Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.28 «Abundio»

XXVIII

Abundio


El baqueano apareció entre la lluvia como flotando por encima del lodazal con los caballos, tal como había prometido. Los tres caballos estaban vestidos de aguas que les caían por debajo de la montura hecha un harapo, las mantas tejidas sobre el lomo de los animales. Las bestias apenas podían bufar fastidiados por la picana del viento que les arrojaba barro a las ancas con la fuerza de las picaduras de unos tábanos de arcilla negra y alas enanas.
Hombre alto, enjuto, de huesos prominentes, cubierto con un poncho norteño que se confundía con el barro, llevaba un sombrero de cuero que estaba apelmazado por el agua de la lluvia. El ala del sombrero hacia abajo, doblada por la mojadura, ocultaba un tanto el rostro delgado, arrugado, de ojos claros, cejas abundantes, nariz bastante recta y largos y abultados bigotes blancos. Sus manos eran muy grandes y muy fuertes, como sus pies, que calzaban vota de cuero de potro y se apoyaban en unos estribos que parecían de hierro fundido. Bien amarrado a las cinchas del caballo, parecía no cabalgar con esfuerzo sobre la montura que se apoyaba en una gruesa manta tejida a mano que chorreaba agua a montones.
Él los vio desde lejos, cuando se aproximaba, allí acurrucados los tres, uno contra otro, y uno de ellos como tratando de proteger de la lluvia, el viento y el frío a una que parecía la mujer que esperaba llevar hasta su puesto. Lo peor de la inclemencia les llegó con la noche. Estaban cubiertos por una capa de barro del grueso de un dedo. Parecían tres estatuas maceradas en lodo, tres espectros miserables, sucios y abandonados al rigor de la tormenta.
Gritó al aproximarse, pero era seguro que ninguno de los tres lo oía. El ruido de la lluvia, que flameaba de un viento en todas direcciones, seguía siendo tan intenso como desde el inicio de la tormenta, pero más exterminador, como el golpe sobre un redoblante de piedra, y apaleaba los cuerpos con sus gordas gotas rebotando contra la capa de barro compacto que los cubría. A esa altura de la remojada, si escuchaban algún sonido, sería el de tiritar entre ellos en la maraña de lluvia y viento que los amortajaba.
El paisano se apeó de su caballo y tanteó el piso que parecía moverse bajo sus pies. Se había transformado en un guadal caprichoso por el barro y el agua; el lamedal se movía como anguila entre sus botas de cuero de potro.
Zamarreó al chofer y lo llamó por su nombre.
—¡Juan! ¡Juan! ¡Levántese hombre!
El chofer respondió al llamado, alzó la cabeza y sonrió al verlo. Estaba aterido. El frío de la noche se le había metido bajo la piel y había perdido el calor natural de su cuerpo. El baqueano le tendió una mano para que se incorporara. El hombre cuidó que Amanda no se fuera de geta al barro. La notó entumecida y helada, respiraba con dificultad, cortas inspiraciones que exhalaba junto con un silbidito que salía de su tórax como si sonara un fuelle lastimado. Cuando soltó a la muchacha para poder levantarse, el otro se aferró a ella.
—Pero y esta criatura, ¿quién es? –Dijo Abundio abriendo los brazos, asombrado de la juventud de Amanda.
—La que esperábamos.
—¿La nueva ama de llaves del coronel?
—La misma, Don Abundio.
—¡Han mandado una nena! ¡Qué coraje!
—Más jóvenes tienen varios críos de que ocuparse.
—Pero amigo, ¡es una criatura!
—Para este asunto hay que ser joven, si no te despachan rápido. Los de Buenos Aires sabrán que mandaron.
—¡Los porteños no saben ni mierda lo que es esto!
—Habrá que confiar. –Murmuró el chofer sin tratar de resultar convincente.
—¡Y está en patas! ¿No se ha cortado?
—Para nada. –Afirmó el chofer.
—¡Qué milagro! Esa sí que es suerte.
—Dios no nos quiso amargar demás. Con esta lluvia ya nos puso a prueba a todos, en especial a esta. –Señaló a Amanda.
—¿Y pasó la noche así, a la intemperie? –Abundio preguntó azorado.
—Nos atrapó la tormenta. –Respondió el chofer.
—¡Qué macana! Tormenta como esta no vi en años.
—Ni yo. ¿Será una señal? –Preguntó el chofer mientras trataba de desentumecerse.
—¿Le parece Juan?
—Una prueba, por qué no. El cielo tiene sus mañas, tiene sus formas de hacernos entender las cosas.
—En estos asuntos milagreros uno no sabe con qué tendrá que lidiar. –Don Abundio se santiguó varias veces, buscando la protección en su devoción.
—Tengo que despertar al Frutos. –Dijo el chofer.
El hombre estaba agarrado a la muchacha. El baqueano observó las manos de Frutos apretando sin lastimar los brazos de Amanda. Sus enormes manos cobrizas contrastaban con la piel blanca de los brazos de la mujer, que parecían escuálidos comparados con ellas.
—¡Frutos! ¡Frutos! ¡Arriba, hermano! ¡Llego Don Abundio! –Gritó con fuerza. Pero el hombre no daba ninguna señal de despertarse. Seguía agarrado a Amanda como si temiera que alguien quisiera arrebatársela.
—Cargó a la mujer durante horas. –Le explicó Juan. Abundio sacudió al hombre para despertarlo, gritó fuerte varias veces su nombre.
—¡Frutos! ¡Frutos! ¡Arriba, hermano!
Frutos abrió los ojos. Se quedó ensimismado. Parecía confundido. Tardó en comprender lo que le decía su compadre. Quiso hablar, pero no pudo. Le llevó su tiempo reaccionar y despabilarse. Estaba endurecido por el frío y no sentía ni los pies ni las manos. Dio un cabezazo para indicar que los hombres tomaran a la muchacha. El chofer la atajó y Don Abundio ayudó como pudo a ponerse de pie a Frutos que tambaleó hasta que logró afirmarse sobre sus dos pies. Zapateó con ellos tratando de que le volviera la circulación hasta la punta de los dedos que estaban insensibles. El barro saltó manchando hasta la cintura a los otros hombres.
Los tres miraron a Amanda consternados. Creyeron que había dejado de respirar, pero un sonido breve les indicó que aún lo hacía. A los tres les pareció que movió una mano, pero ninguno podía asegurar lo que había visto. Frutos volvió a cargar a la mujer.
—¿Está viva? Tiene color de muerta. –Preguntó el baqueano quien la miró asustado.
—Desmayada, nomás. Es pálida, y el agua la dejó más descolorida. –Dijo el chofer disimulando su preocupación.
—Vuela en fiebre. –Dijo Frutos que habló en la lengua del baqueano para que este supiera lo que estaba diciendo.
—¡Y como para no volar en fiebre, con la mojada que se pegó! –Sentenció Abundio.
—La mojada fue brava, pero peor fue el frío a la noche. Se puso feo. No había con qué abrigarse. –Explicó el chofer.
—¡Qué mala suerte! Acá agua y frío, y allá te cocina el sol y no llueve hace siglos. –Dijo el baqueano.
—¿Mucha fiebre? –Preguntó el chofer preocupado mirando a su compadre.
—Mucha. –Respondió Frutos.
—¡Estamos jodidos amigos! –Exclamó Don Abundio–. Hasta el puesto no hay nada que hacer. Acá solo hay charqui mojado y ginebra.
—¿La Kori cura fiebre? –Preguntó el chofer.
—Todo cura la Kori. Hasta el mal de amores, cura la Kori. –Dijo Don Abundio con una sonrisa.
—¿Más adelante como está el camino?
—Igual que aquí. –Dijo el baqueano decepcionado–. Para ir rápido habría que ir por esa especie de desfiladero, pero hay mucha piedra lavada por la lluvia. En tiempos normales está cubierta de tierra, pero no quedó ni un terrón de tanto aguacero. Es terreno muy resbaladizo, pisa mal el caballo y se rompe una pata, si no nos rompemos nosotros también la crisma contra las piedras. Me parece que esta muchacha no está para recibir ningún golpe, y mancar un caballo sería una desgracia. Por eso vamos a tardar algo más. Los voy a llevar por tierra segura.
—Se agradece, Don. –Dijo el chofer.
—Monta uno de ustedes y carga a la niña –sugirió Abundio–. Pude venirme con dos caballos, nomás, el tercero estaba encaprichado y no hubo forma de hacerlo cabalgar. Estaba como poseído, le di un rebencazo y casi me sacude de una patada. Como le di otro para que tuviera, me mordió el desgraciado. Peor que la Teresa cuando se enoja.
—¡Y eso que la Teresa muerde! –Dijo el chofer riendo pícaro.
—Como perro cimarrón. ¡La gorda no quería que la dejara! Tenía miedo de la tormenta.
—Como el caballo. –Dijo el chofer.
—Pero cuando hay tormenta la Teresa me abraza, no me muerde.
—Por ahí al reyuno le faltaba cariño.
—¡Ni que fuera oveja, el oreja cortada ese! –Río Abundio con picardía–. Caballo e’mierda. Es más fácil montar a la Teresa cuando se pone chúcara que a ese caballo atravesado.
El chofer montó primero y Frutos le alcanzó a la muchacha que quedó detrás del jinete, volcada sobre su ancha espalda. Frutos montó el otro caballo y el chofer le pidió al paisano una soga. El hombre le dio unas lonjas largas de cuero mojado para hacer unas ataduras. Le dijo al Frutos que atara a la muchacha a su cuerpo. El hombre se arrimó todo lo que pudo con su caballo y se puso justo al lado del otro que rodeó los dos cuerpos con las lonjas de cuero y los atacó con un nudo suave pero seguro.
Amanda permaneció así apoyada sobre la espalda del chofer, su cabeza estaba caída hacia un lado y solo se le veía media cara. Estaba dormida o desmayada, los hombres no sabían bien qué le pasaba, pero la fiebre era un mal augurio. El baquiano sacó de su alforja un poncho calamaco y cubrió a la muchacha como pudo.
—Le daría mi sombrero, pero… –se justificó–. Vaya a saber cómo la tratan mis piojos.
Se pusieron en marcha bajo la lluvia. Delante, el baqueano, quien los guiaba para salir de los barriales y los ríos naturales que se habían formado con las lluvias. A su lado el chofer cargando a Amanda. Cerrando el paso Frutos, siempre la vista al frente. Iban despacio, no había forma de apurar la marcha.
—A este paso vamos a llegar a la noche al puesto. –dijo el baqueano–. Mañana ya no va a llover. Al tercer día resucitó el sol de entre los muertos, como el Jesús.
—¿Y al retén?
—¿Dónde está el bruto ese?
—El maturrango, sí. –Respondió el chofer.
—Y con suerte mañana a la noche. –Miró al cielo como implorando–. Antes imposible. Hay que ir despacio si no el caballo se asusta. Y habrá que ver cómo está la mujer a medida que avancemos.
—¿En el puesto quienes lo esperan?
—Está la Kori, como les dije. Ella se va a ocupar de la muchacha esta. ¡Qué coraje mandar esta criatura! –Volteó para mirarla, atada al chofer como una muerta blanca. La supuso demasiado frágil–. ¿Durará? –Preguntó intrigado.
—Toda la vida. –Dijo Frutos.
—¿Te parece, Frutos?
—Toda la vida. –Ratificó su augurio.
—¿No tiene poca carne? –Dudó Abundio mirando el cuerpo de Amanda.
—Es que usted está acostumbrado a la Teresa. –Dijo riendo el chofer.
El baqueano miró a Amanda con la boca abierta y luego se chupó el bigote mojado por la lluvia.
—¡Es varias de estas! –Dijo abriendo los ojos enrojecidos como dos monedas de cobre–. Con ella nunca hay frío. Pero esta para pasar el invierno no sirve. No abriga. –Remató Abundio riendo con sus pocos dientes. Y luego volvió sobre su juicio–. Pero a mí se me hace que no va a durar.
—Toda la vida. –Insistió Frutos.
—No quiero parecer pesado, Frutos, pero mujer de poca carne en estos lados, se seca como el charqui que prepara la Teresa.
—Va a durar. Por eso llegó hasta acá.
—Hasta acá llego, eso es cierto. Voluntad no le ha faltado, algo de suerte, tal vez. –Respondió Abundio que no podía dejar de dudar de las posibilidades que Amanda tenía de sobrevivir a su misión–. Mientras no la consuma la fiebre…
—Nada de eso –dijo Frutos frunciendo el ceño–, la Kori la mejora y la fiebre desaparece.
—El hombre está convencido que la muchacha va a salir adelante. –El baqueano se admiró de la convicción de Frutos.
—Si Frutos lo dice, Frutos sabe. –Afirmó el chofer aferrándose al convencimiento de su compadre que asentía con breves movimientos de su cabeza.
—Este humilde baqueano mejor se calla la boca. En asuntos de vivos y muertos nadie sabe más que el Frutos. ¿No es así? –Los dos hombres asintieron al mismo tiempo.
—En la alforja de la derecha, Frutos, hay ginebra. Pa’celebrar su confianza, mejor calentar la panza. Dele al trago y pase la botellita. –Dijo el baqueano invitándolo a calentar el estómago–. No la vayan a aguar. El agua de lluvia es para los caballos, para nosotros un trago caliente. En la otra bolsa hay charqui. No me va a pedir seco porque seco, no hay nada.
Cada uno besó el pico de botella con ganas, las mismas con la que hubieran besado a una mujer que les calentara los huesos. Frutos guardó la botella con sumo cuidado.
—¿Quesillo? –Preguntó el chofer, hambriento.
—¡No! ¡Nada de quesillo! Se los debo para otra tormenta.
—Charqui, entonces.
—Mojado.
—Que sea mojado.
Repartieron la carne. Mascaban por entretener las mandíbulas y distraerse de la monotonía de la lluvia que les caía a pique como si se hubiese propuesto joderlos hasta que llagaran al puesto.
Durante horas anduvieron así, despacio, bajo la lluvia. Salvo para mear, no pararon. Después de medio día de andar, el chofer le pasó a Amanda a Frutos. Amanda no despertaba y Abundio dudaba cada vez más que la muchacha tuviera fuerza para salir entera de esa empapada y frío que le trajeron la fiebre alta. Los pulmones sonaban cada vez más afligidos y sus brazos caían inertes a cada lado, como si lo único vivo que le quedaba era ese quejido gutural que salía de los bronquios, sonido aplastado por la inflación de la pleura congestionada.
Si sobrevivía a tanta inclemencia, cosa que dudaba Abundio, los caprichos del coronel no los soportaría. Y de eso estaba más que seguro. Porque no bastaba tener buenos nervios, buena salud y buen ánimo para soportarlo.
El coronel en jefe mantenía costumbres militares como no podía ser de otra manera. No se había achanchado encerrado en esa mansión absurda y casi sin controles exigentes, salvo esas infrecuentes requisas llamadas auditorias, realizadas por burócratas que lo único que querían era salir de ese horno y volver a la comodidad de sus oficinas.
El viejo, cuando llegaba el auditor militar, ignorante de los caminos y de las distancias que lo separaban de su destino, lo hacía pasear por las quebradas más escabrosas y las arenas más calientes, para que, poco a poco, se afuera ablandando al rayo del sol y le quedara pocas ganas de joder con sus averiguaciones.
Como había que pasar innumerables retenes antes de llegar al último en el que, por regla, él en persona recibía a la visita, el viajero era sometido a ese tormento que minaba su voluntad a una temperatura que el pobre tipo no sabía ni que existía.
Al final del peregrinaje, el hombre, abrumado por el calor, no solo no sabía dónde estaba, sino que hasta dudaba que fuera real aquel paisaje en el que el calor parecía brotar desde el fondo de la tierra, amarrado a unos quejidos destemplados que sonaban a viejos lamentos sepultados.
Así se deshacía de su ocasional controlador, el que, luego del martirio al que fue sometido, tal vez con algo de su cerebro achicharrado, con ampollas en los lugares del cuerpo que habían quedado al descubierto, redactaba enjundiosos informes donde alababa la capacidad del coronel para soportar semejantes inclemencias climáticas, mantener en orden a la tropa (que no le había manifestado ningún reclamo, sino todo lo contrario), sometido al calor de un sol que parecía no dejar nunca de abrumar con sus incinerantes rayos.
Los auditores nunca sabían del misterio que tenían la milicia guardado en esa impresionante mansión a la que no accedían por nada del mundo.
Cuando el coronel les ofrecía permanecer otro día para completar la inspección, rogaban casi de rodillas que se les permitiera partir sin cumplir esa parte de su registro, ya que no dudaban de la honradez de la palabra de su anfitrión y mucho menos, por lo que vieron en el comportamiento de la tropa, del rigor con el que sostenía aquel enclave de la milicia en los confines de una patria que no terminaba de configurarse. Así que el informe se completaba con lo que el coronel decía y los otros copiaban ansiosos por partir de una vez y para siempre.
Todos los que alguna vez, y no fueron muchas, tuvieron que auditar al coronel, no recordaban de regreso a sus destinos de origen. No recordaban ni el más mínimo detalle de la desoladora excursión, como si el calor y el esfuerzo al que lo sometieron en el viaje les hubiese licuado la memoria y dejado la mente completamente vacía. Olvidaban todo de aquel lugar y de aquellos personajes que parecían los últimos patéticos contingentes de la conquista colonial, compuesta por espectros de piel reseca, huesos apolillados y sombras vaporosas.
Al coronel no le importaba si era hombre o mujer quien tenía que obedecerlo y seguirle el tranco. Los que estaban a sus órdenes sabían del modo que ejercía el mando y a ninguno se le ocurría hacerse el chancho rengo para escapar a sus exigencias. O se cumplía con lo que él quería o se la pasaba realmente mal. Y para pasarla mal, allí, había tiempo de sobra.
A las cuatro de la mañana, mucho antes del alba, ya estaba en pie, cagando a pedos a la tropa, haciéndolos limpiar, barrer, lustrar, traer y llevar. Recién después de eso los dejaba tomar unos amargos con galleta del día anterior, para que no perdiera la costumbre de la milicia de comer poco y mal.
Luego los dejaba al rayo del sol haciendo nada o les daba órdenes absurdas que la tropa aceptaba porque la obediencia era así, ciega y sin explicación. El jefe siempre tenía razón y esa era una verdad indiscutible.
Los hombres quedaban resecándose por horas, sin agua, ni nada que mascar. Hasta el cigarro les había prohibido a la tropa porque al viejo coronel le molestaba el olor de los toscanos fabricados con una chala perfumada que nada tenía que ver con el verdadero tabaco. Para él tenía reservado unos cigarros cubanos cuyo olor hacía desesperar a la soldadesca que estaba dispuesta a ofrecer su libra de carne, si se las hubiera pedido, a cambio de dar unas buenas pitadas y embriagarse con el sabor tropical del tabaco.
Salvo cuando organizaba sus cenas con las polaquitas que hacía traer del puerto y repartía los favores de las prostitutas entre la tropa, todo era puro sacrificio.
Dormía una siesta breve. Pero eso ¡que ni se le ocurriera a la soldadesca! El descanso en la tarde estaba reservado para el mando. Y hasta medianoche jodía todo lo que podía. A la noche, guardia, y si pescaba alguno durmiendo cuando le tocaba la vigilia, mejor era ofrecer la espalda para una buena azotaina, porque, al menos ese castigo, se sabía cuándo empezaba y cuando terminaba.
Abundio veía a Amanda tan joven, tan frágil, tan leve, y recordaba la figura del coronel con los brazos en jarra mirando a la tropa como a delincuentes antes de ejecutarlos, que no podía creer en la confianza de Frutos que insistía que esa muchacha de porcelana porteña iba a poder soportar al mandamás y a la geografía con su espantoso clima.
Pero Frutos confiaba en su augurio, porque cuando le daba una premonición que le entraba por un lado del alma y le salía por la boca hecho palabras, nunca se había equivocado. Él sabía entenderse con el futuro de los vivos, pero mucho más con los asuntos de los muertos, y por eso era el único que comprendía con inocencia, sin atemorizarse, el extraño milagro de La Reliquia, que era una forma extraña de vivir abrazado a una muerte que suspendió su desenlace final por un arbitrio divino que no podía ni debía explicarse.
Él sintió de entrada que Amanda era la elegida y por eso aseveraba que duraría toda su vida junto al ilustre. De eso nunca tuvo dudas.

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