Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.22 «Posta a posta»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.22 «Posta a posta»

XXII

Posta a posta


El chofer informó que estaban próximos a arribar a la primera posta. A ella se llegaba por un camino perpendicular a la ruta y que se tomaba al dejar atrás una pequeña rotonda que daba a un caserío pobre pero limpio, donde unos perros chúcaros ladraban alcahuetes al paso del auto. Amanda captó que los puesteros que saludaban a su paso, encubrían en realidad a algún grupo de tareas dedicado a custodiar la base; una primera línea de defensa ante cualquier contingencia.
Unos mil metros campo adentro por ese camino de tierra aparecía el edificio donde funcionaba esa sección de la agencia. La arboleda a cada lado distraía con sus ramas entrecruzadas que describían un arco que proyectaba una generosa y refrescante sombra. Al final de la arquitectura del túnel hecho por el entretejido de las ramas, se veía la construcción como si fuera una bucólica postal campestre. No había vecinos en centenares de metros a la redonda. Tal vez a una legua o legua y media recién podían verse algunos ranchos aislados pero que parecían estar distribuidos estratégicamente a cada flanco a propósito de la posición de la base de operaciones.
Se trataba de una construcción antigua pero amplia. Su aspecto era el de las viejas casas de campo, rectangulares, de paredes anchas y puertas y postigos en madera dura. Estaba pintada de un rosa sucio, probablemente de la mezcla de cal viva y alguna tintura rosa, tal vez de un pigmento que se extraía de la sangre del cerdo que se obtenía cuando se carneaba para producir chacinados que luego se vendían por toda la zona.
Una prolija arboleda y una ligustrina cortada a la perfección, disimulaban la propiedad con recato. No había flores en los canteros que circundaban la casa, pero en algunos lugares frondosos agapantos poblaban el jardín.
La entrada estaba precedida por un largo caminito techado sobre el que una Santa Rita de flores de un rojo muy intenso caía con gracia a cada lado. Al final de ese pasillo, una escalera de solo tres escalones dejaba al visitante en una galería que ocupaba todo el frente de la casa; dos bancos de madera dispuestos a cada lado de la puerta de entrada eran usados por los vigilantes que cumplían sus guardias custodiando el edificio.
El coupé blanco que trasladaba a Amanda se detuvo paralelo al camino de entrada a la casa a una distancia de un par de metros. Un vigilante que estaba apostado en el ingreso corrió para acompañar la llegada de los visitantes.
El joven que ocupaba el lugar del acompañante descendió y de inmediato volteó el respaldo de su asiento para permitir que la muchacha saliera del automóvil. Dudó si debía extender su mano para ayudarla, estaba realmente temeroso de cómo la mujer podía juzgar ese gesto que solo nacía de su normal cortesía. Ella lo miró esperando que la ayudara a descender. Tal vez un gesto imperceptible de sus ojos, le dio la señal al joven para que lo hiciera. El joven extendió su mano.
—Esperaba su ayuda, estoy un poco entumecida. –Llevaba su bolso de mano apretado contra su cuerpo.
—Me distraje, lo siento. –Se justificó el joven.
—Muchas gracias. –Amanda se lo agradeció aterciopelando su voz. Al hombre le volvió el alma al cuerpo. Empezaba a sentir cierta vibración cada vez que ella lo rozaba con sus manos o respiraba cerca suyo, como le había ocurrido cuando rozó su cuerpo al buscar la valija dentro de la habitación. Pero al vibrar, temía. ¿Cómo interpretaría la mujer esa agitación subcutánea, esa palpitación nerviosa que aparecía cuando ella lo miraba directo a los ojos o lo rozaba con sus curtidas manos? Lo que el hombre no sabía era que Amanda disfrutaba de esa sensación de subyugación que iba logrando con su acompañante, sumisión que incubaba una seducción irresistible para ambos.
El chofer, que había descendido apenas estacionó el automóvil, volteó para no ser testigo de un comportamiento entre los dos jóvenes que se le hacía evidente. Exageró su movimiento para que el vigilante apreciara que él no les estaba prestando atención a los otros dos. “Siempre hay que tener un testigo”, se dijo a sí mismo con picardía.
Con el rabo entre las patas a partir del reto que le descargó Amanda por su tonto comentario sobre los rumores que circulaban por los pasillos de la Agencia, se limitó a seguir estrictamente el reglamento, y se desentendió de todo aquello que excediera su obligación primaria: manejar el automóvil y llevar a la mujer a su destino en perfectas condiciones. La otra, era tarea de su socio.
No se trataba de que no entendiera ese juego incitante entre los dos jóvenes. Sabía bien de qué se trataba. Era un hombre y disfrutaba ese juego con mujeres.
Solo le preocupaban algunos detalles en su compañero, pero prefirió cerrar la boca. Hombre de calle, criado entre malevos y prostitutas desde su infancia hasta la primera adolescencia, podía apreciar cuando un hombre y una mujer se atraían mutuamente. Esperaba que el otro no perdiera la cabeza.
Decidió no hablar del asunto con su joven compañero de tarea, temía pasar por lo que no era. Después de todo, solo se trataba de un chofer, uno de los escalafones más bajos de la administración de la agencia. Además, no confiaba mucho en su secuaz, una palabra de más y le daría el pretexto para que ella elevara un informe crítico sobre su tarea. Su bienestar pasaba por evitar todo contratiempo con la superioridad. La prudencia le cerró la boca definitivamente.
Levantó el capó del automóvil y verificó el agua del radiador. Luego se dirigió al baúl del coche del que extrajo un bidón de agua destilada. De regreso frente al radiador, lo destapó y volcó una buena cantidad del líquido en su interior. Cerró el capó y miró en todas direcciones para ubicar dónde estaba su colega y la viajera. Se dirigió al vigilante que lo observaba a cierta distancia y que lo saludó como si se tratara de dos viejos conocidos. Hablaron sobre un asunto que parecía intrascendente y rieron distendidos.
El vigilante abandonó al chofer y se dirigió al interior de la vivienda. Luego de unos breves minutos volvió con el hombre y le indicó que estacionara el coupé en la parte de atrás de la casona. No seguirían en ese automóvil, ya había otro dispuesto para continuar el viaje.
Amanda, entre tanto, fue recibida por otro hombre que salió detrás del vigilante. Delgado, de rostro enjuto, cabello ralo y anteojos de carey negro y vidrios gruesos, nariz y orejas bien proporcionadas pero gruesos labios brillosos por la saliva que su lengua distribuía metódicamente. Vestía un traje negro muy gastado, una camisa blanca cuyos puños y cuellos estaban roídos, una corbata azul que lucía unas cuantas manchas de comida y calzaba una especie de botín para el barro. Tenía la apariencia propia de un burócrata de carrera. La saludó con una amplia sonrisa y un fuerte apretón de manos. También sintió la aspereza de la mano de Amanda, pero sabía disimular cualquier emoción.
—Tenga usted muy buen día.
—Lo mismo usted –dijo Amanda.
—Soy quien está a cargo de esta sección.
—Lo suponía.
—¿Cómo ha estado su viaje?
—De eso hablaremos luego.
—Como usted ordene.
El hombre supuso algún incidente del que la mujer quería hablar de manera oficial. Un vigilante que escuchó la conversación se escurrió a donde estaba el mayor de los choferes y lo llevó hacia la parte de atrás de la casa. Tal vez deseaba ponerlo al tanto de ese diálogo.
—¿Le molestaría acompañarme dentro de la base? Allí tengo un sobre para usted. En una habitación apartada que tenemos en la planta baja (el edificio era de dos plantas), si desea, puede leerlo a solas.
—Si no es inconveniente, antes de ocuparme del sobre, desearía pasar al baño.
—Por favor, sígame, todo lo de esta base está a su disposición. –El hombre abrió la puerta de entrada con una llave que tenía fijada a una cadena a su vez amarrada a su cintura e invitó a Amanda a ingresar.
El lugar se le presentó modesto pero cómodo. Un amplio ambiente seguía a un pequeño vestíbulo en el que tres sillones de mimbre barnizado simulaban un apacible recibidor. Dos amplias ventanas a cada lado de la puerta adornadas con unas cortinas terminadas en una delicada puntilla blanca, dejaban entrar los rayos del sol que entibiaban el ambiente. A Amanda le llamó la atención ese detalle de la puntilla, era el único que mostraba un toque femenino en el arreglo de ese despacho.
Las paredes, pintadas a la cal, no lucían ningún adorno salvo un retrato del Libertador Gral. San Martín y del presidente de la nación que tenía dibujado unos bigotes y cejas a lo Groucho Marx. Sabía que en la agencia el presidente era motivo de todo tipo de burlas.
Los pocos muebles que había eran de oficina. Un archivero, una biblioteca, un escritorio y cuatro sillones que tenían sus cuerinas rotas. Para disimular esas roturas, unos almohadones cubrían el asiento. Parecían ser el descarte del mobiliario de las oficinas situadas en la ciudad donde era raro ver muebles en mal estado.
El hombre llamó a uno que estaba en el lado opuesto del amplio salón y le indicó que acompañara a Amanda al baño de damas que estaba justamente en el fondo, a la izquierda.
El vigilante cumplió la orden con solicitud. Condujo a la muchacha hasta la puerta del baño y se apartó para volver al lugar en que parecía cumplir con alguna tarea de vigilancia. Detrás de él, una escalera ascendía hacia el piso superior, que bien podría ser el lugar donde estuvieran las habitaciones del personal de la base y las oficinas donde se procesaba la información que allí llegaba, o donde quedaba retenido el personal observado.
Si el comportamiento de algún miembro era puesto en duda por una acusación, era enviado a esos lugares de observación en donde se lo sometía a distintas pruebas para comprobar si la imputación tenía algún asidero. Eran procesos complejos que expertos en interrogatorios realizaban buscando arrancar la verdad primero por métodos pacíficos. Si la sospecha encontraba fundamento se pasaba a la segunda etapa que siempre resultaba bastante cruel. Seguramente el edificio debía contar con un amplio sótano donde se hallaban los calabozos y la sala de torturas.
De regreso, Amanda, esperó que el burócrata le entregara el sobre con sus nuevas indicaciones. La invitó a sentarse en uno de los sillones que rodeaban su escritorio. Le extendió un sobre de color azul. Amanda lo tomó y lo guardó de inmediato en su pequeño bolso de mano. Rescató en su memoria el asunto de los colores con los que su examinador subrayaba sus respuestas cuando los exámenes. Negro, azul, verde, rojo. El primer sobre fue de color negro. Este, el segundo, azul. ¿El próximo sería verde y el último rojo? “Rojo: clara influencia materna.” Rojo: alerta, dedujo en aquella oportunidad. ¿Ante una alerta que debía hacer?
Pero no podía comprender qué podrían tener que ver esos colores con las instrucciones para su viaje. Negro, azul, verde y rojo podían significar cosas muy diferentes en cada diferente oportunidad. O no significar absolutamente nada. No podía despejar esa duda. Su única referencia sobre esos colores fueron los subrayados del hombre de cabeza con forma de pepino y eso ahora solo le agregaba más dudas que certezas.
La invitó a dirigirse a un cuarto para abrir el sobre, pero Amanda rechazó la oferta. El hombre se mantuvo en silencio, no era lo que esperaba, pero no tenía autoridad para exigirle que leyera sus órdenes en la base. Ella sospechaba que a donde la enviaban a leer su nota no estaría sola. Y prefirió desbaratar esa intromisión que no consideraba grave sino de rutina.
“Todos espían a todos”, le dijo un entrenador para avivarla de los mecanismos de delación que abundaban en la agencia. Método “napoleónico”, tres líneas de alcahuetes paralelas. Espían al enemigo y sin saberlo se espían entre ellos. La verdad, así, fluye más plena.
Era una fórmula que multiplicaba la información a niveles inimaginables y permitía manipular la intimidad de las personas al antojo de la superioridad. Se podía ensalzar a una persona por sus íntimos comportamientos, como exponerlos a la luz pública y destruirlo definitivamente. Matar, muchas veces, no era la solución más recomendable. El escarnio público resultaba en muchas oportunidades mucho más efectivo, porque tenía un efecto devastador en la víctima y aleccionador para todo el resto.
—¿Algo que reportar? –Le dijo sin protocolo.
—Desearía que los choferes se hicieran presentes antes de hacer mi reporte. ¿Lo considera usted posible o transgredo alguna norma de esta base?
—De ninguna manera. Su solicitud se ajusta totalmente a las reglas. ¿Va a escribir su reporte o prefiere que llame a nuestro escribano?
—Llame al notario, no tengo deseos de detenerme a escribir. Firmaré el acta. –Amanda se comportaba como una verdadera jefa, una adulta experta en el maltrato de los subordinados.
El hombre dejó su escritorio y se dirigió a la puerta de entrada. Podía haber preguntado a la visitante sí tuvo algún inconveniente, pero captó sin temor a equivocarse que con esa mujer era preferible tomar prudente distancia, ahorrarse de todo comentario y evitar preguntar demás.
Le ordenó a uno de los vigilantes que buscara a los choferes que habían trasladado a Amanda desde la ciudad hasta la base. Luego, de regreso a su escritorio, llamó por un teléfono interno y pidió la presencia de un notario. El hombre bajó del piso superior y caminó apaciblemente hasta llegar a donde su superior lo había convocado.
Era un hombre mayor, calvo, de gruesos anteojos. Estaba vestido con pulcritud, aunque se notaba que su ropa era de pobre calidad. Traje marrón, camisa blanca y corbata azul. Tal vez un azul demasiado chillón, casi del mismo color que el sobre.
Era muy obeso y por eso debía caminar con lentitud, aunque no tenía ni una expresión de sufrimiento, por el contrario, sonreía distendido. Si se lo hubiera visto caminar por la calle, se lo hubiera asociado a esos sectarios religiosos que van de casa en casa proponiendo la conversión al verdadero Dios de los cristianos y el bienestar eterno en un cielo repleto de placeres espirituales.
En una mano llevaba un enorme libro que tenía estampado en bajorrelieve el nombre de “Actas”, y una lapicera fuente. En la otra un tintero lleno de una tinta de color negro. Saludó a Amanda con estudiada cortesía y esperó la indicación de su jefe, quien lo invitó a sentarse en el sillón más próximo a la visita.
Los choferes entraron acompañados por el vigilante. Los dos estaban demudados, aunque sabían perfectamente que los esperaba ese procedimiento de rutina.
El más joven no alzó la cabeza en ningún momento y su voz sonó apagada, como si sus cuerdas vocales hubieran quedado casi paralizadas cuando escuchó la convocatoria por orden del jefe de la base.
El otro, el que había sido reprendido por la propia Amanda, transpiraba como si ese lugar no fuera una fresca y amplia oficina donde un puñado de burócratas pasaba sus días redactando informes y de vez en cuando atormentando a algún desgraciado para arrancarle una confesión, las más de las veces, intrascendente, sino una dependencia del mismísimo infierno donde empezaba a cocerse lentamente.
—Señor escribano –dijo el jefe–, le ruego tome nota de todo lo que se diga aquí. Nuestra visitante firmará el acta al pie cuando termine este procedimiento. También firmarán los choferes que tienen a su cargo esta parte del viaje y lo haré yo en calidad de testigo. Usted certificará nuestras firmas.
—Correcto señor. –Respondió el escribiente quien abrió su libraco y quitó el capuchón de su lapicera fuente–. ¿La dama necesitará una copia de esta acta? –Preguntó circunspecto.
—No es necesario. –Amanda respondió sin titubear.
Los choferes daban la sensación que en cualquier momento se derretirían.
El escribano hundió la lapicera en el voluminoso tintero y chupó la tinta gracias a un pequeño mecanismo de succión que cargó por completo el receptáculo con el líquido negro.
—Estoy listo a tomar nota de lo que usted tenga que declarar. Cuando usted guste procedemos.
—Quiero que deje asentado que los dos choferes han cumplido con excelencia su tarea y que merecen mi recomendación.
A los dos le volvió el alma al cuerpo. El mayor hubiese hasta llorado de emoción, pero eso hubiese echado todo a perder. Los dos sabían que, justo en ese lugar donde iban a parar los observados, ella podía haber hecho rodar sus cabezas hacia la letrina de los infortunados de la agencia.
—¿Algo más?
—Nada más.
—Perfecto. ¿Prefiere que lea en voz alta la redacción del acta?
—No es necesario.
—Entonces, luego de leer para cerciorarse de que todo lo escrito es lo que desea dejar asentado, firme usted en primer término, después lo harán los choferes y finalmente el señor jefe de la base en calidad de testigo. Yo certificaré las firmas y daré por concluido el acto notarial.
Amanda leyó el breve texto siguiendo el pedido del notario, y firmó con un nombre en clave, el que debía usar para esos procedimientos administrativos internos, una de las tantas identidades que tenía asignadas. Sabía que todos los demás harían lo propio. En la central sabían a quién correspondía cada firma.
Cumplido el trámite, el escribano se retiró en dirección a la escalera que lo llevaba al primer piso. Desde la planta baja, se podía oír su fatigada respiración.
Permaneció sentada y esperó que los choferes se retiraran.
—¿Queda algo pendiente? –Preguntó al jefe.
—Nada. Puede usted seguir su viaje si así lo desea. Aquí no tenemos órdenes de recibirla y darle alojamiento. Nuestras indicaciones se limitan al procedimiento de control que hemos realizado. Si desea alojarse le puedo recomendar un hotel en las cercanías. Buena comida, cómodas camas y gente de nuestra confianza.
—No es necesario, se lo agradezco. Seguimos nuestro viaje. –El hombre movió afirmativamente su cabeza y sonrió por compromiso.
A Amanda le llamó la atención que ninguno de los hombres de esa base la llamó “señora”, pero no pudo descubrir cómo sabían cuánto disgusto le provocaba que la trataran de ese modo. Tal vez el mayor de sus dos choferes lo informó al vigilante, cuando hablaron a su llegada y parecían conversar sobre asuntos triviales y graciosos.
Se despidió del hombre con un fuerte apretón de manos. Acompañó a Amanda hasta la salida y le ordenó a un vigilante que la escoltara hasta su automóvil.
Los choferes la esperaban de pie al lado de un sedán negro. Con ese seguirían el viaje. Cuando vio a Amanda, el más joven se le aproximó para indicarle que debía retirar ella misma su valija del baúl del coupé blanco. Le dijo “venga conmigo”, y caminaron juntos hasta el coche. El joven abrió el baúl y ella le indicó que le entregara la valija. Él se la alcanzó, pero sin atreverse a mirarla a los ojos. Ella tomó su mano con las suyas y las retuvo al tiempo que buscó su mirada, él, recién entonces, se animó a mirarla. Amanda sintió el calor que subía por el cuerpo del joven hasta la cara que se encendió levemente. Sus manos transpiraban al permanecer juntas. El muchacho, a su vez, sintió el calor que irradiaban las manos de la mujer. Necesitó aspirar el aire y conservarlo por un buen rato en sus pulmones. Exhaló lentamente buscando una calma que sus hormonas le negaban.
Esa vibración que sentía cada vez que ella lo rozaba con sus manos o respiraba a cierta distancia suya se había hecho muy intensa. Pero al vibrar esa vez, no temió.
Amanda tomó su valija y se dirigió al sedán negro. El otro chofer abrió la tapa del baúl y dejó que ella depositara la valija. El hombre le agradeció con emoción su reporte. Amanda lo miró directo a los ojos y no le respondió. Apoyó la valija y se dirigió a la parte de atrás del auto y se ubicó en el asiento detrás del chofer.
El automóvil era mucho más amplio que el coupé. Un cuatro puertas impecable en cuyo asiento trasero hasta se podía dormir con absoluta comodidad.
Los choferes se acomodaron en sus asientos. Era el turno del más joven de conducir el auto, él asió el volante con las dos manos, con fuerza, respiró hondo buscando sosiego, miró por el espejo retrovisor a Amanda que le devolvió la mirada y puso en marcha el auto en dirección a la segunda parada, a penas a un poco más de horas de distancia.
Ella abrió el sobre azul que le entregaron en la posta. Dentro de ese, como en la oportunidad anterior, había otro, blanco, más pequeño. También había otro, también blanco, pero ese lo apartó, tenía escrito una clave con la que se identificaba la correspondencia confidencial. Extrajo la nota y la leyó. Luego repitió el rito, lo entregó al hombre que iba de acompañante quien lo pasó al chofer. Él lo devolvió a Amanda y murmuró “perfecto”. Y guardó silencio.
Amanda se acomodó a lo largo de todo el asiento y se cubrió con una manta de viaje que el jefe de la posta hizo dejar en el asiento trasero. Permaneció aferrada a su bolso de mano. Antes de cerrar los ojos constató si la pequeña cimitarra estaba en su bolsillo. Pareció dormirse. Los hombres la miraron, uno por el espejo, y el otro volteó sigiloso, y los dos creyeron que, en efecto, la mujer se había dormido. Pero Amanda no dormía, entraba en una especie de vigilia que le permitía relajarse sin descuidarse nunca. Si alguien hubiese intentado algo contra ella, la pequeña cimitarra habría seccionado una arteria vital y despachado al atacante al otro mundo.
Por la ventanilla entraban los últimos rayos del sol y el crepúsculo de la tarde tomaba forma propia y cierta bruma nocturna empezaba a apropiarse del paisaje.

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