Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.27 «Agua y barro»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.27 «Agua y barro»

XXVII

Agua y barro

Luego de mucho andar, aunque a Amanda le pareció poco, el automóvil se quedó ahogado. El viento golpeó tantas veces de costado que hizo entrar el agua por el capó y el motor dejó de funcionar.
El chofer, decepcionado, golpeó con las palmas de sus manos el volante. El que iba a su lado le dijo algo en voz baja.
—Puede ser. –Le respondió.
—¿Qué ocurrió? –Amanda quiso saber de qué se trataba.
—La parte eléctrica dejó de funcionar.
—El agua. –Afirmó ella.
— Sí. –Le respondió lo mismo que a su compañero.
—¿Y ahora?
—A caminar o esperar aquí que la lluvia pare. Usted decide.
—¿No dijo que va a llover dos días seguidos?
—Eso dije.
—No hay opción, entonces. Caminemos. –Dijo con absoluta convicción.
Los hombres se miraron pícaros. El que solo hablaba en lengua waqha para no rebelarse ante la mujer, antes de bajar del automóvil señaló a su compañero con su dedazo y luego golpeó con el puño de una mano la palma de la otra, indicándole que debía pagarle.
Amanda entendió el gesto. Explicó para sí: “estos apostaron a que me rendía.” Sintió que disfrutaba un pequeño triunfo, aunque era temprano cantar victoria. De todos modos, estaba equivocada. El de la lengua waqha sabía más de ella que ella misma y nunca creyó que ella abandonaría la marcha.
Apenas bajaron del automóvil, la lluvia tocó con dureza a los viajeros. Los hombres se quitaron las corbatas y los zapatos y medias que dejaron dentro del automóvil. No servían para esa marcha. Retiraron la pequeña valija de la mujer del baúl. Ella prefirió cargarla junto con su bolso de mano. A poco de andar, Amanda comprendió que sus zapatos tampoco le servían para nada y los arrojó a un costado. En segundos el barro se los tragó por completo.
Empezaron a caminar en la misma dirección en que venían, a pesar de que no se podía ya distinguir la amplia calle de tierra. Se había transformado en el cauce de un riacho de pocos centímetros de profundidad, pero que podía aumentar su caudal si la lluvia seguía anegando los campos.
Marchando en la intemperie parecían sobrevivientes de un combate perdido entre un cementerio de piedras rotas por el agua y un barrial compacto por el que se patinaban.
La tormenta había mermado para lo que era habitual en esas latitudes e inmensidades, pero para Amanda seguía siendo extraordinaria, la lluvia intensa y el viento extremo. Y los otros dos no estaban muy seguros de que esa no seguía siendo la misma tormenta que les tendía perversa una trampa para ponerlos a prueba.
Ella miró hacia arriba en todas direcciones, solo por reconocer esperanzada si en algún lugar del cielo la tormenta se disipaba, y solo vio, agua que caía enredada entre relámpagos y truenos, y abajo, barro salpicando por el golpe de los gotones que impactaban abriendo pequeños cráteres que el agua inundaba al instante.
Los lugares que parecían más altos y por eso algo protectores, solo resultaban estribaciones enanas que el agua disolvía como terrones que luego se dispersaban en valles inundándolos de un barro oscuro.
Debajo de ese pastiche el filo de las piedras esperaba cobrarse su cuota de heridas. Caminar descalzos era ofrendarse a una herida irremediable. Los hombres, curtidos, podrían someterse a esa prueba con relativo éxito. Las posibilidades de Amanda de salir airosa eran escasas.
Cuidarse de sus tajos era una obligación si no se deseaba terminar cortado y sangrando. Era fácil infectarse en esas condiciones y no había ni médico ni medicamentos en leguas a la redonda.
Si se infectaba el herido, a los pocos días llegaba la fiebre y el dolor era extremo. Entonces, cuando el pus hacía su aparición verde y viscoso por la boca de la herida, se abría la carne con una navaja y se drenaba la inmundicia hasta sangrar. La purificación llegaba en medio de una nueva herida más gorda y más profunda. Si había agua, se lavaba la herida. Pero el agua, en esa zona, era un bien escaso, salvo cuando llovía torrencialmente, como entonces.
La cauterización era el proceso que seguí a la limpieza, dolorosa, pero indispensable para impedir que la gangrena atacara al enfermo. Si la gangrena llegaba y el desgraciado estaba solo y no tenía cómo llegar hasta algún puesto donde obtener ayuda, la septicemia se encargaba de despacharlo al otro mundo.
Las cicatrices abundaban en toda la geografía del cuerpo de los paisanos. Amanda no se salvaría por mucho tiempo de esos tatuajes extremos que la mayoría de los hombres lucían como condecoraciones que la fortuna imponía a los sobrevivientes de las duras condiciones de aquellos páramos semidesérticos.
Y no era que las mujeres no sufrían también esas heridas, las podían exhibir tanto como los hombres. Pero a ellas, más que las infecciones mortales, las mataban los desangres en los partos, asistidas por las matronas que no tenían modo de parar las hemorragias.
El chofer le pidió a su compañero que cargara con la valijita de Amanda. Daba pena verla chorreando llena de agua. Ella se la entregó solo por no contradecir al hombre y se quedó con su bolso de mano. Lo que estaba guardado en la valija ya no serviría para nada. Con la lluvia, seguramente, algunos documentos que llevaba con ella estarían empapados e irrecuperables, así como la carta que Miguel le hizo llegar y que no había leído, y algunos manuscritos a los que ella conservaba por completo en su memoria. En su cartera la pistola calibre 6.35 llena de agua no servía para nada, y la pequeña cimitarra indiferente a la mojadura cuyo filo no se mellaba por el agua.
Por alguna razón ridícula a Amanda se le dio por hablar mientras chapoteaba barro y tragaba agua de lluvia que el viento le metía en la boca. Pero era difícil oírse porque el ruido de la lluvia y el viento se amplificaba en la inmensidad de ese vacío planetario.
—¿Quién se llamó Chalimín? –Preguntó escupiendo agua de lluvia.
El chofer volteó para verla. Estaba impresionado. Se preguntó cómo era posible que a esa mujer se le ocurriera que esa podía ser la oportunidad para hablar de cualquier asunto, incluso del guerrero Chalimín, a quien él admiraba sinceramente.
Caminaba delante de ella atendiendo el camino. Su preocupación era el camino. El barro se había puesto muy mentiroso. Como el agua corría con fuerza levantaba el barrizal que así disimulaba los filos de los pedernales que apenas sobresalían entre las olitas del agua que corría hacia uno de los valles. Caer sobre esos filos podía provocar una herida severa y ya se sabían las consecuencias.
Los hombres se esforzaban en impedir que la mujer sufriera un accidente con esos bordes afilados de las piedras rotas. Un percance con ella, que podía ser atribuido a su descuido, le podía costar no solo un reproche, sino calabozo y escarnio. Con el coronel no se jodía, era blando con las recompensas y duro con los castigos.
Tenía todos los poderes de los señores feudales de antaño, pero con el agregado de que concentraba el respaldo de los poderes nacionales y, en especial, de las fuerzas militares por la tarea que se le había encomendado. Protegía el orden establecido “de las cabezas frescas que todavía rompen las pelotas con eso de ni amo nuevo ni amo viejo”.
Eso lo hacía muy poderoso en esa región en la que todavía sonaban los ecos de las infinitas rebeliones de los originarios que fueron sometidos primero por la colonia y luego por los terratenientes. Los sepultados vivos cada tanto provocaban disturbios en la tierra seca y atender esos motines espirituales que llenaban de mohines a los asustadizos soldados, era tarea prioritaria para el jefe de la mansión.
Del coronel no iba a hablar ni una palabra con ella. Cualquier cosa que dijera podía volverse en su contra. Sabía qué convenía decir y qué callar. La mujer llegaba para estar a las órdenes del despótico jefe y bien podía ser una alcahueta suya, lista a ir con el chisme y arruinarles la vida a él y a su compadre. Así que, si tenía ánimo para pocas cosas, para la que menos lo tenía era para hablar con ella.
Amanda trastabillaba y trataba de mantenerse en pie, lo que le resultaba difícil. Se aproximó todo lo que pudo al hombre que encabeza la marcha. Hubo un momento que se le puso a la par, algo que al hombre no le gustó porque le impedía controlar el avance mirando de un lado al otro describiendo un medio círculo de ciento ochenta grados.
Pero Amanda era obstinada. Quería hablar aún bajo la lluvia, llena de golpes, y tragando agua y a veces barro.
Le volvió a preguntar por ese nombre.
—¿Me oyó lo que le pregunté? –Gritó Amanda.
—No. No le oí.
—¿Quién fue Chalimín?
—¿Quién? –Preguntó el chofer como si no hubiese escuchado ese nombre.
—A quien mencionaron cuando nombraron la tierra seca.
—No la oigo. –Gritó el hombre.
—¡¿Quién fue Chalimín!? –Gritó Amanda.
—Estoy sordo por el agua que me entró en los oídos. –Respondió el chofer. El que iba detrás de Amanda cerrando la marcha miraba por encima de la mujer tratando de descifrar lo que venía de frente. No quería sorpresas.
Amanda sabía que las preguntas había que repetirlas tres veces. Como debía hacer para que su padre se aviniera a responder. Tres veces, entonces, gritó:
—¡¿Quién fue Chalimín!?
—Un guerrero. –El hombre no tuvo más remedio que responder. El agua los golpeaba a los dos por igual y caminar se había vuelto una empresa extraordinaria.
—¿De qué guerra? –Preguntó Amanda.
—La segunda guerra calchaquí.1
—Quiero saber. –Reclamó Amanda.
—Mejor sepa de la tierra seca. –La corrigió el hombre.
—También quiero saber.
—¿Ahora? ¿En medio de esta tormenta?
—Quiero saber. ¿Quién fue Chalimín?
—Cosa por cosa.
Trastabillando y empapada, Amanda siguió exigiendo.
—Cuénteme cosa por cosa, entonces.
El hombre se dio por vencido.
—Primero la historia de la tierra seca
—Lo oigo.
—Luego la de Chalimín.
—Lo oigo. Tenemos todo el tiempo del mundo.
El hombre sonrió resignado. Escupió la mezcla de lluvia y fango que se metía en su boca, porque el viento girando en espiral empezó a levantar el barro y arrojarlo contra los caminantes como con cientos de pequeñas y temibles catapultas.
El que venía detrás gritó unas palabras para llamar la atención de los otros dos caminantes. Ella volteó para mirarlo sobresaltada y él le señaló hacia adelante.
La lluvia se había hecho río a unos cuatrocientos o quinientos metros. Era un embalse natural en el que cabía un barco y cortaba el camino. Se abría hacia un lado y al otro, como si el agua estuviera dividida en dos mitades iguales y caían perpendiculares hacia las tierras bajas que distaban tal vez dos o tres leguas a cada lado. Por allí no se podía pasar.
—¡Hay que rodearlo! –Ordenó el chofer desde su posición de vanguardia.
Rodear el río les llevó varias horas. Al final, pudieron subir a una prominencia de barro que soportaba estoicamente los arrebatos de la lluvia. El agua pasaba a su lado y horadaba la base del montículo. Subir resultó muy difícil. Amanda resbalaba en cada intento y el hombre que venía detrás de ella, tuvo que levantarla cada vez que ella rodaba por la pendiente cuidando de no caerse encima suyo.
Los hombres se miraban padeciendo esas rodadas cuesta abajo que daba la mujer sin quejarse nunca. Hasta entonces, milagro extraordinario, sus pies se mantenían sanos. Pero temían que en cualquier momento se les fuera a romper la cabeza en una de esas resbaladas y a ellos el coronel les arrancarías las propias. Pero a ella no había forma de sujetarla. Se caía y volvía a levantarse para volver a resbalar y caer. Y en medio de esa lucha contra la naturaleza, no dejaba de preguntar “¡¿quién fue Chalimín!?”, “¿cuál es la historia de la tierra seca?”, no una, sino tres veces seguidas cada una, como si su repetición le diera la certeza de que los hombres alguna vez le iban a responder lo que preguntaba.
Lo que Amanda no podía percibir (y era lo que más preocupaba a los hombres en ese momento), era que, al fondo del horizonte, donde se hacía un pozo como una cordillera invertida, unas nubes bajaban al cielo hasta la altura de las tierras anegadas y aullaban frenéticas sus lluvias, descargando una oscuridad que no se parecía en nada a la noche. Vieron además que un torrente rojo salía de ellas e iba directo hacia dónde estaban los caminantes.
La oscuridad era de látigos, de llagas, de muertos machacados, de enterrados vivos con los ojos abiertos. El rojo era de sangres y cenizas que huían en busca de los valles interiores, donde las tierras más bajas albergaban todavía pedazos de huesos y eslabones de cadenas de los prisioneros, patrias martirizadas, incendios y saqueos formidables.
Amanda ya no podía ver. El agua y la tierra la habían cegado casi por completo y cerró los ojos vencidos por la naturaleza. A partir de entonces caminó a tientas, al menos eso creía ella, y no pudo discernir si lo que escuchaba era real o lo estaba soñando. Lo último que recuerda dijo, o creyó que dijo, pero no estuvo nunca segura, fue “al final tanto entrenamiento y no me sirvió para un carajo”. Desde entonces, y de eso sí estaba completamente segura, calló y no volvió a hablar por mucho tiempo. Solo se limitó a escuchar lo que los hombres conversaban esporádicamente.
—Las nubes llegan de los Andes. –Oyó que el chofer dijo, y supuso que señaló en alguna dirección que no sabía imaginar.
Ella quería saber desde dónde podría ver los Andes. Nunca había visto la dimensión colosal de los esplendores de esa cordillera americana. Pero desde allí era imposible ver las montañas.
Con los ojos cerrados parecía extraviada, caminando a tientas, llevada del brazo por una enorme mano que la guiaba para que no cayera en un pozo o la arrastrara el barro hacia una hondonada cenagosa.
Se preguntó a sí misma si podría verlas desde el agua del embalse barroso, flotando como la flor del irupé en el verdadero río.
O parada sobre las estribaciones enanas que bordeaban el agua que rebalsaba de esa olla de tierra y que le recordaba a su laguna de la infancia, pero llena de furia.
O volando por encima de las cabezas de los dos hombres que empujaban la tormenta en un humano, pero inútil esfuerzo por derrotarla. Preguntas que nunca tendrían respuestas.
El que hablaba en lengua waqha dijo una larga oración que se mezclaba con el ruido de los gotones contra el barro.
—De muchas leguas, seguro. –Le respondió el chofer, dándole la razón a sus palabras. –Recorrieron todos los muertos en su viaje. –Agregó y ella se limitó a escuchar. Y no tenía ánimos ni para pronunciar una sola palabra.
Los tres forzaron la marcha. Amanda pareció vencida por el esfuerzo. El que iba detrás la alzó como si apenas pesara como una rama, porque comprendió que ya no tenía fuerzas para seguir. Ella, en medio de su fatiga, ni se percató de ello. Dejó caer su bolsito de mano y los hombres ni se molestaron en alcanzarlo. En segundos, el barro lo devoró como si fuera barro. En esa inmensidad anegada por la tormenta, ni la pequeña pistola calibre 6.35, ni la cimitarra enana, servían para nada.
El chofer dijo que la tormenta era hija de una nube tan grande y tan poderosa que debió llevarse por delante a las ánimas de Angasto y Tolombon y por eso venía cargada de los muertos del Valle de Santa María. El otro asintió con un movimiento de su cabezota.
En Concepción, aseguró, (donde después fue el ingenio la máquina de matar), donde los hombres fueron clavados como estacas para que la caña de azúcar se nutriera de sus muertes, la tormenta se debió empapar en la sangre que coaguló en las puntas de los látigos y en los brillos de las cuchillas de las decapitaciones de los encomendados cuando la conquista.
Dentro del vendaval llegaban perfumes que les decían de dónde provenían. Céfiro dentro del céfiro, como una cápsula prodigiosa en la tormenta, eran los aromas sobrevivientes a la furia del viento.
De a ratos olía, de un lado, a areniscas rojas y pastos espinosos, y del otro, a flores rojas, amarillas, moradas; olía al ynchau espinudo y redondo, con sus flores rosas asomadas en todas direcciones. Y esos eran olores que los dos hombres podían reconocer a leguas de distancias.
En cambio, Amanda, cargada por el hombrón, solo olía a agua y barro que ya ni podía escupir, carente de fuerzas para afrontar el desafío de una tormenta que se originó en tiempos remotos, cuando los ancestros moraban felices los territorios soberanos de los que eran sus sencillos habitantes.
Los hombres no sabían cuánto habían caminado. La lluvia insistía en desprenderse del techo del cielo, pero ya como coágulos, como cuajos de luto de la matriz de la tormenta que se mantenía vigorosa, mientras el viento feroz asaltaba a los caminantes por todos lados.
La oscuridad se hizo noche, la magnitud de la cerrazón era indescriptible. No había dónde refugiarse. Los tres quedaron a la vera del río que también los salpicaba con sus pequeñas olas. Se sentaron a ver pasar la oscuridad hacia el alba mientras tiritaban de frío. La noche se aproximaba desde un agujero inmenso en el horizonte y llegaba con su aliento helado que prometía meterse bajo la piel y calar hasta los huesos.
Amanda creyó en su ensoñación que no podría superar esa prueba.
De la oscuridad salió una larga caravana de caballos muertos; avanzaban letárgicos con sus pellejos a cuestas. A su lado, unos cuzcos con apariencia de ratas con sus rabos pelados, gritaban con sus tripas en la boca unos ladridos penetrantes. Pasaron a su lado, sin reparar en ellos.
Los jinetes que los montaban eran tan esqueléticos como los animales, pero ellos parloteaban que salieron de las entrañas de los ríos Gastona y Dulce, como si eso les permitiera reclamo alguno sobre aquellas tierras o les otorgara alguna merced real que querían hacer valer antes otros espíritus famélicos que los esperaban emboscados entre más oscuras sombras para arrebatarles sus feudos.
Venían de llanuras salitrosas y ríos pantanosos, con aguas de venenos que los hacían padecer como empalados porque las bebían locos de sed y de hambre y luego se desflecaban en sus excrementos. De la ponzoña de las aguas les nacía una buba del tamaño de un naranja entre sus roídos huesos, y les hinchaba el vientre del color muerto del tejido necrosado de los gangrenados.
Llegaban en momento de cosechar nada. Solo barro a montones brotaba a cada paso. Solo agua sucia les llenaba las llagas de sus bocas. Por ahí, algunas tripas humanas y sangre de los castigos podía ser el banquete que alucinaran. Estaban perdidos desde esa remota estancia del delirio en que la hambruna y la sed los arrojaron.
Avanzaban apurados por el brillo del oro y el brillo de la plata. ¡Oro! ¡Oro! Gritaban. ¡Plata¡¡Plata! Imploraban. Buscaban el camino al río que decían era puro de plata, donde nadaba un cetáceo de oro que ponía huevos del color de la esmeralda.
Al que iba primero en la caravana, la flecha de un juríe le alcanzó el hueso de una pierna y lo envenenó hasta el hartazgo. Uno de esos cuzcos con apariencia de rata saltó sobre la herida para chupar el néctar de la médula ósea que se dispersaba por el hoyo que abrió la flecha en el hueso. El muerto dimitió entre estremecimientos sus pretensiones de gran jefe y desapareció en el aire hecho apenas un polvo óseo que licuó el agua torrentosa.
Una mujer que repitió su nombre con decoro y se hizo llamar “La Enciso”, lloró amargamente el veneno del muerto y a grandes voces llamó a un dios y a una María, para que montados en un solo rayo cayeran a recoger la ponzoña que le arrebató al jinete de la herida en la pierna. Los demás esqueletos juraron que la Enciso lo envenenó con la flecha que simuló del juríe por favorecer un amante que escondía en la alforja de su útero.
La procesión escuálida se alejó en dirección al este entre llantos e invocaciones de la mujer desdichada, perseguida por los mismos cuzcos con apariencia de ratas rabipeladas, buscando donde los tesoros aparecieran rendidos ante ellos para ofertar a cambio a unos encomendados unas cadenas y grillos de insoportable hierro.
En la inmensidad de esa noche redonda como una augusta vasija mortuoria, los aparecidos se desvanecieron por los suburbios de la cerrazón hasta que de ellos no quedó nada.



[1] Ver poemario: “Las guerras Calchaquíes”.



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