Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, «Muerte de Amanda Da Silva» cap. 4.1

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, «Muerte de Amanda Da Silva» cap. 4.1

I

Leer el pedido de pase a retiro y otros documentos sobre Amanda Da Silva que llegaron a sus manos rescatados de entre una montaña de legajos no digitalizados y que iban a ser destruidos por el fuego, lo incentivó a investigar algunos sucesos de los que había tomado conocimiento luego del rotundo fracaso de la operación “La Reliquia”.
Las precisas palabras con que estaba redactada la solicitud mostraban una sintaxis perfecta y una caligrafía exquisita, que le sugerían que esa mujer, a pesar de su edad y de los largos años de cautiverio en aquella casona, no había perdido ni una pizca de su lucidez ni de su elegancia. Cómo había mantenido fresca e intacta su inteligencia, sin que el confinamiento afectara sus sentidos y su buen criterio, era un asunto que “Pérez y Pérez” sospechaba, pero cuya opinión se reservaba para que los inquisidores que competían con él, no echaran a perder su investigación, la que esperaba la fuera muy útil para terminar la empresa que había quedado pendiente con la fuga de los logiados y su gloriosa reliquia.
Pidió en el archivo de la institución fotos de su juventud para aproximarse a su rostro, buscando algún rasgo revelador en sus ojos, en sus labios, en su expresión. Él siempre sostenía que la fisonomía de las personas descubría mucho de su verdadero carácter y que era atinado prestar minuciosa atención a esas señas particulares, que todas las personas tuvieran conciencia de ello o no.
Pero se encontró con la sorprendente respuesta de que todas ellas habían desaparecido, tal vez robadas, tal vez destruidas, en un confuso episodio aprovechando una guerrilla interna de la Agencia, una de tantas, en la que también desapareció un cuaderno marca “Gloria”, en el que, se decía, Amanda Da Silva había escrito unos poemas a un supuesto amante y sobre un acontecimiento histórico durante la conquista de América de parte de los españoles. De todos modos, nadie podía afirmar que ese cuaderno realmente estuvo alguna vez en poder de la Agencia o solo se trataba de un mito echado a rodar por los especialistas en contrainformar a los propios, una forma de enredar la información y que a veces derivaba en crueles e innecesarios enfrentamientos internos. Sobre los dos poemarios que se atribuían a Amanda Da Silva y que circulaban clandestinamente, no había nada que confirmara su verdadera autoría.

Cuando solicitó información sobre el supuesto amante juvenil de la agente, no obtuvo ninguna información significativa, algo tan sorprendente como la desaparición de las fotos del prontuario de Amanda. Cuestionó que tratándose de una operación de limpieza no quedara en archivo ninguna evidencia sobre ese trabajo, aunque fuera realizado por grupos que respondían directamente a la milicia. Pero nadie se sintió en obligación de dar respuesta a sus interrogantes y el asunto siguió en el limbo de la ignorancia.
Revisó los sumarios dispuestos por la superioridad para investigar esos extravíos, que, como sospechaba, no condujeron a nada, como era habitual en esos casos. “Pérez y Pérez” refunfuñaba sin perder su cínica sonrisa y sentenció en una reunión del buró a cargo de la eliminación de “La Reliquia”, con aire el académico que adoptaba para burlarse de la inteligencia de sus pares:
—Perón dijo: “para que algo no se aclare, nada mejor que designar una comisión”, y yo podría emularlo diciendo que, si la Agencia deseaba no aclarar nada, lo mejor fue imponer sumarios administrativos, el modo más eficaz de que nunca se arribara a la verdad. Tal vez fue el objetivo deseado. “La ignorancia os hará libres”.
Él sabía que el extravío de la información sobre Amanda Da Silva y de su entorno no era el producto de la mera ineficiencia, excusa que solía esgrimirse con asiduidad en otros casos. Detrás de ese altercado, como en muchos otros, siempre se escondían intereses contrapuestos y el hombre lo sabía perfectamente. Unos actuaban inspirados en las órdenes que le llegaban de Washington, otros de Londres, de Moscú, de París, de Berlín, o de cualquier otra capital de las grandes potencias, que a veces (en contadas oportunidades), podían coincidir en sus intereses, pero que las más de las veces eran opuestos y contradictorios y terminaban fomentando enfrentamientos más o menos graves. Tampoco se podía descartar la infiltración que los comunistas realizaban con innegable audacia. Él, que los había combatido desde temprana juventud, no despreciaba sus métodos ni su preparación y los seguía considerando enemigos peligrosos.
Cuando una facción de la Agencia inspirada por algunos de esos imperialismos deseaba perjudicar a una que se subordinaba a otro, recurría al método que le resultara más eficaz para lograr sus propósitos. Podía tratarse del robo, el sabotaje y hasta el crimen; cualquier delito era aceptable con tal de fortalecer la posición propia y menoscabar la de sus oponentes.

“Pérez y Pérez” no detestaba esas guerras intestinas que insumían esfuerzos extraordinarios y echaban a perder las más de las veces el sentido que supuestamente debía inspirar el accionar de la agencia. Se trate de la economía, las finanzas, las milicias, o la misma agencia, el método de la dinamita había sido siempre el más practicado por su probada eficacia.
Él mismo había participado y promovido en más de una oportunidad esas guerras internas, y disfrutó asistiendo al naufragio de una operación que llevó años de preparación y de la que no se llegaba a cumplir ni con el más mínimo asunto de lo planificado.
También había sufrido sus derrotas, pero en la diferencia entre el debe y el haber, sus triunfos pesaban más que sus fracasos y por eso había escalado tan alto en la jerarquía de la organización. Cada fracaso ajeno había significado un ascenso suyo. Nadie llegaba a la cúspide de la Agencia sin haber maltrecho a unos cuantos competidores. Esas eran las reglas de juego.
Recordaba el perfil de ese supuesto amante de la muchacha conocida como Amanda Da Silva y tenía fundadas sospechas de quien se trataba. Lo había estudiado en detalle, aunque se reservó para sí esas conclusiones. Si él, ajeno en tiempo y espacio a ese drama, se aproximó al misterio de la relación de ese personaje con la muchacha radicada en los suburbios de la ciudad, del mismo modo, suponía, debieron hacerlo quienes tuvieron la responsabilidad de ejecutar con eficacia esa limpieza. Pero de la lectura atenta de los archivos, no de los textos formales, sino de lo que se desprendía de ellos entre líneas, surgía la evidencia de que los hombres responsables de la inteligencia de aquella unidad militar que extendía su influencia varios kilómetros alrededor de los cuarteles allí estacionados, no facilitaron la información que tenían, por vanidad o subestimación (no podía saberse tantos años después de ocurridos los sucesos), y por eso no se completó la operación de limpieza de manera totalmente exitosa.

“Pérez y Pérez” tenía la convicción de que alguien informó al entorno de la muchacha que corría peligro y eso apuró decisiones sobre ella. El supuesto amante o contacto, no corrió la misma suerte como otros colaboradores o encubridores suyos que desaparecieron esa misma noche. Tiempo después, el incendio intencional de la casita suburbana donde vivió Amanda, liquidó toda otra posible pista sobre su historia personal. Su pasado quedaba, en parte, envuelto en humos semejantes a los de ese incendio. Sus contemporáneos murieron tiempo después y no quedó ningún testigo vivo de su paso por ese villorrio ya transformado en pujante barrio industrial.
Además. “Pérez y Pérez” sabía de sobra que del fracaso de una operación de limpieza solo los limpiadores quedaban exceptuados de responsabilidades, salvo en extraordinarias ocasiones donde la estupidez o la impericia jugaban en contra del ejecutor. Él había sido entrenado como un “limpiador” experto en descartar personas a las que la Agencia había decido eliminar por considerarlas peligrosas. Políticos, sindicalistas, empresarios, fueron víctimas de sus elaborados planes. Como fue un extraordinario “limpiador” es que pudo ascender al grado de “purificador”.1
Era un trabajo propio de un verdadero artista del asesinato. Él se sentía un prolijo y meticuloso artesano de la muerte.
Se trataba de conocer al condenado en todas sus facetas, saber sus gustos, sus pasiones, sus debilidades, entender su psicología, para establecer el momento preciso y el mejor modo para ejecutar la sentencia, para que esta pasara como un desgraciado suceso en la vida de un desafortunado individuo.
Detestaba el fusilamiento descarado, el degollamiento brutal, o cualquier forma poco elaborada de eliminar a un descartable. Eso disminuía la Agencia en su cometido, la descubría brutal, pero de pocas luces. Prefería el homicidio elaborado, aquel que no permitía seguir ninguna pista porque todas conducían a ningún lado.
Podía haber ascendido en los niveles de responsabilidad desde los orígenes de todos aquellos fallidos que, sumados, llevaron al fracaso de la operación “La Reliquia”. Ir más lejos en la investigación suponía ascender hasta lo más alto en las responsabilidades y como buen burócrata sabía de sobra que eso estaba vedado incluso a hombres de su jerarquía. Estaba prohibido, por una ley no escrita, exponer las inmundicias de la Agencia a la luz de sumarios que podían trascender a la opinión pública. Los “trapitos sucios” se lavan en casa y en secreto, era la sentencia. A veces con agua, a veces con sangre. Eso sí, también era una ley no escrita que las viudas siempre tenían derecho a la pensión post mortem y nunca se debía tomar represalias contra los hijos del caído en desgracia. Romper este código solía traer consecuencias espantosas para los involucrados, y las veces que eso ocurrió efectivamente, los eventos fueron tan lamentables, que debieron borrarse de los Anales de la institución, que prefirió eliminarlos para que sus inmundicias no pudieran en alerta a futuras víctimas.

Si quería obtener más y mejores resultados, debía seguir los vericuetos de esa historia por caminos que podían resultar insólitos y poco comprometedores para los jerarcas.
Dedicado a esa tarea, encontró un voluminoso apéndice del legajo que se conservaba sobre Amanda y donde se insinuaba su posible vínculo con ese joven asesinado en una noche de redadas.
Se trataba de la recopilación de veredictos de varios “especialistas” en opinar sobre asuntos de los que no tenían ni la menor idea, quienes realizaron un perfil psicológico sobre Amanda y que los convenció de que ella no podía ser la mujer que se suponía amante del joven muerto. Estupidez, ignorancia, mala intención o la alquimia de todas ellas, les había permitido llegar a esa conclusión. No eran documentos importantes para la causa, por lo menos no lo eran para él, pero allí estaban. Tal vez la superioridad los había incluido para confundir a husmeadores como él, aunque nada de eso le haría perder el norte.
Ella, según esos opinólogos, resultaba completamente incapaz de llevar adelante una relación semejante. No se trataba de una conspiradora consciente y peligrosa. Por el contrario, era una adolescente algo díscola, era cierto, pero educada en la severidad del claustro monacal. Y aunque la tradición oral sostenía que ella repudiaba el trato que le propinaron y las enseñanzas que le inculcaron las monjas durante años, no pudo nunca haberse sustraído al conjunto de enseñanzas religiosas que modelaron su psiquis. Lo que se aprende en la infancia, explicaban, raramente es removido con el tiempo.
Sostenían que mucho de lo que se decía de aquella joven estaba basado en meros relatos parciales imposibles de comprobar; se trataba de alabanzas exageradas que parecían haberse realizado con el solo objetivo de mostrarla llena de virtudes extraordinarias que la colocaban en inmejorable posición para ser seleccionada para muy exclusivas misiones de la Agencia, como, precisamente, era la asistencia de esa reliquia conservada en una mansión en los confines de la patria vieja.
Afirmaban, por ejemplo, que de Amanda se dijo que era una avanzada alumna de un cura concertista y que dio muestras de una precoz condición de eximia ejecutante de las complejas obras de Juan Sebastián Bach. Pero no había ningún registro confiable de ese supuesto virtuosismo. Mucho menos de su condición de eximia concertista, algo que resultaba absolutamente antojadizo. Tampoco había un testimonio sólido sobre las supuestas virtudes musicales y religiosas del cura concertista, de quien no había sobrevivido al tiempo ninguna de sus pertenencias, y cuyo cadáver había desaparecido de su tumba en misteriosas circunstancias atribuidas a una oscura venganza de personas defraudadas por su poco cristiano comportamiento.
Reforzaba esa creencia, su negativa a volver a la música cuando salió del internado, lo que permitía sospechar que mucho de lo que se le atribuía como brillante concertista era pura fantasía, “propaganda” que ella misma o sus protectores hacían circular para presentarla como la joven brillante que pretendían imponer. De alguna aptitud literaria jamás se tuvo ni el más mínimo comentario.
Para ellos, poner a la muchacha en un escenario de amor carnal que moviera a la pasión literaria, era, como mínimo, ridículo. Por entonces, sostenían, el peso de la educación religiosa y sus principios morales no podía haberse disipado en una muchacha de clase media recién salida de su internado religioso, que pertenecía a una familia de innegable devoción religiosa y afirmada en los sagrados valores de la fe católica, apostólica, romana. Para esos principios de la religiosidad, la virginidad era un don preciado que solo se ofrecía a cambio de la consumación del sagrado sacramento del matrimonio y del establecimiento de una familia sólidamente constituida. Nada más alejado de la realidad que imaginar a una conspiradora que lograra encubrir su relación en un amorío carnal temprano al que le dedicó mediocres poemas de amor.
Si alguien les pedía que se remitieran a las respuestas que Amanda dio en los interrogatorios que fue sometida antes de que se aceptara su solicitud de ingreso a la Agencia, ellos respondían que eran tan pocas las que habían sobrevivido a la lamentable pérdida de los documentos sobre su persona, que no permitían llegar a conclusión alguna. De las que se podía conocer su contenido y que eran muy pocas, ninguna los hacía modificar sus opiniones, por el contrario, las confirmaba. Muchas de ellas, insistían, solo parecían redactadas para mejorar sus calificaciones y encubrir la caprichosa elección de su persona para la misión aquella. Los comentarios en los márgenes de su legajo hechos por los opinólogos, inducían a creer que muchos de sus supuestos méritos eran el producto de una irresponsable y mentirosa promoción destinada a embellecer las aptitudes de una mediocre agente y disimular el error de sus seleccionadores.

Los más de cincuenta años de enclaustramiento del ama de llaves, finalmente explicaban los opinólogos, privada de todo contacto con el resto del mundo, la imposibilidad de acceder a libros, diarios y todo material que le hubiese permitido mantener cierto ejercicio intelectual como la lectura y la simple escritura, habían consolidado esa mediocridad que suponían rigió su adolescencia. Para ellos, ese encierro, sin dudas, debió haberla embrutecido. Al final de cuentas, con la mejor de las consideraciones, solo se trataba de una sirvienta dedicada al cuidado de una momia parlante que alguna vez fue un ilustre personaje, pero que había devenido en un esperpento irreconocible. Para ellos, un detestable anacronismo.
Fregar pisos, lavar orinas y mierdas, cocinar verduritas y soportar las veleidades de una madre loca y una hija despechada de su padre y que fuera enviada al cuidado de unas monjas extranjeras, no requería de un intelecto brillante. De eso se trataba, aunque resultara realmente decepcionante; todo lo demás era burda fantasía.
Los opinólogos finalmente proponían buscar en otras fuentes la información para hallar la verdad de muchos de esos sucesos que todavía no se habían podido esclarecer.
“Pérez y Pérez” leyó todos esos “papers”, como pomposamente se los denominaba para hacer creer que eran documentos importantes, de los famosos charlatanes de la Agencia. Hombres del cenáculo del “charlamento”, institución tan inútil como onerosa de la Agencia, donde hombres de intelecto, de coeficiente medio y poco proclives al estudio serio, pasaban sus horas polemizando sobre nimiedades sin llegar nunca a ninguna conclusión útil. De esos “sesudos” analistas, expertos opinantes de cualquier tema no esperaba nada rescatable de ellos. Muy por el contrario, todo lo que ellos producían, a su juicio, era basura, “productos para inodoros, limpiadores de caca”, decía acentuando el tono cínico que le imprima a sus palabras cuando quería humillar a esos personajes. Desaconsejaba prestar atención a sus estrafalarias elaboraciones comparándolas con “el más áspero e irritante papel higiénico que hay que negarse a utilizar para preservar la integridad epitelial del conducto excretor”.
Se regodeaba burlándose de ellos, endilgándoles a viva voz, que solo eran pequeños roedores de pelaje negros y vidriosos ojitos rojos, comedores de legajos inservibles, salidos de los tugurios menos recomendables de la agencia, vividores del erario público llenos de preconceptos, lugares comunes y ridículos prejuicios, que servían para distorsionar a su capricho la verdad objetiva, y que alimentaban sus ignorancias con afirmaciones tan rimbombantes como risibles.

Lo peor de todo, se lamentaba con sinceridad, era que las más altas jerarquías recurrían a ellos como otrora los griegos al oráculo. Pero los griegos, rendidos ante sus dioses, escuchando a la Pitonisa predecir el futuro de la guerra o el destino del país, acertaron legar a la humanidad logros maravillosos en la ciencia, el arte, la filosofía, mientras los opinólogos de la Agencia, también llamados “asesores”, jamás dejarían nada perdurable, salvo una interesante pila de papeles donde asentaban en gruesos caracteres sus tonterías disfrazadas de ciencia, papeles destinados a la quema en ocasión de asados festivos de la institución, o cuando se precisaba alimentar el fuego de algún incendio intencional para destruir archivos verdaderamente comprometedores.
“Un opinólogo –decía “Pérez y Pérez”–, es una chismosa que gana un suculento sueldo de la Agencia tratando de convencernos de que sus tonterías no son tales, sino verdadera manifestación de la sabiduría. Y así nos va.” Los asesores lo odiaban visceralmente, pero se privaban sabiamente de hacer manifestación de sus sentimientos y de enfrentarlo abiertamente, a sabiendas de quién era su oponente y cuán alto estaba ubicado en la jerarquía.
En ese altercado en el que se extraviaron las fotos de juventud de Amanda Da Silva y el cuaderno marca “Gloria” con los supuestos poemas de amor de la muchacha a su amante, también desapareció el prontuario con los antecedentes de su madre y otros que le hubieran permitido a “Pérez y Pérez”, completar una semblanza más precisa de la mujer que estaba investigando por interés propio.
A diferencia de sus pares y de la jauría de asesores, “Pérez y Pérez” no practicaba el repudio contra la mujer y menos contra “La Reliquia”. Consideraba que la práctica de sentimientos como el amor o el odio, distorsionaban los hechos con su cristal de emociones, obstruían la crueldad de las personas, necesaria para ir hasta el hueso en la búsqueda de información (y en él esa no era una mera expresión literaria), y por eso los despachaba fuera de su ánimo. Y si se le hubiese exigido exponer su íntimo pensamiento, su más profunda convicción, hubiese afirmado sin vacilaciones que hasta sentía respeto por ambas. Mientras unos la creían una vulgar traidora que trabajó para hacer fracasar a la institución en los objetivos que se había fijado para acabar con esa rémora del pasado que se constituía en bandera de la patria nueva, y que alargaba en el tiempo la voluntad de hacer una nación independiente de estas tierras ubicadas en los confines del mundo; y otros la creían una mediocre sirvienta limitada mentalmente dedicada a limpiar las heces del recluido en la mansión aquella, él admiraba su trabajo.
Todos dogmáticos, encerrados en sus creencias irrefutables, así los repudiaba.
“Dogmáticos”, inútiles a toda hora.
Para él, los dogmáticos siempre echaban todo a perder. Porque el dogma se basaba en la fe ciega y no en el entendimiento. Y la fe ciega sirvió para llevar a la hoguera a Servet, a Giordano Bruno, a Vanini, a d’Abano a de Orta, pero nunca para comprender un fenómeno. Y él necesitaba comprender el fenómeno en su esencia, penetrar en su particularidad para poder entender cómo destruir lo que amenazaba el orden establecido. Solo comprendiendo verdaderamente qué representaba “La Reliquia” podría descifrar como destruirla y acabar con sus consignas y sus seguidores.
Tomaba, entonces, su pensamiento un giro aristotélico. Para comprender lo que se presentaba como un sistema, porque de eso se trataba la logia en que se sustentaba la sobre existencia de “La Reliquia”, necesitaba entender como estaban vinculadas entre sí todas sus partes, todos sus integrantes. El hombre, el soldado, la bandera, la victoria y la derrota, el amor y el desprecio, sus seguidores, su ama de llaves, sus amores y odios. Todo. Todo lo que hacía a la verdadera naturaleza de esa anomalía extraordinaria.
Alcanzar ese entendimiento sería la llave que le abriría la puerta a consumar el asesinato más glorioso, el de “La Reliquia”, frustrado más por las debilidades propias que por las habilidades ajenas. Solo así alcanzaría la felicidad, el bien supremo de todo hombre, el objetivo último de la comunidad que se representaba en él, como expresión de ideas y sentimientos que luchaban por sobrevivir contra los embates de los desposeídos que aspiraban a la completa libertad e independencia.
Sun Tzu, diría su amigo caído en desgracia, lo afirmó 500 años antes de Cristo: “Conócete a ti mismo y conoce a tu enemigo. Por lo tanto, os digo: conócete a ti mismo y conoce a tu enemigo y en cien batallas nunca serás derrotado”. Ese era el sentido de su esfuerzo por conocer.
Amanda Da Silva pudo ser su vehículo a esos secretos que procuraba develar a medida que avanzara en su trabajo. Amanda era conocimiento, Amanda era información, Amanda eran los ojos a través de los cuales pudo haber visto a la verdadera reliquia, la verdadera boca con la que pudo haberle hablado, los verdaderos oídos con los que pudo haberla escuchado. ¡Y la tuvieron encerrada, en un geriátrico del que no debería haber escapado, pero escapó! ¡Escapó! ¡Escapó! Para arrojarse al paso de un tren desvencijado en una mugrienta estación ferroviaria.
Quien esperaba someterla a la vivisección que solo él podía practicar, con el fino escalpelo de su intransigencia, un doloso, pero justificado acto criminal para cumplir los objetivos decididos por la Agencia, había visto escabullirse esa oportunidad en sus propias narices. ¡Qué ocasión perdida!
Él nunca subestimó a Amanda Da Silva. Jamás. Su último esfuerzo ya vieja y achacada, abandonando la silla de ruedas y saliendo por donde nadie pudo aún deducir, para ir a arrojarse al paso de un tren y privar para siempre a sus verdugos de la posibilidad de arrancarle la confesión que les permitiera terminar de una vez y para siempre con ese esperpento del pasado, balbuceando “ni amo viejo, ni amo nuevo ¡ningún amo!, hablaba de una mujer valiente y decidida, que entre el miedo y la temeridad, escogió la temeridad de morir defendiendo una causa que a él le resultaba repudiable.
No podía menos que sentir admiración por los atributos militantes de la sirvienta que gastó su vida custodiando un emblema de la patria nacida hacía y tantos años entre el humo de los chisperos, incendiando la llama de la revolución en los cuatro puntos cardinales y el ondular de un pañuelo blanco llamando a la insurrección.
Cuando de ese modo pensaba “Pérez y Pérez”, le volvía a la memoria los rostros inexpresivos de tantos aspirantes que asistían a sus cursos y que mostraban una chatura que lo desconcertaba, repitiendo eslóganes, afirmaciones vulgares, de una pobreza intelectual que lo mal disponía contra todos ellos. Él quería héroes y mártires dispuestos a inmolarse en defensa del Estado que los cobijaba, pero le daban, en cambio, inodoras, incoloras e insípidas planillas de cálculo, que lo único con lo que soñaban era con cuánto confort vivirían a partir de insertarse como un parásito en el intrincado sistema linfático del aparato del Estado, del que chuparían su rico néctar a cambio de unas cuántas horas de olvidable labor burocrática. Y suponía, con razón, lo difícil que se tornaba de ese modo garantizar la subsistencia de un sistema que se había impuesto luego de largas y cruentas matanzas y que bajo el estandarte inhumano de una extranjería insaciable que balbuceaba un argentino inexpresivo, rendía a los pies de sus majestades las riquezas saqueadas de esa joven nación sometida.
¡Qué no daría por mujeres como esa! Tuvieron una joya entre sus manos de la que podían haber aprendido todo, y la perdieron entre las ruedas de un tren desvencijado, en una mugrienta estación del Sarmiento.


[1] Para llegar al grado de “purificador”, había que pasar por el de “limpiador”. Solo su prestigio como tal lo promovió al nivel superior en el que llegó a ocupar el cargo de jefe de los purificadores, una función similar a los priores de la fe o los prefectos de la congregación para la doctrina de la fe.

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