Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, “Muerte de Amanda Da Silva”, cap. 4.3 “Un problema ontológico”

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, “Muerte de Amanda Da Silva”, cap. 4.3 “Un problema ontológico”

III

Un problema ontológico

Decepcionado del relativo fracaso que había sufrido al no poder avanzar en la investigación del legajo de Amada, “Pérez y Pérez” se dedicó a rastrear las recomendaciones que promovieron al suboficial “Pérez” (el traidor que fusiló de un disparo en la nuca al coronel en jefe la aciaga noche de la fuga de los conspirados), para trabajar en el entorno del coronel en la mansión del norte. Llegó a la primera, a la que redactó de puño y letra la propia Amanda Da Silva. Su exquisita caligrafía era la misma que había visto en su pedido de pase a retiro. Ella no mostraba ningún desorden. Eso le daba la certeza de que la mujer nunca había perdido el dominio sobre su cuerpo y su mente. 
A diferencia de sus colegas, ascendió por la espiral burocrática hasta alcanzar a quienes lo destinaron para ese servicio. 
“Pérez y Pérez” encontró que cada vez que la recomendación ascendía en la escala burocrática, quien elevaba la nota “olvidaba” mencionar el nombre de quién recomendaba al suboficial. Vanidad, liviandad, estupidez, cada burócrata del peldaño superior, se atribuía el extraordinario hallazgo de un suboficial de legajo impecable y condiciones extraordinarias para tan trascendente tarea. Así, hasta el segundo jefe del sistema de inteligencia. Cualquiera que hubiera limitado su investigación al último que promovió al suboficial “Pérez” al cargo de ayudante del coronel en jefe, como en efecto había ocurrido, se habría conformado al comprobar que estaba recomendado nada más y nada menos que por el segundo en la escala jerárquica de la institución. Pero, diría “Pérez y Pérez”, el problema está siempre en el origen de los asuntos. “Es un problema ontológico”, dijo socarrón mientras miraba a un auditorio abrumado por las palabras de ese jefe que siempre tenía la boca llena de sentencias. Y como “Pérez y Pérez” disfrutaba burlarse de sus compadres con ese cinismo espectacular que lo estimulaba, les dijo que el error en la designación del suboficial, que a la postre resultó un fiasco para el sistema, estuvo que ninguno de los que, dijo con una sonrisa impúdica, “ingenuamente” se apropiaron de la recomendación del ama de llaves haciéndola pasar por propia, había estudiado con seriedad la obra “Ogdoas Scholastica”, o al menos se hubiera remitido a una de las preguntas más básicas que hacía tantos años Willard van Orman Quine se formuló de manera tan simple y categórica: “¿Qué hay?” Y si hubieran investigado “Qué hay” sobre el asunto, hubieran encontrado muchos años atrás la respuesta.
—Errores comete cualquiera. “El único hombre que no se equivoca es el que nunca hace nada”–. Dijo un burócrata tratando de disimular la gravedad del asunto.
—¡Es cierto! –Exclamó “Pérez y Pérez” festejando la intervención de su colega–. Goethe debería haber trabajado en esta Institución. Todas las responsabilidades quedarían compensadas por el voluntarismo empírico de nuestro colega aquí sentado. 
El hombre sintió que un calor ascendía de su bajo vientre hasta el rostro y el ridículo lo exponía ante sus subordinados de la mano de ese jefe al que odiaba desde sus días de principiante. 
—Aunque yo podría citar, por ejemplo, a Confucio, y decirles: “El hombre que ha cometido un error y no lo corrige comete otro error mayor”. O a Dickens, y decirles “Acostumbramos a cometer nuestras peores debilidades y flaquezas a causa de la gente que más despreciamos”. Podría estar horas citando citas sobre errores. Aunque me voy a limitar a repetir a Concepción Arenal, y les ruego, no me pregunten quién fue. Ella dijo: “El error es un arma que acaba siempre por dispararse contra el que la emplea”. Este error, a la Agencia, le ha costado demasiado caro. 
Los presentes optaron por bajar la vista hasta el borde de la amplia mesa a la que estaban sentados y guardar un prudente silencio. “Pérez y Pérez” se dirigió a una ventana que daba a un patio interior. Desde ella podía ver a los guardias en sus casamatas proteger el edificio. Suspiró casi con melancolía.
—Aunque pensándolo bien… –dijo y se llamó a silencio despertando la curiosidad de sus interlocutores, mientras pasaba su mano derecha por su mentón–. Aunque pensándolo bien…, yo diría que este desgraciado suceso fue producto de la intervención de personas ligadas a la Sexta Internacional. 
Los presentes quedaron pasmados al escuchar la reflexión del jefe. Algunos sabían de la Primera Internacional, también de la Segunda, incluso forzando la memoria hasta de la Tercera. Los menos, tenían alguna referencia sobre la Cuarta Internacional, en especial un jefe que fue destinado a trabajar con grupos trotskistas, siempre fértiles para el trabajo de espionaje. 
Sobre la Quinta Internacional ninguno tenía referencias, salvo una mecanógrafa que trabajaba como secretaria de uno de los presentes en la reunión, que había colaborado con una investigación sobre aquella entente y de la que solo recordaba vagamente el nombre de un tal Liborio Justo, del que alguien le dijo que se trataba nada más y nada menos que del hijo del General Agustín P. Justo, lo que le pareció una broma de mal gusto. Pero de una supuesta Sexta Internacional los presentes no tenían ni la más insignificante noticia. Todos, sabiéndose ignorantes, prefirieron guardar silencio y ninguno se animó a preguntar por el origen, los líderes, las aspiraciones y el grado de desarrollo de esa Internacional que, de seguro, sería otra pérfida inspiración de los comunistas que, a la postre, resultaban más difíciles de exterminar que la peor de las alimañas.
“Pérez y Pérez” guardó silencio y se retiró de la reunión sin realizar comentario alguno. Los presentes quedaron expectantes y luego de unos minutos de zozobra, imitaron al superior y dejaron la sala de reuniones con más angustias y dudas que certezas. 

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