Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.24 «La patria de Chalimín»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.24 «La patria de Chalimín»

XXIV

La patria de Chalimín


Dejó que el joven la aferrara por detrás y se abrazara a ella para entrar nuevamente en su cuerpo. La cama, amplia, sonaba suave con el movimiento. Con seguridad los que ocupaban las habitaciones contiguas y mucho más el hall que quedaba justo debajo de la de ella, escucharon el vaivén de los sexos que se repitió varias veces.
Descansó sin preocupaciones. El muchacho a su lado respiraba sedado, como si el sexo con Amanda lo hubiera liberado de un padecimiento que llevó durante mucho tiempo.
Ella volteó para abrazarlo. Lo besó varias veces en el pecho y luego se recostó sobre él que la abrazó complacido. Permaneció en esa posición un breve momento. Se levantó sin hacer ruido y se dirigió a la ducha.
No precisaba ver la hora. Su reloj biológico que había entrenado durante los dos años de aprendizaje la indicaba que estaba por llegar la hora de partir nuevamente.
Él entró a la ducha con ella e hicieron el amor una vez más bajo el agua caliente. Luego uno enjabonó al otro y se enjuagaron mutuamente.
Amanda dejó el baño envuelta en la bata de color rosa. Se secó usando las grandes toallas que el hotel les dejó dentro de un elegante roperito obra de un eximio ebanista. Él se quedó bajo la lluvia cálida.
Abrió su pequeña valija y extrajo el sobre de color negro que le entregaron en la recepción del hotel. Estaba justo encima del sobre que Miguel le envió antes de partir y que todavía no se había decidido abrir.
Leyó su nota y devolvió el papel al sobre negro. No había ninguna indicación sobre qué ruta seguir.
Sobre negro, sobre azul, sobre negro. No alcanzaba a descifrar su significado si es que tenía alguno, y lo que más la preocupaba era que no tenía ninguna referencia sobre qué camino tomar.
Sobre negro, sobre azul, sobre negro.
Como el vaivén del metrónomo, los colores se repetían de principio a fin.
Volvió a repasar el enigma de los colores. Tal vez en su disposición había un mensaje cifrado como una clave Morse. De ese modo, inventó, los choferes reconocían el orden de los colores de los sobres y sabían qué tenían que hacer.
Se vistió sin esperar a que el joven saliera del baño. Por el contrario, se vistió apurada para evitarlo. Retiró del pequeño cajón de la mesa de noche su bolso de mano. Tomó su pistola calibre 6.35 y la acomodó atrás, en la cintura, cubierta por su chaquetilla. Palpó el bolsillo donde estaba la pequeña navaja y comprobó que allí estaba.
Abandonó la habitación y bajó la escalera hasta la planta baja. Mientras bajaba alisó el cabello con su cepillo. Luego lo guardó en el bolso de mano.
Dos hombres esperaban acomodados en dos amplios sillones en el vestíbulo del hotel. Habían llegado también la noche anterior, pero ellos no tomaron un cuarto, esperaron allí sentados, donde durmieron sin que nada alterara su sueño. El conserje los hubiera echado a la calle, pero su solo aspecto lo acobardó de una. Llamó a la policía que le prometió que en cuanto pudieran estarían allí para ver de qué se trataba. Pero nunca llegaron.
Vestían trajes oscuros, camisa blanca y corbatas negras. Los dos se parecían uno al otro. Cabezas cuadradas, cabello rapado, ojos rasgados, cejas gruesas, narices prominentes, mandíbulas caballunas. El cuello era poderoso sobre una espalda muy ancha y hombros muy fuertes. Los brazos cortos denotaban poderosa musculatura. Cintura estrecha, pero caderas fuertes y luego dos piernas no muy largas, pero sí robustas. Calzaban zapatos abotinados negros de gruesas suelas de goma.
Eran el estereotipo de los custodios que entrenaba la agencia para tareas de seguridad.
El que estaba sentado en el sillón a la derecha de la puerta de entrada al hotel, la miró de arriba abajo, descifrando el cuerpo de la mujer que observó descender del primer piso. Se puso de pie, abotonó su saco y saludo con un corto movimiento de la cabeza.
—Corazón de piedra cambiado a carne –le dijo.
—Ezequiel, treinta y seis, catorce –respondió Amanda, quien agregó–, Dios ve los caminos inicuos de los enemigos.
Y el hombre respondió:
—Salmos treinta y cuatro, doce, y treinta y cinco, ocho. –Luego le mostró un juego de credenciales que Amanda observó con atención y devolvió apenas se convenció de que eran quienes decían ser.
Le tendió la mano para saludarlo. El hombre retribuyó el gesto y le preguntó si estaba lista para partir, a lo que ella respondió con un simple movimiento de su cabeza.
Se pusieron en marcha. Al instante, el otro hombre, se levantó velozmente de su asiento y se colocó detrás de Amanda cerrando la marcha. Algo le dijo al otro en un idioma que no entendió.
—¿Qué ocurre? –Preguntó inquieta, sorprendida por el lenguaje con el que se comunicaba el grandote con su compañero.
—Dice que se le nota el arma en la cintura.
—¿Hablan quechua?
—No. –Respondió seco y terminante.
—En el automóvil la guardaré en mi bolso de mano.
—Allí debió dejarla. –La reprendió con insolencia–. Conviene ser cuidadoso. –Amanda se mordió la lengua.
—¿Puede guardar mi valija? –Preguntó fastidiada.
—Yo me ocupo. –Le respondió el que habló en esa lengua extraña. Tomó con su manota la valijita que parecía más pequeña de lo que era en la mano de ese hombrón.
Era realmente corpulento, tanto que el joven chofer que bajó raudamente las escaleras para saber dónde estaba Amanda, no pudo verla salir ocultada por el cuerpazo del custodio. Cuando pretendió avanzar para salir de tras de ellos, su compañero, el otro chofer, lo retuvo de un brazo y le dijo que allí habían terminado con su misión.
—Pero ni siquiera le pude decir mi nombre verdadero –dijo exaltado.
—¿Qué decís, boludo? ¿Sos un vigilante o te creés Romeo? ¿Te acordás para qué te mandaron? –Su compañero lo empujó por el hombro–. Si le hubieses dicho tus datos verdaderos te habría cortado la garganta por boludo, para que no hablaras demás. Da gracias que estás vivo y te dejó con pelotas. Se ve que le gustaste en serio a pesar de que como actor sos un calambre. –El joven se derrumbó en un sillón y tardó varios minutos en salir de su desencanto.
—¿Vos creés que se dio cuenta? –Preguntó angustiado.
—Desde el vamos, nene. Esa mina es como una araña que teje su red alrededor de ella y siente hasta la más mínima vibración. ¿No viste que iba calzada todo el tiempo?
—¿Te parece?
—¿Me estás jodiendo? Con quién te creés que cogiste, ¿con Blancanieves? –El joven pareció resignado.
—¿Por lo menos la pasaste bien?
El joven no quiso responder esa pregunta. Su socio se quedó absorto mirándolo y se encogió de hombros, movía la cabeza de un lado al otro y susurraba “¡no lo puedo creer! ¡No lo puedo creer!”
—¡Cosas vedere, Sancho! Vamos, Romeo. A ver si con el viaje recuperás el sentido de las cosas.
—¿La volveré a ver?
—Che, ¿sos o te hacés? No jodas más. –El joven sonrió a desgano–. La mina se sacó las ganas, no se va a casar con vos.
—¿La volveré a ver? –Repitió por segunda vez.
—¿Querés que ponga en el informe que me tocó un boludo que se enamoró de una araña? Mejor dejate de hablar boludeces que acá las paredes oyen. ¿Quién te creés que es el conserje?
—¡Cierto! –recordó–. ¡El informe! –Luego de un instante cayó en lo que su compinche le dijo–. ¿El conserje…? ¿También el conserje?
—Sí, el conserje y el botones y todo lo que nos rodea. Así que cerrá la boca.
—Igual me gustaría volver a verla. –Suplicó.
—¡Por Dios! –Exclamó el compinche y alzó los brazos en dirección al cielorraso–. Decile que te regale una foto. Esta no vuelve más, nene. Tiene pasaje de ida. Las minas de la agencia que conocí como esta, jamás las volví a ver. Operaciones especiales, todo turbio.
—Operaciones especiales… claro… –Repitió autómata el más joven.
—Abrochate bien la bragueta y vámonos a la mierda. –Lo alzó por un sobaco para obligarlo a levantarse del sillón donde estaba sentado y lo llevó hacia la puerta–. Este lugar no me gusta para nada. A ver si la araña esa se arrepiente y vuelve para desayunarnos.
Mientras los dos huían en su sedán negro de regreso a la primera posta, Amanda y sus custodios subieron a un Chevrolet 55, de color negro, muy amplio y confortable. El que se colocó del lado del volante le preguntó si deseaba desayunar. Amanda le dijo que sí, tal vez café y tostadas.
—¿El hotel está pago? –Preguntó cómo si a ella le preocupara eso, pero lo dijo solo por parecer en dominio de todos los detalles.
—Ese no es asunto suyo, despreocúpese. –Le respondió el que estaba al volante–. Amanda aceptó sin discusión, comprendió con quienes estaba tratando.
Puso en marcha el automóvil y se dirigió a una elegante confitería que distaba a unas seis cuadras del hotel, donde la esperaban en una mesa reservada para ella a nombre de Graciela Ranuyased, una humorada de algún burócrata que justificaba su salario inventando nombres y apellidos ridículos.
El documento con esa identidad se lo proveyó uno de los dos grandotes. Debía devolverlo una vez que terminara su desayuno. Los hombres le dijeron que esperarían afuera, en el auto.
Comió y bebió sin apuro. El café era de buena calidad y las tostadas venían acompañadas de manteca y mermelada de naranja, ambas caseras, abundante en esa zona rodeada de chacras.
Estos choferes eran muy distintos a los otros. No solo por el joven con el que pasó la noche y del que aún conservaba el sabor entre su lengua, ese que quiso simular ser un esmerado vigilante y no supo cómo evitar ser subyugado por ella. Tampoco por el otro, fanfarrón hablador, tipo ladino y desconfiando, el que la miraba como si ella fuera una tarántula.
Estos eran originarios, se notaba a simple vista, coyas, supuso ella que no sabía nada de esos pueblos, y le imponían una distancia que los otros, porteños, eran incapaces de establecer. Hablaban poco o nada y observaban todo. Parecían ausentes, pero estaban en todos los detalles. Trató de imaginar cómo sería el viaje con ellos. Un viaje del que no tenía la menor pista y estaba segura de que esos dos no le iban a facilitar ninguna.
Cuando terminó su desayuno llamó al mozo para pagar. El hombre le dijo que corría por cuenta de un caballero que poco antes de su llegada dejó pago el servicio. El mozo sonrió y le guiñó, cómplice, un ojo. Amanda devolvió hipócrita la sonrisa y agradeció al mozo la atención.
Pensó en lo ridículo que eran esos rebusques que la Agencia organizaba para enredar todo hasta hacer una madeja imposible de desenredar. Era una técnica acostumbrada, cuanto más embrollo, más alboroto, menos claridad.
En el “Plaza” se llamó Isabel, en la confitería, Graciela. Al hotel llegó acompañada de dos choferes de tez blanca y acento porteño. Pero a la confitería con dos originarios grandes como dos montañas que hablaban un idioma incomprensible. Un admirador secreto le pagó el desayuno para que el mozo le guiñara cómplice un ojo. Una puesta en escena de cabo a rabo. Una manera teatral de hacer inasible la verdad.
Salió a la calle y vio al automóvil aproximarse desde la esquina más cercana. El chofer bajó para abrirle la puerta trasera del auto y la invitó a subir con un ademán corto. Antes de subir miró al cielo, a ese cielo cargado de asuntos fluviales que llegaba desde el principio de las catedrales verdes que se alzaban en lo profundo de la selva amazónica. Las pocas nubes que se atrevían al sol estaban aplastadas por un viento que solo corría en alturas lejos de la superficie, donde el calor rebotaba metiéndose entre la ropa y calentado desde abajo.
—Va a llover. –Le dijo el hombre que permanecía asido a la puerta esperando que Amanda se decidiera a subir.
—El sol brilla como nunca. No lo creo.
—El canto del viento es lo que importa, no el sol. –Le respondió arrastrando las palabras de su boca.
—¿El canto del viento? –Ignorante Amanda creyó que el hombre era al final de cuentas solo un ridículo charlatán salido de la puna–. Ella no podía escuchar ningún canto y eso que tenía un oído musical extraordinario.
—¿Quiere subir? Debemos irnos antes de que la lluvia nos sorprenda a medio camino.
—Lluvia de sol. –Respondió desafiante. El hombre la ignoró por completo.
Subió al automóvil y se acomodó en el asiento detrás del chofer, donde le dijo que se quedara. El acompañante la miró como tratando de entenderla, pero no le resultaba fácil.
Amanda era desde su apariencia contradictoria. Parecía demasiado joven, pero si se la observaba en detalle esa sensación desvanecía al instante. Parecía frágil hasta que se reparaba en sus manos, en sus brazos, en sus hombros. Su cuerpo se presentaba fuerte y obligaba a abandonar la idea de fragilidad casi al instante. Parecía triste y olvidadiza, pero era vivaz y estaba atenta a todas las cosas.
El hombre devolvió la vista al frente y no volvió a voltearse en ninguna oportunidad. Salvo cuando le dijo que él se ocuparía de guardar en el baúl su valijita, no volvió a hablarle.
El automóvil se puso en marcha, a poco de andar dejó la avenida principal que dividía al pueblo en dos mitades, y se dirigió en línea recta perpendicular a una avenida de tierra que solo en algunos tramos presentaba algo de ripio para evitar el barro que se acumulaba con cada lluvia.
El chofer aceleró tratando de ganar tiempo a la tormenta que se incubaba río arriba, y que, estaba seguro, caería con violencia sobre toda la zona. Eso, seguramente, los retrasaría.
El polvo que levantaba el auto a su marcha llenó el paisaje de una espesa cortina marrón. Detrás de ella ya no se podía ver el pueblo.
—En mi sobre no había ninguna nota que nos indicara el camino. –Explicó Amanda a pesar de que ninguno de los hombres le pidió que lo hiciera.
—No hace falta ningún sobre –respondió el chofer.
—¿Y cómo saben a dónde nos dirigimos?
—Nosotros somos el camino.
—¿El color de los sobres tenía algún significado? –Amanda necesitaba despejar esa duda.
—¿Color de los sobres? –Preguntó el chofer extrañado.
—Sí. Negro, azul, negro…
—No. Acá no tenemos sobres de ningún color. –Amanda suspiró desencantada.
—¿A dónde me llevan, entonces?
—A tierra seca. Donde no llueve nunca. La gran patria de Chalimín (1).
—¿Chalimín? –Preguntó sorprendida por ese nombre–. Y esa tierra, ¿dónde queda? ¿Lejos? ¿Cerca? ¿Al este? ¿Al oeste?
—Queda un poco al este y otro tanto al oeste. Luego aparece al norte y más luego al sur. Queda donde queda. Cuando oiga el canto de los desterrados se va a dar cuenta de que llegamos. El viaje es largo. Conviene hablar poco y escuchar lo suficiente.
—¿Otro canto? Primero el canto del viento y ahora el de los desterrados.
—Todo es un canto. –Dijo el chofer y sonrió apenas.
—¿Nos dirigimos a alguna posta? –Preguntó Amanda.
—A ninguna.
—¿Y dónde vamos a cargar nafta?
—No vamos a cargar nafta.
—¿Y cómo vamos a continuar el viaje?
—A caballo. –Dijo el chofer.
—¿A caballo?
—Sí, a caballo. ¿Sabe cabalgar?
—Sí, pero no soy jinete. –Aclaró Amanda.
—Con que sepa cabalgar es suficiente. El caballo hará lo suyo.
—¿Y dónde vamos a encontrar tres caballos?
—Donde se nos acabe la nafta.
—Por arte de magia, van a caer del cielo, cantando a coro con el viento y los desterrados.
—No. Los caballos no cantan, relinchan –explicó el chofer. Amanda bufó desconcertada–. Los traerá un baqueano, cantando bajito.
—¡Ah! ¡Un baqueano! ¡Cómo no lo imaginé!
—Pero no uno cualquiera.
—Lo suponía. Así que vamos a viajar en unos caballos que nos traerá un baqueano.
—Sí, a caballo.
—¿Y cuánto vamos a tardar a caballo?
—Dos días. Con lluvia, tres.
—¡Tres días a caballo!
—Sí. Tres días. Va a llover –aseguró el chofer.
—¿Mucho?
—Dos días.
—¡Dos días de lluvia! –Exclamó Amanda, disgustada.
—¿Y si le pasa algo a los caballos que vamos a hacer?
—Caminar.
—¿Caminar?
—Sí, mucho. Caminar, caminar y caminar.
—Usted está bromeando. –El hombre la miró por el espejo retrovisor. Estaba extrañado que ella pudiera pensar que bromeaba.
—¿Y dónde vamos a comer?
—¿Comer? ¿Le preocupa dónde vamos a comer?
—Sí, comer. –Dijo Amanda e hizo con su mano como si llevara comida a la boca.
—No lo sé. Donde Dios disponga.
—Ustedes son muy previsores.
—Claro, traemos charqui. El baqueano traerá otra provisión, algo más de charqui. Tal vez quesillo y arrope. Y para beber agua. Salvo que quiera chicha o ginebra. Para no deshidratarnos. Cuando llegue a la tierra seca podrá comer lo que quiera.
—¿Eso es todo?
—¿Eso es todo? –Dijo extrañado–. Eso es mucho. Demasiado. Y ahora, silencio, por favor. Haga como el paisano que me acompaña, ahorre palabras–. Amanda no supo qué responder por el enojo que tenía.
Pero el acompañante empezó a hablarle al chofer en su idioma. Muchas palabras, una larga oración que acompañó con algunos, pocos, ademanes.
—¿Hablan quechua? –Insistió Amanda con el idioma.
—Le dije que no.
—Entonces, ¿en qué hablan?
—Waqha. (2) —¿Qué dijo?
—Waqha.
—¡No! ¿Qué dijo su amigo?
—Llega la lluvia.


[1] Ver poemario “Las guerras calchaquíes”.




[2] Ver poema “Las guerras Calchaquíes”.



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