así llegada la ocasión.

Nuestras causas no eran las mismas… ni nuestros ideales. Yo estaba atrincherado defendiendo una bandera que para él no significaba nada. A fin de cuentas, una bandera es un trapo que ondea atado a un mástil de igual modo que una Cruz son dos maderos cruzados, lo que la bandera representa es lo que nos hace defenderla con nuestra propia vida si fuese necesario. Él, en cambio, estaba allí única y exclusivamente por mí, porque allí era donde debía estar y, por ende, allí estaba, junto a mí, a pesar de la difícil situación en la que nos encontrábamos, a pesar del riesgo que corríamos… a pesar, incluso, de su herida.

Yo observaba que la vida se le iba lentamente y trataba de animarle con palabras de aliento y con suaves caricias. Daba por hecho que me agradecía cada caricia y cada palabra, lo notaba en sus, cada vez más, tristes ojos. La pena y la tristeza amenazaban con ahogarme sin prisas pero sin cejar en su empeño y sin ápice de pausa.

Tal vez no saliéramos vivos de allí ninguno de los dos, y puede que acabáramos enterrados en cal viva en la trinchera que hasta ahora nos mantenía apartados de la muerte, pero, antes de que algo de eso ocurriera, la esperanza era el clavo al que me agarraba para no abandonar y así complicarle la existencia a Caronte.

Me sobraban los motivos para luchar con entereza por cada segundo de mi vida, y el principal motivo era mi herido amigo, aunque las nimias señales de vida que daba eran claras evidencias de estar perdiendo su particular batalla, más allá de los fuegos cruzados de uno y otro bando en el que nos encontrábamos.

Mi mejor amigo dejó de ofrecer resistencia, tal vez sopesó, en un último aliento de vida, si merecía o no merecía la pena seguir luchando, y declinó la balanza hacia el no, que ya le había llegado la hora y que resistir era totalmente inútil. Creo que intentó dirigirme una última mirada, aunque ya la tenía perdida y no era dueño de sus actos.

Descansé mi fusil sobre la pared de la trinchera y olvidé que me encontraba en un campo de batalla. Mi amigo era lo único que realmente me importaba en aquel aciago momento. Deslicé mi mano sobre su cabeza con la mayor delicadeza que encontré, olvidándome del infernal ruido, que no cesaba.

Había dejado de respirar.

-Adiós, querido amigo -me despedí, entre lágrimas y con un hilo de voz, tras apartar mi mano de su hocico-, adiós, mi fiel y amado perro.

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