Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, “Muerte de Amanda Da Silva”, cap. 4.4 “Un trozo de papel”

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, “Muerte de Amanda Da Silva”, cap. 4.4 “Un trozo de papel”

IV

Un pequeño trozo de papel


“Pérez y Pérez”, trató en más de una oportunidad de reconstruir los sucesos que llevaron a un rotundo fracaso de la operación “La Reliquia”. Todavía esperaba una larga comparecencia de su viejo camarada, el coronel Podestá, quien, si se mantenía medianamente sobrio. Ese oficial tal vez podría brindarle algún dato interesante. Prepararse para esa entrevista merecía hasta un largo retiro espiritual. Reinafé se lo propuso un tanto en broma y un tanto en serio. Nadie mejor que él conocía a ese enviciado coronel aferrado a la historia de las monjas subversivas y sus rosarios. Sabía lo difícil que era su amigo cuando debía dar explicaciones. Y además entendía que volvía lleno de reproches por el fracaso de una operación que no le permitieron dirigir.
Todavía la orden del día N.º 5 no revoloteaba como un ave de mal agüero liberada por los logiados de su siniestro encierro, para amenazar a la Agencia con otras revelaciones. Esa orden, al tiempo que dejaba en evidencia el desquicio en que se había sumido el jefe de aquel reducto, demostraba la imprudente decisión de dejar por escrito órdenes que solo se impartían en forma oral y a solas con el destinatario. La soberbia, la impunidad y la estupidez, habían resultado malas consejeras. Las tres Gorgona monstruosas y despiadadas prepararon la venganza contra el desviado coronel en jefe.
El inesperado testimonio de uno de los pueblerinos del villorrio le dio una idea de lo que había ocurrido entre el suboficial y la mujer antes de su partida.
Era un hombre que habló por hablar, medio empedado, luego de chuparse en el barcito de la gorda envenenada por su propio marido, el que se suicidó escapando al castigo que le tenía reservado Podestá. Fue cuando retiraron los cadáveres y los cargaron en una vieja Estanciera IKA. Pero los alcahuetes que escucharon sus dichos le atribuyeron cierto valor y por eso lo transmitieron. “Pura suerte”, diría “Pérez y Pérez”. Las más de las veces esos comentarios eran despreciados por provenir de personas de baja condición o empedernidos borrachines que hablaban desprejuiciados de asuntos importantes para el Estado sobre los que, se suponía, no debían tener ni la menor idea.
El hombre habló con picardía de una discusión entre el encargado de la mansión, se refería sin duda al suboficial y no a su coronel en jefe, a quien hubiera identificado como el alcohólico y pervertido, y la vieja mujer. El borracho lo atribuía a un asunto de amores, algo absurdo entre esos dos.
Se trató de una conversación entre el suboficial “Pérez” y la vieja ama de llaves antes de que ella partiera rumbo al geriátrico donde debía quedar confinada hasta su muerte. Pero lo que “Pérez y Pérez” se esforzaba por imaginar de aquel diálogo final, no se aproximaba en nada a lo que realmente había sucedido entre esos dos conspiradores.
Estaba obligado a reconstruir la historia desde su final hacia el origen, y eso no era tan simple. La información que disponía era fragmentada. Y a pesar de que reunió toda la documentación que pudo, la pública y la reservada, ella no le ofrecía detalles que le interesaban, porque, como reconocía, “siempre el diablo se esconde en los detalles”.
Esperó nuevos hallazgos, los que no llegaron por entonces, y como si se tratara de un arqueólogo que a partir de fragmentos dispersos reconstruye un edificio en ruinas, trató de comprender cómo habían podido ser burlados del modo en que lo fueron. El cadáver del oficial ejecutado por el suboficial era un incentivo para asumir el cruel ejercicio de la venganza contra los “Pérez”.
“Pérez y Pérez” era un animoso cínico, pero nunca un indiferente ante la muerte de un camarada, aunque este se hubiera pervertido al extremo como lo había hecho aquel y por el que, incluso, sentía un desprecio extraordinario. Pero ese era un sentimiento entre pares mientras su asesinato era un asunto con sus enemigos. Distinguir propios de enemigos, era una obligación en un jefe de sus características y un arte básico en la guerra.
—Los vicios son inherentes a la condición humana –sentenciaba a menudo–, pero el único pecado imperdonable entre los hombres es el de la traición. Los traicionados están conminados a ejercer la venganza como ejemplar escarmiento contra los infames Judas que defeccionaron de las propias filas. De todos los demás pecados, queda en Dios juzgar sus perjuicios y sus castigos.
Por lo tanto, cargaba con el pesado bulto de ejercer la venganza por la muerte de su camarada, pero la expiación bien entendida del crimen debía ser sublime, íntegra, elaborada. Adoración de Némesis en tiempos modernos. No se trataba de ejecutar a uno u otro por simple despecho. Tenían listados completos de logiados que podían caer por una simple orden suya. Eso podría ocurrir en el momento preciso, cuando golpearan a la logia en su corazón y su cerebro y la desarticularan por completo. Hasta entonces, todo era almacenar información, precisar datos, descubrir jefes, preparar el zarpazo y fermentar en odios.
De haber podido acceder a ese diálogo final, algunos de sus interrogantes habrían encontrado el camino para su respuesta. Pero para su desgracia, los sucesos más trascendentales de aquella fallida operación, ocurrieron a cientos de kilómetros de distancia de su cómodo escritorio de jerarca, y no lo tuvieron, hasta donde se sabía, por uno de los protagonistas directos que decidieron el curso de los eventos en el terreno mismo de la confrontación que es las más de las veces donde se ganan o se pierden las verdaderas batallas.
Él comprendía que eran muy pocos los datos que llegaban al centro desde esa periferia y, aunque lo sospechaba, no tenía la certeza todavía de que esa información era obturada por el total control que los “Pérez” habían logrado en el lugar de los acontecimientos. En toda batalla, el dominio del terreno es trascendente.
Sin la información correcta, sin el esfuerzo esperable para dilucidar cuán verídica y cuán falsa era la que llegaba, se tomaron decisiones incorrectas y que debió compartir a pesar de no estar de acuerdo en lo más mínimo con ellas.
En un colegiado de esas características muchas veces se deben acompañar decisiones con las que se disiente por completo. Tal comportamiento hace al compromiso de un verdadero estado mayor con su misión última, obtener la victoria final a costa del sacrificio que fuera necesario. Las vanidades, las egolatrías y las aspiraciones individuales deben quedar relegadas como si se tratara de viejos e inútiles trastos, cuando lo que se busca es alcanzar el bien común que entrega como preciado premio la victoria definitiva.
Entre muchos otros hechos, “Pérez y Pérez” ignoraba que, a su arribo, Amanda hizo tres preguntas a la Logia que se comprometió a responderlas cuando pudiera acceder a respuestas fehacientes. Por ellas fue que esperó más de cincuenta años. Larga espera para simples preguntas. Nunca insistió por ellas a pesar de que podía haberlo hecho en tantísimas oportunidades.
Sabía que esas revelaciones no modificarían su destino dentro de esa casona. Estaba ahí para cuidar del General; sus angustias e interrogantes en nada equivalían a su tarea y aceptó por decenios ese mandato. Y la razón por la que no insistió en la revelación de sus preguntas, es porque se convenció de que ese conocimiento la hubiera perjudicado distrayéndola de sus obligaciones. Bastante padeció con la niña Guadalupe, y en más de una ocasión el propio suboficial “Pérez”, debió ponerla en caja para que no se dejara llevar por sus pasiones.
No pudo despedirse de sus dos amores, aquel de la juventud, y este, al que cuidó por más de cincuenta años. El primero desapareció de su vida como había llegado, envuelto en un misterio inescrutable. El otro por imposición del reglamento de la Agencia que para esa circunstancia era estricto y severísimo. Nada de emociones personales, en todo aquello. Como diría un sicario muerto en el zafarrancho de la fallida operación “La Reliquia”, no se trataba de “nada personal”.
El suboficial “Pérez” siguió de cerca el cumplimiento de la prohibición de despedirse del ilustre. Era un hombre que no aceptaba desahogos personales que pusieran en riesgo el objetivo supremo que era garantizar la eternidad de la esencia misma de la enseña de la patria.
Pero si Amanda era privada de ese amoroso gesto final de su vida, merecía antes de morir las respuestas a sus tres preguntas. Era un derecho que la asistía y la Logia lo entendió de ese modo. Ella necesitaba morir sabiendo algunas cosas sobre su verdadera historia, porque eso completaría el sentido de su muerte, pero sobre todo de su vida.
—Tomá este papelito que es para vos, acá no lo leas. –Le dijo el suboficial “Pérez”. Amanda lo tomó en sus manos y lo guardó entre sus ropas.
—¿Desde cuándo escribís cartitas de amor para viejas arruinadas como yo?
—Deja de decir boludeces, vieja. En mi vida escribí una cartita de amor. Y menos para una vieja como vos. Es lo que te debía desde hacía mucho tiempo.
—¿Es lo que creo?
—Sabés de qué se trata. –Le dijo mirándola directo a sus negros ojos. A pesar de su edad, ella conservaba la intensidad de su mirada, la que nunca el suboficial había podido sostener.
—¿Es lo que pedí cuando llegué? –Amanda quería saber si esas eran las respuestas que esperó desde entonces.
—Así es. Cuando estés segura de que nadie te observa lo leés. Después, ya sabés, lo masticás y te lo tragás. De a dónde va a ir a parar nadie te lo va a poder sacar.
En el papel están escritos tus verdaderos nombres, los de tu madre y tu padre biológico.
Amanda preguntó ansiosa:
—¿Pudieron averiguar del muchacho?
—¿Tu contacto? ¿El de la laguna? ¿Tu amorcito? –sonrió con cinismo.
—No te hagás el pícaro conmigo. –Amanda le golpeó el pecho con la mano–. De él te hablo.
—Algo, no todo. Lo cazaron los militares, de eso estamos seguros. Los mismos que te buscaban a vos. Pero cómo murió los camaradas no lo pudieron saber. Pero supongo que no te interesará ese detalle.
—Dejame a mí decidir qué detalle quiero o no quiero saber. –Amanda le respondió enérgica.
—Como vos digas. No te chivés conmigo, vieja. Después de todo no hace falta tener mucha imaginación para sospechar qué pasó. Si está en algún lado es en el fondo del relleno de la laguna de tu pueblo a donde te querían mandar a vos también.
—¿Y de Ramón y su esposa “La Mamaní”?
—De esos dos, nada. El Socorro Rojo les perdió la pista y nunca más tuvo noticias de ellos. Tal vez están con tu novio en el mismo lugar, pero no lo sabemos. De lo que estamos seguros es que murieron la noche de la redada.
—¿Y por qué decís que me salvé?
—Porque estas vivas, mujer. Y duraste lunga. –El suboficial le dijo al tiempo que sonreía con picardía.
—¿Cómo me salvé? ¿Puedo saber?
—Alguien de arriba te salvó. Por ahí fue ese que se hacía llamar Miguel Da Silva.
—¿Miguel? ¿Qué tomaste esta mañana?
—Yo, nada, estoy en servicio, vieja.
—No me jodás que no estoy para esas bromas.
—¿Y qué sabés? Toda clase de misterios hay en la viña del señor. Aunque te agarre cagadera, el tipo bien pudo ser el que te salvó y por eso después te negó. Fue el esposo de tu madre, padre de tu medio hermano, algo sentiría por vos.
—¿Por mí? ¡Dejate de hablar de cosas que ni sabés!
—Los sentimientos son raros en los hombres. –El suboficial “Pérez” le daba vuelta al asunto, pero Amanda se negaba siquiera a considerar esa posibilidad.
—Si sabés algo decímelo ahora, antes de que me vaya. –Amanda lo apuró.
—¡No! No sé nada. Son solo ideas mías.
—¿Y cómo pudo salvarme ese hijo de puta?
—Yo qué sé… influencias. Era un tipo influyente. Te consta que supo venderte bien, sabía que eras buena mercadería, él te recomendó a la Agencia. Él te presentó a la Agencia.
—¡Hablás al pedo! Ese hijo de puta nunca me pudo haber salvado. Me lo hubiera escrito en la carta, era sentimental, lacrimógeno y un engreído de porquería. Si lo sabré yo que le presté mi pecho para que llorara a mi madre muerta. ¡Hipócrita de mierda! La vieja Eriseta lo hubiera castrado.
—¡También con la madre te la agarraste! Dejá a la vieja que se murió hace rato. ¡Mirá si fue ella la que te salvó!1
—Vieja de mierda, me trató peor que a una de sus sirvientas y le cagó la vida a mi hermano.
—Tu hermanito era un tiro perdido, convengamos. Mujeriego, borrachín, fumador…2
—No te metás con mi hermano.
—Muy bien, señora, obedezco.
—Casi sesenta años con esa mierda encima: “No soy tu padre, no soy tu padre”, ¡hijo de puta! ¡Cobarde! Me lo hubiera dicho en la cara. Y ahora vos me venís a justificar a esa mierda de tipo.
—¡Bueno, che! Es una idea, nada más. Después de todo no te mintió en lo que escribió, miralo de ese modo. Él no era tu padre biológico, tu madre no se llamaba Anita y vos no te llamás Amanda. Todo cierto, qué carajo.
—Odié a un tipo sesenta años y resulta que ahora tengo que creer que me salvó la vida.
—No seas rencorosa, vieja. Prendé una vela y rezale, por ahí te escucha y vuelve para explicártelo en persona.
—¿Por qué no me diste este papel antes?
—No podía.
—¿No podías? ¿Cuándo supiste de esto?
—Hace poco, muy poco.
—No te creo.
—Preguntale a los jefes si te van a visitar. Yo soy solo un suboficial, obedezco órdenes.
—Mentiroso, te hiciste bien el boludo. –Lo recriminó Amanda.
—Me sale perfecto, vieja.
—Sabés que nadie me puede visitar.
—Entonces dejate de joder, vieja.
Amanda volvió a mirar al suboficial directo a los ojos, sabía que el hombre, cuando ella lo miraba de ese modo, desviaba la vista buscando un lugar perdido en algún horizonte de los muchos que se dibujaban en el villorrio.
—Antes de irme quiero tu promesa del asunto que te hablé ayer.
—Ya te dije que me dejés de joder con eso. No hago promesas, aquí no se puede prometer nada, lo único que prometí al incorporarme, es que daría la vida por defender a mi bandera. Lo demás me importa un carajo.
—¡Esa criatura! ¡Esa mujer! ¡Esas mujeres! ¡Por Dios! ¡Matá a ese hijo de puta!
—Claro, mirá qué fácil la hacés vos. Te rajás a Buenos Aires y yo le pego un tiro al tipo. Después te mando un telegrama de salutación para que hagamos una fiestita. ¡Dejame de joder, Amanda! Voy a terminar creyendo que estás arteriosclerótica de verdad.
—A ese degenerado, hijo de puta, pervertido, vos le vas a perdonar la vida.
—No soy Dios para dar ni quitar. No jodas más, vieja. Acá lo único que importa es la vida del General.
—Pero jurame que si tenés una oportunidad lo vas a ejecutar, como a una rata, como la mierda que es.
—No te voy a prometer lo que no voy a cumplir. Ya te lo dije mil veces. Esta es la vez mil más uno que escuchás las mismas palabras de mi boca.
—¡Ese hijo de puta se va a morir de viejo!
—Ese hijo de puta se va a morir cuando menos se lo espere. Además, qué carajo me importa cómo se muera esa mierda. No vine para hacer venganza por capricho de nadie, vine a proteger nuestra bandera.
—No me voy a ir si no me jurás que lo vas a matar.
—Andate Amanda, andate de una vez. –El suboficial “Pérez” frotaba su cara con ambas manos. Su rara marca se hacía más grande y oscura–. No me rompás más las pelotas.
—No me voy un carajo. Si no jurás que nos vas a vengar me quedo aquí y te jodo la vida para siempre.
—Por favor Amanda, dejá de decir boludeces. Esto no da para que me hagas un quilombo. Hay mucha oreja de goma, muchos ojos vizcacheando. No arruinés todo por un capricho de mierda.
—No voy a irme si no me lo jurás.
—Lo juro, si con eso te dejás de romper las pelotas.
—No, así no, quiero tu palabra, de hombre. De hombre no, ¡de soldado! ¡Quiero tu palabra de honor! Quiero que jurés como cuando juraste la bandera, si no no me voy una mierda.
—Lo juro Amanda.
—Decilo bien, carajo.
—¡Sí, lo juro! –“Pérez” se cuadró–. ¿Así está bien?
—Cumplí tu juramento o te voy a arrancar las pelotas desde el infierno. No querrás terminar como “cuatro dedos”.
—¡Vieja de mierda! Cómo se ve que te gusta romperles las pelotas a los hombres. ¡Cuatro dedos! ¡El pobre de Mediolazo murió lisiado, agarrado a sus pelotas!
—Cuatro dedos y sin pelotas, sabelo bien, así te voy a dejar si no cumplís tu promesa.
—Andate de una vez, Amanda, y no me jodas más.
—No faltés a tu juramento o te las voy a arrancar, ¡lo juro! Como me llamo… –vaciló cuando fue a decir su nombre–, como mierda me llame.
—Leelo en el papelito, limpiate el traste con él y después tragátelo. Masticalo bien para que no te caiga mal.
—Si me querés decir comemierda no me ofende, entre a esta tarea comparada con una mosca comemierda por un tipo que parecía una rata.
El suboficial se arrimó a la vieja mujer y tomándola de los hombros la acercó y le dijo algo al oído. Ella cabeceó sonriendo y lo rechazó con un leve empujón, giró en dirección al automóvil que la comandancia envió para su viaje, que la aguardaba a unos cien metros de la entrada de la casona y se marchó.
Subió al auto, se acomodó en el asiento de atrás del lado del acompañante, y mirando a través del vidrio de la luneta trasera, pudo observar desde una perspectiva única el caserón que dejaba atrás para siempre. Solo en tres oportunidades anteriores lo había podido apreciar. Pero esa vez era la última. Para siempre.



[1] Ver: “Apéndice I: La extraña muerte de Doña Eriseta.”


[2] Ver: “Apéndice: La extraña muerte de Doña Eriseta”.


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