Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.19 “No habrá ninguna igual”

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.19 “No habrá ninguna igual”

XIX

No habrá ninguna igual


Amanda llegó al pantagruélico edificio donde debía comparecer para su última entrevista. Estaba envuelto en una rara bruma que llegaba del río.
La luz de día no lograba iluminar la mole de cemento que se le presentó más gris que las dos primeras veces que estuvo en ella. Solo su dorada puerta de bronce lustrado a espejo brillaba encandilando por un raro efecto de los rayos del sol. El brillo del bronce rompía la monotonía del color gris del cemento, apenas interrumpido por los detalles en mármoles negros que adornaban los numerosos escalones de la larga y amplia escalinata que había que superar para ingresar al edificio.
La mayoría de las numerosas ventanas que daban a su frente presentaban cerradas sus celosías de hierro. Esas pocas que mostraban sus vidrios biselados espejaban la escasa luz del sol que les llegaba y reflejaban parte de las amplias arboledas circundantes, así como las nubes que por encima de los edificios vecinos se alzaban por la caprichosa turbulencia del viento que llegaba del río.
Por esas pocas ventanas de persianas abiertas, asomaban como extrañas sombras chinescas, siluetas con forma de cabezas humadas mirando en dirección al camino de entrada que iba desde la reja perimetral hasta la gran escalinata. Pero ninguna de esas formas humanas parecía moverse, como si estuvieran pintadas a dedo, por lo que lucían despreocupadas de su presencia y del trabajo de los soldados que limpiaban los jardines.
Amanda ingresó para dirigirse al edificio, por la única puerta abierta de la reja exterior, una estrecha entrada por la que las personas solo podían ingresar de a uno en fila.
Como en oportunidades anteriores, algo más de una docena de soldados cuidaban de los jardines que lucían más bellos porque decenas de flores se habían abierto, eran multicolores y entregaban sus perfumes que se hacían notar a pesar del olor a tierra que del suelo debajo de los árboles se imponía sobre los demás aromas.
Amanda llevaba un vestido negro, zapatos sin taco del mismo color. Su peinado la recataba aún más que su ropa y el rostro lavado le daba un aspecto muy juvenil. Controló sus emociones, porque no había podido deshacerse de esa angustia que le provocó las habladurías de los hombres en el colectivo sobre Ramón y su esposa. Con pleno dominio de sí misma, relajó su rostro al que despejó de todo signo de preocupación. No quería revelarse ante sus interrogadores.
Ascendió la larga escalinata sin apurar el paso, respirando con tranquilidad. Miró en su reloj pulsera la hora, y confirmó que estaba en tiempo, por lo que no apuró la marcha. Subió contando los escalones. Como a veces le ocurría con el paso del tiempo, y como le sucedió cuando ascendió en el ascensor de los jerarcas con la secretaria de peligrosa sonrisa que trataba de reclutarla para su servicio, cada escalón parecía reproducirse y estirar prodigiosamente la escalera hasta volverla casi interminable.
Se detuvo a mitad de la escalinata (lo que llamó la atención de los soldados que dejaron de limpiar los amplios jardines de la entrada), respiró hondo nuevamente, despejó esa sensación de multiplicación que ofrecían los escalones por el capricho de una alucinación, y recuperó el dominio del tiempo y del espacio.
Llegó al último escalón que era muy amplio y estaba recubierto con un felpudo de cáñamo tejido, en cuyo centro, en un color más oscuro, se distinguía claramente el emblema de la institución. Los soldados volvieron a sus monótonas tareas cuando perdieron de vista a la muchacha del vestidito negro.
Entró el amplio hall del edificio, donde los mismos guardias la recibieron y la saludaron sabiendo de quién se trataba. Ella retribuyó el saludo con una amplia sonrisa que no pareció demasiado falsa. Uno de ellos miró su lista de visitas para verificar sus datos, y antes de que ella pronunciara una palabra le preguntó si se trataba de Amanda Da Silva. Confirmó que era esa persona y que la esperaban para una entrevista.
El guardia llamó por un teléfono interno. Cuando colgó el auricular le dijo a Amanda que en breve vendrían a buscarla para llevarla a la oficina donde estaban esperándola. Agradeció la información.
El hombre la invitó amablemente a esperar sentada en un sillón pequeño que estaba a escasa distancia del mostrador de la recepción. Aceptó la invitación y se acomodó cuidando de no arrugar su ropa al sentarse. Sobre sus piernas apoyó su pequeño bolso de mano que sostuvo con fuerza como si temiera que alguien quisiera arrebatárselo.
Sentada allí, pudo apreciar por primera vez las dimensiones extraordinarias que tenía esa recepción que se abría tanto a izquierda como a derecha en dos amplias alas, y hacia un fondo que parecía no tener fin.
Amanda calculó que, a ambos lados, cada ala del edificio se extendía no menos de cincuenta metros. En cambio, no podía calcular con precisión la profundidad, porque hacia el fondo del hall, la oscuridad era muy intensa y no permitía apreciar su verdadera dimensión. Sabía que allí había varios ascensores, cada uno destinado al uso del personal de acuerdo a su jerarquía.
Los techos eran muy altos. Supuso que entre el piso y la bóveda del techo no había menos de diez metros. Estaba adornado por unas molduras muy trabajadas que se extendían por todo el perímetro. Cada tanto y de manera regular, se alzaban enormes columnas que sostenía los pisos superiores. Los capiteles imitaban el estilo dórico y por eso eran más rebuscados que los adornos del piso.
Todas las columnas estaban revestidas en mármoles de dos colores, uno claro y otro oscuro. Las columnas propiamente dichas recubiertas en mármol de un color marrón claro, y su base, de mármol de color marrón oscuro, casi negro, veteado.
El piso era de mármol blanco, limitado por un dibujo realizado con baldosas negras, también de mármol. El dibujo simulaba una guarda etrusca, menos artificiosa que los adornos de los capiteles, pero igualmente dispuesta con armonía, en una decoración geométrica. Lucía muy limpio y lustrado y la guarda resaltaba sus cualidades por el contraste de los colores.
Lo único que Amanda no podía definir era el perfume de ese enorme ambiente. Porque había momentos que parecía a lilas, pero en otros a arcilla. El perfume a lilas provenía del oscuro fondo de la antesala, y el de arcilla de su frente. En medio se confundían los olores y producían una fragancia confusa. Pero era un olor espacioso, de una argamasa de flores y tierra fresca que nunca antes había sentido y que tuvo cierto efecto sedante sobre ella. En un momento, cerró los ojos y aspiró profundamente ese olor particular. Retuvo el aire por unos cuantos segundos y luego lo exhaló reconfortada.
Al permanecer con los ojos cerrados no pudo apreciar que a cierta distancia un joven oficial la observaba detenidamente, sin querer interrumpir su actitud introspectiva. Tal vez al joven la plació apreciar la juvenil belleza de la visitante. Su mirada era clara pero muy tranquila. Amanda sintió la vibración de esa presencia y abrió los ojos para observar de frente al hombre. Este sonrió y avanzó hacia la muchacha sin hacer sonar sus botas militares como para no alterar el clima que se había creado con la presencia de la muchacha. Los guardias de seguridad se miraron entre ellos y sonrieron cómplices. Amanda sintió cierto rubor al observar el gesto de los corpulentos guardianes, quienes ese momento habían perdido algo de esa actitud de estatuas que los caracterizaba.
—¿Amanda Da Silva? –Preguntó el joven oficial al tiempo que extendía su mano para ayudar a Amanda a incorporarse y saludarla.
—Sí, señor, esa soy. –Se puso de pie y sintió la cálida mano del hombre rodeando con cuidado la suya. Luego, se acomodó la ropa y pasó la mano por su cabeza para acomodar un mechón de cabello que se había apartado del recatado peinado que lucía.
—Bienvenida, señorita. Nos complace tenerla nuevamente con nosotros. –El joven le habló con estudiada cortesía. Luego la invitó a dirigirse escoltada por él hacia un ascensor que estaba en el fondo de la antesala.
Ambos ingresaron al ascensor y el hombre oprimió el botón con el número “4”. Amanda sabía que era el piso donde algunos oficiales superiores tenían sus despachos.
—Un oficial a cargo la va a recibir apenas lleguemos. –Le explicó a Amanda tratando de parecer didáctico–. Es un oficial superior, y está algo ansioso por conocerla.
—¿Por conocerme a mí? –Amanda preguntó algo incrédula.
—Sí, señorita. Me permito decirle que usted es casi una celebridad aquí dentro.
—Pero yo… –Trató de explicarse Amanda, pero el ascensor se detuvo en el piso. El joven abrió las puertas e invitó con un gesto a Amanda a abandonarlo. Luego le indicó con la misma amabilidad en qué dirección dirigirse.
—Yo solo di unas pruebas. –Le explicó Amanda mientras apuraba su paso por seguir al joven y atlético militar. El oficial sonrió y se detuvo en una puerta que tenía una letra griega torneada en bronce, atornillada en el frente. Amanda recodó esa letra que aprendió cuando sus estudios de griego en el internado. Ese símbolo (1), algo que nunca supo, la representó de por vida.
El joven que ofició de lazarillo golpeó suavemente para avisar de su presencia.
—¿Quién es? –Se escuchó preguntar desde adentro. La voz sonó fuerte, pero aún era suave.
—Señor, está aquí la persona que usted esperaba.
—Que pase.
El joven oficial abrió la puerta e invitó a Amanda a ingresar. Luego que ella entró, cerró con delicadeza y no volvió a aparecer. El oficial superior se puso de pie y miró a Amanda con atención.
Era un hombre muy diferente a sus dos primeros interrogadores. No tenía una cabeza en forma de pepino con nariz de roedor, ni el aspecto estereotipado del almirante de discurso plagiado.
Se trataba de un oficial de edad madura, tal vez de unos cuarenta y cinco años de edad o incluso alguno más, pero muy bien llevados. La saludó extendiéndole su mano y tuvo la deferencia de no apretar la de ella, que era pequeña comparada con el tamaño de la del hombre. La invitó a sentarse en una silla de frente a su escritorio.
El despacho del oficial era amplio pero modesto. Había otros tres escritorios que nadie ocupaba en ese momento, y varios archivadores. Todo el mobiliario era de color cedro y estaba muy bien conservado. La luz de la tarde, a esa altura, se había abierto paso entre la bruma y entraba por tres amplios ventanales de los pocos que Amanda vio que tenían abiertas sus persianas, y a pesar del calor que se sentía afuera bajo el sol, allí el ambiente se conservaba bastante fresco.
—¿Cómo ha sido su viaje, Amanda? ¿Tranquilo?
—Sí, señor. Muy tranquilo.
—Me alegro. Supongo que estará algo inquieta por saber cómo ha sido evaluada luego de dos entrevistas. –Preguntó jugueteando con una pila de hojas que estaban justo a su frente.
—Así es.
—Pero antes de hablar de ese tema, o para llegar a ese tema de una manera satisfactoria para los dos, quisiera que conversáramos algunos asuntos como si fuéramos dos conocidos, sin preocupaciones. No le dije “viejos conocidos” porque vincularla a usted a alguna forma de la vejez no tiene sentido. Es usted muy joven. –El hombre le dijo moderando el tono de su voz, para ablandar la natural dureza de su manera de hablar.
—He cumplido dieciocho años. Voy para diecinueve.
—Es la edad ideal para iniciar este aprendizaje. Aprecio su juventud.
—Gracias, señor. –Amanda le respondió con tranquilidad.
—¿Podremos, entonces, hablar en confianza, como dos conocidos?
—Sí, señor.
—Bien. ¿Alguien le habló de cómo es la formación en nuestra Institución?
—No, solo tengo una vaga idea. –Amanda se justificó. Recogió sus piernas y apoyó sus manos sobre la falta. El oficial no dejaba de mirarla a los ojos y, Amanda, que se había acostumbrado a mirar a los ojos a quien le hablara, sostenía su mirada.
—Es un poco diferente a todo lo que ha conocido hasta ahora. Incluso, con todo lo difícil que debe haber sido para usted, muy distinto a su internado en el colegio de monjas.
—Aprendí muchas cosas allí.
—Lo sé. Tengo excelentes referencias suyas del colegio. La Madre Superiora la alabó cuando la entrevistamos personalmente, y luego, por escrito, nos ha dado un detallado resumen de sus capacidades. Debo confesar que tenemos mucha gente que con discreción está atenta a personas de carácter singular, como usted. La Madre Superiores del colegio donde usted fue pupila, es una de ellas. Gran colaboradora de nuestra Institución.
Amanda se sorprendió de esa revelación. Jamás hubiera sospechado que la Superiora pudiera hablar bien de ella, luego del castigo al que la sometió por el incidente de los poemas de De la Púa y la amarga despedida que le regaló el día de su partida. Menos de su condición de informante de esa institución del Estado.
—Debo decirle que me sentí sorprendido por sus calificaciones, por sus aptitudes. –Amanda sintió un calor que le sonrojó las mejillas–. No muchas señoritas de su edad hablan tres idiomas, son excelente pianista como usted, o tienen facilidad para la matemática y otras ciencias exactas. Usted reúne muchas y excelentes condiciones.
—Gracias, señor.
—Pero lo que más me impresionó de usted es su carácter, su madurez a pesar de la edad. –Amanda seguía sorprendida por la descripción que el oficial hacía de sus condiciones.
—El carácter en estas instituciones es muy importante, le diría que es casi excluyente. Las personas sin el carácter adecuado fracasan irremediablemente. Creemos que no será su caso. Los dos informes de sus examinadores son excelentes. –Dijo agitando los formularios de los dos interrogatorios que le hizo el hombre con la cabeza en forma de pepino.
—¿Los dos? –Amanda necesitó preguntar eso para quitarse la duda de qué había escrito ese horrible personaje de sus entrevistas.
—Los dos. Le aseguro que los dos. Es más, si usted desea puede leerlos para quitarse alguna duda si la tuviera. –Amanda movió su cabeza negativamente–. Me basta su palabra.
—¿Lo ve? Otra muchacha no hubiera resistido la tentación de leer estos papeles.
—Seguramente yo no podría evaluar mi comportamiento desde la perspectiva y experiencia que ustedes poseen. –Respondió Amanda agradando aún más al militar.
—Pero, con franqueza, usted ¿considera que ha pasado satisfactoriamente esas dos pruebas a las que fue sometida?
—No sabría decirle, señor. No sé si yo respondo a lo que en esta institución reclaman. Hice lo mejor que pude, pero nunca había pasado por un examen semejante. Mi inexperiencia conspira contra mi juicio.
—Le aseguro que lo hizo muy bien. Conozco al examinador y sé que es muy estricto.
—Comparto su apreciación, aunque yo no lo llamaría “estricto”.
—Imagino por qué lo dice. –El oficial sonrió con picardía–. Hizo su trabajo y no debería condenarlo por ello. Si usted permanece junto a nosotros, también le tocará en más de una oportunidad “hacer su trabajo”. Le aseguro que no hay nadie mejor que él para poner a prueba una aspirante. –Amanda sentía sorpresa de escuchar esa alabanza sobre su inquisidor–. Su recomendación es muy tenida en cuenta en los mandos superiores. Y usted pasó con inmejorables recomendaciones de parte de ese hombre.
—Lo celebro, señor, le aseguro que lo celebro.
—Además, debo decirle que tenemos inmejorables referencias suyas. No me refiero solo a las que nos dio la Madre Superiora. Otros informes avalan lo que digo. Y están sus antecedentes familiares. Abuelo, abuela, padre. Todo perfecto. –Amanda se sorprendió que no mencionara a su madre.
—Pero, para hablarle en confianza, debo decirle que si usted se incorpora a nuestra institución su vida va a cambiar por completo.
—Debería explicarme a qué se refiere para que yo pueda comprender perfectamente de qué hablamos. –Amanda preguntó sin dejar de observar al hombre que adquirió una notable dureza en sus gestos.
—De acuerdo. Le explico. En primer lugar, la esperan dos duros años de entrenamiento. Un poco más de dos años muy duros.
—¿Muy duros?
—Muy duros. Se lo aseguro. –Se movió un poco hacia adelante para mirar más de cerca a la muchacha y silabeó sus palabras–- Muy-du-ros. ¿Me comprende?
—Entiendo.
—¿Cómo se lleva con el esfuerzo físico?
—No soy una atleta, se aprecia de solo verme.
—Acá todos tienen que ser atletas.
—¡Qué inconveniente!
—No es preocupante. Seguramente se va a ejercitar como no lo hizo hasta ahora y va a cambiar su aspecto. Sabemos hacer un atleta incluso de quienes nunca se sospecharía que podrían serlo. Usted es una joven de aspecto casi estudiantil. Y aquí ese aspecto no le va a durar. El entrenamiento cambiará su fisonomía radicalmente. ¿Eso la preocupa?
—No señor. No me preocupa mi aspecto. Estoy dispuesta a cambiarlo, si de eso se trata.
—Sus manos ya no serán la de una concertista de piano.
—No soy concertista.
—¿No querrá volver sobre sus pasos y dedicarse a la música? La Madre Superiora me dijo que usted es una extraordinaria organista y pianista, que podría tener un futuro brillante como música. Ella apostaba que lo sería.
—No soy música, no me interesa. Abandoné la música y no porque me obligaran.
—¿Y el canto? Sabemos que usted canta muy bien. El tango es una música con mucho futuro. Una mujer como usted, joven, bella y cultivada en la música, podría ser una atracción enorme en los escenarios, no solo de Buenos Aires.
—Solo es un pasatiempo.
—¿Canta solo para entretenerse?
—Algo así.
—Mire que tengo la confidencia de un hombre que la escuchó cantar un bar de estación, una noche, y él, un conocedor, salió conmovido al oírla.
—Fue una broma, nada más. –Amanda estaba sorprendida de ese conocimiento del hombre.
—Él me dijo que canto como la propia Merello, “Se dice de mí”.
—Su informante exagera.
—Y que cuando cantó “María”, todo el auditorio quedó cautivado porque su versión fue realmente conmovedora.
—Pero yo no deseo ser cantante.
—¿Está segura?
—Muy segura.
—Correcto. Esta pregunta debo hacérsela, pero no quiero que piense que está en mi ánimo faltarle el respeto. –Amanda se preocupó por esas palabras.
—Pregunte y veremos.
—¿Es verdad que no desea tener hijos?
—Es verdad.
—Usted es demasiado joven para definir algo tan trascendente en la vida de una mujer. Ser madre, es el don más extraordinario que Dios les dio a ustedes, las mujeres.
—No conmigo. Dios no me dio ese don.
—¿Cómo la sabe?
—Lo sé. Sin que usted me considere una soberbia, solo lo sé.
—¿Tiene algún problema con Dios?
—Solo un par.
—¿Uno de esos problemas es la prematura muerte de su madre?
—Sí, ese es un asunto que no he arreglado con Dios.
—¿Y el otro? –Amanda debió pensar muy bien su respuesta. Esos hombres parecían conocer cada uno de los detalles de su vida.
—Mi internado.
—A veces no hay opción. ¿No lo pensó de ese modo?
—No. Siempre hay opciones.
—Tal vez los hechos le demuestren que no siempre es así. Y no porque uno no las busque.
—Puede ser. Tal vez alguna vez Dios me lo explique y yo pueda aceptar sus palabras.
—Dios no nos habla de ese modo. Tiene cosas más importantes a qué dedicar su tiempo.
—Sabré esperar. Puedo ser paciente.
—Bien Amanda. Debo decirle que si usted ingresa a nuestra institución y acepta el desafío de que la preparemos para una tarea extraordinaria, ya no será nunca más quien hasta ahora ha sido.
—No comprendo.
—Amada Da Silva, como la conocemos, no existirá más.
—¿Moriré?
—Para el resto del mundo.
—¿Cambiarán mi nombre y mi apellido?
—A dónde usted irá es indiferente que se llame Amanda, María o Remedios. Da lo mismo Da Silva, Cruspaga o como en realidad fuera. Usted podrá seguir llamándose Amanda Da Silva, a donde va, a nadie le interesará si es su verdadero nombre o no.
Lo que oía de boca del oficial le explicaron muchas de las provocaciones del hombre de cabeza de pepino y nariz de roedor.
—¿Y cómo harían algo así?
—Usted es muy inteligente como para no deducir cómo se produciría eso. –El hombre extrajo del cajón de su escritorio un papel con membrete oficial, sellos y estampillado. Amanda leyó que decía en grandes letras negras “Certificado de defunción”, y abajo su nombre. En el lugar donde debía figurar causa y fecha no había nada escrito.
—Claro, fingirían mi muerte.
—Correcto.
—¿Y para qué?
—Todo a su momento.
—¿Y si fracaso?
—Usted no va a fracasar. Estamos seguros.
—Pero ¿y si fracaso? –Insistió Amanda.
—No hemos previsto esa circunstancia. No la consideramos posible.
—Porque ya estaré muerta. –Amanda miró al oficial y comprendió el sutil gesto que este hizo con sus cejas. Hay quienes pueden morir dos veces. El hombre se recató de inmediato y borró ese gesto de sus cejas.
—Usted no va a fracasar. –Repitió convincente–. Le aseguro que somos muchos a los que nuestra mucha experiencia nos dice que eso no va a ocurrir. Usted es alguien excepcional en quien tenemos depositadas muchas esperanzas. –El oficial observó el gesto de Amanda–. ¿La inquieta mi comentario?
—Es que no alcanzo a comprender por qué tienen tanta seguridad sobre mí. Cuando venía para aquí, el joven que me acompañó me dijo…
—Que usted era una especie de celebridad. –El hombre completo la oración que iba a decir Amanda. Ella alcanzó a disimular con esfuerzo su perplejidad.
—Es cierto, eso me dijo.
—Los jóvenes tienden a exagerar las cosas. Pero en su caso no hay exageración, confiamos en sus aptitudes y estamos seguros de que no fracasará.
—Sigo sin comprender tanta seguridad sobre mis cualidades.
—Las personas no son lo que ellos creen que son. Usted, de sí misma, tendrá una opinión formada, con sus más y sus menos. Pero si uno desea saber cómo es realmente, debe preguntar a muchas otras personas qué opinión tiene de uno. La suma de todas esas opiniones suele describir bastante exactamente nuestra personalidad, nuestros lados fuertes, nuestros lados débiles.
Nosotros, que somos muy meticulosos para seleccionar personal para tareas muy especiales, le hemos preguntado a mucha gente sobre usted, y con todas esas muchas opiniones nos hemos podido configurar un perfil suyo que creemos es bastante aproximado sobre su personalidad y sus capacidades.
Por un buen tiempo no podremos hablarle de la tarea que esperamos deberá usted realizar. En su momento lo haremos. Ya le dije, todo a su debido momento. Hemos buscado alguien como usted durante mucho tiempo. Todas las posibles aspirantes resultaron un fiasco. Unas por falta de inteligencia, otras de carácter. Otras por oportunistas y algunas porque solo venían recomendadas por algún encumbrado.
Por muchas razones creemos que usted es la persona ideal para una labor extraordinaria, única, y si bien no estoy autorizado a hablar de ella, sí puedo adelantarle que su tarea no tiene paralelo con ninguna otra. No exagero si le digo que si hiciésemos público el destino del que le hablo, cientos o tal vez miles de nuestros hombres se ofrecerían incluso sin saber si en ello les iría su propia vida. Así de importante es la tarea para la que usted está propuesta y para la que esperamos complete su entrenamiento básico.
Amanda permaneció en silencio. Apretaba sus manos y con ellas sus muslos. Trataba de comprender de qué le hablaba ese oficial, con su tono medido y su indisimulable entusiasmo.
—Señor, ¿debo responder ahora?
—Sí, señorita. Por supuesto. Este es el momento y este es el lugar de decidir.
—¿Y si no acepto?
—No hay problema. No pasará nada. Usted ya firmó ese documento de confidencialidad. Descarto que lo leyó con detenimiento.
—Sí, lo he leído muy atentamente.
—Bien. Entonces saldrá de acá y hará su vida. Cantará, tocará el piano o tendrá una docena de hijos. No lo sé y sin ser irreverente, no me interesa.
—¿No hay otro lugar para mí aquí?
—No. No lo hay. Lamento decepcionarla, si es que esperaba otra respuesta.
—Pero tendré hasta marzo, cuando se inicie el curso preparatorio. –El oficial por primera vez sonrió extrañado. Amanda captó la risita–. No tendré hasta marzo. ¿Verdad? –Preguntó sabiendo qué le iba a responder el hombre.
—No. Decididamente, no. Marzo, en su vida, es ahora.
—¿Y mi casa? ¿Y mis cosas? ¿Mi padre y mi hermano?
El hombre le acercó nuevamente el “certificado de defunción”. Amanda comprendió al instante.
—¿Hoy moriré?
—¡Hoy nacerá! –Lo dijo con una amplia sonrisa–. Y puso en su mano el formulario de aceptación de su ingreso a la institución en las condiciones y para el entrenamiento que ya le había descripto.
Amanda alzó la cabeza y miró al hombre con absoluta tranquilidad. Su rostro estaba completamente relajado. Al oficial, por el contrario, se lo notaba tenso y expectante. Su sonrisa forzada no disimulaba su inquietud.
Amanda respiraba con lentitud.
—Señor.
—Dígame.
—Antes de aceptar necesito hacerle esta pregunta y que usted me responda con sinceridad.
—Si puedo responder, lo haré con todo gusto. Si no, callaré y usted sabrá disculparme.
—¿Cómo se puede morir estando viva? ¿Cómo se puede vivir estando muerta?
—En dónde usted será destinada, encontrará las respuestas a esas preguntas. Se lo aseguro. Desde hace tres siglos en el lugar de su destino se muere en vida y se vive en muerte. Le aseguro que allí encontrará la respuesta a su interrogante.
—Si allí encontraré mi respuesta, entonces tal vez valga la pena correr el riesgo. –Y Amanda firmó conforme.
El hombre exhaló aliviado. Se incorporó, tendió su mano para saludarla y se despidió de Amanda con una suave sonrisa entre los labios.




[1] Ψ, psi



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