Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.23 «El mismo puerto»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.23 «El mismo puerto»

XXIII

El mismo puerto


Tocó a su puerta. Con el borde de los nudillos tocó a su puerta. Dibujó un llamado en la madera. Un dibujo húmedo, suave, desconocido. Fue como si dibujara una boca, dulce y oscura, con olor a cereales. En la puerta se grabó ese dibujo y esperó que ella respondiera.
Sentada al borde de la cama lo llamó para que se acercara delicadamente. Estaba desnuda. El espejo, detrás suyo, repetía los sonidos apelando a su imagen recortada contra la vaga luz que una lámpara de pie dispersaba como un humo de cigarrillo.
La voz que escuchó era irreconocible. Tan natural que no podía describirse. Él la oyó y se sintió trasladado a un lugar donde latía una noche que se untaba de estrellas. Entonces solo pensó en cómo aproximarse para dibujarla con los labios, con la lengua, con los dedos de una manera comprensible para que ella descifrara de qué la acariciaba.
Caminó envuelto en la luz de la lámpara de sus ojos. Entre ella y él había un momento de esperanza lleno de una sustancia etérea, indescriptible. Más atrás, el espejo ponía la esperanza en su debida perspectiva y vio como extendieron sus manos rozando apenas las yemas de los dedos, tocándose suaves como la escasa piel de unas uvas redondas y maduras.
Dejando caer la ropa a sus pies, su forma crepuscular se descubrió ante ella. Reveló sus muslos blancos, su vientre blanco, su pecho blanco, amplio, duro, descubierto, y sus manos llenas de dibujos se hundieron en su cabello hasta tocar su nuca que se erizó en silencio. Y ella, al rozar el vello de su pubis, adquirió el color de una fotografía rosa y pálida, y suave de lágrimas perló las pestañas que se erizaron descubriendo los ojos que se hicieron como un granizo negro.
Lo besó como a una ola dura de pasiones. Sus labios en espuma lunar mojaron las redondeces de su sexo. Y él, tan pálido y tembloroso se embriagó de esos besos afortunados hasta buscar el abrazo reconfortante de las pieles.
Una vez abrazados como estatuas, se rozaron los labios con los labios, las lenguas encallaron en las bocas y abarquillaron su forma para no despegarse nunca de la caricia eléctrica de las salivas.
Labios, lenguas, dientes, bocas entreabiertas murmurando unas sombras de palabras y jadeos que encendieron los anhelos profundos de ser uno en el otro en la húmeda guarida de su vientre.
Dulce tormenta erecta entre tus íntimos tejidos. En el vaivén de las olas los cuerpos hechos puras diástoles y sístoles de un corazón latiendo para ambos, en el mismo momento, de la misma manera, con la misma sangre, hechos dos pañuelos rosas a la intemperie de la seda blanca de la llanura blanca de la cama.
Salir uno del otro fue imposible. Barcos atracados en un mismo puerto. En silencio devorante, sacudieron los cuerpos en revuelos de caricias y el dolor de las cosas se alejó ese momento con su carroza de sepulcros a cuesta.
La tempestad se hizo raíz en su vasija cálida y allí penetró toda su esencia. El incendio de ese néctar celebró de ternura la rosada flor nocturna con sus labios apretados como las alas de la mariposa empapadas de rocío.
Ni una palabra entonces. Solo el silencio.

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