Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.25 «La voz del río»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.25 «La voz del río»

XXV

La voz del río


El cielo preparó su derrumbe, se aplastó sobre el camino. Nubes rotas como aves agónicas liberaban sus vientres rojos y grises algo más allá del horizonte primario a varias leguas de distancia. Luego del desgarro agonizaban sus aguas abrazadas unas a otras. Fue entonces cuando el cielo se aplastó sobre el camino hecho truenos y relámpagos y la lluvia cayó como una selva líquida, oceánica.
No se veía ni a medio metro de distancia. El barro estampaba oscuros besos contra el automóvil, la lluvia torrencial lavaba la impudicia de la tierra cenagosa. El chofer bajó la velocidad y marchó casi a paso de hombre.
“Lo que importa es el canto del viento”, le dijo el hombre prediciendo la lluvia de la que Amanda descreyó. Ella no lo podía escuchar porque no sabía cómo se escucha el viento. Se sintió estúpida por primera vez en mucho tiempo.
Anduvieron así un buen trecho del camino que empezó a anegarse. El limpiaparabrisas luchaba contra el agua que caía en gotas del tamaño de unas uvas. El chofer dijo “espero que no se rompa”. Si dejaba de funcionar no parecía haber modo de continuar porque no se podría ver nada.
El agua bajaba en tropel de algunas elevaciones no muy altas. Besaba a su paso los bordes arrugados de los labios de piedra de lo que podía haber sido un sendero.
El paisaje cambió por completo. Era duro el paisaje. El viento se puso colérico y trituraba a su paso unos niditos que se desintegraban solo al rozarlos en los pocos árboles que se desparramaban a un lado y otro de la ruta de tierra. Más adelante, los árboles se hacían enanos hasta volverse arbustos y la lluvia torrencial los escondía a los ojos.
Amanda nunca había visto nada igual. Mujer de llanura, acostumbrada a la materia lisa de la pampa, se descubría ante sus ojos el imperio de las piedras que se abrazaban a más piedras, los lodazales que descubrían su estirpe mineral, y el agua cayendo oceánica del cielo. Se mantuvo callada no por convicción sino por asombro.
Minutos después el chofer detuvo el automóvil. El acompañante volvió a hablarle en su extraña lengua, pero esa vez, Amanda, se mantuvo callada.
—Conviene esperar. Adelante la lluvia se hizo río. –Amanda no podía ver de qué le hablaba el chofer.
—No veo nada.
—No hay que verlo, hay que oírlo. –“Todo es un canto”, recordó la muchacha que el hombre le dijo. No habló por no parecer otra vez estúpida.
—Tal vez haya que volver. –Le dijo el chofer sin resignación en su voz.
—Ustedes son el camino. –Respondió Amanda. El chofer sonrió.
—Aprende rápido. –Le dijo.
—Estoy acostumbrada a aprender. –Se ruborizó como cuando era una niña.
—Entonces va a sobrevivir. –Respondió sin prestar atención a la expresión de asombro que ganó el rostro de la muchacha.
Los dos hombres hablaron en voz baja en su lengua materna. El chofer movía la cabeza de un lado al otro mientras el compañero le señalaba un lugar invisible. El chofer se volteó para hablar con Amanda.
—Dice que el río nos abrió un atajo por donde seguir.
–Entonces, sigamos –respondió Amanda.
—Pero yo no estoy seguro de que podamos pasar.
—¿Él oye lo que le dice el río?
—Dice que sí, pero yo no lo oigo. Eso me preocupa.
—¿Y por qué me dice esto a mí?
—Usted decide. Usted va a la tierra seca, yo soy solo su camino.
—Pero yo no puedo oír lo que dice el río.
—No puedo ayudarla, lo siento. Usted decide.
—¿Qué nos puede ocurrir?
—Clavarnos. No habrá manera de sacar el automóvil del barro.
—¿Y entonces?
—Caminar.
—Caminar –repitió Amanda.
—Bajo la lluvia hasta el próximo puesto que está a muchas leguas. O confiar que nuestro baqueano se decida a encontrarnos aún con esta tormenta.
—Entonces sigamos. Él dice que escuchó el río. Confiemos. –El otro hombre sonrió sin que Amanda percibiera su satisfacción.
—Confiemos –dijo el chofer y arrancó el auto.
Aceleró suavemente para que se moviera despacio. La tierra bajo las ruedas cedía, pero sin llegar a hundirse por completo. Luego se sintió la piedra lavada y el coche patinó derrapando levemente hacia la izquierda. Deslizándose en ese sentido, iba a un lodazal del que no hubiera podido salir nunca.
El acompañante tomó el volante y lo giró un poco a la derecha. El auto recuperó su dirección. Los hombres se miraron y el chofer habló en argentino, dijo “gracias”, tal vez porque deseó que Amanda comprendiera.
A la derecha se podía ver con claridad el río que organizó la lluvia. Se robaba la tierra descubriendo el tesoro sepultado de piedras muy antiguas que solo se revelaban con las tormentas. Pasaba justo por al lado del coche sin tocarlo. El beso del agua indagaba la osamenta calcárea de unas erupciones blancas, depósitos antiguos del magma ancestral donde luego se asentó el paisaje como se lo veía antes de la lluvia. O tal vez eran los fragmentos de la luna que cayeron de las bocas de las dos cabezas del Yaguarogui después del banquete.
Siguieron así, bordeando al curso del agua que cada vez se hacía más torrentoso, y en líneas suavemente ascendentes fueron buscando cómo acomodar el coche en una zona algo más alta para alejarse del peligro de quedar atascados.
Amanda miró hacia atrás, por el vidrio de la luneta trasera. Vio que el agua echa río, ocupó todo el sendero por el que habían transitado minutos atrás.
—No hay vuelta atrás –dijo el chofer que miró hacia el mismo lugar por el espejo a su izquierda–. En la lomita esa vamos a detenernos. –Señaló hacia un lugar que Amanda no podía distinguir tras la cortina de agua.
Se detuvieron donde marcó el hombre. Al agua se agregó el viento. Remoto viento que empuño a la lluvia para hacerla flamear como a un trapo de hilos de agua.
El viento tuvo la estatura del cielo y por eso se tornó portentoso. Entonces, con el agua golpeaba de costado los vidrios del automóvil y penetraba por las rendijas que dejaban las puertas a cada lado. Llegada desde el norte y luego llegaba desde el sur.
Volvía sobre sí mismo y los embestía por el este y luego por el oeste a su albedrío. Era un animal que los atropellaba en todas direcciones.
Amanda se corrió hacia el centro del asiento trasero, aferrada a su pequeño bolso de mano, porque el agua le llegaba de los dos lados. Ya estaba mojada y, además, sentía frío. No tenía abrigo ni con ella ni en su valija, que, a esa altura, suponía, debía estar totalmente mojada.
Miró su reloj y comprobó decepcionada que había dejado de funcionar desde la mañana cuando desayunó en la confitería. Desde entonces no reparaba en la hora. Le dio cuerda, pero el delgado segundero se mantuvo inmóvil.
El chofer le dijo que faltaba poco para el mediodía. Amanda prefirió no preguntar cómo lo sabía.
En silencio, dentro del automóvil, esperaron que amainara la tormenta.
Cada tanto los hombres hablaban en su lengua sin participarla. Ella decidió no preguntar por la conversación.
Tal vez se dormitó. La despertó el chofer.
—La tormenta se ha calmado un poco. Parece quiere dejarnos seguir.
—¿Llueve todavía?
—Va a llover dos días. –Le dijo. Amanda no protestó–. Seguiremos en el auto hasta donde podamos.
—¿Luego?
—Habrá que caminar. No sabemos si el baqueano se va a aventurar con la caballada con la tormenta. Lo prometió, pero habrá que ver si puede cumplir. No siempre querer es poder. Si el clima no lo deja tal vez venga a buscarnos cuando pasó la tormenta. O nos espera en el puesto.
Puso en marcha el automóvil y avanzó con cuidado siguiendo un camino que Amanda no alcanzaba a distinguir del lodazal en que se había transformado el campo varias leguas a la redonda.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS