Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.33 «Preparativos»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.33 «Preparativos»

XXXIII


Preparativos

Almena negra, inaccesible. Por la antigua degolladura de los muros se podía arponear la inmensidad en todas direcciones; pero no había nada a que temer, ningún enemigo a la vista desde hacía más de ciento cincuenta años; todos habían sido muertos en los calabozos de los encomenderos o destripados en los cristianos rituales expiatorios de la santa inquisición por no evangelizarse con la devoción exigida.
Los guardias aburridos, que tutelaban en esas alturas, exhibían sus feos rostros enjutos y arrugados como papiros antiguos. Quemados del viento y del sol, resecos como todo aquel paisaje, mal afeitados y con lamparones de una sarnilla incorregible que atormentaba sus días con una picazón imposible de remediar, tenían un aspecto sepulcral del que no podían prescindir para parecer temerarios. Se mantenían aferrados a sus oxidados fusiles, amenazando al pasado que no podía regresar de sus inmisericordes sepulturas bajo siete pies de tierra, y observaban la extensión sin encontrar dónde reposar la mirada en kilómetros a la redonda. Eran la escoria de una hueste condenada a servir en una tierra desconocida y a la que ninguno de ellos recordaba cómo había llegado ni tenía la menor idea de cómo huir hacia algún destino más humano. Los pocos que se habían atrevido a la fuga, fueron cazados por Mediolazo luego de perseguirlos cierto tiempo como un entretenimiento, y desollados vivos para escarmiento de toda la tropa. De vez en cuando, algún linchamiento tuvo lugar, una recreación del crimen de Tupac, para satisfacer la vanidad el “Cuatro dedos”.
Solía Mediolazo incitar al motín porque le deparaba un divertimento que lo complacía como pocas cosas. El sexo, su máximo placer, estaba vedado no por asunto religioso o reglamentario alguno, sino porque las pocas mujeres que fueron condenadas a servir allí, murieron tan rápidamente que apenas si alcanzaron a satisfacer la libido del capitán, quien las bebió sorbo a sorbo hasta dejarlas piel y hueso, exangües, cuando no atormentadas como aquella a la que desgarró el útero con su propio dedo, el que la mujer arrancó y masticó en venganza mientras se desangraba hasta la muerte.
Tras los gruesos muros del retén que ponían a la tropa a resguardo del revuelo de los vientos que tocaban con la punta ardiente de sus aljofarados dedos el largo y ancho brocado de piedra, los pilones descendían despiadados buscando el suelo como una advertencia a los visitantes. Allí se hundían como colmillos inagotables.
Amanda era indiferente a esa amenaza de la arquitectura. Ni la amplitud del recinto militar, ni su mugre y oscuridad la atemorizaban. Su andar sereno montada sobre el reyuno que trotaba lento, testimoniaba su serenidad. Lucía la escarapela que se había hecho más brillante a pesar de la oscuridad de la noche cetrina, rutilando con sus luces blancas y celestiales los rostros circunspectos de los soldados que la observaban cabalgar sin que ella los mirara siquiera de refilón. La escarapela los sustrajo por un instante de sus remordimientos y los devolvió a una condición que habían olvidado por completo.
A su espalda, mientras se dirigía al despacho donde la esperaba el alcahuete del coronel en jefe, quien había tomado el mando del retén, Amanda oyó el batifondo de una cuadrilla como de ocho hombres que recogió al “Cuatro dedos” para encerrarlo bajo siete candados en un calabozo. El dominio del “corregidor Mediolazo” había llegado a su fin de la punta de un borceguí calzado por una mujer que parecía insignificante frente a ese hombre ansioso de eyacular un homicidio.
El lugar era misérrimo, muy amplio pero muy sucio. Resultaba un despiadado cuadrado incrustado en medio del desierto como un inexplicable corral de sombras.
A la derecha, una amplia cuadra dejaba ver una multitud de pobres literas en el piso donde dormía la tropa cuando podía. En cada camastro una especie de poncho calamaco negro de mugre, roído y maloliente, parecía ser la pobre manta con la que se protegían del frío de la noche. Pero Amanda supuso que cuando el calor arreciaba, esa pocilga debía ser insoportable para la estancia de esos hombres.
A la izquierda, una amplia galería estaba destinada a algunas caballerizas donde un reducido número de caballos y vehículos compartían el resguardo. Los caballos eran flacos y huesudos y los vehículos abollados y oxidados.
Los calabozos, que abundaban distribuidos a cada lado, estaban en los sótanos de la fortificación y a ellos se accedía por varias entradas de algo más de un metro de lado, todas obturadas por unas tapas de cemento de unos quince centímetros de grosor y que tenían cuatro argollas incrustadas en cada ángulo para poder alzarlas y permitir el acceso de los verdugos y los castigados a la profundidad de esas mazmorras donde purgar los castigos ordenados, hasta entonces, por Mediolazo.
En los fondos, opuestos a la amplia entrada del retén, mirando a los portones de ingreso, estaban los despachos de los jefes, protegidos por unas barricadas altas y panzudas. De todos sobresalía el que hasta entonces usó Mediolazo, ubicado al centro de la construcción. A sus lados, varios pequeños reductos destinados a oficinas de oficiales de menor gradación de paso o con destino en el retén, donde se apilaban papeles roñosos que eran el deleite de una multitud de pequeñas lauchas de pelaje de color negro intenso y pequeños ojitos rojos, sumamente dañinas, impasibles a la presencia de los hombres (a las que los hombres ignoraban con igual indiferencia), que devoraban los legajos con entusiasmo mientras dispersaban sus heces redondas por todo el piso de las habitaciones.
Altas escaleras de cemento y hierro en los cuatro vértices y otras en cada uno de los dos costados llevaban a los soldados a las terrazas donde se vigilaba la amplia escena del desierto.
Desde esas alturas se podía ver un camino lateral a dos leguas de distancia, que arreciaba un tumulto sordo de oscuridades que desconcertaba y que parecía dirigirse en dirección a la mansión donde vivía el coronel en jefe, muchas leguas al norte. Allí las noches se hacían precipicio y en sus intimidades más profundas, sonaba el potente ruido de una manga de langostas entre disparos de fusil, cañones atronadores, y el tableteo de unas tacuaras sobre los guardamontes de unos caballos que galopaban al rumor de los aceros que chocaban.
En cambio, en un cubículo de mala muerte donde permanecía encerrado una anomalía de la naturaleza, crujían unos relumbrones de luz color de kerosene que dibujaba unos círculos naranjazules. Pocas veces, pero muy recordadas, una voz aflautada daba órdenes a una hueste invisible que se batía entre dos fuegos cruzados allende el valle de Vilcapugio, donde la muerte acechó a los expedicionarios hasta derrotarlos.
Los soldados se decían entre ellos en voz baja para que la autoridad no los pescara murmurando, que se trataba de un fantasma de batallas pasadas que esperaba ser redimido de su encierro, y que la mujer esa, joven y bella que había aplastado los testículos del temido capitán Mediolazo como dos frutas podridas, venía a conjurar ese espanto que clamaba a los gritos la piedad de Nuestra Señora de la Merced, la única que podía aliviar sus sufrimientos tan pegados a la flacura de sus carnes y los reumas de sus gastados huesos.
Cuando Amanda se apeó de su caballo y se dispuso a atar al reyuno seguida de los puesteros que hicieron lo propio, todos los soldados se quedaron observándola. Ella les devolvió la mirada y todos al mismo tiempo bajaron la cabeza en señal de respeto.
El alcahuete del coronel en jefe salió del despacho del comandante y se quedó observando a la mujer y a sus dos acompañantes.
Era un hombre alto y corpulento. De cuello grueso, espalda ancha y hombros muy redondos. Los brazos parecían muy fuertes a pesar de que estaban cubiertos por las mangas de la chaqueta militar. El tórax describía un trapecio perfecto, ancho de hombro a hombro y afinado en la cintura. Pero las caderas eran fuertes tanto como sus dos largas y gruesas piernas.
Su rostro, en cambio, tenía algo infantil que Amanda no lograba definir. Tal vez fueran sus ojos claros o su sonrisa leve. La piel muy curtida del sol y el viento no había perdido su lozanía. Llevaba el cabello negro rasurado al ras para evitar los piojos y estaba bien afeitado. A pesar del frío no llevaba abrigo alguno.
De pie, frente a ellos, parecía más alto porque su cabeza casi tocaba el marco de la puerta de entrada al despacho. Sus manos se movían acompañando sus palabras; eran manos fuertes y grandes, de dedos anchos, largos y callosos. Amanda dedujo por su aspecto y su comportamiento, que estaba sirviendo en ese destino desde hacía tiempo.
—Los hombres pueden comer y dormir antes de partir de regreso. –Dijo señalando a Juan y Frutos. Su voz varonil sonó en la noche con claridad. Varios soldados alzaron la vista para mirar en dirección a donde se hallaba ese jefe.
—¿Con quién trato? –Preguntó Amanda displicente.
—Soy jefe de todos los retenes que preceden el lugar a donde usted debe dirigirse, delegado del coronel en jefe con grado de capitán de milicia. –Respondió–. Me eximo de darle mi nombre porque no es necesario.
—¿Y en esas pocilgas piojosas van a descansar estos hombres? Venimos de una dura travesía. Le agradecería que les dé un lugar decente y comida que no sea charqui.
Amanda le reclamó al tiempo que se descubrió su cabeza y dejó a la vista su rostro. El capitán la observó con detenimiento, pero sin expresar ninguna emoción y eso que hacía mucho que no veía una mujer tan joven y bella.
—Como usted ordene. –A un lugarteniente suyo le impuso atender a los puesteros hasta que partieran.
El capitán invitó a Amanda a entrar al despacho. Ella ingresó con paso lento, el sombrero en una mano y la otra en el bolsillo, mirando en todas direcciones. Era el único lugar del retén que parecía algo más limpio y prolijo.
Era un salón amplio de paredes pintadas a la cal, piso de baldosas rojas y techo machihembrado. Una araña de seis brazos pendía el centro de la habitación, pero solo dos lámparas estaban encendidas.
Al centro, un gran escritorio de madera algo desvencijado, pero en buen estado, pobremente iluminado por las dos lamparillas.
El asiento que usaba hasta entonces Mediolazo, como si se tratara de su trono, era un sillón de cuero marrón cuarteado en varias partes, de amplio respaldo y con apoyabrazos también forrados con el mismo cuero. Una línea perfecta de doradas tachas dibujaba los contornos del tapizado aferrando el cuero a la madera reseca del asiento.
Las sillas que rodeaban al escritorio, en cambio, eran de madera dura, demasiado rectas y difíciles para permanecer sentado en ellas por largo tiempo. Habían sido fabricadas por unos soldados que hacían de carpinteros, pero que no eran del oficio.
A la izquierda del escritorio una estantería de madera hacía de biblioteca. Una Biblia y una historia de Belgrano de Bartolomé Mitre eran todo lo que exhibían. A dos metros de la biblioteca, una pequeña puerta daba al baño del despacho. A la derecha, una bandera que Amanda no sabía a qué podía pertenecer, colgaba casi desde el techo hasta el piso.
Al ingresar al despacho, el capitán observó el brillo del cuchillo verijero que ella llevaba en la cintura.
—No va a precisar ese cuchillo a donde se dirige. –Le dijo mientras le arrimó una silla para que se acomodara.
—Es un obsequio. –Amanda lo expuso a la vista del capitán sosteniéndolo en la palma de su mano–. Un lindo regalo del baqueano.
—Pero a donde va no puede llevar ningún arma, orden del coronel en jefe. Si él lo decide luego, le dará una para lo que fuera necesario. Pero hasta el arribo a su destino, sin armas.
—Entonces lo dejaré en manos de los puesteros para que lo devuelvan a quien me lo regaló. –Le respondió mientras se sentaba.
—Como usted quiera. ¿Quiere que se lo haga llevar por un soldado?
—Preferiría entregarlo yo misma. También debo dejarles el sombrero que me fue dado a préstamo por el mismo baqueano.
—Abundio es generoso.
—¿Lo conoce? –Amanda preguntó con curiosidad. Pero el hombre solo hizo un breve gesto que ella no alcanzó a interpretar.
—Cuando usted lo disponga, mandaré llamar a los puesteros para que les entregue usted misma esas pertenencias. Pretendo que se quede tranquila con el destino de esos objetos.
—Se lo agradezco. –Amanda acompañó sus palabras con una sonrisa que resaltó el volumen de sus labios–. Lamento el incidente a mi llegada. –Se disculpó luego.
—¿Incidente? –Preguntó el capitán con esa leve sonrisa que rejuvenecía su rostro de manera extraña.
—Con Mediolazo.
—¡Ah! ¡Mediolazo!
—Lamento si le traje problemas.
—Ninguno. Fue entretenido el entrevero. –Dijo con sorna el capitán.
—No esperaba este recibimiento de ese jefe. –Amanda se justificó–. Aunque debo reconocer que fui advertida de su mala calaña.
—Parece que él tampoco esperaba una respuesta como la suya. Y deduzco que no le fue advertido con quien se metía. Usted, sin dudas, es una mujer valiente, de mucho carácter.
—¿Cree que me excedí?
• Creo que corrió verdadero peligro. No sé si usted lo pudo percibir.
—¿Le parece?
—No tenga dudas. Varios estaban listos para dispararle. Aquí la obediencia hacia los jefes es ciega, aunque el jefe resulte una mierda, porque los hombres no entienden de otra cosa, para eso se los ha educado.
—Escuché su grito “¡soldado, guarde el arma!”, cuando dejé a Mediolazo despatarrado en el piso, pero de la amenaza de que me habla no me di cuenta.
—Ese soldado no fue el único que podría haberle disparado. Los otros no alcanzaron a desenfundar nunca, si no, no sé qué hubiera sucedido.
—Los puesteros me hubieran defendido. –Dijo Amanda.
—Lo dudo. –Dijo el capitán sabiendo de lo que hablaba.
—¿Por qué lo dice?
—Ellos no se hubieran atrevido a nada, son soldados y saben las reglas. Los hubieran matado antes de que pudieran mover un dedo. Además, son indios, medio negros, despreciados por los soldados. Matar un indio, matar un negro, aquí no significa nada. Y ellos lo saben de sobra. Ni yo los hubiera podido defender.
—No creo que me hubieran abandonado. –Amanda rechazó la idea de que Juan y Frutos podían haberla dejado librada a su suerte.
—Crea lo que a usted le parezca mejor. Las personas viven más reconfortadas cuando creen que sus ideas se corresponden con la realidad. También se vive de ilusiones.
—Pero se muere de desengaño.
—Es bueno que lo tenga presente.
—De todos modos, no lo creo. Ellos me salvaron la vida al rescatarme de la tormenta que me enfermó. Quedé inconsciente, sin ellos hubiera muerto de seguro. –Amanda explicó sobre la travesía entre la segunda posta y el puesto de Don Abundio.
—Era su obligación, el mismo coronel en jefe les dio esa tarea. Si usted moría, ellos morían, así de simple es la lógica del coronel. Ante las circunstancias, le aseguro, se hubieran quedado a morir con usted, porque morir a manos de los verdugos del coronel no es algo a lo que uno puede aspirar.
—Podrían haber escapado. Me consta.
El oficial no pudo contener la risa.
—¡No sabe lo que dice! Nadie escapa del coronel en jefe, esté segura de eso. ¿Sabe cuánto mercenario hay siempre dispuesto a matar por plata? No se equivoque. Acá los ideales murieron hace tiempo.
—Pero cumplieron su tarea y gracias a ellos y Don Abundio es que estoy aquí.
—Pero una cosa es cumplir una orden y otra rebelarse contra un jefe como Mediolazo, aunque el tipo fuera una porquería. Ellos nunca se hubieran atrevido a eso. Son duchos en todos los reglamentos, saben las consecuencias de cada acción. Son indios, saben desde hace siglos qué les pasa a los indios rebeldes, y eso no ha cambiado mucho. No crea en la modernidad, nada de eso ha llegado por estos lados. Aquí los premios y castigos son los mismos que los de la época de la conquista, en especial los castigos de los que se han conservado hasta sus más sutiles tormentos.
Por otra parte, el cuchillo caronero de Juan “Pérez” había quedado demasiado lejos. Su caballo no estaba a mano. No tenían con qué defenderla. ¿No lo observó?
—No. No hice otra cosa que observar a Mediolazo.
—Lo bien que hizo. ¿Dónde aprendió a pelear de eso modo?
—Donde corresponde. Tuvo buenos maestros.
Amanda se puso de pie y quedó a no más de un metro del capitán. Él observó en detalle la contextura de la muchacha. Reparó especialmente en sus manos, las vio fuertes, pero algo grandes para su tamaño.
—Está al llegar un automóvil que la llevará a donde el coronel en jefe la espera. –Le informó el capitán.
—¿Cuándo parto?
—Cuando llegue el coche y usted esté lista. Pero primero querrá lavarse y comer antes de partir.
—Lo deseo con ganas. ¡Un baño caliente! –Amanda aterciopeló la voz que perturbó la solemnidad del jefe y se desperezó estirando todo lo que pudo su cuerpo. Sus curvas quedaron expuestas en toda su redondez.
—Ese baúl que ve ahí es suyo. –El capitán señaló a un rincón de la habitación donde un cofre de mediano tamaño estaba disimulado con una especie de mantel azul.
—¿Mío? –Preguntó sorprendida.
—Lo manda el coronel en jefe. Hay ropa y otras chucherías para que usted se ponga presentable.
—¿Chucherías? ¿Qué chucherías servirían para ponerme presentable? –Amanda preguntó riendo. Su aspecto lucía relajado y cierta sensualidad emanaba de su cuerpo y hacía que el hombre se sintiera conmovido.
—Anillos, aros, collares, supongo. Me mencionaron el nombre, pero no lo retuve.
—¿Bijouterie, tal vez? –Amanda sonó pícara y casi provocativa.
—¿Eso quiere decir anillas, aros, collares?
—Seguro, pero no uso nada de eso. ¿Se nota?
—Ahora está disfrazada con un uniforme militar.
—No es uniforme militar. –Lo corrigió Amanda.
—Pero parece y no la favorece en lo más mínimo.
—Entonces me vestiré como una mujer para ver qué le parezco.
—Mi opinión es irrelevante, –el capitán suspiró y pareció sonrojarse–, solo debo garantizar que usted siga su viaje para encontrarse con el coronel en jefe.
—Entonces, con su permiso, iré a lavarme.
—Por esa puerta cercana a la estantería pasa al baño, –dijo señalando hacia su izquierda, donde se veía una pequeña puerta–, aunque solo hay una tina porque no tiene instalado un retrete. Es el baño más decente que puedo ofrecerle, los otros son letrinas inmundas en las que ni esas lauchas ladinas se animan a entrar. Allí podrá higienizarse. La ayudarán dos indias que prestan servicio como sirvientas de la compañía. Haré traer agua caliente para su baño.
El hombre abandonó el despachó y cerró la puerta detrás suyo. Se oyó su voz clara y varonil ordenando a las mujeres que llevaran agua caliente hasta el baño del despacho principal. Les recordó el asunto del jabón. Luego se ocupó de comprobar si los puesteros habían comido. Encontró a los hombres saboreando una carne de carnero asado con abundante pan casero y bebiendo agua limpia. Les dijo que la mujer les daría ella misma el cuchillo verijero y el sombrero para que se lo devolvieran a Don Abundio. Juan y Frutos asintieron y se dispusieron a esperar que Amanda les hiciera entrega de los dos objetos.
Ella, por su parte, se dedicó a revisar el baúl que el coronel en jefe le mandó. Había varias prendas, todas limpias y en muy buen estado. Se sorprendió que casi todas eran de su talle.
Eligió un traje, chaqueta y pantalón de color azul muy intenso, y una camisa blanca adornada con unos pequeños bordados. El trajecito azul le recordó la ropa que usó cuando se incorporó a la vida activa, luego de su entrenamiento.
La ropa interior parecía confeccionada a su medida. Descartó los adornos y el maquillaje. Escogió un calzado de taco bajo, negro y de diseño sencillo. Se consideró extraña mirando esa ropa tan femenina. Estaba cómoda con esa especie de traje militar que Teresa le dio para el viaje. La tela ruda y de trama pequeña resultaba una gruesa capa protectora, se sentía contenida como si se tratara del último capullo antes de su metamorfosis final.
Las mujeres ingresaron sin llamar a la puerta del despacho y se dirigieron al baño sin hablarle ni mirarla. Mostraban un comportamiento sumiso como si fueran sordas y mudas. Amanda las saludó, pero ellas no respondieron el saludo. Eran dos coyas más bien petisas y regordetas.
Llenaron una tina con el agua caliente y dejaron luego dos tachos más con agua fría, por si le resultaba muy caliente con la que habían llenado la bañadera. En una especie de jabonera apoyaron un jabón bastante perfumado que el coronel en jefe hizo llegar también para Amanda.
Se retiraron en silencio como habían entrado. Ella se encerró en el baño y antes de desvestirse comprobó si no había algunas rendijas por donde los hombres la espiaran mientras se bañaba.
La habitación que servía de baño no tenía ventana y no encontró ningún hoyo por donde se pudiera mirar hacia adentro. Se desvistió tranquila y se sumergió en la bañera.
Afuera el capitán oía el ruido del agua desplazarse a medida que el cuerpo desnudo de la de la muchacha se sumergía. Podía sentir como el agua iba rozando cada parte de ese cuerpo hasta cubrir por completo la fascinante anatomía de la joven.
Su corazón latía con fuerza. Reconocía que la presencia de esa mujer lo había impactado. Su carácter, su valentía, el modo en que encaró el desafío que le propuso Mediolazo, lo habían conmovido, incluso más que tanta juventud y belleza.
Suspiró varias veces para calmar sus ansias. Los soldados lo miraban procurando que sus pícaros gestos no fueran interpretados por el jefe como una insolencia. Todos percibían el mismo perfume de mujer, raro en aquellos páramos desiertos. No hay nada que vulnere más la disciplina de un soldado, que el aroma de una mujer joven luego de meses de servicio en un desierto al que no se podía abandonar sin perder en ello la vida.
Ninguno, soldados y jefe por igual, podían sustraerse a ese sentimiento que Amanda les había despertado. De todos modos, lo sabían muy bien, era propiedad del coronel en jefe, y no se atreverían bajo ninguna circunstancia a sobrepasarse con la mujer aquella, la nueva ama de llaves del jefe supremo.
La suerte de Mediolazo sirvió de escarmiento a todos los soldados. Si así le fue al jefe, hasta entonces un protegido de la comandancia (con sus pelotas tumescentes y encerrado en un calabozo mugriento), qué no les podía ocurrir a ellos, olvidados de Dios y al margen de toda justicia. Y aunque no hubiese sido la precisa y potente patada en los testículos con que Amanda despachó al truhan ese, –una poco común manera de que un superior resigne su mando ante el asombro de su propia tropa–, el destino de ese jefe ya estaba señalado. El trato soez de “Cuatro dedos” hacia la nueva ama de llaves le hubiese acarreado el castigo del coronel en jefe, quien esperaba la oportunidad para sacarse de encima al insolente. Otro se ofrecería para el trabajo sucio, pordioseros con ansias de mando, sobraban en ese hoyo.
Mediolazo, cuando recuperara algo de lucidez, debería agradecer el resultado de la acción de Amanda. Gracias a ella conservaba sus testículos, aunque algo reventados, pero si el coronel en jefe se hubiese hecho cargo de su indisciplina, se los hubiese arrancado con sus manos.
El alcahuete del coronel en jefe se sabía excluido de aquella manada de hombres desesperados y no iba a jugar su futuro por una justificada calentura. Los prostíbulos de la zona podían proveerle alivio a su urgente esperma, pero amar, amar era un enigma que nunca develaría.
En ese perdido páramo desierto en los confines de la vieja patria, el amor era un sentimiento que había sido desollado en miles de combates durante más de trescientos años. Encontrarse con él hubiese sido un verdadero milagro.

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