Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.22 «La última estación»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.22 «La última estación»

XXIII

La última estación


Cuando se aproximaron a la segunda posta había descansado lo suficiente como para sentirse animada nuevamente. La manta de viaje calentó su cuerpo y eso le provocó una modorra de la que tardó unos minutos en salir. Estaba más lista para un abrazo cálido que para abandonar el automóvil.
—¿Pudo descansar? –Preguntó el joven.
—Sí. Bastante.
—Pronto llegaremos a destino.
—Me alegro por esa noticia. Necesito una buena cama caliente. –Miró al joven quien volvió a sentir un calor primordial subir por sus piernas hasta la pelvis.
En ese instante su voz se acarameló, recuperando algo de aquel modo de cantar los tangos. Hubiese cantado, pero se sintió ridícula. Hacía mucho que no cantaba ninguno de los tangos que más le gustaban. Durante su entrenamiento ni se atrevió a mencionar sus aptitudes para el canto de las que había renegado en su última entrevista. Recordó el refrán “uno es esclavo de las palabras que dice y dueño de las que calla”. Aunque todos hubiesen estado complacidos de oírla.
Los dos hombres notaron el cambio del tono en su manera de pronunciar las palabras. Su trato huraño se disipó y en especial ese cambio se notaba cuando se dirigía al más joven, quien no dejaba de mirarla a través del espejo retrovisor del automóvil.
Él percibía que ella devolvía la mirada cada vez más cargada de erotismo. Los dos parecían predispuestos a tenerse uno al otro esa noche. Era probable que el muchacho ignorara que esa sería la última vez que la vería, pero Amanda estaba en perfecto conocimiento de eso. Otro grupo de custodias la esperaría a la mañana temprano para continuar el viaje con ellos.
En la nota confidencial le anunciaban a Amanda el cambio de guardia, se le describía el aspecto de los dos hombres que continuarían viaje con ella, los nombres que usarían y la contraseña con la que se presentarían. Como era habitual, un texto bíblico era el elegido como consigna. La Biblia siempre entregaba buen material para los salvoconductos. Nada de nombres ni apellidos, textos sagrados, que simularan devoción religiosa.
Amanda sospechaba que esa insistencia por invocar a Dios y remitirse a las sagradas escrituras, respondía a la necesidad de crear una sensación de impunidad que los hombres de la institución apreciaban exageradamente, como si eso solo tuviera una condición mágica protectora para ellos. Solo en el pretexto de la religiosidad o de la tarea encomendada por el Dios mismo, se podían encuadrar algunas acciones. Si Dios lo pidió y en su nombre se actuaba, no había nada de que arrepentirse.
Biblia de por medio, ni nombres, ni apellidos, ni papeles, y al final, si te he visto, no me acuerdo. Ningún rastro, ninguna huella. ¿Esa no era la regla? En la gran ciudad como en ese paraje poco poblado. En el cielo como en la tierra.
Era el mejor modo de mantener el anonimato y no saber de nadie en ninguna oportunidad. Aunque la regla completa, y que Amanda ignoraba a conciencia pura, era “ni nombres, ni apellidos, ni papeles, ni fluidos. Ningún rastro, ninguna huella. Si te he visto no me acuerdo”.
Es que el asunto de los fluidos a Amanda siempre le pareció ridículo o, al menos, imposible de cumplir. “Eso es impracticable”, retrucaba a sus entrenadores cuando le hablaban de la sagrada regla que debía gobernar hasta el intercambio de ciertos fluidos corporales.
Ella insistía: los nombres, los apellidos se podían mentir, los papeles destruir, las personas, incluso, desaparecer. Pero el intercambio de fluidos era excluyente de toda profilaxis burocrática, de todo mandamiento administrativo.
¿Cómo besarse sin intercambiar en las bocas las salivas, cuando una lengua se ciñe a otra, electrizando el cuerpo entero con esa húmeda caricia? ¿Cómo abrazarse sin compartir en cada pliegue el sudor amatorio, íntimo perfume piel a piel, que brota del calor de la alteración de las hormonas? ¿Cómo impedir el lúbrico flujo lubricante en la vagina cuando cálido se depositaba el esperma del amante? En definitiva: ¿cómo evitar la respuesta gozosa de los cuerpos? ¿Cómo tergiversar la naturaleza amatoria de las personas? Ella había dotado a los seres humanos de esos jugos vitales para disfrutarlos, entonces ¿por qué reducirlos a un problema administrativo? Amanda rechazó esa pretensión desde el vamos y nunca temió polemizar con sus docentes.
El joven chofer detuvo el automóvil justo frente a la dirección del Hotel “Plaza”, tal como indicaba la nota que le mostró Amanda cuando salieron de la primera parada. Descendió del automóvil sin aparentar cansancio alguno; su compañero hizo lo propio por la puerta del lado del acompañante. Abrió la puerta adelante y Amanda descendió sin permitir que el hombre la ayudara.
Antes de que un botones estacionara el automóvil en el garaje del hotel, el joven retiró la pequeña valija de Amanda y la cargó. Los tres ingresaron a la recepción. Amanda iba adelante, seguida de cerca por el joven. El otro hombre se quedó más rezagado, prefirió tomar buena distancia de esa muchacha de quien no confiaba para nada a pesar de que su informe fue impecable. “Es igual que una araña”, justificó su desconfianza comparándola con una perversa araña dispuesta a chupar los jugos vitales de su víctima luego de disfrutarla.
El “Plaza” era un hotel algo antiguo pero que se apreciaba bien conservado. Nada de lujos, pero confortable. Prometía una estancia mejor que cualquiera de las bases a donde los hubieran mandado a pasar la noche.
Las bases eran grises, aburridas e hipócritamente monásticas. En ellas se debía comer con frugalidad, parecer atlético, ser formalmente célibe ante la vista de los demás. Luego, promiscuos en los rincones oscuros de esos edificios llenos de meandros. Solo en algún rincón mugriento se aceptaba que las parejas ocasionales tuvieran sexo. Amanda detestaba esa manera administrada de humillar a las mujeres haciéndolas sentir como vulgares prostitutas solo porque deseaban acariciar, besar y hacer el amor con el hombre que las atrajera.
El hotel resultaba acogedor a simple vista, colorido, con arreglos florales en distintos lugares, y una suave fragancia verde, silvestre, enredada con un olor a pan casero que la devolvió a esos momentos de la infancia cuando Anita amasaba en las mañanas temprano.
Para registrarse entregó un documento a nombre de Isabel Báthory Erzsébet, su habitación había sido reservada con antelación a ese nombre, una identidad que le resultó inquietante. Los burócratas de la agencia se las ingeniaban para parecer originales.
El conserje corroboró que los datos del documento se correspondieran con los de la reserva y luego le solicitó que firmara el libro de pasajeros.
Amanda se comportaba como una delicada muchacha adinerada de paseo con sus dos choferes en un impactante sedán negro. Pero el hombre reparó en la forma de sus manos, y quedó pasmado al ver la rudeza de esos dedos que contradecían de manera terminante la belleza juvenil de la muchacha. Aunque al observarla con detenimiento, llevado por la revelación de la anatomía de esas manos, comprendió que en ella no había nada de fragilidad, sino que se presentaba no solo en pleno dominio de su cuerpo, sino con una fuerza que se hacía evidente de solo verla de pie, erguida, sonriendo, pretendiendo pasar por una alegre viajera despreocupada.
Hombre avezado, evitó que cualquier gesto denunciara su sorpresa. Amanda percibió la mirada del hombre sobre sus manos y su cuerpo, pero ella también evitó que cualquier gesto incomodara al hombre y echara a perder el momento de bienestar que se le prometía.
Devolvió al conserje su lapicera y su libro. El hombre le explicó que se trataba de la suite nupcial con baño privado, la que llevaba por número “101”, porque era la primera suite ubicada en el primer piso. El número “1” correspondía al piso, el “01” a la habitación, se explayó didáctico ante la atenta mirada de la muchacha.
Tenía ventana a la calle y al jardín interior y, desde ya, cama doble. Todo estaba al servicio de su comodidad por esa noche. El desayuno se lo servirían en una recoleta confitería del centro de la pequeña ciudad, a donde concurrían las personas más acomodadas. No tenía de qué quejarse.
Le aclaró por el placer de hablar de más, que solo había otra suite en el segundo piso, pero que no era tan agradable como la que se reservó para ella. La felicitó por la elección.
Amanda le pidió que repitiera el número de la habitación, quería, de ese modo, que el joven, ubicado algo más atrás, la escuchara con claridad de boca del conserje.
El hombre accedió a su pedido y repitió con voz clara y serena “101”, primer piso, primera suite del hotel. Los dos hombres escucharon ese dato.
—Imposible equivocarse. –Dijo señalando a Amanda con su dedo índice.
—Esperemos que sea así. –Le respondió mirando de costado al joven.
Preguntó por el alojamiento de sus choferes, como si estuviera realmente preocupada por su comodidad. Explicó que los hombres debían seguir manejando durante muchas horas al día siguiente.
El conserje miró en dirección a donde estaban los dos hombres. No dudó un instante en reconocer por quién se preocupaba la muchacha. ¡Cuántas veces niñas bien llegaban a ese hotel y se enredaban con sus choferes!
Le informó que se trataba de la habitación 520, más modesta y con menos servicios. Era obvio que se trataba de la habitación número “20”, ubicada en el quinto piso. Tenía una ventana que miraba al contrafrente, describió; dos camas simples y no tenían baño privado. El baño era compartido y estaba a mitad del pasillo. Allí no llegaba el servicio de los camareros ni el de tintorería; quienes tomaban esas habitaciones debían preocuparse de todas sus cosas. Tampoco tenía incluido el servicio de desayuno. A dos cuadras del hotel, había un bonito boliche que era además almacén de ramos generales donde los hombres podían desayunar café negro, galleta marinera, “de la mejor”, les dijo. Descartó la ginebra porque debían seguir manejando. La manteca y el dulce de leche, les dijo, eran caseros y de primera calidad. Confidente les explicó que eran los mismos productos que se servían en el hotel.
Antes de que se marchara, el conserje le avisó que tenía un recado para ella.
—Este sobre es para usted –le dijo–. Lo dejaron poco antes de que llegara. Nos indicó el mensajero que le avisáramos que se trata de un mensaje de su madre.
Amanda recogió el sobre de color negro y agradeció amablemente. La ocurrencia “mensaje de su madre” la disgustó. En la agencia disfrutaban esas chicanas mortificadoras. Sentido del humor, decían, aunque nadie tenía muy claro a quienes divertían esas acciones.
El chofer le entregó al botones la pequeña valija de Amanda. Ella, en voz alta, le informó que cenaría en su habitación a las veintiuna horas y que a las veintidós esperaba estar en la cama descansando. Y agregó que allí permanecería hasta la mañana. Se despidió para dirigirse a su habitación.
Volvió su mirada al muchachito que trabajaba como botones del hotel, quien la esperaba para acompañarla hasta la suite. Usaba un uniforme rojo con vivos dorados que le quedaba demasiado holgado.
—Buenas noches, señorita. ¿Puede acompañarla a su habitación? –Preguntó tímidamente con voz casi infantil.
—Por supuesto. Lo sigo.
—El ascensor está al final de pasillo. –Le dijo señalando en dirección al fondo del corredor.
—Prefiero la escalera. –Y por ella subieron hasta la suite.
El muchacho le abrió la puerta, le entregó la valija y la llave y esperó una propina que Amanda puso en su mano. No era avara y el chiquilín se mostró contento con lo que le dio. Se despidió con una amplia sonrisa y le deseó una buena estancia.
La habitación era realmente cómoda. Apenas se entraba, tenía como un pequeño recibidor con dos elegantes sillones de estilo francés. Una mesita de mármol completaba el juego de muebles. A la izquierda, un bar bien provisto. A la derecha, un espejo amurado a la pared en el mismo estilo.
Una arcada con un cortinado rojo separaba al recibidor de la habitación propiamente dicha. Lo primero que se apreciaba era la cama, que eran muy amplia. El respaldo estaba tapizado con una tela estampada que reproducía una escena de campo, una cacería, algo extraño para la cama de una suite nupcial. Amanda hubiera esperado algún motivo amoroso, una escena de amor de cuerpos desnudos, y no esos barrigudos montados a caballo seguidos de unos perros ansiosos por despedazar a un zorrito que huía despavorido.
Empujó el colchón varias veces para comprobar cuán mullido era. Luego se recostó vestida para sentir en todo el cuerpo esa sensación de comodidad que la cama transmitía. El cubrecama era rojo y las sábanas de seda, las almohadas grandes y esponjadas.
A la izquierda de la cama, un gran espejo esperaba el cuerpo desnudo de Amanda. Y a su lado, la ventana que daba al jardín interior que estallaba de colores. A su frente, la ventana que daba a la calle.
A poco más de un metro de la mesa de noche, estaba la puerta de entrada al baño. Entró en él con verdadera curiosidad. Movió el interruptor. La luz cenital no era exactamente blanca y venía de una gran araña que estaba justo sobre la bañera. Era una lámpara de seis brazos cada uno con una tulipa de cristal labrado.
La luz tenía un tono celeste, o más bien celestial, que le daban el cristal de las tulipas, y dotaba de cierta sensualidad al ambiente. Era una sensualidad sutil, velada, pero intensa.
Una enorme bañadera de patas estaba en su centro. La grifería era de bronce y estaba lustrada a espejo.
A la derecha de la bañera el inodoro y el bidet. Del otro lado, un lavatorio muy grande. Los sanitarios eran ingleses y estaban todos decorados con guirnaldas de rosas rococó.
No dudó un instante. Tapó el desagote de la bañadera, abrió el grifo del agua caliente y esperó que se llenara para sumergirse en el agua cálida. Ella no podía saberlo de ninguna manera, pero ese sería su último baño de inmersión con agua caliente en muchos años que le quedaba de vida. A donde estaba destinada, era un lujo que nunca volvería a disfrutar. Y como si intuyera algo de eso, se propuso deleitarse con todo lo que estuviera al alcance de su mano esa noche para que conservar un recuerdo extraordinario.
Al lado de la bañera, un teléfono interno la comunicaba directamente con la conserjería. Pidió su cena, frugal, nada extraordinario, porque así se había acostumbrado. Algún queso, una carne de ave, jugo para beber (no bebió alcohol hasta tiempo después de entrar en la casona), y mucha fruta. Aceptó la sugerencia del conserje de una hogaza de pan casero cocido en horno de barro (“exquisito” le dijo) para acompañar la cena y el café para la sobremesa. Eso fue todo.
Acordó que el botones dejaría en la habitación el pedido para que, cuando saliera de su baño, ya tuviera la cena servida.
Guardó su bolso de mano en el cajón de la mesa de noche, se desvistió y entró al baño en el que el vapor del agua caliente lo había entibiado.
Se sumergió en el agua por unos veinte minutos, tal vez media hora. Era algo más de las veinte y treinta. Salió del baño envuelta en una bata suave y acariciadora de color rosa. El botones había dejado con sigilo la bandeja con la cena sobre la mesa del recibidor.
Se dirigió a la puerta de entrada de la habitación, cerró con llave y volvió frente al espejo. Dejó caer la bata y quedó de pie, desnuda, reflejada en el vidrio.
No quiso preguntarse esa vez quién era la mujer que la miraba sumergida en el misterio del límpido cristal dentro del dorado marco que lo limitaba. Sabía la respuesta, seguía siendo en su esencia Amanda Da Silva, y lo sabía porque en el rescoldo de sus células la esencia de su ser se mantenía viva, aunque la imagen fuera tan diferente de cómo había sido años atrás.
Tuvo un momento de duda. Legítima duda. A donde iba destinada no volvería jamás. ¿Hizo bien en aceptar el desafío? Quien podía ayudarla a responder esa pregunta había desaparecido de repente tras los vapores de una laguna que se había extinguido entre piedras y tierra traída de lugares extraños.
¿Y si fallaba? ¿Y si lo suyo resultaba un completo fracaso? ¿Qué dirían quienes se sentirían completamente defraudados por su incapacidad? Quiénes confiaron en ella, ¿qué sentirían cuando comprendieran que solo había resultado un completo fraude?
¿Y si su fe solo era el resultado de su arrogancia y no de su convicción?
Sus gestos adustos, sus palabras severas, la fuerza sus manos, ¿expresaban la fortaleza con que abordaba esa empresa o solo eran la máscara de la soberbia que estaba pronta a caer, dejándola desnuda tal como era?
Allí estaba, mirándose de pies a cabezas, sin cáscara, despojada de todo misterio, tal y como era, apenas nada de músculos y huesos y algo de entrañas. ¿Sangre o espuma, por las venas? Inmóviles sus manos, inmóviles arañas negras, filudas, inmóviles sus piernas, desesperadas ramas que apenas la sostenían; saliva sabiendo a vinagres en la boca de lengua de puñal invertido; los dientes rompiéndose de escalofríos, y el reino del cuchillo sobre su cabeza descubierta. Sola. Completamente sola. Ni que llorar, muda, amarga, repartida, por fin vencida.
¿Era el momento de correr desesperada, arrepentida, mendigando una disculpa en el hoyo de los observados de la agencia? ¿Huir? ¿Correr? ¿O mejor morir?
Frotó su cara con las dos manos y las sintió más ásperas que nunca. Volvió a mirarse en el espejo, pero vio la misma imagen que antes. No había vuelta atrás, la muchachita frágil repasando el “Clave bien Atemperado” bajo la complacida mirada del cura concertista, no volvería más. Miró sus manos y tuvo esa certeza. Aspiró profundo. Contuvo el aire todo lo que pudo y exhaló lenta y delicadamente por la nariz. Recogió su bata y se envolvió en ella.
La duda con su avalancha de desconsuelos la dejó en ese mismo instante, le soltó el cuello que le tenía agarrado con su garfio tremendo. La gangrena del miedo se limitó a su territorio del miedo, en el suburbio de la intimidación. Recuperó la calma.
Esa noche no quería estar sola. En realidad, no podía estar sola. Necesitaba del abrazo, necesitaba del calor de los cuerpos, de los misteriosos besos, de las manos acariciando el fuego de la piel en flor nocturna.
No probó bocado. Solo bebió algo de jugo, ansiosa. Esperó que por fin golpeara a su puerta. Ella, en perfecto conocimiento de lo que hacía, sabiendo a ciencia cierta de quién se trataba, lo esperaba despreocupada.
Estaba lista.
¿Y él?

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