Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.21 «En viaje»

XXI

En viaje


Amanda comenzaba su viaje a una ancestral tierra resecada, tierra disciplinada a golpes de martirios.
El paso elegido para ascender hasta las tribulaciones de las rocas urdidas en el cretácico tardío, cuando el volcánico choque de la duramadre planetaria, era hábil en flores y fragancias que dispersaban sus perfumes desde las monumentales cúpulas de las arboledas nacidas a la vera de un río desquiciado de espumas.
A su derecha las barrancas se deslizaban con sus costras esculpidas contra la tierra y contra la piedra por el galope del agua que bajaba desde la interminable Amazonia, cargada del exterminio de las inundaciones. Traía entre sus pliegues el sonido de aves misteriosas, de peces fabulosos que bailaban al son de la música de un viento que no podía cesar en su sonoridad. Ella podía oír todos esos rumores vitales que las olas depositaban palpando las orillas que se escabullían sin fin hasta las inmediaciones de la ciudad, donde se hacía puro fango y tango y rezongo, con la misma intensidad de un verso con su crencha engrasada.
—¿Conoce la base a la que nos dirigimos? –El chofer preguntó mirando por el espejo retrovisor a Amanda, que iba cómodamente sentada en el amplio asiento trasero del coupé. Trataba de conversar solo por pasar el rato y no dejarse atrapar por la monotonía de la ruta.
—No. Nunca estuve en ella. Nunca viajé en esta dirección.
Amanda respondió desinteresada sin dejar de mirar por la ventanilla. Mintió a medias. Era cierto que no conocía la base a dónde se dirigían, pero no se trataba de que no había podido viajar justo en esa dirección. Ella, salvo los breves viajes entre la casa y el colegio y el fondo de los cuarteles y la gran avenida en su propio villorrio, nunca había viajado a ningún lado.
—Poca cosa, ¿verdad socio? –Dijo en tono confidente y tocó con su codo al joven oficial que viajaba a su lado. Rio socarrón, como si a ambos los uniera una travesura en de la que preferían no hablar o no podían hacerlo en presencia de una mujer.
Amanda le llamó la atención el trato familiar del hombre mayor con el otro. No era habitual que los funcionarios de ese rango mostraran delante de un superior un trato amistoso.
—Sí, poca cosa. –Respondió sin ánimo el acompañante como si no hubiera captado el brillo sibilino en los ojos del chofer y su risita cínica. No parecía interesado en hablar de las humildades de esa base que solo se usaba como bajada de algunos investigados.
—De todos modos, allí solo nos detendremos para que los vigilantes constaten que usted está bien y que no tuvo ningún percance. –Habló dirigiéndose a Amanda–. Allí nadie se aloja, es de paso. Con seguridad luego seguiremos viajando por dos horas hasta llegar a una base donde sí nos darán alojamiento. En ese lugar de seguro recibirá un nuevo sobre con las indicaciones para continuar nuestro viaje.
—Usted parece saber todo sobre nuestro viaje. En cambio, yo no tengo ni la más remota sospecha del lugar al que vamos, y eso que la misión me corresponde.
—Algo de conocimiento y algo intuición, señora. Tengo muchos años de chofer en la institución, esa es mi tarea. Muchos más en esta labor que el amigo que me acompaña que, como usted puede comprobar sin esfuerzo, es bastante más joven que yo. –Amanda dejó de mirar por la ventanilla y dirigió su mirada al que le hablaba con cierta suficiencia.
—¿Ha hecho este viaje en otra oportunidad? –La viajera preguntó con verdadera curiosidad.
—Esta parte del trayecto, sí. No sé qué sigue después. Pero uno sabe escuchar los rumores.
El más joven de los hombres miró a su compañero y trataba de que atendiera sus señas. Quería indicarle que cerrara la boca y que dejara de hablar. Ninguno de los dos tenía confianza con la mujer y no sabían qué podría informar al arribar a la base con los vigilantes, una especie de policía interna dedicada a controlar el comportamiento del personal.
—¿Su tarea es escuchar rumores? Supuse equivocadamente que era manejar automóviles. Veo que no entendí cuál era su verdadera función en este viaje. ¿A qué departamento pertenece? ¿Al de choferes o al de alcahuetes? Porque yo, quiero que sepa, detesto a los alcahuetes que andan oliendo los pedos que se tiran los demás miembros de la agencia para ir con sus chismes a ganarse el favor de algunos jefes.
El hombre tragó saliva. Comprendió de inmediato a cuán peligrosa zona se había atrevido a incursionar, tal vez solo por charlatanear y mostrarse confianzudo con la pasajera.
—No, señora, mi tarea no es escuchar rumores. Como usted dice, es manejar automóviles. Pertenezco al departamento de choferes. Le ruego sepa disculparme, me expresé desafortunadamente. –Se acomodó en el asiento y fijó la mirada en el camino. Toda expresión relajada abandonó su rostro.
—Joven. –Amanda tocó el hombro del acompañante, quien al instante volteó para responder a su llamado.
—A sus órdenes. –Dijo acobardado sin poder mirar a los ojos de Amanda.
—Me gustaría que le explique a su “socio” –ella dijo la palabra “socio” con verdadera malicia– cuánto me molesta que me llamen “señora”. Explíquele que me suena a “vaca”, o mejor dicho a “vaca vieja” (recordó a Gertrudis y su malestar cuando le decían “señora”). ¡No, no! A “útero de vaca vieja” a “prolapso”. ¿Querrá usted hacerlo cuando lleguemos a nuestra primera posta? ¿O en ella ustedes dos tienen “otros asuntos” que atender para luego jactarse entre sus pares de sus andanzas en prostíbulos o de cómo se aprovechan de las incrédulas hijas de los campesinos?
—Cumpliré con lo que usted me ordena. –Guardó silencio un instante, el que tardó en tratar de tragar una bola de saliva que se le había quedado atravesada–. Querría decirle si usted me permite…
—Le permito, lo escucho. –Amanda aflojó el gesto severo con el que había acompañado sus palabras hasta ese momento.
—No tenemos otra misión que trasladarla a usted al destino que indique la superioridad. Y esperamos que quede satisfecha de nuestra labor.
—Me reconforta oír eso. Estaba empezando a preocuparme.
El chofer vio brillar el filo de la hoja de un cortaplumas corta y curva del tipo de una pequeña cimitarra. Amanda pasó su rudo dedo por el filo y el hombre no pudo menos que admirar la fortaleza y tamaño de esas manos que no se correspondían con las demás partes de su cuerpo. Lo confundió que una muchacha bella y muy joven pudiera hablarle con ese tono y exhibiera esas manos que infundían más respeto que el pequeño cortaplumas de hoja curva.
Amanda devolvió la vista al camino y desde ese instante nadie habló durante el viaje. Recordó la imagen suya reflejada en el espejo. ¿Hasta dónde había llegado su metamorfosis? Se preguntó aliviada de la respuesta que daría ella misma a ese interrogante.
No se había limitado a la imagen, a las formas exteriores de su cuerpo. En ese pequeño incidente comprobó incluso cómo se había modificado su carácter. Su voz severa, su reproche inmediato, el disgusto ostensible por la boba picardía del hombre quien, para ella, dejó entrever un asunto de polleras en su cómplice sonrisa con el joven.
Bajó la vista y observó sus manos. ¡Esa sí que habían mutado como ninguna otra cosa en su cuerpo y en su personalidad!
Con ellas podía portar un arma de fuego o un puñal o un pequeño cortaplumas curva con la que apuñalar a un hombre. Luego cavar una fosa. Así imponer respeto. ¿Estaba conforme con esos cambios? Respondió para sí que estaba muy conforme. Trabajó duro para ello y apartó de su vida muchas cosas y renunció a otras tantas. Cometió actos que en otro momento hubiera considerado aberrantes. Escaló lo más alto que pudo la pirámide jerárquica que le proponía la institución como desafío a sus capacidades. En alguna habitación clandestina alguien diría convencido “no esperábamos menos de ella, el vivo retrato de su madre”.
Palpó su bolso de mano, donde llevaba su pistola calibre 6.35, pequeña, plateada, con balas de punta hueca. Solo fue un acto reflejo de quien quiere cerciorarse si su parte del león está a mano y disponible.
Guardó la diminuta cimitarra en el bolsillo de su chaquetilla. Era pequeña, de acero noble, mango nacarado, del tamaño justo para perforar una arteria y eliminar a una persona en segundos, quien moriría desangrándose en el breve tiempo que dura el cándido aleteo de una mariposa que vuela de una hemorragia a otra. Como murió Anita en el parto, momento desde el cual quedó sola para siempre.
Dejó de pensar en ella y se concentró en el camino. Estaba despejado. Pocos automóviles; algún que otro camión se cruzaba con ellos. A mitad de semana, el flujo entre la ciudad y la base era escaso y permitía viajar de manera relajada, sin mayores sobresaltos.
El paisaje se repetía metro a metro. Oro verde, muchedumbre verde, usina verde. Árboles montando guardia a la vera del río.
Río de oro líquido brillando al sol; río hirsuto de espumitas, blando. Apenas en el horizonte, unas nubes de vientre lleno de relámpagos y truenos listos para lanzarlos río adentro, en los desfiladeros invisibles de la correntada.
Los hombres, delante de ella, habían adquirido el aspecto de muñecos de cera. Rígidos, pieles brillosas y ojos vidriados. Los labios pegados dejaron de exhibir la libido roja de la sangre urgente con la que el chofer buscaba la complicidad de su compañero.
Sus movimientos parecían automáticos. El que conducía, movía apenas el volante para mantener en perfecta línea recta la marcha del automóvil. No volvió a hablar durante todo el viaje y ni siquiera a mirar a la mujer por su espejito retrovisor. El otro, el acompañante, clavó la vista en el camino y respiraba tratando de que el sonido del aire que exhalaba pasara desapercibido. Amanda estaba conforme con ese comportamiento. El ambiente sumiso le daba la tranquilidad necesaria para tomar ese viaje a lo desconocido con el mejor ánimo posible.
Cada tanto acariciaba el lomo nacarado de su pequeña navaja y miraba sus manos con absoluta confianza.

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