Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.31 «La sagrada escarapela»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.31 «La sagrada escarapela»

XXXI


La partida

Cuando los hombres volvieron de carnear los chivitos, Amanda estaba bañada y había cambiado sus ropas. Llevaba puesto un pantalón de tipo militar y una casaca gruesa que eran de su talla. También calzaba los borceguíes que la sujetaban el pie con fuerza y la aliviaron de los dolores que le quedó de la larga caminata sobre las piedras embarradas durante la tormenta.
Teresa le dijo que no sabía a quién habían pertenecido esas prendas y tampoco recordaba quién se la había dejado como pago.
Cuando la ayudó a acomodar la ropa, Teresa palpó los músculos fibrosos de su cuerpo. Allí entendió cómo había sobrevivido esa muchacha a la travesía. Estaba segura de que una mujer débil hubiera muerto presa del frío y la fiebre que afectó sus pulmones.
Amanda, en cambio, en solo dos días y soportando el menjunje que “La Kori” le hizo engullir, estaba en pie y con fuerzas suficientes para encarar la anteúltima etapa de su viaje: llegar al primer retén.
Ninguno de los hombres hasta ese momento quiso advertirla de lo que iba a encontrar en ese retén. Ellos detestaban tener que apersonarse a ese lugar. El tarambana que estaba a cargo del destacamento, un tal Tiburcio Mediolazo, apodado “cuatro dedos”, con grado de capitán de la milicia, era grosero en especial con las mujeres. Pero odiaba a los originarios de la región.
Ni Juan ni Frutos sabían por qué él no le temía al coronel en jefe ni le preocupaba que este le impusiera alguna vez algún castigo. Es más, ellos no recordaban ningún correctivo, pero sí muchas indisciplinas del capitán ese. Abundio les dijo en más de una oportunidad que el coronel en jefe no lo molestaba porque la usaba para los trabajos más sucios y en eso el hombre le cumplía sin chistar. Se hacía llamar “señor corregidor”, e inflaba el pecho con orgullo cuando escuchaba ese título unido a su apellido en boca de sus pobres subordinados, “El Corregidor Mediolazo”, y se sentía transportado siglos atrás, cuando el exterminio era la regla.
Si las cosas no se complicaban demasiado en ese retén, Amanda seguiría la travesía sin mayores sobresaltos. Allí debía recogerla una comisión enviada por el jefe con esa exclusiva misión. Eran hombres rudos, pero a diferencia del “cuatro dedos”, educados y respetuosos. El coronel nunca hubiera permitido que ese grosero se arrimara a su familia ni a su servidumbre. No solo desconfiaba del torturador, sino que lo despreciaba. “Cada cosa en su lugar”, era el pretexto que usaba cuando Mediolazo le pedía ser trasladado, aunque más no fuera a las cercanías de la mansión para disfrutar de una mejor estancia. Cuando le llegaba el pedido de traslado, algo que Mediolazo hacía regularmente, se comentaba que el coronel en jefe repetía siempre: “cómo voy a traer ese sorete a mi casa. Que se quede en aquella letrina del primer retén. Cada cosa en su lugar.”
El primer retén quedaba entre dos inmensidades de la nada. Entre el puesto de los tres ranchos y el segundo retén a un día de marcha en automóvil. Era mugriento y pobre y los hombres allí destinados eran condenados a una vida insoportable que alguna vez terminó en motín. Mediolazo estimulaba la rebeldía, porque eso le daba el pretexto que precisaba para ajusticiar a unos cuantos y escarmentar al resto. Ese poder para imponer la muerte en nombre de la disciplina le estaba permitido. El coronel en jefe solo se dedicaba a ponerle algunos límites para que no exagerara su brutalidad, le preocupaba que no exagerara en los crueles métodos que ensayaba con los sentenciados.
Juan y Frutos ansiaban terminar ese periplo. Ninguna otra misión sería para ellos tan riesgosa como esa que le habían asignado. Podrían recibir las órdenes más diversas, pero ninguna tendría la importancia que tuvo esa, directa del coronel en jefe. Así que comieron y bebieron moderadamente, conformes con que pronto todo llegaría a su fin. Don Abundio y la Teresa se sacaban chispas bromeando entre ellos sobre intimidades de las que Amanda no tenía ni la menor idea, pero que movían a risa a los demás comensales.
Luego de comer en abundancia, el baqueano preparó los caballos. Los que montarían Juan y Frutos se dejaron ensillar sin cosquillas. Llevaban cada una sus bastos y al lado nomás las boleadoras por si acaso. Colorida matra, dos caronas, las sudaderas como correspondía y unas estriberas nuevas de cuero teñido de negro. El cojinillo de cuero de oveja bien aseado y la cincha serena. Entre las caronas, Juan guardó el cuchillo caronero obsequio de un matrero que murió escapando del “señor corregidor”.
El reyuno, cuando Abundio le soltó el amarre, se arrimó a Amanda y la cabeceó suavemente para que le acariciara el hocico.
—Tonto el caballo –dijo Abundio.
—Sabe elegir quien lo monte. –Juan rio señalando su vientre hinchado de tanto comer cabrito y empanadas mojadas con llajwa.
Don Abundio comedido quiso ensillarlo, pero el potro, al que llamaban “Caballo Negro”, le tiró una patada y un mordisco, como hacía cada vez que lo disgustaba algo de su patrón. Por eso el hombre desistió algo cansado de las dentelladas del animal que se mostraba arisco y decidido cuando algo no le caía en gracia, e invitó a la muchacha a ocuparse de su montura. Amanda lo hizo con habilidad y precisión y el caballo se mantuvo manso hasta que ella terminó de ajustar todas las correas.
—¡Que lo parió!
Abundio no parecía asombrado del talante de su animal al que le adjudicaba ciertos comportamientos extraño para ser solo caballo, como si lo poseyera el alma de algún indio que se refugió en el corazón de la bestia para escapar a la muerte a manos de los que se llamaban a sí mismo civilizadores.
—¡Este sabe bien a quien está cargando!
El baqueano hizo que le dieran a Amanda un sombrero suyo, sombrero gaucho vellón de oveja nuevo, con cinta negra rodeando la copa que no presentaba ni una arruga, para que se protegiera del sol. A la vuelta, Juan y Frutos se lo devolverían. Ella ya no lo precisaría, a partir del primer retén, viajaría en auto hasta su destino.
Amanda se despidió fríamente de Teresa y de Kori. Las mujeres ignoraron el trato que les profirió “la porteña”, como la llamaban entre ellas en voz baja. De todos modos, de fino oído musical, ella escuchó perfectamente cuando dijeron “la porteña”, de manera despectiva.
Don Abundio caló el ambiente sin demasiado esfuerzo. Las mujeres estaban embroncadas y desconfiaban de la extraña visitante y sus razones tenían, aunque no consideraban todos los detalles. El baqueano, entonces, fue a su rancho y hurgueteó un buen rato en unas cajitas donde guardaba unas chucherías que estaban olvidadas por completo. Del cajón de su mesita de noche extrajo un bello cuchillo verijero de mango y vaina labrados en alpaca. La Teresa le sugirió que compensara la pérdida de su navaja con ese regalo.
Volvió donde Amanda y le pidió permiso para hacerle un par de obsequios. Amanda agradeció el gesto algo desconcertada.
El hombre le entregó en primer lugar el cuchillo. Amanda lo observó extrañada. Era una pieza hermosa, finamente trabajada. Retiró el cuchillo de la vaina y comprobó que estaba bien afilado.
—¿Y cómo voy a pagar este cuchillo? –Preguntó intrigada–. No tengo dinero, se perdió con mi bolso durante la tormenta.
—Es regalo, señorita. Los regalos no se cobran. Es un obsequio de la Teresa, que puede ser generosa. –Amanda agradeció inclinando la cabeza ante Teresa. Lo puso en la cintura, atrás, afirmado al cinto que sostenía su pantalón de tipo militar.
—Ese cuchillo sirve pa’ empezar un asao o terminar una discusión. Pa’ comer, solo carne o se echa a perder. Y para pelear, veo que fuerza en las manos no le falta. Así que esperamos le resulte muy útil para lo que precise.
Luego le obsequió una escarapela. “Y esto ¿por qué?” se preguntó Amanda. Pero no abrió la boca. Se quedó mirando el regalo. Moviéndolo entre sus dedos con mucha delicadeza, a pesar de la rudeza de su mano.
No era cualquier escarapela. Dos cintas, una blanca y otra azul-celeste, se unían para formar una “v” invertida. Parecía muy antigua, estaba algo descolorida y el alfiler con que se la prendía a la ropa era robusto y estaba muy oxidado.
La Teresa no estaba de acuerdo con el regalo. Regañó al Abundio por no consultarla sobre ese objeto en particular. Cuando iba a abrir la boca para protestar, Abundio la llamó a silencio y le reclamó que conservara la calma. “La Kori” se apartó un metro y miró la escena desde cierta distancia. Juan y Frutos, se mantuvieron en silencio.
—¿Le gusta? –Le preguntó con voz serena.
—Mucho. –Le respondió Amanda sin quitar sus ojos de la escarapela.
—¿Y usted sabe por qué yo le estoy dando este obsequio?
—¿Debería saberlo?
—Se me hace que sí. La usó un tal Beruti de donde usted viene. ¿Sabe de qué le hablo?
—Sí, por su puesto –Amanda respondía sin dejar de observar con admiración el obsequio.
—No todos los porteños son difíciles de llevar.
—No todos, es cierto. –Pensó en Belgrano, que era porteño. Pero no pronunció su nombre.
—Después algunos la lucieron en el Café de Marco. Supongo que le hablan hablado de la Liga Patriótica.
—Algo, en mi curso de entrenamiento. –Mintió sin esfuerzo.
—Cuando iban presos los del café del catalán les preguntaban entre tormentos: “¿Qué sabe usted de la escarapela blanca y celeste?” Pero ellos nunca abrieron la boca. –Amanda permaneció en silencio sin que un gesto descubriera sus verdaderos sentimientos–. Usted sabe las cosas que se le pueden hacer a una persona para que hable. Y a una mujer, no necesito explicarle.
—¿Quiere asustarme? –Amanda habló desafiante.
—Nada más lejos de mi ánimo.
—Entonces, ¿por qué me dice estas cosas?
—Para que sepa a dónde se dirige.
—¿No es mi destino?
—El destino a veces es tramposo.
—¿Y cómo sé que esto no es una trampa? –Amanda se puso enérgica.
—Porque la hubiéramos dejado morir en el camino. Para nosotros era más simple y menos riesgoso. Ya se la habrían comido los buitres y todos los carroñeros de la zona. –Era una posibilidad que ella sospechó desde que recobró la conciencia.
—Usted es inteligente, se nota. Pero hasta ahora no consideró que la trampa se la echaron antes, cuando la mandaron por esta ruta sin ninguna comunicación, sin mapa, sin saber a dónde dirigirse, en manos de dos tipos que iban a tener que atravesar casi un desierto entero cargando a una persona desacostumbrada a los rigores de nuestra región. Una trampa para usted y para nosotros, que alguien le tendió para que nunca pudiera llegar hasta aquí, y que nuestros hombres aparecieran como los responsables de su muerte.
—No consideré esa posibilidad, no hasta ahora. –Amanda, en efecto, no había evaluado las peripecias de su viaje desde esa perspectiva.
—Usted tiene más enemigos de los que supone y amigos pocos, muy pocos.
—¿Ustedes?
—Saque sus propias conclusiones.
—¿Entonces?
—Entonces, escuche con atención a quienes nos preocupamos de su bienestar: a dónde usted se dirige hay uno de esos tipos que le gusta ser un inquisidor. El mismo se presenta como descendiente del visitador Areche. Le dicen “cuatro dedos” porque cuentan que uno se lo arrancó de una mordida una mujer mientras la torturaba para que delatara a los que usan eso que acabo de darle. Era el dedo que usaba para despellejarla por dentro. ¿Me comprende?
—Por completo.
—El tipo es un hijo de puta, si me disculpa la grosería, pero es un consentido por la comandancia. Por eso se comporta como un reyezuelo, un pequeño tirano.
—Comprendo.
—Ese tipo querrá destruirla y usted tendrá que tener muchas agallas para enfrentarlo. Si duda, si teme, es el momento de escapar. Nosotros preferimos que huya a que le dé una victoria a ese desgraciado. La podemos ayudar huir y le aseguramos que nadie podrá encontrarla. Lejos de aquí hay lugares donde la adoptarán como a una hija. Nosotros estaremos más o menos a salvo. Calabozo, azotes, y algunos fierros candentes. Pero sobreviviremos. Pero si a usted la derrotan…
—¿Me propone desertar?
—Le propongo no equivocarse. Usted está a punto de transformarse para siempre, y una vez que cambie no podrá nunca volver atrás, a su antigua condición. Como la oruga. Qué prefiere ser, ¿oruga o mariposa? Porque si elige mariposa, sepa, su vida durará lo que un vuelo, aunque le parezca eterno. Luego morirá y de usted nadie siquiera sabrá su verdadero nombre.
Amanda apretó en su mano la escarapela que Abundio le estaba obsequiando. Recordó a la secretaria musitándole el “Nessum dorma”, y al interrogador gritándole que era no más que una falsificación.
Miró a los cinco puesteros uno por uno a los ojos, y prendió la escarapela en su pecho, del lado del corazón.
—Por lo que parece ha tomado su decisión. Confío en que sabrá cuidar eso por lo que vino. –Le dijo Abundio.
—¡Con mi vida! –Respondió enfática Amanda.
—Esperamos que así sea. Esta fue su última oportunidad antes de llegar a su destino. –Afirmó el baqueano. El hombre giró para quedar de espalda a Amanda y no habló más.
Los tres montaron cada uno su caballo. Amanda al reyuno que no se apartó de ella y no permitió que ningún otro lo toque.
El chofer le recordó el asunto del automóvil abandonado. El baquiano le dijo que apenas salieran hacia el retén, él le haría llegar un aviso a unos paisanos de la zona que se podían ocupar de remolcarlo hasta una ranchada donde se lo podía guardar hasta que la comandancia resolviera cómo lo llevaba de vuelta a la posta de donde había salido.
Juan, Frutos y Amanda se dispusieron a partir. Los caballos estaban comidos y bebidos. La marcha hasta el primer retén no debía presentar mayores inconvenientes. Llegarían allí ya entrada la noche.
El día era caluroso, pero no agobiante, y a la zona donde se dirigían ya se presentaba la sequía, por lo que no había amenaza de lluvia posible.
Amanda, sin aviso, detuvo su cabello y se apeó de él. Juan y Frutos la miraron sorprendidos. Don Abundio, en cambio, sonrió tranquilo.
Caminó directo hasta donde estaba la Teresa. La mujer la miró extrañada, sin comprender el comportamiento de la muchacha. Cuando estuvieron juntas, Amanda le habló al oído. No fueron muchas palabras. Solo algunas. Teresa no pudo disimular su sorpresa, pero se mantuvo callada. Abundio le vio la lágrima que se guardó para no aparecer floja ante la porteña esa.
Luego, Amanda, se dirigió dónde estaba “La Kori”. A ella no le habló, solo la abrazó, largamente. Y la Kori la abrazó a ella. Tampoco habló. Parecía que entre ellas las palabras sobraban.
Volvió donde el reyuno que la esperaba manso y sereno. Montó y sin voltear la vista para mirar atrás, emprendió la marcha.

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