Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.18″ Sangre de mi sangre»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.18″ Sangre de mi sangre»

XVIII

Sangre de mi sangre


El tiempo que tardó en decidirse en atender ese asunto espinoso era propio de su carácter. Dudar, dudar y tardar en resolver cualquier problema lo hacía aparecer como prudente. Pero la prudencia en él no era tal, era un narcótico que lo hacía andar a tientas para que finalmente Eriseta, con sus inefables mosquitas orbitando su cabeza, lo tomara de la mano y lo condujera a la salida esperable para alguien de su posición.
Cuando empezaba a vacilar parecía esos que distraídos iban por el mundo cargando bultos sin saber que cargan ni a donde se dirigen. Si alguien les inquiría qué llevaban en sus bagallos, corrían espantados de ser descubiertos de lo que ignoraban. Cuando ya no podían soportar el peso de los bártulos sobre sus débiles espaldas, abandonaban todo a la buena de Dios y esperaban que alguien se hiciera cargo de la encomienda abandonada. Así era Miguel con sus decisiones. Las cargaba como quien lleva a un muerto de aquí para allá, perseguido por unos perros miserables que le mordían los garrones para atormentarlo, sin saber bien qué hacer con el cuerpo de sus vacilaciones que le pesaban como una desgracia verdadera. Y cuando ya no podía más, se dejaba vencer para que Eriseta acudiera salvadora a encargarse del asunto con decisión y ánimo resuelto. Hasta sus detestables mosquitas se tornaban encantadoras en el salvataje.
Mientras Anita vivió, esa debilidad se desdibujó a la sombra del carácter de la esposa, aunque lo de ella no era solo carácter, era amor, porque Anita realmente estaba enamorada de ese hombre.
Cuando lo conoció, Amanda era apenas una beba, y lo sintió amable, protector. La química entre ambos funcionó desde el mismo momento en que se miraron a los ojos. Anita era amorosa con él y Miguel se sintió cautivado por esa mujer que venía con sus misterios entre los pañales de una beba que le sonreía a pesar de que era un total desconocido.
Miguel se enamoró de ella, y de eso no hubo ninguna duda, aunque su propia familia le había dicho que el amor de Miguel era como la flor de primavera. Pero Anita no supo de esas dudas que otros abrigaban de los sentimientos de su esposo. Murió demasiado temprano para poner a prueba su enamoramiento.
Ese amor de Miguel por Anita fue el límite que Eriseta no pudo flanquear para imponer su voluntad al joven matrimonio.
Anita nunca hubiera vivido junto a un hombre que no la amara y que no amara a su hija. Por eso aceptó el desafío de vivir en los suburbios de la ciudad, donde eran dueños de sus momentos sin interferencias de ningún tipo, (Anita no tenía familia, salvo ese padre que detestaba y a quien no la unía ningún sentimiento familiar). Miguel la llevó allí convencido de que esa austeridad y esa distancia de su familia paterna fortalecería su amor.
El paisaje, la soledad, la tranquilidad, compensaban en Anita las incomodidades de radicarse en un villorrio en el que estaba todo por hacerse.
Pero a Miguel le costaba ajustarse el cinturón para llegar a fin de mes. Un sueldo para pagar el crédito y el otro para vivir no permitía ningún respiro. No se trataba de disfrutar más, no fuera un pequeño lujo. Sus lecciones de austeridad con que adoctrinaba a Amanda eran tan falsas como sus identidades. Anita sabía de privaciones, pero Miguel, no.
Con modestia, todas las obligaciones familiares se podían asumir con los salarios del matrimonio. Amanda era una niña pequeña a la que había que atender, pero era sana y nunca tuvo pretensiones de ningún tipo. Disfrutaba más que ninguno esa vida en medio del campo bonaerense, una extensión extrema de la vieja pampa que estaba destinada a desaparecer en manos del negocio inmobiliario. Lo que más regocijaba Amanda era la laguna, con sus acertijos de colores y sus entornos maravillosos.
Pero a Miguel el bolsillo flaco lo acosaba como un perro muerto de hambre que busca a un amo a como da lugar. Le husmeaba la cabeza, la boca, los bolsillos, le lamía las manos vacías de recursos, le reclamaba solvencia para copetear con algún burócrata de mayor jerarquía, o lucirse con un presente para la esposa de otro que podía recomendarlo para un ascenso. Precisaba buena ropa para visitar a los alcahuetes ministeriales o incluso del presidente de turno, que eran los más engreídos y coimeros de todos, y ni hablar de los jefes militares, quienes siempre ponían en observación si quien los abordaba daba muestra de pertenecer a la clase dirigente, esa que se perpetuaba sin importar los vaivenes de la política, y no ocasionales mequetrefes dispuestos a trepar a expensas de las condecoraciones militares ganadas en la dura batalla de la burocracia militar.
Por eso volvió a la madre, a pedirle dinero, a espaldas de Anita, quien sospechaba que cierta holgura de su esposo en el manejo del presupuesto familiar se debía a ese respaldo, aunque él lo negaba enfáticamente.
Cuando golpeó la puerta del hogar materno para pedir una cuota mensual, Eriseta se convenció de que a la larga ganaría la batalla por la propiedad de Miguel. Ella nunca contó con que la muerte de su detestada nuera le despejaría el camino. Para Eriseta, la inesperada muerte de Anita puso todas las cosas en el lugar del que nunca debían haber salido. Salvo la niña Amanda para quien tenía ya un plan en mente, todo lo demás retornaba al amparo del gran gineceo donde a cambio de un poco de sumisión se alcanza la protección frente a todas las trampas de la vida. Eriseta estaba acostumbrada a enfrentar problemas y, además, tenía los contactos necesarios fruto de su matrimonio con un alto jefe militar, como para encarar cualquier contingencia.
La carrera burocrática de su hijo podía desplegarse sin complicaciones. Su juventud, su viudez y su paternidad, resultarían atractivas para muchas muchachas de alcurnia que estaban a la pesca de un marido con futuro. Si había amor, mejor, y si no lo había, daba lo mismo. La inmensa mayoría de las mujeres, estaba convencida Eriseta, no llegaban al matrimonio por amor, sino por necesidad y conveniencia. Como ella.
Mujer en función reproductiva primero, madre de cuatro varones a los que crio sin interferencias de nadie, se ocupaba sin ayuda alguna de todo lo que tuviera que ver con sus hijos. Cuatro fue el límite que le impuso a su esposo, a quien le daba lo mismo uno que diez porque él no tenía obligaciones para con ellos más que la de aportar el dinero necesario para el sostenimiento de la vida hogareña.
Eriseta nunca permitió que las mucamas se entrometieran con las intimidades de sus hijos, porque temía que alguna de esas “chinitas desgraciadas” pasara de manosear con el jabón Federal sus calzoncillos, a frotar lo que esos calzones guardaban en su interior, y se hiciera embarazar para prenderse de la fortuna familiar y lograr un ascenso social por gracia de una noche de calentura.
Sabía porque también fue joven, que un buen par de jóvenes tetas podía más que todas sus recomendaciones. Por eso aisló a los hijos de la servidumbre femenina, a la que hubiera preferido siempre integrada por una troupe vieja y espantosa. Contra su voluntad, y acosada por las quejas de las viejas sirvientas adoloridas de reumas, artrosis y ciática, debió emplear a jóvenes que por su agilidad y vigor podía encarar la limpieza y el orden de un palacete de singular tamaño. Sabía que, hasta la más fea de esas jóvenes, resultaría hermosa ante el impulso sexual que la abundante testosterona gobernaba en sus hijos. Nunca imaginó que sería Jorge, su nieto, quien acabaría con todas sus previsiones para impedir que un varón de su familia se metiera entre las suaves piernas de sus jóvenes mucamas.
Hasta crecidos dirigió la vida de sus hijos, incluso en la elección de las esposas para consumar un matrimonio redituable. El único que le falló fue Miguel, enredado con esa mujer de prontuario problemático. Pero lo resolvió la muerte con sus decisiones inapelables.
Ella insistió para que su hijo decidiera cremar el cadáver de Anita. Era una forma extraordinaria de deshacerse de la presencia de esa mujer para siempre. Las tumbas son inconvenientes. Son el conducto por el que los muertos llaman a los deudos a rendirles culto, a recordarlos como si aún permanecieran vivos, y hasta llegan a imponer a los más débiles su presencia como si siguieran atendiendo sus asuntos cotidianos acomodados en esa reducida cavidad esculpida con el filoso borde de una pala de punta.
Ella podía imaginarlo a Miguel desfilando por el cementerio cargando un ramo de rosas rojas de la mano de esa chiquilla adosada como un parásito, moqueando por el recuerdo de la amada muerta. Y esa imagen se le hacía intolerable para sus planes.
Al cremar el cadáver, Eriseta sabía que su recuerdo pesaría tanto como ese puñado de cenizas, las que, con su melodramática sugerencia, se arrojaron a la bartola en el osario general una tarde de una fecha que nadie recordó con el tiempo. “Los iguales con los iguales”, le dijo a su hijo invocando las convicciones de la prontuariada que ella sostuvo oyó de sus labios cierta tarde de tertulia en el amplio caserón de Caballito.
Con respecto a la niña, esa muchacha de nombre falso, ya estaba decidido su destino. Las monjas se ocuparían de su educación y, si Dios quería, la encaminarían en la ruda vocación religiosa o en las rutinas del matrimonio. El claustro al servicio de Dios padre, todopoderoso, era un futuro ideal para recomponer el círculo familiar que Anita y Amanda habían deformado con sus presencias.
Quiso la fortuna que Anita dejara un varón de Miguel. ¡Un varón! ¡Sangre de su sangre! Y esa era una ofrenda que debía agradecerle a la muerta, aunque ella nunca lo mencionaría. Porque una niña podía ser querible, pero ¡un varón! era un regalo del cielo, el primogénito de su cuarto hijo varón, Miguel, la continuidad de la estirpe.
Ese varón sería la gloria de la familia. A él acudirían desde la constelación de los muertos ilustres, todos los bondadosos fantasmas familiares. Como al pesebre del niño Jesús, llegarían a ofrendarle sus mejores atributos al niño Jorge, como decidió llamarlo contrariando el que había elegido su madre privada por la muerte de criar a su hijo.
Y el elegido los halagaría con sus maravillosos logros. Sería un militar de porte magnífico y carácter resuelto, pero no solo sería un uniformado que engalanaría a la familia con sus atributos de mando y conducción. Sería un artista, un pianista. Nada más irresistible que un militar que ejecutara el piano con virtuosismo. Clausewitz y Bach, reunidos magníficamente en su nieto. Las claves de la guerra y el clave bien atemperado. ¡Qué más se podía pedir!
Todo eso pareció seguir de acuerdo a sus deseos y Miguel se sintió conforme con el resultado de las cosas. Hacía caso omiso de la enfermedad de su hijo, de eso se ocupaba su madre. Ni la esotérica cura de los bichos canasto lo llamó a la reflexión. Ni esas espantosas inyecciones turbias como su color y que prometían una cura magnífica de la enfermedad respiratoria por la que le recomendaron postrar al hijo por un año como si se tratara de un lisiado impedido de caminar.
Con Amanda al cuidado de las monjas, su educación estaba asegurada. Él podía seguir su carrera sin mayores sobresaltos. Eriseta se ocupaba de asistirlo y darle la seguridad de que todo iba viento en popa, sin mayores inconvenientes. Ella, en modo celestina, se encargaría de encontrarle una mujer que supiera atenderle todas sus necesidades.
Pero Amanda se terminó imponiendo. Lo amenazó directo al corazón.

“Si no me sacas de acá, voy a odiarte hasta que me muera.”

Le dijo esa tarde en el internado. Él no resistió el reclamo.
Eriseta lo ridiculizó por eso. “Una nenita te dice algo y te orinás encima”. Si ella hubiera estado la habría puesto en su lugar y ahorrado muchos inconvenientes.
En cuanto a Jorge, no encontraban forma de convencerlo de lo conveniente que resultaba ser un cadete y tocar el piano. Para mayor desgracia para Eriseta, Jorge amaba a su hermana a pesar de que prácticamente no la conocía.
Miguel escuchó la voz de su madre durante días, semanas, meses, explicándole qué hacer con Amanda y qué con Jorge. Ocultó los verdaderos deseos de Jorge para que Miguel no claudicara, y lo maldijo cuando toleró que Amanda se recluyera en su casita en los suburbios citadinos. Pero cuando Amanda escapó para volver al villorrio, Eriseta sospechó que su oportunidad había llegado.
Miguel, desde ese momento hasta que su hija se presentó a rendir el primer examen en la agencia, dudó sobre la ocasión más conveniente para decirle a Amanda lo que le adeudaba desde hacía tiempo. Se prometió hacerlo cuando regresaba del villorrio en el automóvil y escuchaba el llanto de Jorge, un llanto del que no logró darse una explicación convincente, porque sonaba a destierro, a ausencia irreparable, la que el muchacho sufría sin poder manifestarlo en sus palabras.
Pero el momento había llegado. Debía resolver ese asunto pendiente que la muerte de Anita le dejó sin saber hasta entonces qué hacer.
Jorge iría a la escuela de la milicia, estaba decidido. La idea de un hijo militar lo seducía. Jorge tenía razón, esa era una idea suya, no de Eriseta. Ella solo la amplificaba hasta el ridículo.
Lo del piano le parecía una excentricidad de su madre, pero no le preocupaba en lo más mínimo. Pero la carrera militar era una extraordinaria posibilidad para el ascenso definitivo de la familia al reducido cenáculo del poder real y había que tentar suerte, aunque el muchacho se manifestaba en contra de ese destino. Más de uno halló su porvenir de manera inexplicable y del modo menos esperado. Él podía demostrarlo con su encuentro con Anita y esa paternidad que le llegó en medio de una hemorragia mortal.
Eriseta se convenció de que lo mejor, por el carácter vacilante de su hijo, era que el asunto de Amanda lo arreglara un tercero, por ejemplo, un escribano. Fríos como los peces muertos.
Ella pensaba que, en persona, la crueldad como herramienta de la felicidad se vuelve devastadora, incluso con una hija adoptada.
Pronunciar las justas palabras de despecho, las correctas palabras del desamor bien recitado, destruían toda posibilidad de arrepentimiento del victimario y, sobre todo, del perdón de la víctima.
Quien pronunciara esas palabras, quedaba esclavizado para toda la vida de lo que había dicho en un instante breve como el suspiro de un moribundo al entregarse a la muerte.
Y Eriseta deseaba que su hijo viviera realmente feliz, libre del peso de ser, además de un traidor, un verdugo. Porque la traición es agua que abunda en el mar de las pasiones humanas. Pero la condición de verdugo, pocos, muy pocos, pueden ejercerla libres de cualquier remordimiento.
Por eso ella aspiraba que él se limitara a ordenar que se completara el sacrificio a diferencia de Abraham, quien él mismo preparó el holocausto donde sacrificar a su hijo por mandato de Dios, y que ángel misericordioso le detuvo la mano cuando iba a sacrificar a su primogénito. Que Miguel diera la orden, pero que no la ejecutara.
Lo irreparable era lo deseable. La crueldad cristalizada en un adiós para siempre.
“No soy tu padre”, así de breve y contundente. ¿Qué más habría que decir después de pronunciadas esas palabras?
El escribano diría: “En la ciudad de Buenos Aires, a tantos días, del mes tanto, del año tanto, declara ante mí el Señor Fulano de Tal, quien viene a expresar que Amanda Da Silva no es su hija y que nunca la fue, y que su nombre no es Amanda ni su apellido es Da Silva. Queda así manifiesta la voluntad de indicarle a la mencionada que no pertenece más a la familia del declarante y que se abstenga de ahora en más de interferir en el armonioso curso de la vida familiar de los que están unidos por la sangre”. Fírmese, dese a conocer, archívese.
Pero Eriseta no encontraba la oportunidad para manifestar a su hijo su sugerencia. Lo haría de un modo aceptable, sin ofender sus prejuicios que los tenía y eran, las más de las veces, absurdos y contradictorios.
Pero Miguel ya había tomado su propia decisión. Sus vacilaciones, sus dudas, tenían un alto componente de cobardía en su composición primordial. Y él se reconocía un cobarde para enfrentar a Amanda y decirle lo que había prometido decirle. Mirar a los bellos y negros ojos de Amanda era encontrarse con Anita en estado larvario. Y eso no podría resistirlo. Al romper con Amanda, destruía el recuerdo de Anita.
Acobardado, prefirió escribirle su carta que haría llegar a través del correo de la Agencia, a donde fuera necesario. Para que no hubiese error, en cada base, en cada parador donde ella se detuviera, aunque fuera solo por cinco ínfimos minutos, estaría esperándola su carta, para que supiera de sus palabras. Por eso escribió varias copias, las necesarias para garantizar que, al menos una de ella, llegara a las manos de Amanda.
La carta decía:
“Amanda, no soy tu padre. No sé quién fue tu padre biológico.
Conocí a tu mamá cuando tenías un año y te adopté como mi hija, pero no sos mi hija, no sos mi sangre.
Quiero que sepas que ni siquiera te llamás Amanda. Ese no es tu verdadero nombre. La obligué a tu mamá a cambiártelo por conveniencia. Lo elegí yo porque significa la que merece ser amada. Los papeles de tu nacimiento son falsos, me los proveyó la agencia para ocultar tu verdadero origen.
Mi nombre no es Miguel ni mi apellido Da Silva. Es una identidad de fantasía, me la dieron para una tarea reservada. La conservé por necesidad. Por lo tanto, tampoco tu verdadero apellido es Da Silva.
A tu mamá se la llamó Anita Cruspaga, pero esa no fue su verdadera identidad.
No estoy autorizado a decirte sus verdaderos nombres. Es un asunto de prontuario y para mantener el secreto sobre ella negocié que sus datos personales serían borrados de todos los archivos.
A partir de su muerte, tu mamá no existe en ningún lugar de la memoria administrativa.
Al cremar su cuerpo y arrojar las cenizas al osario general, no subsistió nada de ella. Solo quedan tus recuerdos que durarán hasta que mueras, o tu memoria muera antes que tu cuerpo.
Nunca sabrás tu verdadero nombre, ni el de tu madre, ni quien fue tu padre biológico.
De todos modos, serás conocida como Amanda Da Silva.
Te deseo lo mejor.
Quien hasta hoy se llamó
Miguel Da Silva.”

Lo que Miguel no comprendió en ese instante, fue que, al destruir el recuerdo de su esposa muerta a través del despojo al que sometió a Amanda, mutiló para siempre el vínculo con Jorge, porque Anita se derramó de amor en sus dos hijos y no había posibilidad de consagrar a uno y aborrecer al otro.
La suerte estaba echada para todos.
Miguel eligió el destierro. Luego de mandar la carta siniestra, pidió una comisión al exterior, al Brasil, de ser posible, donde podía hacer negocios con aquel general brasileño, a quien le envió un par de testículos falsos para satisfacer su manchada honra.
La Agencia aceptó hasta con satisfacción su pedido. Muchos lo querían fuera porque temían que sus cavilaciones echaran todo a perder.
En semanas estaría viajando rumbo a Río de Janeiro. Especulaba que, a Amanda, de quien ya sabía que había sido aceptada para la tarea, si superaba su entrenamiento, cosa que descontaba, no la volvería a verla en su vida. Jorge, por su parte, estaría internado varios años entre la escuela militar y los cursos superiores, lo que le permitiría vivir en el exterior por un largo período. Un viaje del padre a Buenos Aires cada tanto, o del muchacho a Río, en su defecto, serían suficientes para mantener el vigor de la relación de padre e hijo. Para toda otra contingencia con Jorge estaría Eriseta, la más interesada en el futuro del muchacho, siempre dispuesta a velar por la integridad de los integrantes de la familia. “La sangre manda”. Esa era la consigna.

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