Los amores de Ámbar y Guadalupe, cap. 1 «¡Glock! ¡Glock!»

I

¡Glock! ¡Glock!

—¿Te creíste lo del pañuelito verde, lesbiana de mierda? Saludos de Dios, hija de puta…
“Hija de puta” fue lo último que Ámbar escuchó. En realidad, lo último que escuchó fue el estampido del arma disparando una bala. El golpe del proyectil la arrojó hacia adelante. Cayó de bruces, inconsciente. Pero no fue un disparo sino dos. ¡Pum! ¡Pum! Por la espalda, a la altura del corazón. El primer disparo atravesó el músculo, el pulmón y se encaminó al corazón, a perforarlo, girando sobre su eje. Llevaba la muerte en la punta; bala punta hueca, un champiñón de plomo a seiscientos kilómetros por hora. ¡Pum! ¡Pum! Un golpe, diría el peruano, como del odio Dios, tan fuerte, ¡yo no sé! Tomá tu muerte y andate, ¡hija de puta! ¡Andate! ¡Acá está tu muerte! Parece le hubiera dicho el arma desde su negra bocaza cuando le apuntaba siniestra asida por la mano asesina. El dedo jaló el gatillo con pura convicción de macho. Convicción de sicario. Jaló la primera vez. ¡Pum! Y sonó como un grito gutural surgido de un sarcófago negro.
El segundo disparo fue el golpe de un puño negro salido de una muesca más negra, la cisura por donde una condena escapó a estrenar su decisión de muerte entre los tejidos chamuscados de una herida redondita como una boquita pintada también de negro. Tal vez fue ese segundo disparo el que la mandó al piso de geta. Golpeó contra la baldosa con el lado izquierdo del rostro que se entumeció violáceo y adquirió la tersura de un fruto a punto de estallar por su exagerada madurez sanguínea.
“Hija de puta” Ámbar escuchó al tipo esa sola vez, pero seguro que lo dijo dos veces. Porque la muerte siempre llama dos veces. Una puteada por cada disparo. “Hija de puta.” “Hija de puta.” Lo de “lesbiana de mierda” fue una simple venganza. Una escupida salida del fondo de la tripa donde amasaba sus más perversos sentimientos misóginos. Hija de puta y lesbiana de mierda y ¡Pum! ¡Pum! “Las mujeres son una calamidad”. A la mierda, punto final “para vos, pañuelito verde”.
Ámbar no sabía si estaba viva o muerta. ¡Pum! Recordaba el sonido abriéndose paso para fugar hacia adelante su estridencia. El alboroto a su alrededor le pareció asunto de otra dimensión, el desquicio de un algoritmo que expulsaba sus números en todas direcciones. Ella tosía una confusión roja de sangre y la escupía entre pequeños coágulos que se trepaban hasta la boca desde el pulmón, pasando por la tráquea que estaba pastosa.
“Presión sanguínea 9/6, presión sanguínea 8/5, presión sanguínea, 7/4”, “se nos va, se nos va”. ¡Carajo! “Presión sanguínea 6/4”. “Un litro, mierda ¡un litro!”, “la pierdo, la pierdo.” ¡Carajo! Y cien metros para el hospital, tal vez ochenta, tal vez cincuenta. Al quirófano un pasillo largo como un misterio. Y sobre la cara una luz que la recibía con los brillos abiertos de par en par.
El que dijo que el segundo disparo tocó el omóplato y se desvío “¡por suerte!” fue el hombre de blanco. Delantal blanco, barbijo blanco, gorro blanco, rostro blanco. Un ángel se pudo haber visto si la luz no hubiera sido tan poderosa y cegara como cegaba, achicharrando las pupilas que luchaban porque los párpados no se vencieran definitivamente.
—Esta mina tuvo un culo a toda prueba –sentenció un enfermero que la miraba con curiosidad mefistofélica.
—Sí tuvo… –asintió el cirujano que se preparaba para intervenirla.
—Una Glock…
—¿Con una Glock?
—Una Glock 9 mm.
—¿Y vos cómo mierda sabés que fue con una 9 mm?
—Me dijo la naca cuando la levantamos de la calle. –El enfermero hablaba con apasionamiento.
—Le tiraron a matar, che. Andá a saber en qué quilombo está metida esta mina. –Dijo el cirujano mientras inspeccionaba un pequeño bisturí resplandeciente. Entre sus manos parecía más filoso y brillante que perdido entre toda la metalurgia fría del instrumental quirúrgico. Un brillito se cayó del borde del filo hasta la camilla en que estaba Ámbar, rodó por el piso y se perdió en un rincón donde se desvaneció.
—Es que ahora las minas andan en cualquier quilombo. Por ahí le metió los cuernos al dorima y el tipo la boleteó para que aprendiera. Pero se ve que se confió, porque no le tiró a la cabeza. Habrá pensado “con este fierro la hago mierda” y le tiró al cuerpo. Si le daba en el bocho estaba bien muertita la nena esta…
—Loco, le metió dos tiros, no fue para saludarla, la quiso matar.
—¡Ya lo creo! ¡Glock! ¡Glock!
Ámbar escuchó ¡glock! ¡Glock! ¿Quién llama? “Si alguien llama a tu puerta” ¿sería la muerte la que llamaba “glock-glock” golpeando con sus huesudos nudillos la última trampa de la vida? Esperó que la muerte se hiciera presente, porque como ya fue dicho ceremoniosamente: la muerte siempre llama dos veces, vaya a saber por qué.
¡Glock! ¡Glock! ¿Entonces? Muy simple, estaba muerta, y bien muerta. ¡Adiós amor, adiós! Y la mano de Guadalupe creyó sentir posarse sobre su frente y sobre sus labios los cálidos labios de su amor en un último saludo de despedida. ¿Llorar? Imposible, estaba como seca, desierta de lágrimas que tal vez se habrían agotado entre tanta sangre que llenó el pulmón colapsándolo.
De su muerte se convenció al sentir unos vapores que le tocaban la espalda como si se tratase de un hisopo de hebras de nube. Entraban por el hoyo que organizó la bala al penetrar y parecía hurgar el tejido del pulmón que había adquirido un color violáceo oscuro. Luego fue ese tubito largo que entró hasta el pulmón y por el que un líquido negrorojo salió con desesperación haciendo ruidos de burbujas espesas como sangre para el chocolate de todos los muertos.
¿No lo dijo el enfermero hacía un momento? “Bien muertita la nena esta”. ¡Y ella que creía escuchar un canto gregoriano que llegaba desde la intensa luz blanca que pasaba sus párpados como si fueran apenas de papel biblia!
“Parabellum, parabellum”, una voz recitaba en latín como si estuviera en misa. “Parabellum, parabellum”, repitió. Y de lo que quedaba de su memoria, mientras un poderoso somnífero la trasladaba a un lugar desconocido, surgió una línea de palabras, tal vez un verso o un fragmento de un verso que le dijo susurrando hasta desvanecerse: “leche negra del amanecer la bebemos al atardecer”.
Vio la leche negra del amanecer servirse en púlpito también negro en unas tacitas de porcelana tan delgadas y tan transparentes que le hizo creer que se romperían apenas las tocaran. Al púlpito se llegaba por una pequeña escalerilla que parecía confeccionada con unos huesitos insignificantes, tal vez de niñas púberes muertas luego de ser violadas.
“En la casa vive un hombre que juega con la serpiente que escribe”, se oyó el sermón del cura que servía la leche negra y que parecía un cuervo desde el púlpito oscuro, mientras un hombre sin rostro blandía una serpiente calibre nueve milímetros que se dejaban mecer de un lado al otro en señal de dominio y de poder sobre los símbolos del mal y su crujiente mordedura de plomo.
Ámbar se durmió asumiendo que morir después de todo era algo tan natural como beber la leche negra del amanecer, ese atardecer por la gran avenida, cuando sonó ¡glock! ¡Glock! La muerte dos veces desde su espalda hasta el pecho abierto, algo por encima de su seno izquierdo, como una escarapela negra.

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