Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, “Muerte de Amanda Da Silva”, cap. 4.5 “Un mundo de vivos”

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, “Muerte de Amanda Da Silva”, cap. 4.5 “Un mundo de vivos”

V

Un mundo de vivos

Reunió toda la información que pudo del viaje de Amanda desde la mansión hasta el geriátrico para su reclusión final. Estudió el camino, comprendió los paisajes, dedujo los olores, supuso sus pobladores. Ubicó a la mujer en los vastos escenarios de la marcha y trazó el paralelo con otras emigraciones hacia la gran ciudad. Fue minucioso y obsesivo.
Alguna de esa información provino del chofer, hombre de pocas palabras, poco accesible, tal vez demasiado reservado, condición que el jefe atribuyó a sus pocas luces. El hombre nunca se ofendió porque así se lo considerara, las personas poco apreciadas por su aparente inteligencia eran raramente tenidos en cuenta y, para su suerte, poco controlados. Cuando peyorativamente se hacía referencia a su inteligencia, recordaba una sentencia que su padre le dijo cuando era bastante pequeño:
—“Este es un mundo de vivos y gana el que más tiempo pasa por zonzo”. Llevate de mi consejo y vivirás largos años. Se lo dijo en su lengua natal, de la que conservaba gran parte en su memoria.
Fue en oportunidad de una discusión entre niños acomodados y niños pobres de un apartado lugar de la provincia. Los niños ricos siempre tenían razón por el solo hecho de ser ricos. Pero no eran ricos cualquiera, eran los grandes propietarios de tierras que eran ricos entre los ricos, de esos que nunca iba a pasar por el ojo de una aguja a diferencia del camello bíblico.
Los pobres, pobres entre todos los pobres, solo hablaban por hablar. Pero en su caso ese desprecio tenía un agravante, una doble desventaja. Ser pobre y descendiente de originarios, lo colocaba en una escala inferior a los demás seres. No era negro, pero para el común de los terratenientes, bien podía ser calificado como un “negro de mierda”, una categoría social establecida por los herederos de la sociedad colonial, la cual había dejado potentes rasgos en la ideología y la práctica de los gobernantes, fueran estos quienes fueran.

Su padre le insistía que solo la astucia sincera y metódica lo mantendría a salvo de la malicia de los poderosos. Y el chofer, desde esa infancia, había aprendido que la primera condición para pasar desapercibido era mantener siempre la boca bien cerrada y parecer que nunca comprendía el asunto que se estaba tratando. Cerrar la boca y abrir la mente, una virtud poco acostumbrada en muchas personas.
Así hizo el hombre cuando “Pérez y Pérez” lo llamó a declarar. Fue discreto y pareció de pocas luces. Relató el viaje desde la corta perspectiva de un chofer solo preocupado por los sucesos del camino. Después de todo, sabía que no se esperaba mucho de él. Era apenas un chofer que por sus conocimientos de aquellos parajes desolados fue recomendado en una circunstancia al coronel en jefe de la mansión para hacer con él algunos de sus viajes cuando era convocado por algún asunto a Buenos Aires. En escasas oportunidades lo llevó a los lupanares que frecuentaba. Pero al coronel en jefe le molestaba que fuera morocho y aindiado, eso, consideraba, lo menoscaba ante las prostitutas y otros parroquianos. Por eso solicitó otro chofer, de tez blanca, y en la medida de lo posible debía tratarse de un buen ejemplar caucásico, como los definió Blumenbach hacía largos años. Y aunque Gabineau exageraba un tanto en cuanto a las bondades de la raza nórdica, que era la que cuadraba plenamente en su solicitud, no dudaba que era la mejor y la que se había mantenido más pura, sin prestarse a la perjudicial práctica del mestizaje, tan extendido en todas las latitudes de la conquista americana de parte de los españoles, propensos a aparearse con la primera hembra que se cruzase en su camino. Cuando la hembra se hizo aren, el mestizaje se extendió como una mancha de aceite por todos los confines de los virreinatos. Nacieron de esa unión los criollos, los que al final pasaron a degüellos a sus ancestrales progenitores, y vengaron de ese modo a sus madres ultrajadas. Una lección que convenía no olvidar nunca, como aseveraba circunspecto el “coronel”, como lo llamaban todos los que lo rodeaban, mientras recontaba sus siniestras marcas a cada lado de su arma reglamentaria.
Su pedido fue rechazado de plano, lo que le provocó un berrinche insoportable. ¿Qué había hecho él para que le negaran el concurso de un sirviente blanco, rubio, de ojos claros? Incluso aceptaba que se lo seleccionara entre extranjeros de países exóticos, como Lituania o Letonia (no polacos, de los que desconfiaba), que siempre resultarían algo mejor que los paisanos de la zona, salvo que fueran judíos, otra “especie” de la que había que precaverse por su bíblica maldad. Los que se habían atrevido a crucificar a Jesús no podían nunca ser personas confiables. No los quería bajo su dominio y mucho menos en las proximidades de su casa.
Enfurecido con lo que él consideró una mezquindad de la comandancia a la que acusaba de reservarse a los mejores especímenes masculinos y femeninos de piel blanca para sus fechorías, golpeó a su mujer Encarnación, solo por descargar su ira. Las tres babas de diablo corrieron por la casona con sus artísticos ruidos de desgracias.
Los cajetillas de Buenos Aires, se arrogaban el derecho de gozar de la tersura de las pieles blancas y las vaginas y anos rosados, mientras a él le mandaban esos “opas” que poblaban los feudos de los propietarios y que siempre parecían abstraídos del mundo real, mascando coca todo el santo día, como si en la vida no hubiera nada mejor que hacer que succionar un asqueroso bolo de oscuras hojas con bicarbonato mientras se trabajaba en el arado, la siembra o la cosecha, y que se volvía una pasta “nauseabunda”, un “pastiche que solo esos tipejos” podían disfrutar y que les manchaba los labios y los dientes, lo que le provocaba una repulsión a veces incontrolable. Más de una vez deseó apalearlos como merecían, como repetía cada tanto con Encarnación para “espantarle la locura de la cabeza”, pero sus asistentes, muchos de ellos también descendientes de originarios y criollos, lo convencían de moderar sus instintos de clase.
Desde entonces el “coronel”, manejó su propio auto y así se movía entre burdel y burdel sin inconvenientes, al tiempo que crecían las incisiones en el arma.
Otras informaciones la aportaron los alcahuetes de cada parador. De algunos relatos “Pérez y Pérez” desconfió al oír la primera explicación.
Sabía, porque comprendía de manera bastante precisa la realidad, que eran puras invenciones que los soplones imaginaban para impresionar a ese jefe de Buenos Aires que tomaban por incrédulo burócrata (como tantos otros que habían conocido), el que, suponían, se iría satisfecho de haber escuchado lo que quería escuchar. Pero ese jefe no buscaba una satisfacción personal en el chisme, quería datos precisos, detalles solo perceptibles para quien fuera un agudo observador, y le diera pistas reales que lo ayudaran avanzar en su tarea. Cómo era el rostro de la mujer observada, si relajado o tenso; cómo su andar, si altivo o vencido; cómo sus palabras, si enérgicas o medrosas. Si su mirada brillaba aún sin luz o era oscura como la oscura y reseca de los muertos en vida. Necesitaba detalles verdaderos que lo ayudaran a llegar a la esencia de aquellos acontecimientos por el camino del conocimiento indirecto, privado de la experiencia directa de sus cinco sentidos.
Despejar lo verdadero de lo falso, lo real de lo fantasioso, lo útil de lo inútil le llevó un buen tiempo, pero lo esencial le fue vedado definitivamente. Entonces se refugió en Descartes. Se cuestionó si había algo verdadero en ese mundo en el que él transitaba y del que le tocaba extraer algún dato confiable. Se resistía a adquirir la certeza de que en él no había ninguna verdad. La duda era el motor de su desconfianza, y empezaba por considerar falso todo aquello que le presentaba el menor, incluso insignificante, motivo de duda. Tomó a la duda como el timonel en el viaje en búsqueda de la verdad.
Edulcorado en la decepción, citó a Antoine de Saint Exupery cuando afirmó en su obra que “lo esencial es invisible a los ojos”. Y aunque era una sentencia que resultaba empalagoso a su paladar intelectual, le parecía ajustada para esa contingencia.
Solo un verdadero recitador, no un preludiante, uno que pudiera responder sus preguntas como si dialogara con el coro de la tragedia y que por medio de vigorosos y vívidos relatos revelara la verdad de esos sucesos, podía haber despejado sus dudas y enriquecido sus conocimientos.
Ese recitador sí podía haber resumido el último viaje de Amanda y así complacer con la calma del conocimiento al inquisidor que llevaba dentro de él, pero que había aplacado en largas jornadas de servicio al Estado (los verdaderos inquisidores podían transitar por la multitud y considerados santos varones inofensivos). Pero no había tales recitadores que al son de irreales músicas y subidos a magníficos coturnos le transmitieran los sucesos acaecidos en esa expedición. Debía conformarse con la escasa y amarreta información a la que había accedido.
En algún momento especuló con que la propia Amanda podría haber escrito en un diario personal los avatares de todos sus últimos días. Pero Amanda nunca llevó adelante una contabilidad semejante durante ningún período de su vida. No le preocupaba dejar testimonio de su paso por el mundo de los vivos, y mucho menos de quien estuvo a su cuidado. Así lo acreditaban las escasas hojas conocidas como “Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva”, de las que, como se sabe, no había ninguna seguridad que le pertenecieran. Los que buscaban encontrar en ellas revelaciones trascendentes, vieron frustradas sus aspiraciones al correr la lectura de las primeras líneas.
Quienes siguen la historia de cerca creen con algo de entusiasmo y mucho de su propia cosecha, por qué negarlo, que el viaje aquel se desarrolló más o menos del modo siguiente:
El automóvil avanzaba a una velocidad casi sorprendente para Amanda. Recordaba su viaje de llegada que, comparado con ese, parecía haberlo realizado en cámara lenta. Todavía podía repasar una a una las postales impresas en su memoria de aquel viaje, el movimiento de la luz caliente del sol subido al cielo como una fruta de oro, el olor de los vientos polvorosos y el sonido esencial que solo se podía apreciar en silencio, dejando que cada cosa sonara a su manera. Pensó que tal vez el tiempo por aquel entonces transcurría de un modo diferente y que ella recién podía apreciarlo. Fue cuando leyó la carta de Miguel, la que venía dentro del sobre color rojo, aquella en que la negó como su hija, entre otras revelaciones. Amanda nunca pudo disimular que esa confesión la impactó por su crueldad y sospechó que en ese dolor tal vez estuviera la razón de su distorsionada percepción del trascurrir del tiempo en aquella oportunidad.
La última vez que viajó en un automóvil fue para hacerse cargo de la muerte de Encarnación y se trató de uno que se desplazaba a una velocidad mucho menor. De eso estaba completamente segura. Pero de aquella oportunidad sabía que no se trató de una impresión equivocada de la velocidad del automóvil.
No estaba en condiciones de explicar si eso fue la consecuencia de un motor menos potente, o que aquel chofer no tenía ningún apuro en completar su viaje, esperando que Encarnación llegara muerta. Pero si Amanda debía inclinarse por una de las dos opciones lo haría por la última. La mujer muerta no podía decirle a nadie qué le había ocurrido.
De todos modos, a donde se dirigieron, nadie se hubiera alarmado por su patético relato. En donde la patria se extiende más allá de su horizonte, como en cualquier otra de sus latitudes, la muerte de un originario, un negro “catinga”, o una mujer después de ser abusada, siempre era por culpa de la víctima quien, de seguro, había provocado el desgraciado suceso. Los indios, por ignorantes. Los negros “catingas”, por taimados. Las mujeres, por putas.
Contra ellos, imponer castigos por propia mano, no solo estaba amparado por una benigna ley consuetudinaria heredada de los encomenderos devenidos en terratenientes modernos, sino que encontraba acogida favorable hasta en los jueces de los tribunales de la región, jueces que dictaban sus fallos teniendo en cuenta lo que llamaban “una enraizada tradición cultural”.
Ellos dirían en sus sentencias: “Indios ignorantes, negros “catingas” taimados y putas perversas que se complacen en excitar la hombría de inocentes padres de familia, hubo y habrá hasta el día del juicio final. No viene nada mal, cada tanto, hacerles entender qué lugar ocupan en el orden natural de las cosas”.
Amanda salvó el cadáver de Encarnación, el que debió ser cremado de acuerdo a la orden que le dio el coronel en jefe antes de partir. Lo escribió en una de sus obscenas “Orden del día número…” que le ensartó en un bolsillo de su ropa sin importarle cómo ella podía hacer cumplir su mandamiento.
Sin embargo, desde el mismo momento que cargó a Encarnación en el automóvil para llevarlo al lugar donde moriría, fue dispuesta a desobedecer el mandato de su jefe.
Encarnación tenía en su extraordinaria musicalidad algo de ave y Amanda deseaba que así se conservara su cuerpo como si se tratara del sagrado colibrí que adoraban los incas. El Hanan Pacha mensajero de los dioses, sería su íntimo e insobornable testigo.
En cierto modo, la mujer tuvo algo de mensajera del mundo de los cielos, alucinando con su música la fuga a través de un hueco en la pared abierto con el modesto taco de su zapatito, a un mundo de encantamientos. Amanda creía que merecía ese gesto de veneración póstuma. Esa ama de llaves que siendo niña tocó a Bach con la puntita redonda de sus infantiles dedos, cuando hizo sonar “Los preludios…” en el enorme órgano del atrio de la iglesia del internado, bajo la alegre mirada del cura concertista, no podía imaginar otro descanso póstumo de su desquiciada patrona.
Logró convencer a paisanos de la causa para que, entre las pequeñas tumbas de esos primorosos cantores, quedara su féretro oculto. Allí podía haber grabado como epitafio: “¡Pero mi misterio está encerrado en mí, mi nombre nadie sabrá!”, el mismo que señalaría su tumba si acaso la tuviera cuando muriera.
Muchas noches escuchó a Encarnación consolar a Guadalupe acosada por el miedo y el dolor, cuando arreciaban las tres babas de diablo contra su infantil cuerpecito, cantando con su voz melodiosa y brillante el “Nessun dorma”, el mismo himno de victoria que aquella secretaria le dijo a Amanda que estaría presente a lo largo de toda su vida y en el momento preciso de su futura muerte.
Encarnación y Amanda estaban, por extraño que resultara, unidas de algún modo por el mismo destino, signadas por los desvaríos del mismo hombre. Una, la esposa y madre de sus hijos, hasta quedar deshecha tras una golpiza mortal. Ella, por cincuenta años de servidumbre, al abuelo, primero y luego al hijo de su hijo, ambos jefes de aquel reducto estrafalario. Ellas podían haber cantado a dúo los versos premonitorios que decían: “Mi nombre nadie sabrá… ¡Y nosotras, ay, deberemos, morir, morir!”
Indicó en una enigmática clave el lugar preciso donde hallar la sepultura de la mujer. Solo la providencia sabía si Guadalupe llegaría a descifrar ese acertijo que comenzaba diciendo: “Nueve buscan once. Nueve por once es el camino”. Pero ese ya no era asunto suyo. Vieja estaba como para encontrar a la muchacha perdida y aleccionarla sobre el lugar sagrado donde descansaba la martiriza Encarnación.
Desde que la niña Guadalupe se marchó al colegio de unas monjas protectoras para quedar pupila, no volvió a saber más de ella. Ella misma despachó a la niña con su sobre de seda azul atado a la cintura, oculto bajo la ropa a la altura de su vientre; donde atesoró los cartoncitos escritos con su pequeña letra que se emboscaba en ininteligibles inscripciones cuneiformes. Eran aquellos textos que muchos años después Guadalupe publicó con el nombre de “Palabras como filos”, y que ni el famoso adivinador de su tío pudo descifrar cuando dio con ellos entre los trastos viejos de un precario cobertizo en casa de sus padres adoptivos.
Amanda no sabía qué ruta seguían, y aunque se esforzaba por descifrar el camino, no lo lograba. Aquella por la que iban no recordaba haberla recorrido hasta entonces, pero eso no le daba ninguna seguridad de estar en lo correcto. Ni sus ojos veían como antes, ni su memoria estaba al resguardo de un olvido. La que la llevó del retén a la casona era de tierra con manchones de pedregullo surgido de la ruptura de las grandes rocas agobiadas por el calor excesivo. Por la que iban estaba asfaltada.
No reconocía el paisaje a pesar de su esfuerzo. Esa irrupción de tierra y piedra por la que se dirigió a su destino hacía tantos años atrás y que se abría hacia el horizonte como un terroso puñal, había desaparecido por completo. El sol ya no asomaba su latitud perfecta por el balcón de unas nubes que habían perdido su aspecto de paloma.
Al frente, el camino se dibujaba como una serpiente negra. Pero del huraño retén envuelto en la arrogante arena roja no se podía apreciar ninguno de sus cuatro altos miradores. El fantasma de Mediolazo recriminándole su patada en las pelotas lo despachó tan rápido como en aquella oportunidad. Para espantajos amargados le sobraría el tiempo en su reclusión en Buenos Aires; si quería visitarla, allí lo esperaría dispuesta a patearlo por toda la eternidad.
A su derecha no quedaba ni el recuerdo de ese ligero humo que surgía de la quema de los insectos incinerando sus patitas en las piedras ardientes. Y a su izquierda, había cesado el temblor de las escorias rozándose contra el lomo de una prominencia cobriza que se hundió hasta casi desaparecer. Atrás, ya no se veía la entrada al pueblo donde se elevaba el enorme caserío donde quedaron el suboficial “Pérez” y su amada reliquia.
Ni el chofer ni Amanda estaban para conversar. El hombre, de rostro adusto y mirada severa, llevaba la vista fija al frente, y cada tanto, más como un acto reflejo que como un gesto de curiosidad, miraba por su espejo retrovisor comprobando si la anciana viajera se veía cómoda. Era un hombre alto, fornido, de amplias espaldas y cuello grueso y firme. Aferrado al volante atento al camino, en algo la hacía recordar a Frutos “Pérez”.
Ella, apoyado sobre sus piernas, mantenía aferrado con sus artríticas, pero muy rudas manos, el pequeño bolso en el que llevaba algunas pocas y paupérrimas pertenencias. Dentro del corpiño, el papelito con las respuestas que esperó durante más de cincuenta años.
En el auto no hacía calor, el aire acondicionado que el chofer había graduado de manera moderada, la mantenía fresca sin exagerar. Ella estaba habituada a los calores extremos. En aquella región disecada, al tiempo que los clamores de los hombres y mujeres que fueron sepultados vivos por los conquistadores llenaban sus oídos, se fue curtiendo y haciéndose indiferente a esas altas temperaturas que desertizaron hasta el menor de sus pellejos. Su cuerpo se había habituado al agua escasa y tomaba a risa cuando los destinados la comparaban con los camellos capaces de vivir sin agua durante largos períodos.
El chofer le informó que en unas horas más harían un alto en el puesto de los “Pérez”. Allí, si deseaba, podía descansar lo que necesitase. Tenía autorización para hacer las paradas que ella le reclamara, atendiendo a su edad.
Amanda agradeció la deferencia. Se cuidó muy bien de preguntar por sus viejos conocidos. Descontaba que Abundio y su esposa, la Teresa, habían muerto. En cuanto a Juan y Frutos dudaba. Los indios esos eran duros como las piedras y cuando los conoció no eran tanto mayores que ella. De todos modos, tenían que tener cerca de los noventa años, al menos eso creía.
Amanda deseaba que Frutos aún viviera, era como si una parte de ella se hubiera quedado en ese protector suyo. Fuerte como ninguno, la cargó en sus brazos cuando la tormenta. De no haber sido por él, era probable que no hubiera sobrevivido. Nunca le agradeció como debía, soberbia de porteña, se recriminó. Frutos era pura fortaleza vilela. Si lo viera le diría sus versos:

Waqha. Lengua waqha.
Lengua y labios Waqha.
Dientes waqha.
Waqha nómade.
Manos waqha, de callosos dedos

La única que a su juicio podría estar viva era la Kori, aunque su mal de chagas bien podría haberla liquidado agrandando su corazón hasta estallarlo. De haber esquivado a la muerte, de seguro sería la mejor curandera de la región. Sus habilidades deberían haberse acrecentado con el paso del tiempo. No había secreto en el asunto de curar los males que dominaban esa parte de la patria lejana.
Arribaron a la ranchada antes de que el sol empezara a declinar. Amanda se sorprendió al ver que los ranchos en nada se parecían a aquellos en los que ella había estado y donde la habían salvado de sus penas del pulmón y la alta fiebre que la consumía. Aún recordaba el sabor nauseabundo de ese remedio rojo que se camuflaba de llajwa y que la sacó de su desmayo para regurgitar el pastiche que la Kori le había derramado hasta el fondo del garguero, envuelta en una manta y otra manta y toda recubierta con un rojo poncho salteño de trama cerrada.
Los humildes ranchos habían sido reemplazados por otros, más amplios y modernos, aunque conservaban cierto aspecto tradicional. Habían desaparecido la enramada que cubría la cocina, el habitáculo donde bañarse y el retrete donde hacían sus necesidades, todos levantados a una buena distancia del rancho para no llenarlo de olores desagradables.
Ninguno de sus moradores le eran conocidos. Eran tres hombres y dos mujeres, el mismo número que cuando moraban allí Don Abundio, Teresa, Juan, Frutos y la Kori, pero no podía reconocer en ellos a verdaderos paisanos. Eran amanerados y parecían artificiales, raros muñecos entrenados para simular inocentes lugareños. Seguramente, alcahuetes de la Agencia listos a informar de cualquier novedad que se produjera en ese obligado camino en dirección a la gran casona.
Descansaron por más de dos horas. Comieron algo ligero y bebieron unas bebidas refrescantes que Amanda nunca había saboreado. Las gaseosas no eran parte de los suministros que llegaban regularmente a la mansión. Las conocía de mentas, pero nunca las había probado. Algo de agua fresca y abundante vino bueno nunca le faltaron, pero las gaseosas no eran provisiones. Cuando las saboreó le causaron cosquillas en la boca.
Le pareció que el chofer debió abonar lo que habían consumido. Una modalidad nueva para ella. En su tiempo, el personal de la agencia no debía gastar su dinero cuando estaba en operaciones. El chofer le explicó algo sobre la tercerización, pero Amanda quedó confundida sobre ese asunto. Ella no llevaba dinero encima. Desde hacía años había prescindido de usar dinero y no sabía siquiera cuánto había ahorrado en todos esos años de servicio. Salvo lo que gastó para comprar un piano que le obsequió a Guadalupe, nunca había necesitado de su sueldo.
Libros y diarios estaban prohibidos en la casona, pero los “Pérez” los suministraban con discreción. Eso le había permitido a Amanda mantenerse informada y evitar que su cerebro se marchitara con el paso del tiempo. Ellos le entregaron cuadernos y lapiceras con los que, se creía, ella escribió algunos versos y tal vez testimonios de los que no tenemos conocimiento de su existencia.
Las reuniones de la Logia en el cubil donde custodiaban a “La Reliquia”, le permitieron seguir día a día todos los sucesos que acontecían en la mansión. Salvo cuando el coronel en jefe volvía de sus orgías y entonces todos se recataban, las reuniones eran periódicas y en ellas se trataban diferentes asuntos de importancia.
Amanda logró convencer a los “Pérez” que le trajeron textos en inglés y francés. De ese modo mantuvo frescos esos idiomas en su mente, lo que le dio cierta tranquilidad entre tanta soledad. Leyó con fruición a Shakespeare, a quien podía repetir de memoria, y luego se enamoró de la poesía de Rimbaud, una extravagancia para ese lugar apartado del mundo.
Allí estudio las guerras calchaquíes de las que le habló por primera vez Juan “Pérez”, quien le mencionó al líder guerrero Chalimín. Ella escribió:

Chalimín marcha a Fátima cargado de combates.
Es el bravo Chalimín. Aun lo siguen
Los primeros doscientos azotados
Con sus heridas abiertas como surcos
Diseminados de pueblo en pueblo
De la mano del verdugo.1

El cabo “Pérez”, quien la recogió en el retén para conducirla hasta el caserío, le habló de Viltipoco, el legendario guerrero que sitio Jujuy harto de los atropellos de los encomenderos.

Viltipoco, hijo de Purmamarca, mira
Desde la cúspide ríspida de las piedras seculares
La libertad debatirse en la Encomienda.
Viltipoco de arcilla,
Sitia Jujuy emboscada en el nombre del Salvador.
San Salvador trae la esclavitud entre sus dedos,
San Salvador trae la esclavitud entre sus dientes,
San Salvador trae la esclavitud en sus alforjas.
Suena su nombre como una espada ciega de sangre
Milenaria, el músculo se evapora como un agua
Sutil de la raza deshecha hasta la nada.2

Bebidos y comidos, el viaje podía hacerse más llevadero. El chofer le preguntó si sentía con fuerzas para continuar. Amanda nunca se sintió sin fuerzas. Su vejez bien podía decirse, era extraña, porque sentía el achaque de los años, pero su predisposición a enfrentar desafíos no había mermado con el paso del tiempo.
—Usted manda, amigo. –Le dijo en confianza–. Yo no manejo, solo soy una vieja pasajera que hará lo que usted disponga.
El chofer le propuso seguir viaje hasta un nuevo puesto, a mitad camino entre la segunda posta y el antiguo puesto de los “Pérez”. Un parador intermedio que permitía un buen descanso. Le dijo que allí servían unas exquisitas empanadas doraditas por fuera y muy jugosas por dentro. Amanda aceptó con beneplácito la propuesta del hombre.
Al partir, los lugareños se arrimaron para saludar; solo entonces perdieron algo de esa condición artificial que ella percibía con indisimulable desagrado. Trataban de parecer entusiasmados por la visita y se despidieron agitando sus manos saludando como si se trataran de viejos conocidos. Una irreal confraternidad. Luego de despedirlos salieron disparados cada uno a informar por separado lo que habían visto y oído y de sus impresiones personales.
Amanda volvió a acomodarse en el asiento posterior, pero esa vez se ubicó casi al medio, justo en la línea de la visual del espejo retrovisor, desde donde podía apreciar mejor los gestos en el rostro del chofer, quien parecía haber abandonado un tanto su exagerado comportamiento marcial. Cuanto más lo miraba, más le recordaba a Frutos.
La ruta por la que descendían hacia el nuevo parador, conservaba algunos rasgos del viejo paisaje que conoció más de cincuenta años atrás. Algo había en el ambiente que le devolvía de aquella travesía bajo una tormenta de portentosas formas, colores, olores.
Y al evocar el camino hecho años atrás, sin proponérselo, volvió a escuchar a la “La Reliquia” describir su propio descenso hacia Buenos Aires, a donde marchó para morir en la vieja casa familiar.
Amanda recuperó esa voz, preguntando a los que estaban a su alrededor cuidándolo:
—¿Es hoy 11 de noviembre?
Y lo recordaba repitiendo intrigado esa misma pregunta una y otra vez, sin que la respuesta del ama de llaves o de alguno de los “Pérez” asignados a su custodia, despejara las dudas que lo atormentaban.
Pero ella sabía a qué se refería el ilustre. Fue un 11 de noviembre de un año perdido, en que se sublevó completa la guarnición que acampaba donde moraba enfermo y postrado. Él no podía recordar el año, pero sí el día fatídico: un 11 de noviembre. Aún podía oír el ruido del casco de los caballos golpear enardecidos el suelo resecado mientras las balas atestaban el aire con sus calientes zumbidos.
Ese día, un capitán que integraba alguno de los piquetes que componían la guarnición, un tal González, Abraham González, de quién no tenía mayores conocimientos ni por su grado ni por su participación en las gloriosas contiendas de la independencia, (y a quien los posteriores escribidores de la historia lo retratan como hombre vulgar, charlatán, de malas costumbres), se dirigió a donde el huésped estaba reposando en busca de algo de tranquilidad para su disminuida salud. Como era de su costumbre, alumbrado de una modesta luz, velaba la noche entre algunas lecturas que repetía con cierta frecuencia, recuperando momentos de su brillante ilustración pasada. Al entrar la tropa en turba, armados frente aquel casi despojo de verdadero hombre, sin llegar a incorporarse, apenas bajando el libro de lectura y alzando suavemente su blanca mano, recordaba que preguntó:

— ¿Qué quieren de mí? Si lo que buscan es terminar con la vida de este modesto soldado para alcanzar la tranquilidad pública, tómenla, bien muerto estaré y se pondrá fin a este estado de anarquía que sucumbe la nación y enferma mi vida desde hace un tiempo considerable –. El capitán González no se sintió en la obligación de responder al huésped; solo mandó remachar en el acto una barra de grillos, en circunstancias en que sus hinchadas piernas no podían soportar ya ni el roce de las sábanas.
El médico de cabecera y amigo personal del recluso, reclamó enérgicamente ante ese acto de barbarie innecesaria para un hombre que no podía escapar ya a la inevitable muerte que lo acechaba desde la juventud temprana. En el fragor del combate o en la cruel enfermedad, la muerte lo rondaba anhelante desde siempre.
La queja obró como un acicate para algunos miembros de la soldadesca que convinieron en no someter al doliente a ese tormento. González, en franca minoría, aceptó, pero dispuso una celosa guardia a la puerta de la habitación, a pesar de que sabía que aquel no estaba en condiciones de caminar ni medio metro por su propia voluntad.
El reo, entre sueños, oía el repiqueteo agudo de las campanas de la ciudad. No tocaban por él ni por ninguna de las hazañas pasadas de la patria; una rebelión entronizaba un nuevo jefe y prometía un nuevo horizonte. El jefe revolucionario, al tomar conocimiento del cruel ensañamiento con su viejo conocido, dispuso su libertad y dispensó algunas consideraciones para que pudiera emprender su último viaje, a morir en la misma tierra en la que nació.
Murmuraba en voz baja, apenas como una melodía silbada, recordando que emprendió el retorno por el mes de febrero de un año olvidado, cuando el calor arreciaba y la humedad agravaba sus artrosis hasta hacer el dolor insoportable. Dijo que amaba esa tierra que abandonaba como la suya propia, pero estaba tan dejado a la buena de Dios y olvidado, que incluso morir allí mismo le parecía inmerecido para su hombría. Solo con su médico, dos fieles ayudantes y el capellán militar (González para su suerte no fue de la partida), partió cierto día de aquella tierra azarosa y emprendió lo que él imaginaba como el viaje final hacia la muerte misericordiosa.
Cuando hacían un alto en las fondas esparcidas como al azar por los interminables caminos que circulaban del norte a Buenos Aires, había que cargarlo como a un lisiado hasta el catre que en algunas oportunidades conseguían para su descanso. En todo el viaje no encontró ni el repudio nacido del odio y el fervor de la guerra intestina, ni el reconocimiento ni el amor que se suponía debía haber cosechado en los largos años de servicio incondicional a la causa pública.
Pero el viaje de Amanda era aún más anónimo que el de aquel General despreciado por sus contemporáneos y que marchaba enfermo a enfrentar su destino. Nadie reparaba en la presencia de esa vieja mujer acompañada de un hombre adusto, de gesto duro, reconcentrado en su silencio.
Ella conocía el sistema de sobra, lo entendió desde que pisó por primera vez el pantagruélico edificio de la Agencia, de espalda a la ribera del gran río, cuando el interrogador con cabeza en forma de pepino y rostro de roedor la humilló hasta el cansancio para quebrarla y hacerla desistir de su aspiración de ingresar a la Agencia.
Nada debía estar librado al azar, aunque la vida le demostraría que toda esa supuesta meticulosidad en la planificación, fracasaba muchas veces burlada de la manera más simple que se podía suponer. Basta la valentía como escudo para que todas las triquiñuelas de la agencia se derrumbaran como castillos de naipes. Y Amanda, si algo era, era valiente. Muy valiente.
Para reponerse del largo viaje no descansaban en cualquier parador, solo lo hacían en aquellos controlados por la Agencia, que había tomado su recaudo, como correspondía a los protocolos establecidos y que venían hacer algo así como la tabla de los mandamientos de los burócratas. “No pararás en cualquier lugar”, “no beberás cualquier agua”, “no te enamorarás de cualquier persona”, “no pensarás en cualquier recuerdo”, y así sobre todos los asuntos terrenales y espirituales.
Cuando a pedido de la vieja mujer el chofer debía detener la marcha, respondía escueto de la misma forma:
—Sí, señora. –Y sin agregar una sola palabra de más, esperaba llegar a alguno de los lugares que la agencia le había marcado en su itinerario.
Desde que descendían del automóvil y hasta que retornaban a él para proseguir su camino, con alguna discreción, poca, porque no les preocupaba cuidar las formas con ella, eran observados por guardias mal disimulados como parroquianos del lugar.
Ellos, procurando parecer distendidos y anónimos, se dedicaban a observarla ingresar con su paso lento y artrítico para dirigirse a una mesa en silencio, acompañada de un hombre de tamaño ciclópeo que la seguía inquieto por su fragilidad. Y Amanda les devolvía la mirada haciéndoles notar que sabía muy bien de quienes se trataba. Entonces los vigilantes, bajaban la vista, se concentraban en el vaso de gaseosa o cerveza que tenían delante, o si se trataba de una pareja simulaban arrumacos poco creíbles, y procuraban pasar por personas a las que no les interesaba otra cosa que sus propias cuitas.
Amanda sabía que era inútil especular con un escándalo, una trifulca entre una vieja y un hombrón tratando de someterla en plena calle a la vista de lugareños ajenos a la trampa. Era una posibilidad con la que especuló, no por el éxito de su acción, sino por el solo gusto de mantenerse impredecible, ingobernable. Algo de diversión tampoco le vendría mal tras tantos años de amargura a las órdenes de ese pervertido.
Se dijo a sí misma “vieja pero nunca rendida”. Y le gustaba hacer honor a sus deseos. Podía gritar tres veces, como cuando era niña y acosaba a quien, por entonces, creía su padre, repitiendo sus preguntas tres veces, cada vez con mayores ínfulas, hasta obligarlo a responder lo que ella quería. Gritaría tres veces “¡socorro!” y esperaría a ver el rostro demudado del gigantón a cargo de su traslado y de esos falsos lugareños presentes en el lugar como pésimos extras de una pobre representación teatral.
Pero a Amanda solo le quedaban en su vida tres incógnitas que revelar: el verdadero nombre de su madre, el de su padre biológico y el de ella misma. Eran las únicas tres preguntas que la inquietaban y las tres únicas razones por las que no haría un escándalo para satisfacer su vanidad.
En su pecho estaba el papelito que le dio el suboficial “Pérez” antes de partir. En su corpiño, bien guardado, esperando la oportunidad de poder leerlo sin que esos ojos escrutadores adivinaran sus movimientos y la privaran de ese conocimiento tan importante para acabar su vida sabiendo quien era. Porque ella sabía cómo había sido bajo el nombre de Amanda Da Silva, y sabía a la perfección qué hizo y qué no durante décadas esa ama de llaves condescendiente y amorosa.
Pero necesitaba saber de dónde venía para completar el circulo áulico de sus esfuerzos. Eso cerraría definitivamente el ciclo de su vida y explicaría quiénes fueron los que la pusieron en este mundo para librar los combates que había librado. Aquello de que “era el fiel retrato de su madre”, no le alcanzaba para morir en paz. Quería respuesta a tres simples preguntas. “¿Cómo se llamó mi madre?” “¿Quién fue mi padre?” “¿Cuál es mi verdadero nombre?” Quien fui para saber quién soy, de dónde vine, para saber a dónde voy.
Los años de experiencia la indicaron que no valía la pena arriesgar esa confidencia tan importante, por una empresa condenada de inicio al fracaso. Una vez que la hubieran reducido, le quitarían sus ropas y darían con el pequeño papelito con los datos tan preciados y allí terminaría todo. Eso frustraría una muerte serena, y lo peor, amenazaría la seguridad de los “Pérez”, porque era muy fácil deducir que ellos y solo ellos, podían haberle suministrado esa información.
Además, estaba segura de que, aunque armara la batahola más grande que pudiera, a nadie le interesaría entrometerse en asuntos ajenos. Solo ver la contextura del chofer-guardia hubiera hecho desistir a cualquier de inmiscuirse en un asunto para el que nadie lo había convocado. Pero, aunque ella hubiera gritado desesperadamente para pedir ayuda para que la liberasen de aquel que la retenía para llevarla a su última y definitiva prisión, nadie habría acudido ante su clamor. ¿Quién prestaría oídos a una “vieja loca”? Porque “vieja loca”, era lo que se diría contra ella en todos los lugares donde se detuvieran para descansar, comer o beber. Una “vieja loca”, se diría a viva voz, que juraba haber cuidado durante casi sesenta años de un General muerto hacía casi doscientos años, sepultado “al pie de la pilastra derecha del arco central del frontispicio de la iglesia”.3, en su ciudad natal. Solo una “vieja loca” podía sufrir tal delirio. Y los lugareños, entre asustados y risueños (estados emocionales a los que mueve la presencia de alguien a quien se sindica como loco), mirarían a la pobre mujer más que con compasión, con curiosidad, tal como se aprecia a un raro animalito aparecido sin ton ni son, en medio de un villorrio ignorado. Todos clamarían al dios “Haloperidol” para que remediara ese desvarío que venía a alterar la paz anodina del poblado.

El suyo era asunto sentenciado de antemano: las “viejas locas” van a los asilos a terminar sus días porque es el único lugar en donde deben estar.
Además, ella era una muerta en vida que es siempre la peor manera de morir. Amanda lo supo desde que vio su propia muerte en un modesto certificado oficial.
Murió una noche lejana cuando el incendio de su modesta casita de madera canadiense. Así estaba estampado en su certificado de defunción rudamente sellado, donde quedó escrito en letra de elegante caligrafía su nombre “Amanda”, su apellido “Da Silva”; su número de Libre Cívica, su supuesta fecha de nacimiento y la falsa fecha de su falsa muerte. La causa: “carbonizada en incendio accidental”. En el prontuario, un detallado relato del desgraciado y penoso accidente. Un puro relato de la atribulada imaginación de un burócrata de la agencia. Junto a él, una nota periodística de un medio local que publicó lo que se le ordenó por unos pocos pesos como recompensa.
De ella, decía el informe, no quedó ni una mancha negra y pegajosa con la que identificar la que fuera en vida una joven y bella muchacha. Nada que preservar, ni una ligera ceniza que llevar a una hipotética sepultura, como habrían querido sus dolientes amigas alemanas.
Pero su viaje, más que parecerse al del ilustre, se asemejaba al último de los kilmes, desterrados de su patria, encadenados de manos y pies, llevando entre sus escasas pertenencias los pequeños cadáveres de sus pequeños hijos, mutilados por los conquistadores que arrasaron sus dominios y los expulsaron hacia una tierra para ellos tan lejana como ajena.
Ella era una desterrada más; como aquellos kilmes vencidos, llevaba portentosas cadenas que, aunque invisibles, aprisionaban sus muñecas y sus tobillos y por las que quedaba sujeta al destino decidido en los burocráticos vericuetos del sistema de claudicación nacional, enmascarado en esa agencia. Descendía a la ciudad estacionada a orillas del Río de la Plata, donde fue a buscar su final también su ilustre protegido. Él, sobreviviente glorioso de los avatares de la patria nueva, flameando altiva, tan “azul un ala” como canta la aurora, y ellos, agotados de la insoportable travesía hasta las orillas del extendido río, pampa de agua, pampa de barro, sacudido por la rabiosa sudestada, llegada desde los confines de los mares australes.

Río de la plata iracunda,
Río de la sangre derramada,
Rio de la sed de los sedientos,
Río de la cólera,
Río de los odios,
Río de los muertos espectrales
En un sancti spiritu famélico
En el que se devoraban unos a otros los usurpadores.4

Mirando el paisaje a través de su ventanilla, mientras avanzaban hacia el destino final, repasó esos versos que guardaba en la memoria:

Kilmes crecen su fortaleza
De salvajes vientos y piedras seculares
Entre cerros. En cacán repiten cerros
Entre cerros de sangre. Llueve una bruma
Tormentosa que se amontona sobre la piedra
Lisa como el lomo del viento.
La ventisca suena seca entre los valles.
Los hombres oyen la intimidad de las espadas,
La materia invasora de los yelmos,
El ronco quejido de los cascos sangrando,
El sacerdote sonando la campana guerrera.
Alonso Mercado y Villacorta
Sentencia para siempre el destierro
Implacable después que rodara la granada jugosa
De la sangre de los kilmes en batalla.
Los conquistadores clavan la espuela
En la panza agobiada de los raquíticos caballos.
Cabalgan oscuros a pesar de las hogueras
Que se hacen ondeantes besos de la muerte,
Y entre sus labios, las aldeas caen bajo su prepotencia
Que incinera las geografías creadas
En tiempos sin memoria, cuando reían
Los hombres y mujeres desnudos como arcillas
Dulces y clamorosas sin prejuicios.
Los hombres: en su naturaleza formidables.
Anchos los pechos,
Largos lo brazos,
Duras las piernas,
Altivas las cabezas
De orgullos cacicales.
Las mujeres: útero de flor secreta
Unánime materia de un ovulo guerrero
Y un esperma de piedra silenciosa.
Prodigios en ruda anatomía
De ojos, lenguas, manos, corazones
Listos para la lanza palpitante,
Para la flecha espinosa,
Para el golpe invisible
Y el galope secreto.
Aprenden el lenguaje de la guerra implacable
Del invasor que llega en nombre
De una monárquica carnicería
Con su corona de puñales sangrantes.
Aprenden el alfabeto de la muerte extranjera
Que es la palabra del hierro del tormento,
Con su ruido de azufre en el candente hierro
Forjado entre suplicios de otros dominados
Que vierten sus sangres como láminas rojas,
Rojos rubíes, rojos martirios, ebrios de rojo
Las sangres aplastadas hasta hacerlas invisibles
A los oscuros ojos del oscuro verdugo
Que lleva una magna cruz enhebrada en pieles
Negras de sol y viento calchaquíes.5


[1] Ver poemario: “Las guerras calchaquíes”.



[1] Ver poemario “Las guerras calchaquíes”.



[1]“Historia del Gral. Belgrano”, Bartolomé Mitre.


[1] Ver poemario “Las guerras calchaquíes”.


[1] Ver poemario “Las guerras calchaquíes”.

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