Autobiografía en secreto de Amanda Da silva, cap. 3.20 «Metamorfosis»

Autobiografía en secreto de Amanda Da silva, cap. 3.20 «Metamorfosis»

XX

Metamorfosis


Por primera vez en algo más de dos años pudo mirarse a un espejo. En la habitación de la base destinada a los funcionarios que estaban de paso, donde fue alojada luego de culminar los dos años y algunos meses más de entrenamiento y a la espera de su destino final, un gran espejo mucho más grande que el tamaño de su cuerpo, estaba amurado a la pared que daba a los pies de la amplia cama doble. Se desnudó por completo para poder mirarse.
La luz que entraba por la ventana que iluminaba su cuerpo era intensamente sonámbula. Al tocar su piel, su cuerpo de guitarra se encontraba con su verdadera estatura femenina. Se descifraba de luz cada gota de humanidad que se reconocía al volver la vista sobre el misterio de su propia anatomía.
¿Era Amanda Da Silva la imagen que le devolvía piel a piel el espejo? ¿Era esa armónica, pero musculada forma femenina el reflejo inequívoco de la substancia humana de ese cuerpo? No podía asegurarlo. Tenía legítimas dudas. El espejo podía engañarla con sus caprichos. Ella se había incorporado por propia decisión al reino del engaño, donde la verdad era tan inasible como los misterios del espejo. ¿Si los hombres se mentían los unos a los otros amparados en ambiguas razones y maquiavélicos proyectos, por qué el espejo no habría de mentirle? Él podría tomar sus propias decisiones, elucubrar sus propios engaños, distraer con sus propios enigmas, en una dimensión a la que Amanda no tenía acceso. Y por eso desconfiaba de lo que sus ojos veían.
De dónde venía y a donde se dirigiría en breve, no había manera de discernir la dimensión de los engaños, y mucho menos de desmentir la capacidad de un espejo para devolver una imagen tan irreal como ese submundo de la mentira elevada a institución del Estado. Así que observó detenidamente la imagen que veía en él y trató de hallar en ella claras huellas de sí misma, que le dieran la pista de que esa mujer que la miraba por detrás el vidrio era Amanda o una aproximación a la Amanda que conoció antes de ingresar a la institución.
Pero aquella muchacha que recordaba y que murió en los papeles hacía algo más de dos años, no era la del espejo. De ninguna manera. De eso estaba segura.
Mucho menos era la que correteó por la pequeña casa de madera canadiense, ni la que se envalentonó con la crencha engrasada en el internado de las monjas. La que acarició la cabeza de la amada amiga el día que la muerte llovió desde la altura de unos aviones de guerra, ni la que hizo el amor esa noche bajo la pálida luz de modesta lamparita eléctrica.
Algo había cambiado rotundamente.
¿Quedaba algo de aquel ser frágil, de cabello castaño de bucles de reflejos rojizos que parecían girar lenta pero ininterrumpidamente? ¿Quedaba algo de esas dos delicadas líneas que dibujaban sus cejas y de las que nadie podía decir si eran o no pintadas? ¿No eran más oscuros sus ojos que entonces? ¿Conservaban aún algo de luz y algo de noche, de agua torrentosa y de áspera tierra desplegada, relámpago compacto y asuntos de martirios? ¿Había perdido el brillo de su amorosa mirada?
No reconocía en sus párpados las bordadas pestañas que sus secretos brillos ciliados alargaban como joyas que se ofertaban para ser admiradas con sorpresa. Y la nariz ya no era pequeña, del tamaño de grano de un cereal maravilloso, larvado aún, sin germinar, flanqueado por el noble ópalo de sus redondas mejillas de muñeca.
Debajo de la nariz que se había hecho recta, la pequeña boca de leves labios de sublime amatista ya no existía. La boca cándida y sugerente que bajaba en un imperceptible rictus de soñolencia que torcía de manera imperceptible, pero con gracia, la comisura de los labios a cada lado, había dado lugar a unos bezos llenos de sangre, vivos, con una sensualidad alejada por completo de la infancia y de la impúber inocencia.
Se sorprendió de su metamorfosis. Había perdido todo rastro adolescente. Tenía el rostro bronceado como nunca lo tuvo y había adquirió una dureza llamativa. Su humana luz no había desaparecido, pero estaba impregnada de brillos enemigos que ejercían una belleza distorsionadora.
Sus pómulos se redondearon; los ojos se hicieron más negros y melancólicos y aparecían entre los secretos geográficos de sus cejas que se habían poblado. Las pestañas eran largas y se curvaban hacia arriba en una insinuación eléctrica de raíces.
El cuello se había ensanchado. Ya no tenía ese aspecto endeble de tallo de flor de su adolescencia, era un estambre espeso venerable. Las espaldas más anchas y fornidas, y los hombros redondos, pero ya no de fruta.
Los brazos y antebrazos eran fibrosos y musculosos. El vientre liso mostraba sus músculos marcados alrededor de un ombligo diminuto que se cerraba sobre sí mismo. Los senos eran pequeños y su pecho amplio.
Sus caderas se habían ensanchado y sus glúteos redondeado como el lomo de una uva, la curva transparente de una gota, la elipse de una campana. Las piernas eran fuertes, vigorosas, de músculos torneados y mostraban adrede la energía que habían adquirido.
Posiblemente, seguía siendo Amanda Da Silva, pero al mismo tiempo ya no lo era.
Pero de todos sus cambios el que más la sorprendía era el de sus manos. Esos sí, lo había visto producirse día a día, semana a semana, mes a mes.
Yo no eran sus dedos largos, finos, delicados. Ni sus manos escuálidas y frágiles propias de un pianista.
Eran gruesas, rudas, callosas. Manos definitorias. Dedos de soldado, de uñas duras como garras.
Con ellas podía portar un arma de fuego o un cuchillo.
Estrangular a un animal o a un hombre.
Talar un árbol.
Cavar una fosa.
Trepar hasta la cúspide de un árbol.
Abrir un agujero en la materia.
Sus manos eran donde todos los cambios se habían acumulado. Unas manos que mutaron por las herramientas que blandieron y el modo del trabajo en que fueron empleadas. Como al hombre ancestral que abandonó la prensión palmar para evolucionar hasta alcanzar con sus dedos la fina precisión de una pinza extraordinaria, a ella lo ocurrió una singular metamorfosis de las manos.
Y no podía dejar de mirarlas llena de asombro, parada allí, desnuda, delante del inmenso espejo que le devolvía esa imagen hasta ese momento desconocida, solo mirando sus manos de un lado y del otro, por el dorso y por la palma.
En cierta forma, como le dijo el oficial con el que habló el día de su ingreso a la institución, había muerto y nacido al mismo momento. Días después de la entrevista, cuando se trasladó al lugar que sería su hogar durante algo más de dos años, ese mismo hombre le dijo confidente que, desde cierta perspectiva, era lícito considerar que todos los seres vivos apenas nacían empezaban a morir. Y aunque en ella el proceso fue inverso, es decir, murió para nacer, no tenía nada de contradictorio.
Allí estaba, mirándose, muerta pero viva. Con algo de espanto por esa forma de la eternidad administrativa que le había provisto la institución estatal.
Durante su entrenamiento le hablaron de la eternidad muchas veces. De los misterios de una eternidad inexplicable, peligrosa y subversiva, porque todo lo que altera el orden establecido se torna subversivo.
Lo tomó con despreocupación, como uno de los tantos acertijos con los que sus educadores ponían a prueba su inteligencia y su capacidad deductiva.
Ella siempre les respondió sin temor a equivocarse que la eternidad no existía en forma de individuo. Pero los hombres reían cuando escuchaban su explicación y Amanda, podía admitirlo, sentía furia por esas risas sarcásticas que descalificaban sus creencias. Sin embargo, insistió que, para ella, todos los individuos estaban limitados en el tiempo y en el espacio. Seres finitos, nacen, crecen, mueren. Así de simple y terminante.
Pero les dijo que había una forma posible de alcanzar el ideal de eternidad, la de un ser colectivo, uno que expresara a toda su especie. “¿Una especie de Dios?” Le preguntaron curiosos. “¡No!”, les dijo terminante. Dios para ella era una entelequia, un artilugio de la fantasía humana. Tal vez las monjas echaron a perder su fe religiosa a fuerza de granos de maíz incrustados en las rodillas.
Ella hablaba de la Humanidad.
La Humanidad, hombres, mujeres, no como individualidades, sino como especie, desde los primeros a los últimos, porque en el último Homo sapiens que había nacido estaba conservado en el misterio de su extraordinaria genética, el primer homínido que anduvo por la sabana africana, consumando con su posición bípeda un cambio impactante en la naturaleza toda. Ese era su concepto de eternidad. “Yo soy algo de aquel tímido homínido y el último Homo sapiens que nazca tendrá algo de mí y algo de aquel”.
“Después de todo”, les dijo en una oportunidad al terminar un ejercicio que le costó lo suyo porque hizo cosas que jamás imaginó que haría, “todos los seres somos formas diferentes de materia, y la materia es única e indestructible”. Y los hombres la miraron incrédulos, sin saber muy bien de qué les hablaba. “Agnóstica y escéptica” la calificaron los profesores. El destino de la mujer no solo echaría por la borda todos sus prejuicios, sino sus eruditas definiciones destinadas al fracaso.
El oficial instructor que se ocupó de su formación militar básica le dijo que a donde iba hubo guerras desde el principio de la historia misma. Allí los hombres mataron a los hombres, y cuando no pudieron matarlos, los sepultaron vivos para saciar su sed de venganza.
A los indomables les dieron los manifiestos de las sepulturas, bajo el desecho de las piedras, bajo la subterránea tierra espesa, bajo el agua desesperada de sequías, en el silencio más absoluto del helado mineral precipitado.
Y cuando las fosas comunes de los muertos vivos no les fueron suficiente castigo, los desterraron caminando descalzos y desnudos cientos de kilómetros de hambre y de sudor, arrastrando sus cadenas con las cabezas y los miembros de sus propios hijos atados a sus eslabones, ciegos de las púas del sol hundidas en las apabulladas pupilas negras, las lenguas ardidas de una sed delirante, para que los matara el hambre, el látigo, el garrote. Y los pocos que sobrevivieron padecieron el destierro para morir extranjeros para siempre, en esas tierras desconocidas a orillas de un río de aparecidos y dementes, en el que se devoraban los unos a los otros tras las empalizadas de un improvisado fuerte del Sancti Spiritu.
Y como el hombre, por error o por complacerla, señaló hacia arriba con su dedo índice, ella dedujo que marcharía en misión hacia al norte, aunque no tuvo nunca otra referencia del lugar. Estudió minuciosamente las guerras de esas regiones sin saber que parte de esa historia la esperaba encerrada en una colosal mansión de aspecto sepulcral, sobre un pobre camastro cubierta con la bandera de las provincias unidas.
Esos dos años puso a sus recuerdos a dormir como muertos insepultos, la boca abierta pero mudos, materia del silencio; los ojos dilatados pero ciegos, agónicos huecos latiendo un fuego negro.
Despachó al olvido temporal a Miguel, a Jorge, a las alemanas, a su propia casa. Solo conservó a la madre, siempre luz indomable, perpetua sangre que volvía del huraño útero soltando el tesoro de su vida tras el parto.
Todo lo que creyó podía ser un obstáculo lo apartó de su mente. Pero eso había tocado a su fin. Estaba a un tris de partir para siempre a un destino desconocido. Y ella se miraba en el espejo y no pudo dejar de preguntarse por su hermano, por su padre, por las alemanas, por Ramón y “La Mamaní”, y por ese amor que ¿la abandonó? Sin ninguna explicación.
Ninguna de esas preguntas tuvo respuesta. De haberlas pronunciado nadie las habría respondido porque su suerte estaba definida desde que estampó su rúbrica en el papel que ese hombre de trato edulcorado, a manera de un Fausto de uniforme, le ofreció aquella tarde en el extraordinario edificio de la mentira. ¿Para qué quiere una muerta hablar de cosas de los vivos?
¿Se hubiera impresionado por la respuesta?
Las alemanas esperaron su regreso todas las tardes acomodadas en sus sillitas de mimbre en la vereda lustrada de su casa. Allí sentadas, al norte, al oeste, al sur, vieron los cambios en la fisonomía del villorrio, sucederse sin esplendores, pero sin pausas. Salvo la carbonera y la casita de Amanda, todo mutó sus formas de sosiego.
El día que el fuego destruyó la bonita casa de madera canadiense sintieron como si ellas mismas hubieran cremado su vida en el crepitar furioso de las brasas. Vieron las llamas alzarse a la altura de los árboles circundantes, agrias elevaciones naranjas, hebras el fuego consumiendo voraz todo lo combustible a su paso. Y aunque corrieron presurosas a echarles a esos golpes de fuego unas agüitas sin siquiera ruido a aguas, vieron como todo se consumía definitivamente.
No encontraron consuelo cuando un policía les dijo que hallaron los restos carbonizados de una persona joven de sexo femenino; y repitió su respuesta porque se lo preguntaron incrédulas no una sino muchas veces “¿una persona joven de sexo femenino?”, y él respondió con el vocablo pelado “afirmativo, afirmativo”. Una persona joven de sexo femenino de un metro sesenta o un metro sesenta y cinco de altura, “afirmativo”, seguramente caucásica, como ellas, blanca, “afirmativo”, que no presentaba al momento de su muerte ni herida punzante ni de arma de fuego, “afirmativo”.
Las mujeres llorando miraron con horror al policía que repetía a quien quisiera oír la historia, aquella de “una persona joven de sexo femenino” muerta en el incendio de la pequeña casita canadiense, al lado, ahí nomás de la carbonera, “afirmativo”.
Solo una mancha negra de ceniza quedó en el terreno donde se alzó la casita.
Miguel jamás apareció por el lugar, y cuando las alemanas dieron su nombre como referencia, la policía les dijo que “estaban totalmente equivocadas”, ese tal “Miguel Da Silva” no existía “negativo” dijeron. Y por si hubo dudas, repitieron “negativo”. Ellas quedaron con las bocas abiertas y una incertidumbre irreparable.
Les informaron que la propiedad figuraba a nombre de una persona extranjera, algo de lo que ellas nunca habían oído hablar hasta ese momento. Allí terminó el asunto del incendio y la muerta incinerada.
Las alemanas se negaron a aceptar que fuera el cuerpo de su amada muchacha. Pero tampoco pudieron despejar esa duda definitivamente. Su desaparición se produjo la noche misma en que el compatriota del Volga les advirtiera de que la muchacha no se entrometiera en el asunto de la muerte de Ramón y su esposa porque los “militares la tenían marcada”. Nunca supieron si Amanda en vez de ir a su casa se dirigió directamente a lo de Ramón y que allí se hubiera topado con los militares que deseaban liquidar a cualquier que pudiera descubrir la verdad de lo que ocurrió esa noche y hacer público un testimonio en su contra.
De su hermano no tuvo más noticias desde aquel episodio en su casa, cuando puso en sus manos el tesoro de su flor de tamarindo. Nunca supo de su ingreso a la Escuela Militar y mucho menos de su escandalosa fuga que echó a agriarse para siempre las expectativas de Eriseta de halagar la progenie con un militar pianista. Pero sentía en su cuerpo sus vibraciones a la distancia que fuera. Algo los unía definitivamente.
De su padre le quedaba un sobre que le entregaron en la recepción de la base y que no había abierto todavía para enterarse de su contenido.
De su amor conservaba los poemas de su cuaderno “Gloria”, el que buscaron para destruirlo los sabuesos más astutos de la institución. Les dijo mientras se burlaba de ellos “hay lugares a donde ninguno de ustedes podrá acceder en toda su vida”. Y su contenido nunca estuvo en riesgo.
Los rastreadores jamás se dieron por vencidos. Olieron su boca, su entrepierna, sus nalgas, sus pobres enceres, su ropa sucia, su cepillo de dientes. Hasta sus sentimientos. Pero nunca encontraron dónde lo guardaba y por ello jamás accedieron a sus contenidos. Y ella se burlaba de ellos cantándoles “Nessun dorma”, el himno de la victoria del que le habló la secretaria de pérfida sonrisa, el mismo himno que Encarnación le cantaba a Guadalupe y que recién comprendió en el momento de su propia muerte.
De Eriseta nunca quiso saber ni una sola palabra.
Esa noche durmió como si en realidad hiciera dos años que no lo hacía. Suave, deshojada, mínima estatua tal vez ciega y desnuda, caliente y prematura y silvestre. Despreocupada paloma liviana como el paso de una sombra, sin desear adelantarse a su destino.
Dejó la ventana abierta de par en par para que la noche entrara en su montura de plata, en dominio pleno del oscuro sonido del viento que agitaba sus alas como una mítica ave de condición sagrada.
A la mañana la despertaron los breves y secos golpes de un puño contra la gruesa puerta de roble de la habitación. Restregó sus ojos y se sacudió para despabilarse.
Se levantó, vistió una bata y preguntó quién golpeaba a su puerta.
—Vengo a buscarla para llevarla a su destino, señora. –Escuchó que un hombre de voz muy joven le explicaba.
—No estoy lista. Ni siquiera estoy vestida. –Respondió entre bostezos.
—Sin apuro, señora. Estoy a su disposición. La esperaré lo que sea necesario, señora.
Amanda permaneció de pie detrás de la puerta, intuyendo el aspecto de ese joven que debía conducirla a su destino.
—¿Usted solo me llevará al lugar al que estoy destinada?
—Con otro chofer, señora. –La voz sonó más húmeda y profunda. Amanda captó esa transición de las cuerdas vocales del hombre desconocido que prometía llevarla a su lugar de destino.
—¿Dos choferes para mí sola? –Preguntó suspicaz–. ¿Tan lejos vamos?
—En verdad no lo sé, señora. Las órdenes las conoceremos en cada posta. –Pareció justificarse el hombre.
—¿Y ya sabe cuál será nuestra primera posta?
—No. Tenemos un sobre sellado con ese dato, pero debe abrirlo usted, señora. Nosotros no estamos autorizados, señora. La única persona que puede abrirlo es usted.
—¿Y el otro chofer a donde lo dejó? ¿Atado a un árbol para que no se le escape? –El joven rio por la ocurrencia.
—Espera abajo, señora, en el auto. Usted conoce el protocolo, señora. Alguien debe quedarse en el automóvil, para evitar algún inconveniente, señora.
—Señora, señora, señora… ¿Por qué me dice “señora” todo el tiempo? –Amanda le preguntó algo fastidiada por el trato que ese desconocido le brindaba.
—Por respeto, señora. Solo por respeto. –La voz se hizo baja y sumisa–. No deseo molestarla, señora.
—¿Y usted cree que yo merezco su respeto?
—Seguro, señora.
—¿Tan seguro está usted de todo?
—Solo de mi respeto hacia usted, señora.
—Por favor, no me llame más señora. Seguramente soy más joven que usted. –Amanda lo corrigió mordiendo sus palabras.
—Como usted ordene. Yo estoy a sus órdenes.
—Y usted ¿por qué dice que merezco su respeto?
—¿Me lo pregunta en serio?
—¿Le parece que puedo estar bromeando?
—No, desde ya –se justificó–. Porque usted… –la voz se hizo vacilante–, porque usted…
—¿Por qué “usted” qué? –Amanda se cruzó de brazos esperando la respuesta. El joven podía sentir esa mirada atravesando la madera.
—Usted… usted…
—¿Ve? Ni puede explicar por qué cree que merezco respeto.
—Es que no encuentro las palabras, me disculpo, señora.
—Le pedí que no me llame más señora.
—Lo siento. No volveré hacerlo.
—¿Entonces?
—Usted, para mí, es un ejemplo a seguir. Eso quería decirle.
—¡Qué absurdo! –Amanda se río a carcajadas–. ¡Un ejemplo a seguir! ¿De dónde sacó eso?
—Me explicaron antes de venir hacia aquí de quién se trataba.
—¿Y qué le dijeron que lo dejó tan impresionado?
—Que pasó sus exámenes con las más altas calificaciones, que es inteligente, que es fuerte, que es… –El joven dejó de hablar como si estuviera a punto de decir algo inconveniente.
—¿Qué soy qué? Complete lo que estaba diciendo.
—Eh… usted es… ¡Joven!… muy joven… –Ella sabía que no se refería a su juventud.
—¿Sabe cómo me llamo, por lo menos?
—No, lo siento, no me lo informaron. Solo me dieron las indicaciones para pasar a recogerla. Me dijeron: “en tal base, tal piso, tal habitación, una mujer” de la que, le reitero, me hablaron siempre en términos muy elogiosos.
—No crea en todo lo que le digan. Hágame caso. Hay gente muy mentirosa.
—Como usted diga, señora.
—Ya le dije que no me llame señora.
—Es cierto, ya me lo dijo. Lo siento nuevamente.
—Si desea, váyase a tomar algo y venga en media hora. Voy a bañarme y tardaré un tiempo. No lo invito a pasar porque usted dejaría de creer que yo soy toda una señora que merece su respeto. Me encerraron hace más de dos años y me obligaron a vivir como una monja. Y yo odio a las monjas, entre otras cosas. Tengo otras necesidades menos espirituales que ellas y cierta tendencia a satisfacerlas. –El joven sonrió incrédulo por sus palabras–. Mejor váyase y vuelva en media hora. Se lo recomiendo por su bienestar.
—De ninguna manera, no puedo marcharme. Si mi superior se llegara a enterar de que abandoné mi puesto me sancionaría y no quiero que nada manche mi legajo. Estoy a su servicio. Me quedaré aquí, en el pasillo, junto a su puerta, a esperarla.
—Como un buen perrito esperando a su amo.
—Como un buen perrito, si usted así lo prefiere. –Repitió el joven por congraciarse con Amanda.
—No vaya a mear el pasillo. Abajo hay unos bonitos árboles donde puede orinar sin que nadie se lo reproche.
—¡Por favor, señora!
—¡Dale con lo de señora!
El joven se disculpó abochornado y se apartó un par de metros de la puerta como si de ese modo pudiera despejar su nerviosismo y salir de la observación de Amanda tras la puerta de madera de la habitación.
Amanda se dirigió al baño decidida a ducharse aprovechando la abundante agua caliente que el lugar disponía para el baño. Tantos días, semanas, meses que debió bañarse con agua fría, a veces incluso helada, que no estaba dispuesta a desaprovechar una buena ducha caliente que relajara su cuerpo luego del sueño reparador.
Luego de bañarse se secó con unas toallas muy grandes y mullidas que habían dejado sobre una mesa de vidrio en el baño. Se vistió con ropa interior de color negro, de buena calidad, suave, aunque no era seda, y luego esa especie de uniforme azul que colgaba de una percha en el ropero y que imitaba un conjunto de tipo americano, pero de peor gusto. Pantalón azul, camisa blanca y un saquito azul algo ajustado. Calzaba una especie de sandalia al tono de taco bajo. Siempre se preguntó quién sería la persona que decidía el tipo y el color de ropa que debían usar las mujeres de la institución. A todas las que conoció las vio llevando atuendo de similar mal gusto y apagado color.
Se peinó mirando al gran espejo a los pies de la cama. El cabello todavía muy húmedo caía sobre los hombros con libertad. Abrió la puerta y llamó al joven.
El hombre se acercó hasta con timidez, tratando de no mirar a sus ojos. Era alto, bastante más que Amanda, de tez morena, cabello castaño, bien parecido. Parecía fuerte, aunque sus manos no le dieron esa impresión. Tenía dedos muy largos y finos, dedos demasiados delicados para esas tareas. Ella pensó que podría rompérselos con absoluta facilidad. Las suyas, en cambio, eran gruesas, rudas, callosas. Las observó con detenimiento cuando tendió su mano para saludarla y reparó en esos dedos de soldado, de uñas duras como garras, muy diferentes a las suyas.
Amanda volvió a fijar su mirada en la del joven y percibió que estaba inquieto, como si temiera ser descubierto en alguna travesura. Era más bonita de lo que él había imaginado y no se atrevió a decirle cuando le explicó que cosas le habían dicho sobre ella. Eso lo descolocaba frente a una mujer que lo miraba casi sin pestañear, sabiendo con exactitud los sentimientos que lo inquietaban.
—Quiero ver sus credenciales. –Le exigió Amanda sin quitarle la vista de encima y solo por hacerle sentir que ella era quien mandaba.
—Aquí están mis papeles. –Le entregó una especie de carpeta de cartulina azul. Dentro de ella unos papeles acreditaban datos y misión encomendada.
—Nombre español. Debe ser falso, seguramente. –Dijo Amanda devolviéndole la carpeta–. Los hombres que adoptan nombres españoles arden de amor, sus erecciones los tienen a mal traer y su esperma los acicatea para eyacular con urgencia. –El muchacho trató de no sonrojarse, pero volteó la cara para esconder su gesto. Amanda disfrutó el bochorno del hombre, a quien tomó de sorpresa con su atrevido comentario.
—¿Es esa clase de hombre?
—Soy solo un chofer. –Respondió sin atreverse a mirarla.
—No le pregunté por su profesión. Le pregunté por su testosterona.
—Ese nombre ni siquiera lo elegí yo. Usted comprende. –Se justificó.
—Y ese apellido, ¿de dónde lo sacó?
—Es mi apellido. –Rio tontamente recobrando su aspecto de asistente prolijo.
—Ahora que me ha visto, respóndame: ¿quién es más joven de nosotros dos? –Preguntó Amanda con tono poco amistoso.
—Usted, sin duda. –Él bajó la cabeza y miró al piso disculpándose de su confesión.
—Entonces deje de llamarme señora. ¿Podrá hacerlo? ¿Tendrá esa capacidad?
—Sí, por supuesto. No volveré a llamarla así, lo prometo. –Respondió sin mirarla a los ojos. Estaba algo cohibido ante ella. Amanda era más joven, era atrevida, algo prepotente y seductora. Pero había algo en ella que lo intimidaba y no se trataba solo de que era de un rango superior.
—¿Le pasa algo? –Amanda hablaba con voz fuerte y tono marcial. Lo notó amedrentado.
—No, para nada. Solo la preocupación lógica de hacer bien la tarea que se me encomendó. –Mintió sin convicción.
—Al lado de la cama está mi equipaje, puede retirarlo.
Señaló la valijita. Se trataba de una pequeña, forrada en tela azul, cruzada por unas tiras de cuero marrón y doradas hebillas algo grandes y que estaba al lado de la cama, justo delante de la mesa de noche.
Para entrar, el hombre necesitaba que Amanda le hiciera lugar, pero se quedó quieta delante de la entrada y dejó un estrecho espacio entre ella y el marco de la puerta.
—¿Qué espera? –Lo apuró prepotente–. La valija no va a venir hasta usted. Tómela.
El joven, para pasar, debía rozar su cuerpo con el de ella. Con el simple contacto sintió una descarga de adrenalina. Amanda captó esa particular electricidad de la química del cuerpo del varón, y ella también advirtió complacida esa sensación hormonal recorrer su cuerpo.
El chofer cargó la valija y se quedó expectante a la espera de alguna indicación de la muchacha.
—¿Puedo desayunar? –Preguntó Amanda que sintió su estómago vacío.
—¡Lo que usted mande!
—Entonces bajemos al comedor. –Aferró su pequeño bolso de mano del que nunca se desprendía.
—Después de usted. –Con una reverencia esperó que ella saliera de la habitación.
Bajaron por las escaleras. Amanda detestaba los ascensores.
El comedor de la base no era demasiado grande. Amanda dedujo que el personal asignado a esa repartición no debería ser muy numeroso. Pero esa mañana en particular el lugar estaba casi vacío.
Una mucama tomó el pedido de Amanda. Una taza gran de café negro sin azúcar y tostadas con manteca y mermelada de naranja.
El joven se mantuvo apartado a pesar de que ella lo invitó a compartir el desayuno. Se excusó diciéndole que lo había hecho muy temprano y prefería esperar al almuerzo para volver a probar bocado. Tenía prohibido pretender un trato amistoso con cualquier superior y allí estaba expuesto a la vista de cualquier alcahuete. En el caso de Amanda, las recomendaciones habían sido más severas. Cualquier incidente que se pudiera reportar como un abuso contra la mujer, sería castigado con el máximo rigor. Esa advertencia mantenía su libido acorralado, a pesar de que la mujer lo provocaba deliberadamente.
Cuando Amanda terminó de desayunar salieron de la base para encontrar el automóvil en el que viajarían hasta la primera posta.
—Cadillac 62 Sedanet. –Dijo mientras observaba el coupé de dos puertas de color blanco. El joven le indicó a su compañero bajar para saludarla. Era un hombre algo mayor, pero que lucía en buen estado atlético. De estatura media, anchas espaldas y manos fuertes. De rostro inexpresivo, sus ojos se detuvieron en el rostro de la joven mujer que lo impresionó por su aspecto casi adolescente.
—Buen día, señora. –Dijo descubriendo su cabeza.
—¿Llamarme señora, es una especie de enfermedad contagiosa entre ustedes? –El hombre quedó sorprendido por el reto de Amanda, quien, por su edad, bien podría ser su hija.
—No comprendo. –Amanda agitó su mano negativamente–. Él se lo va a explicar durante el viaje. ¿No es así?
—Sí, yo se lo explicaré, apenas nos detengamos.
—¿Conoce de automóviles? –Preguntó el otro custodio.
—Algo.
—Tercera generación. –Explicó.
—¿Tres o cuatro velocidades?
—Cuatro, señora. –El más joven sonrió distendido. Amanda hizo un cabezazo para indicarle que hablara con su compañero. Luego dijo:
—Hydramatic.
—¡Sorprendente, señora! –Amanda y el más joven se echaron a reír. El hombre cubrió su cabeza con su sombrero sin comprender la risa, abrió la puerta y trajo el respaldo del asiento delantero hacia adelante para que Amanda pudiera acceder al automóvil. Ella subió mientras el más joven guardaba la valija en el amplio baúl del coupé.
Cuando los tres estuvieron acomodados en el automóvil, el más joven, de un pequeño attache de cuero que estaba en la guantera, extrajo un sobre de color negro que entregó a Amanda. El color del sobre le resultó llamativo, pero evitó hacer alguna especulación sobre ese detalle. Revisó que los sellos estuvieran enteros y además reparó en ciertos detalles del sobre que ella conocía. Esos detalles le permitían saber si el sobre había sido violentado.
Encontró todo normal. Abrió el sobre y extrajo otro, blanco, más pequeño, también sellado. Lo abrió y leyó lo que estaba escrito en el papel. Sin hablar, le entregó la nota al muchacho, quien a su vez la puso en manos del chofer. Este leyó con atención y puso en marcha el automóvil. Los esperaban unas cinco horas de viaje hasta la primera posta.

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