Peste


Un arremolinado viento que desciende furtivamente se introduce en la espesa selva que pierde -por unos segundos imperdurables- su apariencia de ente, de espectro indestructible. Las llamas, sin embargo, no se apagan, continúan, están más vivas que nunca. Las primeras sombras combaten cuerpo a cuerpo con el mismísimo infierno. A lo lejos, cerca del río, se oyen truenos, uno, dos, tres, cuarto, se oyen ladridos y un fulminante grito. Los cadáveres arden, todo quieto, pero algunos se mueven, se mecen. Mujeres, hombres, niños. Todos muertos. Pero entonces, de forma inmediata, la vegetación es nocturna y pequeña: los espacios se han reducido a migajas de lo incierto y lo distinto. Nunca una batalla es justa. Esta, no fue la excepción. Los soldados españoles fueron menos pero ganaron. Ahora se dirigen al oeste. Llevan el corazón agitado y también la peste. Toda la peste que se pueda imaginar.

Alfredo A. Díaz

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