Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.30 «Crisálida»

XXX

Crisálida

Dentro de la cápsula de mantas y ponchos que la Kori le tejió, Amanda se hizo crisálida lista a una nueva y definitiva mutación.
Empapada en su abundante sudor, sintió a su lado la presencia de su hermano. La confundió no sentir a Anita, como solía ocurrir cuando algo no andaba del todo bien o amenazaba con salirse de control. Pero allí, encapsulada, entre los vahos que la fiebre provocaba al hacerla sudar, solo sintió la presencia de Jorge.
Venía de lejos, de muy lejos. Lo vio salir de la boca de un hueco abierto en la noche. Era un hueco azul, como un incendio azul pero que no sabía arder, solo brillaba. Atrás de ese azul, una transparencia de cenizas caía como una lluvia fina. Jorge corría, desde esa boca, sin saber bien a dónde dirigirse.
Corrió hasta el límite de sus fuerzas. Sabe que le dijo:
—Me escapé como vos te escapaste de casa.
Y ella le volvió a responder, como en aquella oportunidad:
— Esa no era mi casa.
Oyó claramente que le confesó:
—Tampoco era la mía.
Estaba segura de que le preguntó:
—¿Y a dónde vas?
Jorge le respondió:
—Voy a correr feliz hasta mi propia muerte, cuando la encuentre no la voy a dejar que escape.
Sonó a metales, olió a vinos, supo a cereales tostados, olió al turbulento humo de un cigarro amargo. Bajo los signos esotéricos de una carta astrológica, Jorge bebió y bailó y bebió hasta desfallecer. Y luego se perdió entre el polvo de cenizas que desdibujaba su rostro.
Como una puñalada sintió una sombra encarnizada se abrazaba a las coronarias de Jorge y las estrangulaba. Sin prisa, pero con fuerza, hasta que cayó muerto, desnudo y sonriendo. Abrazado a su muerte, no la había dejado escapar como lo prometió, y ella le retribuyó con su íntimo abrazo y besos de fermentos negros.
Escuchó que dijo en el último suspiro:
—Por fin nos encontramos. –Pero ella se compadeció del encuentro del que le hablaba.
Amanda no podía asistirlo, solo sentirlo morir en ese estrangulamiento de las arterias. Tocando con la yema de sus rudos dedos el preciado cadáver del hermano, sintió un frío desconocido como una daga inapelable que pasaba carnes de un lado al otro sin sangrar demasiado.
Cuando creía que podía despertar una mano le oprimió el pecho y desde una voz forastera le anunciaron que su nombre no era Amanda. Ni su apellido Da Silva. Entonces la voz del interrogador sonó desde esa profundidad exótica con un vigor glacial:
—“Amanda Da Silva. Hija de Anita Cruspaga. Todo falso, todo falso. Nombres, apellidos, religión, sentimientos. Falso. Usted no existe, señorita. Es un invento.”
La secretaria alta y delgada, elegante y bonita, que salió de un pliegue de esa profundidad luciendo sus ropas lujosas, la consoló cantándole “Nessum dorma”, mientras la sostenía entre sus brazos y acariciaba su rostro. La ayudó a repetir, victoriosa, sin angustias:
—“Pero mi misterio está encerrado en mí, mi nombre nadie sabrá”.
Abrió su pequeña valija tanteando a ciegas sus retorcidas correas de cuero. En su interior solo encontró barro. La carta que Miguel le escribió se había disuelto en el pastiche con el que el lodazal rellenó la valija y deshizo todas sus pobres pertenencias.
Entonces, al alba del tercer día, en un estado de total confusión, Amanda despertó y abrió los ojos. A su lado solo estaba la que se le presentó con el nombre de Kori, quien, al verla recobrar el sentido, movió su cabeza, afirmativamente, y le sonrió satisfecha.
La enviada de Buenos Aires estaba sana y salva y todos ellos podían mirar con expectativa al próximo día. Si hubieran fracasado, solo el coronel en jefe sabía cómo habría de vengarse de ese fracaso.
Amanda balbuceó:
—¿Dónde estamos? ¿Qué me ocurrió? ¿Dónde está mi pistola y mi pequeña cimitarra de mango nacarado?
La mujer del gualicho que llamaban Kori la miró sorprendida por la última de las preguntas. Distendida le respondió solo los dos primeros interrogantes. El tercero les correspondía a los hombres que la rescataron de la tormenta.
—Está en el puesto de los tres ranchos de los “Pérez”. El último puesto antes del primer retén. Mi nombre es Kori. Se enfermó durante la tormenta. Descanse. Solo, descanse –insistió– ya vuelvo.
Amanda la ignoró por completo como si no le hubiera hablado, pero recordó el nombre con el que se presentó, de inmediato.
Dejó a la convaleciente y salió al amplio patio donde sus compadres la esperaban. Avisó que la forastera había recobrado la conciencia. Los cuatro suspiraron con alivio. También que reclamaba una pistola y una pequeña cimitarra. Juan y Frutos se miraron justificándose uno al otro por ese abandono. Para eso hallarían respuestas convincentes cuando la mujer les exigiera una. En ese momento solo deseaban reconfortarse en la sanación de la muchacha, sanación de la que habían dudado.
El matrimonio siempre confió en las habilidades sanadoras de la muchacha; habían visto otros muchos menjunjes salvadores, aunque nunca de una fiebre tan alta y en una persona ajena por completo a aquella geografía que, milagrosamente, pudo soportar las crudas inclemencias de la zona.
Por esos mismos caminos, centurias atrás, habían desfilado miles de desterrados que arrastraron sus cadenas por la tierra, padeciendo calores del infierno, fríos glaciares, lluvias oceánicas. Muchos murieron a poco de comenzar la forzada marcha.
Los otros, los que sobrevivieron, despellejaron sus pies caminando leguas de espinas, arrancando la carne hasta los huesos contra el filo rugoso de las piedras partidas, mordidos por serpientes de dientes salvajes.
Esos marcharon a punta de lanza y mosquetones, arrastrando sin darse cuenta sus propias muertes, caminando sonámbulos con los cadáveres de sus propios compatriotas muertos en el éxodo, abrazadas a hijos y nietos despostados en la cacería invasora de los conquistadores, hasta el destino final de su destierro.
Que una muchacha así sobreviviera, debía ser considerado, sin lugar a dudas, un verdadero milagro, y hasta podría haber sido motivo de veneración, sino se hubiera sabido la materia con la que estaba creado ese prodigio.
Los choferes padecieron esa noche y los dos días que le siguieron el estado comatoso de Amanda como un verdadero suplicio del infierno, una prueba definitiva que la vida les impuso para saber de qué verdadera naturaleza estaban hechos. Y todo estaba supeditado al éxito o al fracaso de la cura a manos de una muchacha que apilaba emplaste tras emplaste dentro de un almirez para golpearlo con un pequeño mazo, al que atribuía en sí mismos magníficos dotes milagrosas cedidas por una vieja curandera que se ocultó de la muerte en las entrañas de piedra de la Puna, para organizar una fórmula extraordinaria que sanara a la enviada y alejara definitivamente el peligro de su prematura muerte.
Solo en el éxito de la prodigiosa cura estaba el secreto de la salvación. Si a Amanda moría, ellos estaban convencidos de que serían los dos primeros que irían a dar con ella en la misma tumba. Luego, suponían no sin razones valederas, a los otros les cabría el mismo destino. Nadie escapa al castigo del coronel en jefe, él siempre encontraría la manera de justificar sus ejecuciones. El homicidio estatal organizado siempre hallaba un juez que lo justificaba en la elevada razón de la más moderna jurisprudencia.
Esa costumbre homicida se inauguró el día que el jefe militar que mandó a asesinar al Ilustre, cortó la garganta de uno de los malandrines que se negaron a cumplir su orden. Mientras brotaba la sangre del desgraciado por la brutal herida que le propinó el jerarca, ya un escriba encontró el articulado que amparaba ese crimen en el supremo deber de salvar a la Patria. Desde entonces, y para siempre, cada fracaso de los subordinados se podía pagar con la vida en nombre de un falso y perverso patriotismo.
Los dos choferes, el baqueano y las mujeres, sabían de la expectativa que el viejo coronel tenía en la nueva ama de llaves. No la esperaba tanto para él, considerando que su expectativa de vida era poca, considerando su avanzada edad, sus vicios y lo duro que era sobrevivir en aquellas latitudes de la sequía eterna. La pensaba para su descendencia. Por eso reclamó una mujer joven, “muy joven”, se comentaba que dijo, para que su trabajo se extendiera por decenas de años sirviendo a los que lo sucedieran en la tarea.
Acompañar al coronel en jefe de aquel reducto, asistir a su familia y vérselas con esa reliquia que custodiaban, era una tarea solo para un cuerpo joven, sano y bien dispuesto. Los vejestorios que le ofrecieron los rechazó sin miramientos, no cubrían ni por asomo las expectativas que tenía para su nueva ayudante.
Así que la urgencia por el arribo de la muchacha, que llegaba precedida de las mejores recomendaciones, se había transformado en una obsesión para el viejo coronel. Y como necesitaba hombres de confianza y sabedores de los caminos que había que atravesar, mandó designar a los que llamaban Juan y Frutos como los guías para el tramo del trayecto desde la segunda base hasta el primer retén, que era la travesía más difícil y en el que solo sobrevivían aquellos acostumbrados a esas guerreras inclemencias y que, además, supieran que caminos convenía elegir para sortear con éxito todas las dificultades que, de seguro, se presentarían.
Generoso el coronel, aceptó el pedido de los hombres de contar con la asistencia de Don Abundio, el baqueano más experimentados de todos los de aquella región. Sin él, sabían que habrían fracasado por completo con el mandado que les encomendó su jefe. Gracias a Abundio se aseguraron llegar al primer puesto todos con vida.
El retraso de dos días no era un inconveniente injustificable. Por el contrario.
En el primer retén sabían que la tormenta tenía que haber entorpecido el viaje, aunque no podían imaginar cuánto. En ese destacamento, por otra parte, era jefe un energúmeno con pretensiones de mandamás y que gozaba del rechazo de toda la tropa. Nadie le arrimaba un chisme ni una información porque no era confiable. En más de una oportunidad, a quienes alguna vez le llevaron la verdad sobre un crimen, los hizo azotar como si fueran ellos los responsables de la fechoría. Desde entonces, fue sabio pasar por burro que exponerse a un castigo injustificado. Así que el hombre vivía desinformado. Para saber qué ocurría alrededor suyo, debía estar atento y procurarse las novedades por sí mismo. Por lo que la mayor parte del tiempo no tenía ni idea de lo que acontecía a su alrededor.
Era, por otra parte, un hombre abúlico, que se limitaba a elevar informes de compromiso, intrascendentes. Esa ocasión se liberó del compromiso de poner al tanto de los sucesos a sus jefes inmediatos, merced a que el coronel en jefe contuvo su ansiedad pasando el rato con unas niñas que le trajeron de bien al norte, más allá de las primeras estribaciones de la selva, donde fueron capturadas por unos bribones que se dedicaban al tráfico de mujeres. Dos días y dos noches estuvo el viejo magreando a las muchachas, los dos días y noches que Amanda tardó en recuperar la conciencia y también la salud, asistida por el gualicho de la mujer que llamaban Kori.
Cuando reclamaron a los responsables del retén datos de la mujer que esperaba su arribo el coronel, estos debieron enviar un chasqui hasta el puesto, donde le dijeron que estaba lista a partir y que el retraso se debió nomás a la inclemencia de la tormenta, una como no se había visto en años y que muchos atribuían a un suceso fantástico difícil de explicar incluso por la ciencia del clima que viejas tejedoras anunciaban entre sus fumatas de cigarros de hojas de chala. Al chasqui lo despacharon sin dejarle ver a la fulana, algo que, en realidad, no le estaba permitido. Esa prohibición les ahorró a los puesteros algunos contratiempos que le hubiesen hecho sus días más difíciles.
Los cuatro que esperaban afuera del rancho el milagro, cuando la joven curandera los advirtió de la mejoría, entraron para verla. La contemplaron como si se tratara de una resucitada, y apenas se atrevieron a saludarla alzando sus manos y balbuceando un saludo imposible de comprender. Ella no respondió el ademán y los miró desde el abismo de su propia confusión. La alta fiebre la había dejado insegura y agitada y todavía sentía latir su corazón de manera arrítmica. Amanda se limitó a observarlos tratando de recordar sus rostros.
En segundos, las fisonomías de los dos choferes volvieron a su memoria. En primer término, del que solo hablaba en una extraña lengua de la que recordó, le dijeron en dos oportunidades que no era quechua, aunque no podía precisar en qué circunstancia fueron esas dos respuestas. Tampoco podía acordarse con qué nombre denominaron esa extraña lengua por la que no podía comprender de qué hablaban los dos hombres. A veces volvía a su memoria el nombre Chalimín, pero sonaba como un clamor, como el guerrero tañido de una campana de piedra, que la confundía aún más.
Ni el rostro del baqueano ni el de la mujer obesa que estaba a su lado le parecieron familiares y no lograba recordarlos de ningún encuentro previo. Esas personas, junto con la que la asistía, la gualichera, eran perfectos desconocidos para Amanda. De ellos no había visto ni sus credenciales ni sus recomendaciones, no conocía sus historias ni sus tareas. Podían ser quienes decían que eran o cualquier persona ajena a la institución y que se había aprovechado de su lamentable estado.
La Kori esperaba que Amanda pudiera incorporarse para vestirla con una nueva ropa que la Teresa le trajo de un baúl que tenía en su casa, y donde guardaba algunas prendas que los troperos le dejaban de regalo como agradecimiento a sus atenciones. También le trajo unos borceguíes, el único calzado del que disponían para ella. En la mansión, seguramente, la proveerían de ropa adecuada.
Amanda le pidió a la muchacha que la asistía que la liberara del poncho y de las gruesas mantas. Kori asintió y empezó a rescatarla del ropaje como si fueran las capas de una extraña cebolla de variados colores.
—Me imagino que querrá bañarse. –Le dijo mientras la desvestía–. Así no puede seguir a destino.
—¿Agua fría otra vez? –Amanda respondió disgustada.
—¡No! Ya mismo le pido a mi compañera que caliente agua. –Llamó con un silbido a la mujer obesa quien ingresó al momento.
—¡Qué bueno verla recuperada! –Le dijo a Amanda solo por decirle algo alentador. Ella, mientras se sentaba en la cama, se mantuvo ausente, recatada–. Temimos que usted se pusiera más mala de cómo estaba. Mucha fiebre del pecho enfermo. Pero la Kori cura todos los males con sus medicinas.
Amanda trataba de comprender la situación, pero no le resultaba sencillo. Recordaba poco de lo que le había ocurrido. Solo hasta cierto momento del camino bajo la lluvia. Y no veía su bolso de mano con su pistola calibre 6.35 y su pequeña cimitarra con los que contaba para defender si era necesario.
No sabía si dijo efectivamente, o solo lo pensó para sí, que todo su entrenamiento no le había servido “ni para un carajo”, sometida a esa tormenta indescriptible.
Putear daba un alivio, pero nada más que eso. Ella entendía y se lo reprochaba, que había fracasado sin atenuantes: nunca, nadie, sabía perfectamente, debía desmayarse porque atravesara una situación extrema. No se trataba solo de una cuestión de voluntad, era una obligación, una obligación moral, un deber ser y comportarse sin desmayar nunca más allá de la fatiga física. Solo aquellos capaces de resistir ante lo que otros sucumbían, eran seleccionados para las grandes misiones que hacían historia verdaderamente.
De haber ocurrido en un entrenamiento habría sido expulsada de inmediato del curso. Ella siempre salió airosa de esos desafíos, aunque nunca se había topado con uno semejante. Una tormenta nacida en los confines de la historia, de las multitudes congregadas en las batallas por la sobrevivencia, donde el rumor de las piedras sonaba hasta en los cielos, el agua caía de un cántaro infinito desde las alturas de todas las tormentas, y un viento lleno del escalofrío de los hierros de las grandes matanzas, arrasaba la superficie de la tierra hasta dejarla pelada como un cráneo humano tras la cruel ceremonia de la ofrenda de vida a la insaciable divinidad bebedora de sangre.
Sabía que quien perdía su estado de conciencia ante una adversidad, cualquiera fuera, lo que había perdido realmente era el verdadero control sobre la situación y, lo más grave, de sí mismo. Podía estar inmersa en sucesos meticulosamente preparados para embaucarla y hacerle cometer acciones en contra de su verdadera misión. Por eso miraba a sus anfitriones con indisimulable desconfianza y había perdido parte de la fe en sí misma.
Ella, ¡justo ella!, Amanda, la que nació para ser amada, la elegida, en esa oportunidad, había fracasado. Y encima estaba segura de haber perdido la pistola y la navaja.
¿Los otros elevarían ese informe a los superiores? Si era así, estaba en serios problemas. Al que llamaban Juan le habría movido a risa solo imaginar que en ese paraje desolado donde se combatía a la vinchuca por no pescar el chagas definitivo, alguien podría reclamarle un informe. Le habría dicho entre sonrisas:
—Yo soy el camino, yo soy el informe. –Y allí habría terminado todo ese asunto.
Cuánto pensó en aquello que le enrostró su interrogador cuando ella le respondió que temía defraudarse a sí misma. “¿A usted misma? ¡Tan importante se cree! Usted no vale nada. ¡Usted no vale un carajo! ¡Un soberano carajo! ¿Me oyó? ¡Es una simple comemierda! A nosotros, que usted se sienta defraudada, nos importa una mierda. El problema es si defrauda a la institución, porque la institución está por encima de todas las cosas, salvo de Dios.” Y en ese momento, si bien no se sentía una “simple comemierda”, sí muy próxima al fracaso de una tarea de la que aún no le habían dicho ni una palabra de su verdadero significado.
La mujer que la asistía y su compañera esperaron que Amanda saliera de su ensimismamiento. Hicieron algunos ruidos para atraer su atención. Finalmente, ella las miró con la misma expresión vacía de emociones con que las miraba desde que abrió los ojos.
—¿Está lista para su baño? –Le preguntó la mujer obesa dudando. Amanda movió su cabeza afirmativamente.
—Ya pongo el agua a calentar, entonces. Mando los hombres a carnear cabritos para la comida. Haremos una buena cena antes que parta. Queremos que el coronel en jefe la encuentre lo más recuperada posible.
Al salir, antes de dirigirse a su rancho a buscar los tachos para hervir el agua, mandó a Abundio y a los otros dos a elegir dos cabritos para el asador. Los hombres preguntaron por la muchacha y recibieron con satisfacción las noticias de la efectiva mejoría. Mañana podrían partir hacia el retén, donde los estaban esperando.
Cuando los hombres se alejaron en dirección a los corrales, Teresa se apuró a encender el fuego para calentar agua en dos inmensos tachos. Cargó los pesados recipientes llenos de agua de lluvia y los puso sobre unas parrillas gruesas y fuertes debajo de las cuales todavía ardían unas cuantas brasas de la noche. Arrojó pasto seco para que ayudara a encender la leña reseca que distribuyó debajo de los enrejados, leña que conservaba seca porque la tenía almacenada dentro del rancho. Avivó las llamas para apurar la calentura de las aguas usando unas grandes hojas como abanicos verdes.
Amanda salió al patio ayudada por “La Kori” y se alegró del sol que empezaba a colocarse nuevamente en la cúspide del cielo. Juntas se arrimaron al fogón donde Teresa animaba las llamas con esa especie de abanico de hojas.
—¿Y cómo se siente ahora que ya pudo volver a caminar? –Le preguntó Teresa mirándola de arriba abajo.
Amanda se encogió de hombros y se mantuvo en silencio.
—Usted no parece tan flaca y débil como dijo el Abundio. –Amanda se sorprendió del comentario y se observó a sí misma. Ella no se sentía tan delgada y mucho menos débil. Miró sus manos y atrajo la atención de Teresa, quien reparó en la fortaleza de sus dedos.
—Mano fuerte la suya –le dijo–. La mano suave no sirve para nada. Cavar, talar, carnear, todos duros y pesados trabajos que nos tocan a las mujeres. Y otros de los que prefiero ni hablar.
—¿Y a los hombres que les toca? –Preguntó Amanda, quien habló por primera vez impresionando a las mujeres con su voz tan juvenil, quienes la miraron con curiosidad.
—¡Ah…! ¡Los hombres! Se las rebuscan para hacer que trabajemos nosotras. Siempre tiene algo importante que hacer.
—¿Cómo llegué hasta acá? –Preguntó Amanda.
—La trajeron los hombres a caballo. El Abundio, mi esposo, el más viejo sin faltarle el respeto. El Juan, que le dicen Jayri y el Frutos, el que no habla nunca, para su referencia.
Amanda se extrañó de que la mujer le dijera los nombres de los tres hombres aquellos. ¿Dónde había quedado aquello de “nada de nombres, de apellidos” con que la habían aleccionado en el entrenamiento?
—¿Por qué me dice sus nombres? No está permitido.
—¿Y quién le ha dicho a usted que está prohibido llamarnos por un nombre? Adán le puso nombre a todos los animales.
—Génesis, capítulo dos, versículo veinte. –Explicó Amanda.
—¡Ah! Conoce la Biblia.
—De memoria.
—¿Y entonces? ¿Quién le ha dicho a usted que nos han prohibido llamarnos por un nombre? –Preguntó nuevamente Teresa. Pero Amanda se negaba a dar una respuesta precisa a su pregunta, no quería hablar de la Institución.
—¿Jayri? –Preguntó intrigada y desentendiéndose de la pregunta de la obesa–. ¿Le dicen Jayri?
—Así es. –Dijo “La Kori”, sonriendo.
—¿Qué quiere decir ese nombre?
—Noche sin luna.
—¿Y por qué el chofer lo comparan como a una noche sin luna? –Preguntó Amanda, desconfiada.
—¿No puede deducirlo usted misma? –Teresa la puso en un aprieto.
—No. No puedo. –Teresa suspiró resignada y rio cómplice con “La Kori”.
—Porque es negro como la noche sin luna. Negro. ¿Lo ha visto usted bien? Es negro. Por eso le dicen Jayri. Y fiero, como la noche sin luna. ¿Ha visto alguna vez una noche sin luna?
Amanda prefirió callar. Desconfiaba de esa historia. La mujer se compadeció de su silencio producto con seguridad de su confusión. Y dudó de hasta dónde Amanda había recuperado la lucidez.
—Ya llevo los tachos dentro de nuestro baño. –Dijo asiendo la gruesa manija fabricada con alambres galvanizados, de esos enormes recipientes llenos de agua caliente–. Le pido disculpa por nuestra modestia. Cuando hable con la comandancia dígale cómo nos tienen aquí tirados peor que a perros abandonados. Tal vez ellos le crean a usted porque de nuestra palabra siempre dudan.
—¿Y por qué habrían de creerme a mí? –Preguntó Amanda.
—Por qué es de Buenos Aires, y es blanca y es linda. Nosotras somos de esta tierra ignorada, somos chinas, y además feas. A las chinas feas los hombres nunca nos quieren creer. Los hijos que nos hacen nunca son de ellos. Y los cuernos que nos ponen no son cuernos, son adornos. En cambio, si alguien de su condición dice una cosa, todos los hombres se quedan pensando en lo interesante que han sido sus palabras.
Amanda no sabía qué responder a la mujer que mientras le hablaba de ese modo, cargaba los tachos hasta el modesto baño.
La descripción de la mujer la confundió. “Buenos Aires – mujer blanca – mujer linda.” Razonó. Luego repitió varias veces: “tierra ignorada – china – fea”. Se mantuvo callada no por protegerse, sino porque en realidad no sabía qué responder.
—¿Y usted ha perdido su nombre, supongo? –Teresa la preguntó intrigante.
Amanda siguió en silencio. Repitió para sí: “Pero mi misterio está encerrado en mí, mi nombre nadie sabrá.”
—Creo que es así. Perdí mi nombre. ¿Tendrá importancia?
Teresa se encogió de hombros y dijo:
—Solo que su nombre nadie sabrá. –La invitó a entrar al baño y lavarse–. Su baño está listo. No deje enfriar el agua.
—Pero perdí mi pistola calibre 6.35 y mi navaja cimitarra de mango nacarado.
—Cosas más importantes perdió en la vida, estoy segura.
—Pero de ellas no tengo que rendir cuentas a nadie.
—Olvídese de la pistola esa y de su navaja. Aquí no las necesita. No le darán arma de fuego por nada del mundo. Y sobre el asunto de la navaja quédese en paz, que aquí un cuchillo verijero no falta y ese le será más útil que cualquier navaja.
Amanda pareció conforme con la explicación. Allí ya no tenía modo de recuperar lo que había dejado atrás.

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