Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, “Muerte de Amanda Da Silva”, cap. 4.6 “Magia roja”

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, “Muerte de Amanda Da Silva”, cap. 4.6 “Magia roja”

VI


Magia roja

Amanda se había convencido de que la próxima parada sería en el pueblo donde estaba el hotel Plaza, en el que descansó luego de pasar por la segunda posta. Allí hizo el amor con ese ingenuo husmeador que quedó subyugado por ella.
Recordó que se registró con el nombre de Isabel Báthory Erzsébet, nombre que atribuyó a una humorada de los burócratas de la agencia que se las ingeniaban para burlarse de los agentes y parecer originales. Muchos años después Amanda supo a quién pertenecía ese nombre. Dudó si solo se trató de una travesura de esos fabuladores de escritorio. Estaba inclinada a creer que ese nombre no fue elegido al azar. Era un modo de describirla y hasta de advertirle de su futuro.
La húngara, que perteneció a una de las familias más poderosas de la aristocracia de su país, fue acusada de practicar la magia roja. ¡Rojo! Peligro, cuidado, advertencia. Magia roja: magia sanguinaria, temblor de húmedos cuerpos, piedra roja, agua roja, roja virilidad erecta, roja vulva jugosa. ¿Entonces fue magia roja en la laguna de sus amoríos? ¿La noche en el hotel “Plaza” fue magia roja rozando los paladares con sus rojas lenguas? ¿Magia roja con aquel “Pérez” de mirada lánguida, mirándose rojos, absortos los dos, uno en el otro, descaradamente, oliendo a sexo?
Rojo sobre rojo.
Linaje rojo.
Estandartes rojos.
“Clara influencia materna”.
Doble subrayado rojo.
“Los comunistas se infiltran de modos muy extraños”, le dijo el interrogador con cabeza en forma de pepino, el roedor histérico que la abrumó a preguntas en cuatro colores: rojo, azul, verde, negro.
Bruja de magia roja a la que Caballo Negro acariciaba con el borde de su labio negro.
Caballo Negro huyó luego de sentir las caricias de su mano y el peso de su cuerpo sobre su rudo lomo para morir sin dejar rastro.
Caballo Negro, como zarza negra en la noche profunda, la noche negra de Chalimín, de Viltipoco, hijo de Purmamarca, noche en que llovieron las lágrimas de la derrota.
¿Cómo se llamó la madre de Isabel? Ana, como su madre, conocida como Anita.
Gloriosa Ana, Ana-Jana, Anita, benéfica, compasiva, llena de gracia entre todas las mujeres. Tu sangre corriendo de tu vientre luego de dar la vida.
Anita: “Clara influencia materna”.
Isabel hablaba varios idiomas, como ella lo hacía.
¿Inglés? ¿Francés? Doble subrayado rojo. “Clara influencia materna”.
¿La acusación contra Isabel para despojarla de sus posesiones? Verter la roja sangre de bellas doncellas. La sangre se mezclaba en los brebajes que la bruja de magia roja bebía para mantenerse eternamente joven. Sus detractores dijeron que la sangre corrió como corre el vino cuando se lo vierte del jarro al piso solo por derramarlo. Amanda no supo nunca que así corrió la sangre del coronel en jefe cuando una pequeña bala terminó con su vida, licuando su cerebro a su vertiginoso paso. El suboficial “Pérez” se encontró con esa muerte al alcance de la mano. No había jurado en vano.
A las sirvientas que colaboraron con Isabel les arrancaron los dedos con tenazas ardientes, al rojo vivo. Los dedos rojos de sangre se sirvieron en un banquete para que todos comprendieran el tamaño del castigo, y debieron comerlo después de besar sus uñas desgarradas. Incineraron sus cuerpos entre fuegos rojos y sus verdugos danzaron alrededor de la quema festejando la muerte.
Los que colaboraron con Amanda, ella nunca lo sabría, murieron a manos de sus verdugos. El suboficial “Pérez” fue quemado en una hoguera de nocturno rojo brutal en un fondón cavado en los terrenos traseros de la mansión reseca. Los sepultados vivos por los conquistadores clamaron enfurecidos por esa muerte.
Amanda, para los lugareños del villorrio, murió en su casa incinerada de un fuego rojo que consumió el hogar en un abrir y cerrar de ojos. La que sobrevivió fue aquella muchacha desconocida, que marchó siempre rumbo al norte caliente y de la que nunca nadie supo nada. Se transformó en un ama de llaves solícita y dedicada a cuidar una reliquia de la patria gloriosa. Ya vieja y cansada iba al asilo donde la derivaron a terminar sus días como a una prisionera.
Isabel fue encerrada a muerte en el ático de un castillo, los albañiles sellaron las puertas y ventanas con pesadas piedras unidas por un ungüento siniestro y dejaron apenas una abertura por donde pasarle la comida. Murió encarcelada, igual que moriría ella, suponía.
Desde entonces, se repitió esa historia cuando se recostaba en su caliente cama en las noches solitarias, solo por tenerla en cuenta y considerar su futura muerte insinuada en la elección de ese nombre para pasar una noche en el Hotel Plaza. Sonrió cuando se dijo a sí misma que fue su “magia roja”, seguramente, la que redujo a aquel vigilante a la condición de su temporal amante esa deliciosa noche en su camino al destino que le asignó la agencia.
La historia de la aborrecida bruja de la magia roja, la mujer acusada de mefistofélicos elixires elaborados con sangre de las jóvenes más bellas del feudo, la ayudó a sobrellevar la sospecha de que ella siempre fue observada con minucioso detalle por los jefes de la burocracia y que fueron ellos los que la hicieron llamar con el nombre de Isabel, nombre del cual, por entonces, no le era posible descifrar su verdadero significado.
¿Y a ese gigantón que era su chofer qué magia podría embrujarlo? ¿Negra? ¿Roja? ¿Azul? ¿Verde? Sabía que ninguna. Ella no tenía ningún poder sobrenatural, y de haberlo poseído no parecía posible reducir ese chofer-guardián con un gualicho, aunque lo hubiera elaborado la mismísima Kori, curandera entre todas las curanderas. Así que solo se decidió a esperar arribar al viejo “Plaza” para seguir añorando aquel tránsito sin saber que de ese ya no quedaba piedra sobre piedra, y que en su lugar se había construido un moderno “shopping”, un aquelarre de mercaderes y regateadores que Amanda hubiera expulsado como hizo aquel con los fariseos del templo.
Pero no se encaminaron al Plaza. El chofer cambió de dirección y tomó por un camino directo a Buenos Aires. La miró por el espejo retrovisor y descubrió el gesto de preocupación de su vieja pasajera.
—Órdenes son órdenes. –Le dijo como pidiendo disculpas.
—Lo supuse. Pero no le voy a negar que me decepcionó. –Respondió Amanda tratando de quitarle responsabilidad al chofer.
—¿Algo que olvidó por ahí?
—Solo algo que recordar –dijo Amanda sin evitar un melancólico suspiro.
—Recordar buenos momentos siempre hace el bien. –Dijo el chofer-guardián que pareció distendido como no lo había estado hasta ese momento.
—Sabía hablar algo más que “si, señora, no, señora”. Estaba creída que solo le habían enseñado esas cuatro palabras.
—Poco acostumbro a hablar. El que mucho habla poco dice, consejo del tayta.
—Hombre sabio.
—Me encomendó que la salude.
—¿Su padre? –Amanda preguntó intrigada. Sospechando la respuesta, su corazón se aceleró repentinamente.
—Waqha “Pérez”. El Frutos. A ese no lo habrá olvidado, ¿verdad?
Amanda quedó demudada. Miró donde estaba el celular, del chofer y lo señaló instintivamente. Supo de esos aparatos por cuentos del suboficial “Pérez” quien le dijo que se cuidara de hablar delante de ellos.
El hombre le demostró que estaba desarmado.
—Cinco minutos, tenemos.
—¡¿El Waqha “Pérez”!? ¿Está vivo? No me jodas, pendejo porque te arranco las pelotas.
—No soy Mediolazo, Doña. ¡Y no se meta con mis pelotas! –Exclamó el chofer, sonriendo.
—Sos el hijo de Frutos, ¿verdad?
—Soy su hijo.
—¿Está vivo? ¿Te pidió que me saludes?
—Murió, hace poco. Cuando le dije que me habían asignado este viaje me habló de usted. Me pidió que le dijera “para toda la vida”. Que usted sabría qué significaba.
—Para toda la vida –murmuró Amanda–. El único que imaginó que yo viviría toda mi vida al lado del General.
Por el Frutos “Pérez” si hubiera podido llorar lo hubiera hecho conmovida.
—¡Él me salvó la vida!
—Tayta me dijo que usted les salvó la vida a todos. Que sin usted hacía rato que hubieran arriado la bandera.
—¿Y el Juan? –Preguntó Amanda emocionada.
—Murió mucho antes. Abundio, Teresa y Juan se fueron los tres seguidos. Juntos, uno atrás del otro, no querían estar solos. El Tata Dios les dio el gusto. El reyuno, ¿se acuerda? –Amanda asintió con un leve movimiento de su cabeza–, “Caballo Negro” creo que lo llamaba Don Abundio, el que usted cabalgó, nadie pudo volver a montarlo. Días después, dijo Abundio, escapó de la ranchada y no lo volvieron a encontrar. Dijeron que fue tras su huella. Andará por el cielo de los reyunos relinchando.
—¡Caballo Negro!
—Caballo Negro, así fue.
—¿Y la Kori?
—¿No la vio?
—¿Estaba? ¿Dónde?
—En la lomada del puesto de los “Pérez”.
—¿La mujer que cuidaba las cabras?
—La misma.
Amanda recordaba a la mujer que estaba algo lejos de los tres ranchos, pero no la reconoció. La Kori, en cambio, al instante. Amanda, siendo una anciana, no había perdido ninguno de los rasgos que la identificaban. Su porte, su modo de caminar, ¡sus manos! ¡Rudas! ¡Fuertes! ¡Inconfundibles! Y la mirada, la que conservó desde niña hasta la muerte.
Se sintió amargada porque no reconoció a su sanadora. El chofer le dijo que no era posible que se hablaran y que por eso la Kori se había mantenido lejos, apartada para pasar desapercibida. Le explicó cuánto hubiera querido estar con ella, pero no podía arrimarse, el suboficial “Pérez” les había dicho que no hicieran macanas.
—Mucho alcahuete suelto –explicó el chofer–. Ella sana al Ilustre de todos sus males. No podía arriesgarse.
Amanda asintió satisfecha. Nunca supo quién mandaba esos yuyos y pócimas extraordinarias que alejaban los males de “La Reliquia”. La noticia de que la Kori cuidaba la salud del prócer le pareció extraordinaria. ¿Quién mejor que ella? No había ninguna igual, ninguna.
—¿Tu nombre? ¿Cuál es tu nombre? –Ansiosa Amanda le preguntó.
—¡Tiempo! –Exclamó el chofer. Con una mano sostuvo el volante y con la otra, como si se tratara de un rompecabezas que podía reunir con los ojos cerrados, rearmó el celular recolocando el chip y la batería en su lugar, y lo encendió. Los cinco minutos en que su señal desapareció se justificaban por el paso de una zona baja, una hondonada, especie de pequeño valle, donde las señales de los celulares solían perderse por las elevaciones que bordeaban esa especie de pozo verde. Desde entonces el hombre no volvió a hablar con Amanda, salvo las pocas palabras de rigor con las que respondía alguna pregunta o inquietud de la viajera. “Sí, señora; no, señora”, y poco más.
“Nada de nombres, de apellidos”, la regla se imponía sobre cualquier sentimiento.
A partir de entonces, Amanda entró en un letargo. Pareció dormirse. Como en el viaje de ida, aprovechó el largo del asiento para recostarse como si fuera un camastro. Por la autopista asfaltada a nuevo el viaje se hacía liso y el chofer, viajando sobre la mano derecha, mantuvo un suave ritmo que la ayudó a dormirse tal vez como hacía semanas no lo hacía. La noche desentrañaba una luna de árbol en árbol, y un manto inolvidable de estrellas asistió al paso del automóvil en dirección hacia la última estación, donde un destierro interior esperaría a la vieja ama de llaves hasta su muerte.

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