Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.34 «La partida»

XXXIV


En marcha

Esa noche, Amanda descansó en un catre que las coyas arreglaron en el despacho del jefe. Luego que las despidiera con exagerada amabilidad, las mujeres se sentaron a la puerta bloqueando el ingreso de cualquier bribón. Cada una tenía su pistola reglamentaria y un facón bien afilado por si el arma fallaba. Las dos coyas eran de armas llevar y podían despachar a un tipo en el tiempo que tarda el aleteo de las alas de una mariposa.
Al lado de cada una de ellas un guardia completaba la custodia dispuesta por el alcahuete del coronel en jefe. El capitán no quería otro incidente con la mujer. A esa altura de la noche el coronel en jefe ya debería estar al tanto de lo ocurrido con Mediolazo y malo sería que le llegaran noticias de otro altercado con su nueva ama de llaves.
Antes de retirarse a descansar en un sucucho preparado para que pasara esa noche, les advirtió a los soldados:
—Puse una doble guardia en la puerta de mi despacho donde descansa nuestra visita, quien partirá mañana. No volverán a verla ni oír de ella. Los cuatro custodios tienen orden de tirar a matar de ser necesario. Saben que las coyas no yerran un tiro ni mamadas. Si el arma les falla los van a capar como a un carnero. Descienden de las tropas de Padilla y no le hacen asco a la sangría.
Los soldados que las acompañan son dos de los mejores tiradores que tenemos entre nosotros; ellos pueden matar un grillo en la oscuridad con los ojos cerrados. A cualquier de ustedes que se haga el vivo lo van a mandar de visita a sus parientes en el infierno. Si están apurados por cocinarse avisen que se lo resolvemos con una sola bala.
Si a alguno de ustedes se le ha cruzado la peregrina idea de intentar abusar de la mujer por placer y por venganza, le recomiendo irse en pelotas a las galerías superiores a enfriarse las bolas. La noche helada tranquilizará sus cabezas.
Pero si el frío de la noche no es suficiente –agregó severo–, tienen agua fría de sobra para bajar la temperatura de la más arrebatada calentura. Pidan y les será provista.
Mastúrbense las veces que quieran, somos hombres y sabemos lo que es la necesidad. No habrá castigo para los que, por esta vez, satisfagan sus hombrías de ese modo. No cometan actos indecentes entre ustedes, está castigado por reglamento y conlleva la pena de empalamiento hasta la muerte. Ahórrenme el espectáculo.
Poniendo sus brazos en jarra y sacando pecho, agregó:
—Les advierto para que no haya dudas: si alguno de ustedes intenta sobrepasarse con la mujer, yo mismo le arrancaré las pelotas con una tenaza a la vista de toda la tropa. Y todos ustedes saben que no soy un jefe cruel, pero sí un hombre de palabra. –Dicho esto, el hombre giró sobre sus pasos y se marchó a su sucucho sin que se escuchara ningún comentario. Nadie se había tomado en joda su advertencia.
Salvo los soldados destinados a cubrir las guardias en las galerías superiores, los otros se envolvieron en sus roñosos ponchos y parecieron dormir a pata suelta durante toda la noche.
Amanda, por su parte, encerrada en el despacho del capitán, se acomodó para dormir. Usó de camisón uno de los vestidos del baúl que le envió el coronel en jefe. Era uno rosa, que le quedaba un poco holgado y tapaba hasta la pantorrilla, pero que resultaba demasiado escotado. Sus pequeños senos se descubrían por la abertura del cuello y la tensión de sus pezones por el frío hacían más evidente la desnudez de su cuerpo.
Se lo hubiera quitado una vez cubierta con las ásperas sábanas y las gruesas mantas con que las coyas tendieron el catre. Era inusual que se preocupara en vestirse para dormir, porque ella habitualmente dormía sin ropas. Pero en esa oportunidad y dada las circunstancias, eligió la prudencia a la comodidad.
Con otras ropas hizo un atadito que utilizó de almohada. Se acurrucó en posición fetal, un hábito que mantuvo desde niña, como si necesitara reproducir la plácida estancia en el vientre materno para alcanzar un estado de armonía que le permitiera recobrar las fuerzas por completo.
No tuvo deseos de soñar, si de hacer una corta vigilia, aunque asumía que soñar no le hubiera venido nada mal para, de ese modo, distraerse, alejando los recuerdos de la trifulca con Mediolazo de la que pudo salir mal parada. El pobre tipo no había podido reponerse y dormía en su calabozo de aislamiento agarrado a sus bolas como si esa fuera la única manera de evitar que se le escaparan definitivamente al cielo de los eunucos.
Todavía podía sentir el olor a podrido de su boca, ese aliento pútrido, pero que nacía de las tripas, no de los dientes careados, desde el fondo del intestino grueso donde se muelen entre heces los espantos más oscuros. Y recordó somnolienta las veces que vaciló con el verijero que, en horas, no más, debía devolver contra su voluntad. No le faltó carácter ni coraje para carnearlo al tipo, pero se mantuvo firme en las razones por las que había llegado hasta ahí. De haberlo destripado o estaría muerta o en calabozo de por vida. Y eso hubiera echado todo a perder.
Anita le hubiera dicho que no se distrajera de sus verdaderos objetivos, una virtud poco apreciada en el común de las personas, pero extraordinaria en aquellos que deben mantener la cabeza fría y el corazón caliente. Así le habló su madre en más de una oportunidad. Sin olvidar lo de las manos limpias, aunque ella no se refería a la sangre, la que a veces debía correr para limpiar ciertas inmundicias, sino a la corruptela de los oportunistas y avivados que degradan las grandes empresas.
En la habitación donde se disponía a descansar, la oscuridad salió entre los perfumes a tierra y madera seca que abundaban en todos los rincones. Se hizo amparo y le aventuró un momento de paz que no supusiera tristezas. Ella aceptó el pacto poblado de silencios que le propuso la nocturnidad entre susurros leves como la pluma vaporosa de una pequeña ave de vuelo sigiloso.
Una porción de humedad llegó desde la tina llena de agua enfriada como el aliento de una boca de laberíntico misterio de palabras. Llevaba como una emoción entre sus minúsculas gotas de sílabas que la noche ansiaba interpretar desesperada. Parecía decirle:
“Sola aquí tendida en un catre
ni que llorar la angustia y la fatiga
de la que besa la mano del bandido
solo por encontrar la entrada a los secretos
la llave luminosa en el cubil cerrado
oro arrogante o el huraño hierro
y tras la cerradura la puerta azul inmensa
del misterio por las venas y los huesos
en el recinto estrecho como un oscuro golpe
donde una calavera de arcilla enferma agita
un pabellón inextinguible
de la magnitud de una manga de langosta
piedra solar llama entre los cielos
de treinta y dos filudos rayos
flamígeros y rectos
y nubes resplandecientes
entre los fierros robustos
de cada una de todas las batallas,
en el teatro mismo de la guerra.”

Y el rostro inmóvil fuera de una armadura, a hueso pelado, a piel hidrópica, se quedaba mirándola desde sus arrugas hasta que ella comprendía el lenguaje de cada vocablo invocado. Oyó con claridad que la oscuridad le decía: “¿Manuela? ¿Mónica? ¿María Remedios?”
Pero todavía no podía comprender la importancia de esos nombres. El propio, Amanda, la que debía ser amada, escapando de la espesura de la tierra donde nadie dormía en perenne desafío, repetiría describiendo una espiral sagrada: “mi misterio está encerrado en mí, mi nombre nadie sabrá.” Y tampoco alcanzaba a descubrir su real significado. Pero al completarse su pasión esas incógnitas serían develadas.
Entonces Amanda se durmió esperando el último tramo de su viaje hacia su propia batalla y su prometida victoria a la alborada.
Se despertó no bien escuchó el ruido de la tropa en el cambio de guardia. No sería más allá de las cuatro y treinta de la mañana, tal vez las cinco. Debía acostumbrarse a saber la hora por su reloj biológico, ya que nunca volvería a tener uno que le indicara el paso del tiempo. A dónde iba, el tiempo y el espacio eran muy diferentes, algo de lo que supo cuando era apenas una niña.
Esa distorsión del tiempo y del espacio la acompañó hasta su muerte, y fue lo que abrió una rendija justa entre la vida y la muerte para que ella leyera de corrido tres veces, las tres respuestas a sus tres preguntas.
Abandonó el catre, y en el cuarto que oficiaba de baño lavó su cara y mojó su cabello con el agua fría de uno de los tachos que le dejaron las coyas. Se vistió con la ropa que había elegido. Se peinó con un cepillito que estaba en el baúl y dejó que el perfume del jabón de tocador con el que se había lavado, envolviera su rostro y sus manos impregnando el ambiente con un aroma extraño a un lugar como ese.
El automóvil que el coronel en jefe envió para el último viaje de Amanda llegó pocos instantes después. El ruido del motor previno a Amanda de que su peregrinaje entraba en su última estación.
El capitán llamó varias veces a la puerta de la oficina.
—¡Señorita! –Dijo con energía–. Su automóvil ha llegado. Hora de partir.
Oyó la voz de Amanda invitándolo a pasar. Al abrir, el hombre se encontró con su figura. Ya no era la mujer escondida en un uniforme militar, bajo un sombrero gaucho vellón de oveja, nuevo, o casi nuevo, por el viaje desde el puesto al retén.
Si antes le pareció hermosa, entonces quedó prendado. El traje azul le ceñía el cuerpo resaltando su figura. Estaba más humana y más femenina. Amanda le pidió que llamara a los puesteros para entregarles el cuchillo y el sombrero para Abundio. Pero el hombre tardó en reaccionar. Claro que Amanda comprendió que sucedía, y a ella no le resultó indiferente ese temblor del hombre. Ni su mirada, ni su respiración. Tuvo que repetir su pedido para lograr que el capitán supiera de qué le estaba hablando.
—Si es tan amable de llamar a los puesteros, les entregaré el cuchillo y el sombrero de Don Abundio para que se los hagan llegar como habíamos convenido. –Le dijo con una voz que sonó tan sensual que el hombre debió tomarse su tiempo para responder. Cuando recuperó el aliento le dijo:
—Ya mismo los llamo.
Salió al patio del retén, aspiró el aire de la mañana, y buscó a Juan y Frutos, quienes respondieron a su llamado y lo siguieron de cerca hasta el despacho.
Amanda los saludó con afecto y los hombres le sonrieron amistosos. Poco se dijeron, ella recordaba que eran personas de pocas palabras y estaba de más cualquier gesto de cariño. Era una manera también de protegerse.
—Devuelvan a Don Abundio su regalo, no puedo llevarlo, me dice aquí el capitán.
Juan tomó el cuchillo. Él y Frutos dirigieron sus miradas al alcahuete del coronel en jefe quien, extrañamente, se sintió cohibido por aquellos ojos indios que lo interrogaban.
¡No me haga quedar como un ogro! –exclamó disculpándose–. Si por mi voluntad fuera, en qué mejores manos que las suyas estaría esa joya. –Y señaló el cuchillo verijero–. Pero órdenes son órdenes y estos dos paisanos lo saben tan bien como yo. –Juan y Frutos asintieron con leves movimientos de sus cabezas.
—El sombrero fue a préstamo y cumplo en devolverlo. –Amanda se lo entregó a Frutos, quien permaneció en silencio como era su costumbre.
Desde afuera escucharon los llamados del chofer que llegó para llevar a Amanda a destino. El capitán salió para atender su reclamo. Al verse, los hombres, se estrecharon en un abrazo.
—¡Cabo “Pérez”! ¡Años que no sabía de usted!
—Mi capitán, gustoso de verlo. Asignado a destino no puedo andarme por ningún lado. El coronel en jefe me tiene cagando a su servicio. –Amanda escuchaba con atención la conversación de los compadres.
—Más quisiera yo ese destino.
—Ni lo diga. Yo se lo cambiaría por este.
—Mugre y retoba, mala yunta.
—La mugre se lava y la retobada se calma con unos buenos talerazos. ¿Dónde anda la visita? Es hora de partir, el hombre está ansioso de conocerla.
—¡Señorita! La buscan, hora de partir. –Amanda salió del despacho y atrás Juan y Frutos. El chofer se presentó sin remilgos:
—Cabo “Pérez”, para servirla.
—Amanda Da Silva. –Y le tendió su mano. Todos los hombres lanzaron una exclamación infantil al escuchar de su boca ese nombre hasta ahí desconocido.
—Amanda Da Silva, así dice el papelito mío que me dio el coronel en jefe. Amanda Da Silva, leo bien la letra clara… ¿portugués?
—Debe ser. –Recordó en ese instante a su interrogador con cabeza en forma de pepino y desistió de abundar sobre su apellido.
—¿Vamos? –Dijo el chofer. Y Amanda repitió: “vamos”.
No hubo despedida, no correspondía. Ella se acomodó en el asiento de atrás del amplio Chevrolet modelo 1955 mientras Juan y Frutos depositaban el cofre con ropa de mujer en el baúl del automóvil. Amanda podría haber comentado sobre el auto, pero también prefirió llamarse a silencio. La última vez que lo hizo, debió lidiar con el chofer y ese día no estaba de ánimo para ninguna reyerta. La de Mediolazo la dejó extenuada.
El automóvil se puso en marcha hacia su destino. Dos soldados abrían los amplios portones del retén para dejar salir al vehículo. Apenas aceleró, el chofer y Amanda escucharon las voces del capitán, Juan y Frutos pidiéndoles que se detuvieran. El chofer miró por su espejo retrovisor y vio al hombre que venían corriendo y detuvo la marcha. El capitán, apenas llegó, introdujo medio cuerpo por la ventanilla del lado del acompañante.
—Este sobre es para usted. –Le dijo y le entregó uno de mediano tamaño y de color rojo. El alcahuete del coronel en jefe se retiró de inmediato como si no hubiera escuchado lo que ella murmuró. Pero oyó con claridad sus palabras:
—“Clara influencia materna”. ¿De nuevo con los colores y sus significados? –Se preguntó a sí misma intrigada.
El capitán no estaba en condiciones de explicar de qué se trataba, tampoco le correspondía, salvo que así le hubiese sido ordenado. El coronel en jefe se lo hizo llegar con la orden expresa de entregárselo a la mujer solo cuando estuviera partiendo a su destino. Y así hizo.
El chofer (pensó para sí “qué chambón” por el olvido del capitán), aceleró la marcha y a los pocos metros de andar, vio por el espejo cómo se cerraban los dos portones de la entrada al retén.
La pasión de Amanda estaba por completarse.

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