Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.17 «Ni un solo disparo»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.17 «Ni un solo disparo»

XVII

Ni un solo disparo


El día de la última entrevista había llegado y estaba preparada para ella. Fuera el supuesto almirante o el insoportable interrogador con la cabeza en forma de pepino, la reunión no sería un problema. Confiaba en su éxito porque estaba basado en su convencimiento. Sabía perfectamente la importancia que tenía aprobar ese último examen. Había llegado muy cerca de su objetivo y no iba a fracasar en el último tramo hacia él. Solo la ausencia de su amante y no tener ni la menor noticia de él, le impedía alcanzar una completa serenidad.
La semana que debió esperar para presentarse antes sus examinadores y saber de la suerte de su admisión, se le hizo interminable. Para peor, esa ausencia le dejó una bola que oprimía su garganta como una mano aferrada a su cuello. Sin confidentes, atravesada en su laringe esa amargura, pasó esos días recluida escuchando los discos de pasta que Anita compró poco antes de morir y que se conservaban en perfecto estado. Cantó “Uno” repetidas veces porque de eso se trataba, de buscar llena de esperanzas el camino de sus sueños. Quiso escuchar “El día que me quieras” pero no pudo. Prefirió la tremenda amargura de Discépolo en la música de Mores, que el romance que le proponían Gardel y Lepera. Así estaba su ánimo.
A pesar de su promesa de que se comunicaría para hablar con ella, Miguel no la llamó. Lo hizo deliberadamente.
Hubiese preferido hablar con él antes de presentarse ante sus censores. Pero Miguel brilló por su ausencia. Amanda no estaba extrañada de su actitud, sino del aparente desinterés por la suerte de su segundo examen y por esa última entrevista. Él la había convencido de que se presentara para obtener una vacante en esa institución diciéndole que allí había trabajado su madre, y ese no fue un incentivo menor.
Atribuyó su deserción a su conducta de forastero, la misma que repitió en muchas oportunidades desde que la internó en el colegio de monjas.
Miguel Forastero.
Miguel Extraño.
Miguel Anónimo.
“Llámalo como quieras, él nunca sabrá cómo estar a tu lado.”, escribió en un apartado de su cuaderno “Gloria”, y más abajo “los hombres siempre repiten sus conductas”. Nadie más que ella hubiera comprendido el significado de esas palabras. Pero a pesar de lo que ella suponía eran las razones para la ausencia de Miguel, estaba lejos de sospechar, siquiera, los verdaderos motivos del comportamiento de su padre. Desconocía aún que la crueldad se había elevado a razón de familia, razón poderosa en aquella porque se basaba en el principio de la consanguineidad. “No eres sangre de mi sangre”, justificación del repudio en boca de Eriseta.
El arbitrio de la crueldad se justificaba en la salvaguarda de la progenie, y con ese arbitrio como un filoso escalpelo, se cortaría para siempre los vasos comunicantes de Amanda, amputando una parte crucial de su pasado próximo.
Aunque Miguel no lo expresara, por cobardía o por comodidad, el tiempo del adiós había comenzado a correr desde el momento en que indujo a Amanda a presentarse como aspirante en la Agencia y convenció a Jorge para que retornara a la casa familiar. Los términos de esa conversación Amanda nunca los supo; las lágrimas de su hermano y su intenso abrazo de despedida no le dieron la pista necesaria para descifrar lo que estaba por ocurrir.
Miguel, a partir de entonces, construyó una ausencia que amalgamaba por partes iguales, hipocresía y molicie. La hipocresía lo blindaba para no enfrentar a Amanda. La molicie lo justificaba en su desidia. “Hoy no, mañana sí”, “mañana no, pasado sí”, “pasado no, alguna vez será”, fue el modo de esquivar el momento de encarar a su hija. Por eso se trató de una ausencia premeditada, y así la intuyó ella.
Miguel se encaminaba a la fechoría del completo abandono, y sus silencios y ausencias eran una encubierta manera de anunciar el crimen que todavía no se animaba a consumar. Escribiría Amanda muchos años después: “Un proyecto de delito contra los sentimientos”, una forma premeditada de homicidio de los afectos.
Matar por desamor, predicaba Eriseta, resulta plausible si eso despejaba el camino de la herencia. Había un heredero y no dos. Muerta Anita, incorporada Amanda a la institución, no habría nadie que pudiera reprocharle su conducta. Jorge era apenas un díscolo imberbe que no sabía qué quería hacer de su vida.
Así aleccionaba al vacilante padre en los asuntos de la sucesión paterna. Y Miguel se fue convenciendo de lo atinado de esas conclusiones a las que había arribado su madre durante esos últimos meses. Podía parecer cruel, pero las más de las veces las buenas empresas comienzan siempre con un acto de crueldad manifiesta. Así le habló Eriseta, y remató afirmando “nadie nunca murió de una simple verdad”. El arbitrio de la crueldad como instrumento había conquistado el razonamiento de su hijo.
Pero Amada tenía sus propios parámetros para los sentimientos, todos alejados de cualquier forma de la crueldad. Para Amanda el problema no era la herencia sino el amor.
No toleró nunca la crueldad, y por eso cuidó de “su” reliquia como a la más preciada joya que jamás hubiera podido tener. Por amor y no por obligación, gran diferencia. Por eso fue una figura clave en la protección del ilustre. Y eso que en ello le fue la vida.
Protegió a Encarnación, como pudo, hasta que murió luego de esa golpiza brutal, y hubiera matado por Guadalupe las veces que fuera necesario a sabiendas de que la esperaría el infierno por el pecado capital. El suboficial “Pérez” fue quien no se lo permitió por temor a echar a perder los esfuerzos por mantener con vida la esencia de la enseña patria. Sin sospecharlo entonces, fue él, al final, quien llevado por las circunstancias cumpliría aquel acto que Amanda le reclamó el día que abandonó para siempre la mansión y él juró por compromiso.
Para ella, amar no era un problema de oportunidad. Los sentimientos de Amanda estaban en correspondencia con sus ideas más profundas, las que le inculcó Anita en sus primeros y cruciales años de vida. Ser solidaria, leal, modesta y amorosa. Ser agradecida del otro. Y ella recordaba, si no todas, casi por completo esas enseñanzas que nutrieron los días de la infancia bajo la tutela de su madre. Las escuchó en argentino, en francés, en inglés y las repitió en cada uno de esos tres idiomas. Las enseñanzas de su madre nunca fueron botadas de su espíritu.
Muñida de ese aprendizaje, en sus pocos años de vida, se forjó en la fragua contra el asqueroso oportunismo. Y en esa prodigiosa fragua modeló sus sentimientos. Ellos se abrían paso desde la substancia de su persona, por eso eran robustos (porque ella era emocionalmente robusta), y tendían a arraigar como los añosos árboles que soportan todo tipo de tormentas.
Eran sentimientos con forma y materia, potentes sentimientos librados a la acción del amor, a los actos propios del amor, y no sabían darse por vencidos. Incluso siendo una niña pequeña, para salvaguardarlos ahorró lágrimas, disipó rencores y supo concentrarse en los espacios del cariño para no sufrir innecesariamente.
Pese a todas sus felonías, Amanda siempre amaría de alguna manera a Miguel por cada uno de los amorosos momentos que le prodigó en su primera infancia. Después que lloró contra su pecho ese aciago día de la muerte de Anita, Miguel sería disculpado por ternura de todas sus fechorías contra sus sentimientos. Y eso que Amanda no sabía que la más cruel de todas ellas estaba por presentarse con sus tripas al aire.
Ella, que era noble, no era incrédula. Intuía las distancias que se agrandaban cada vez más con su padre. Podía desconocer la sustancia de sus actos, pero sabía interpretarlos tanto como a cualquier partitura que interpretó en los años bajo la tutela del cura concertista. Ella podía verlo como se alejaba sonriendo, como si nada ocurriera, pretendiendo engañarla, hacia un lugar al que Amanda definitivamente no tenía cabida.
Se había preparado largamente para cualquier traición que Miguel cometiera en su contra, porque detrás de él veía las mosquitas indecentes que orbitaban la cabeza de Eriseta, diciéndole lo que podía y no podía hacer, lo que podía y no podía decir, lo que debía y no debía amar. Y ella estaba entre las cosas que se podían descartar para toda la vida. Estaba resignada desde hacía tiempo a eso. ¡Si por eso ella huyó de los dominios absolutos de la abuela!
Y en cuanto a su hermano, nada cortaría ese nudo gordiano que los uniría en el amor hasta la muerte, aunque no se pudieran mirar el uno al otro a los ojos y aunque estuvieran separados a cientos de kilómetros. El día que Jorge murió a manos de su corazón, ella sintió desde su encierro y enigmática distancia, como una parte suya también moría de un coágulo de muerte en las estrechas coronarias de su hermano.
Así que ese día de la última entrevista la encontró sola; “solita mi alma”, le diría Anita si viviera. Y así encararía ese futuro: “solita mi alma, como ha sido siempre”.
Debía presentarse a las 15 horas, con absoluta puntualidad. El retraso era penado con la exclusión. La consigna era clara, si la aspirante no podía ser puntual para una simple entrevista, ¿cómo lo sería si el Estado la convocara para tutelar su integridad? Por encima del Estado, Dios. De ahí para bajo, todo debía servir a su sustento.
Esa mañana desayunó con las alemanas. Gertrudis estaba inquieta por la suerte de Amanda en su audiencia, pero ella estaba serena.
La menor de las alemanas se desentendió del desayuno; solo le preocupaba limpiar todo lo que encontrara a su paso. Ya tenía listo el lampazo con gotas de querosene para sacarle lustre a la vereda. Luego limpiaría la casa de Amanda.
La muchacha le rogó en infinidad de oportunidades que no lo hiciera más, que ella estaba en perfectas condiciones para ocuparse de su casa. Pero no hubo forma de convencer a la tozuda mujer. Ella había asumido ese compromiso ante Miguel y por nada del mundo dejaría de cumplirlo.
“Ich bin ein wahrr Deeutscher der Wolga. ¿Was erwartest du von mir?” (1) Respondía cada vez que Amanda sugería la idea de que ya no se ocupara de limpiar su hogar. Gertrudis se encargaba de traducirle esas palabras y la muchacha debía darse por vencida. Ese era el círculo perfecto que se describía cada vez que se hablaba del asunto de la limpieza de la modesta casita de madera canadiense. Ella rogaba, la menor de las hermanas se justificaba, Gertrudis traducía, y Amanda se daba por vencida.
Planificó qué haría al regreso de la entrevista y en las próximas semanas. Contaba con ese tiempo para ordenar algunos asuntos que le preocupaban. En uno de los formularios de los tantos que debió llenar para entretener a cada burócrata de cada repartición, estaba escrito que el entrenamiento comenzaba en marzo de cada uno de los dos años que duraba el curso preparatorio. Para marzo faltaba un buen tiempo.
Si Miguel no daba señales de vida iría a buscarlo. Quería saber de Jorge luego de su escandalosa fuga de la casa y su lacrimógena retirada de la casita a manos de Miguel. Se moría de curiosidad por saber cómo su padre lo había convencido para que retornara al palacete de Caballito, –sabía que su hermano no le iba a ocultar esa conversación–, a los dominios de la abuela Eriseta, la que soñaba con tener un nieto militar y que tocara el piano.
A la tarde de ese mismo día, había prometido amasar junto a Gertrudis para ayudarla con el strudel de manzana, una delicia que a Amanda le resultaba irresistible y que sería el postre de esa cena. Las hermanas prepararían su “kartoffel und klei” (2) y cerdo dorado. Lo acompañarían con “sauerkraut” (3) que Amanda siempre disfrutó incluso desde la primera oportunidad en que lo probó, a pesar de que su paladar estaba restringido a las pocas, variadas y austeras comidas del internado.
Repasó el formulario que debía presentar. Había rellenado todos los casilleros con prolijidad. Era sencillo. Debía completarlo con su nombre, apellido, fecha de nacimiento y otros datos filiatorios, estudios y aptitudes. En la parte inferior de la hoja, sobre una línea punteada debía estampar su firma, más abajo la aclaración y luego el número de su Libreta Cívica. En el anverso debía notificarse de una severa declaración de confidencialidad. Todo estaba en orden.
Pero para ese día decidió cambiar su viaje. Primero tomaría el colectivo para llegar hasta la gran avenida a visitar unos negocios de telas, en los que deseaba encontrar algún corte que le sirviera para confeccionar un nuevo vestido, y luego viajaría en tren, pero usando el otro ramal ferroviario. Decidió no almorzar, por lo que Gertrudis le preparó un tentempié para que no fuera con el estómago vacío. De todos modos, Amanda ese mediodía no tenía demasiada hambre.
Se despidió con un beso a cada una de las hermanas en cada una de sus mejillas, y ellas la abrazaron emocionadas.
El día era soleado, y a pesar de que apenas habían pasado algo más de treinta minutos del mediodía y el sol caía a pique, el calor no era abrumador. Un suave viento llegaba desde el fondo de la legua cargado del polvo de los camiones repletos de la tierra para el rellenado de la pequeña laguna. Todavía se oían los ruidosos choques de metales de las mastodónticas máquinas, y el crujir de las ramas aplastadas por las orugas de la grúa.
En la esquina de su casa esperó el colectivo. Lo divisó a lo lejos, llegando desde la zona de los cuarteles. Aunque no podía ver con claridad por la distancia y el polvo que se levantaba en la calle de tierra por la que avanzaba el colectivo, le pareció que la apariencia del chofer no se correspondía con la del corpulento Ramón. El español era inconfundible, arrepollado sobre el pequeño asiento, tomando con sus inmensas manos el volante del colectivo que entre ellas parecía un modesto aro, encorvado para poder entrar en su butaca. En cambio, la silueta que distinguía a la distancia era muy diferente, como de un hombre de talla común, ni la mitad de Ramón.
A medida que el colectivo se aproximaba a la esquina donde ella esperaba, esa imagen se hizo más definida. Quien conducía el colectivo era otro hombre, alguien que no había visto en ninguna otra oportunidad desde que regresó al barrio.
El chofer detuvo su marcha para permitir que Amanda ascendiera.
Lo miró en detalle, con algo de desconfianza. Viajar con Ramón se le había hecho un hábito agradable, él siempre era afable y tenía hacia ella una actitud protectora, no como un padre, sino como un soldado, como ella sabía fue en la guerra civil del lado de los republicanos.
Este, en cambio, era un hombre osco, de vos ronca y mirada esquiva. A pesar de que estaba sentado al volante, Amanda dedujo que era de altura media. La piel de su rostro estaba muy tostada por el sol y surcada por profundas arrugas. Su cabello era entrecano pero ralo, de cejas gruesas y muy negras, sobre unos ojos también negros, no muy grandes. La nariz aguileña tampoco era demasiado grande, y, más abajo, labios delgados cuarteados tal vez del sol y el viento. Llevaba varios días sin afeitar, lo que le daba un aspecto algo desprolijo. Ramón, en cambio, siempre lucía impecable. Usaba una camisa de trabajo de color marrón, pañuelo rojo al cuello, pantalón al tono y alpargatas negras. Por su aspecto, Amanda hubiera jurado que era un campesino o un peón rural que estaba cubriendo la ausencia de Ramón.
—Buen día. –Amanda saludó y pagó su boleto con una moneda de diez centavos.
—Buen día, señorita. –Respondió el chofer sin levantar demasiado la voz, como si no quisiera molestar a los pocos pasajeros que llevaba en su viaje. El hombre no conocía a la muchacha, vivía en una zona alejada del villorrio, más allá de los campos del ejército. Tres hombres viajaban también, como Amanda, en dirección a la gran avenida.
En el primer asiento, un anciano que llevaba un sombrero de fieltro de color negro con una cinta roja rodeando la copa. El ala estaba algo arrugada y dibujaba unas ondas que se sucedían a lo larga de todo el borde, tal vez porque en alguna oportunidad se había mojado y había quedado algo deformado. Pañuelo al tono y camisa blanca. Pantalón bombacha negro y alpargatas del mismo color. De cara redonda y mofletes colorados, sus ojos eran pequeños y brillantes y observó el ascenso de Amanda con atención y una sonrisa tranquila. Su nariz era bastante prominente, y el escaso bigote que se asomaba debajo de ella parecía aprisionado entre la narizota y la boca de labios carnosos. Cuando abría la boca para hablar o reír, se veía que le faltaban varios dientes, lo que le daba un aspecto curioso.
A su lado estaba sentado otro hombre, calvo, sin sombrero, quien llevaba la mitad de un cigarro Avanti sobre su oreja derecha y otra mitad, apagada, en su mano. De rostro alargado, tenía la nariz ancha y colorada, y los labios manchados por el tabaco del cigarro. Era algo orejón, pero sin exagerar. Su pescuezo era largo, y en medio una vistosa nuez de Adán que exageraba su volumen por las sombras que la barba mal afeitada dibujaba alrededor suyo. Vestía camisa azul abotonada hasta el cuello, y bombacha del mismo color. Calzaba unos zapatones del tipo de los que usaban los obreros de vía y obra del ferrocarril.
El tercer pasajero estaba sentado en el último asiento del fondo, parecía alto y delgado. De cara alargada, pequeños ojos achinados bajo dos pobladas cejas, nariz no muy pronunciada, gruesos bigotes y boca grande, tal vez demasiado grande. Su cuello era ancho y anchas sus espaldas. Su tórax era amplio y daba la impresión de ser un hombre que se había dedicado a trabajos pesados. Sus manos eran grandes y sus dedos curtidos y repletos de callos de distintos tamaños, con seguridad porque a lo largo de su vida se había visto o ligado a realizar trabajos muy diferentes.
Llevaba una boina negra algo ladeada hacia la izquierda, camisa blanca y colorido pañuelo al cuello. Su bombacha era de color marrón, las alpargatas negras y llevaba una faja de lana de color negro a la cintura, bien ajustada. Los tres hablaban a los gritos porque uno era más sordo que el otro. El chofer parecía indiferente al cotorreo de los hombres.
—Buen día. –Respondieron los pasajeros cada uno a su turno el saludo de Amanda. Los que llevaban sombreros descubrieron sus cabezas cuando saludaron a la muchacha.
—¿Y Ramón? ¿Está enfermo? –Amanda le preguntó al chofer y permaneció inquieta, de pie al lado de su asiento.
—No. –Dijo el hombre que calló sin agregar palabra alguna. Miró de costado a la muchacha. Parecía que la pregunta lo había molestado.
Los tres pasajeros prestaban atención al diálogo, pero en silencio. Solo movían sus cabezas de un lado al otro, seguramente por el meneo del colectivo, que se zarandeaba suavemente por las irregularidades de la calle de tierra en la que había quedado impresa la huella que ese mismo colectivo hizo los días de lluvia.
—¿No está enfermo? Qué suerte, me alegro por ello. Tal vez descansa. –Dijo Amanda.
—No, señorita. No descansa. –El chofer puso en marcha el colectivo y respondió sin apartar la vista del camino.
—¿Entonces? –Amanda preguntó realmente intrigada.
—¿Entonces, señorita? –Respondió el chofer con fastidio–. Entonces estoy manejando, señorita. Si quiere noticias ponga la radio que allí la van a saber informar.
—Lo siento, no quise molestarlo. –Amanda se sonrojó. Se disculpó con modestia. Le llamó la atención el mal humor del hombre–. Pensé que usted tal vez supiera qué le ocurrió.
En el rostro del hombre se dibujó una cínica sonrisa.
—¿Quiere saber de verdad qué le paso a su amigo Ramón, señorita? –Dijo sibilino para acicatear la curiosidad de la muchacha.
—Si usted pudiera decirme se lo agradecería. Conozco a Ramón y siempre fue muy amable conmigo, un buen hombre, educado y trabajador.
El chofer suplente inhaló con fuerza el aire que entraba por la puerta del colectivo. Guardó ese aire por unos segundos y luego lo exhaló haciendo un leve ruidito por la nariz. Se tomó su tiempo para responder, buscó crear suspenso en la muchacha. Y Amanda esperaba con ansiedad sus palabras.
Luego, mirándola por el espejo a su frente por encima de su cabeza, le dijo con su ronca voz arenosa y con toda seriedad:
—Fugado. –Y ni una palabra más.
—¿Cómo? –Amanda, confundida, creyó no haber escuchado bien la palabra que el hombre le dijo.
—Fugado, escapado.
—¿Fugado? –Preguntó.
—Fugado. ¿Sabe lo que es fugado? –Y movió una mano varias veces para explicarle que Ramón se había escapado corriendo.
—Es que no comprendo.
—¿Cómo que no comprende? –El hombre se alzó de hombros y miró nuevamente de soslayo a Amanda–. No es difícil, señorita. Está profugado, como dicen los leguleyos. Escapado de la policía. Prófugo, así de simple. Vulgar prófugo. – Los tres pasajeros movieron afirmativamente sus cabezas por dar crédito a las palabras del chofer.
—¿Cómo que está prófugo? –Amanda no pudo ocultar su zozobra.
—Cómo cualquier delincuente que se escapa, señorita. Salió carpiendo, como rata por tirante. ¿Me comprende, señorita? ¿Me comprende?
—¿Delincuente?
—Sí, delincuente. ¿Sabe lo que es un delincuente?
—Sí, como no voy a saber. –Amanda respondió molesta–. ¿Por qué dice que Ramón es un delincuente?
—Yo no lo digo, señorita. Quién soy yo para decir que fulano o mengano es un delincuente. A mí no me gusta acusar a nadie. La que dice que es un peligroso delincuente es la policía. ¿Me explicó? Lo dice la autoridad. Lo dice la ley.
—¿Qué clase de crimen podría haber cometido Ramón, que es un pan de Dios?
—Ah… eso no lo sé, no es asunto mío. Yo el único pan que conozco es el de la panadería. –Los tres pasajeros asentían las palabras del chofer.
—¿Y la policía no le dijo de qué se trataba la acusación?
—¿A mí? ¿A mí? ¿Usted cree que la policía me va a venir a explicar a mí qué clase de delincuente era ese tipo? ¿Por qué me iban a explicar a mí que no soy nadie? Y yo tampoco iba a andar preguntando por ahí qué clase de delincuente era ese hombre. En los asuntos de la policía y de la ley no conviene meter las narices. ¿Me entiende, señorita?
—Dicen que mató gente en España. –Dijo el hombre que estaba sentado en el primer asiento, el del sombrero de fieltro negro con la cinta roja. Amanda sabía que Ramón combatió en la guerra civil y que debería haber matado en combate a soldados franquistas.
—Porque fue soldado. –Respondió convencida.
—No, nada que ver. –El hombre movió su dedo índice negativamente–. Nada que ver con la guerra. Parece que mató para robar. Ladrón y asesino. De eso lo acusan, de homicidio y robo. Al menos eso dice la autoridad.
—¿La autoridad? ¿Pero qué autoridad? –Amanda preguntó escéptica.
—¡El juez! ¡La policía! ¡Qué autoridad va a ser! –El hombre explicó con énfasis.
—Lo quieren los gallegos de vuelta en España para colgarlo. –Dijo el que llevaba el medio cigarro en la mano y la otra mitad sobre la oreja.
—¡Van a precisar una horca muy grande para colgar a esa bestia! –Gritó el del fondo que empezó a reír tontamente.
—Allá no cuelgan a nadie, –lo corrigió el del sombrero de fieltro–, le aplican el garrote.
—¡El garrote! –Celebró el del fondo y aplaudió entusiasta.
—¿El garrote? –Preguntó el chofer mirando por el espejo al que habló del garrote–. ¿Los matan a garrotazos?
—¡No, hombre! ¡El garrote vil!
—¿Y eso qué es?
—Un aparato con una manijita que a medida que gira te mete un fierro por la nuca y te mata despacito, –el chofer se estremeció de espanto–. Mi abuelo, que era español, vio matar un tipo con esa cosa. En su pueblo, llevaron a la plaza a un tío que decían había violado y matado a una mujer, lo ataron a un palo y allí le aplicaron el garrote.
Mi abuelo contaba que el pobre hombre gritaba como un desgraciado por el dolor. Y también que los hombres aplaudían felices y las mujeres lloraban apenadas. A los niños les decían que, si se portaban mal, les meterían ese fierro por la nuca y se lo sacarían por la boca, hasta hacerlos morir de dolor. Y los niños miraban con espanto la ejecución. ¿Se dan cuenta? Hasta los chicos miraban las ejecuciones. Si se volvían malandras ya sabían lo que les esperaba. A ninguno de esos les iba a quedar ganas de andar jodiendo al prójimo. Por eso en España no hay delincuentes.
—¡Qué hijos de su madre! Con perdón de la señorita. –Se disculpó el hombre que llevaba el cigarro entre sus dedos–. ¡Qué gallegos brutos! Es más humano fusilar a la gente. –Dijo y dio dos o tres pitadas a pesar de que estaba apagado–. Yo apruebo el fusilamiento. A los violadores y asesinos hay que fusilarlos, a los ladrones, no. Palos y cárcel para ellos. Pero eso del garrote que usted cuenta me parece una bestialidad.
—¿Y su esposa? –Preguntó Amanda, abstraída de la discusión sobre los tormentos que usaban los españoles para ejecutar a sus víctimas y los castigos que los hombres creían que merecían los asesinos, los violadores y los ladrones. Los cuatro, a su vez, ignoraban las preguntas de Amanda, entusiasmados con la discusión sobre ejecuciones y suplicios.
—Y…que quiere… Los gallegos son brutos y matan a lo bruto. –Dijo el que estaba sentado más al fondo, el de la boina negra–. Los gallegos que conozco son todos burros de carga. Y sus mujeres también andan cargadas como mulas. En vez de hijos, ¡tienen borricos! –Y rio a carcajadas por su ocurrencia.
—¿Y su esposa? –Insistió Amanda ignorando la risotada del hombre.
—Mi abuela era española y no era ninguna mula y sus hijos fueron todos hombres de bien. Mi padre no era ningún borrico. –El hombre estaba realmente molesto por el comentario.
—¿Y de su esposa saben algo? –Amanda insistió mirando directo a los ojos al anciano sentado en el primer asiento. El hombre aprovechó la pregunta de Amanda para ignorar al del fondo y sus comentarios contra los españoles. Devolvió la mirada de la muchacha y se frotó la barbilla mientras pensaba su respuesta.
—¿La india? –Dudó–. ¿La india a la que le dicen “La Mamaní?”
—Su esposa, sí.
—Se escapó con él. Eso me dijeron, aunque yo no los vi, señorita. Yo con los indios no quiero saber nada. Yo soy cristiano, como mi abuelo y mi abuela y mi padre y mi madre. Bautizos todos –explicó–. Los dos desaparecieron sin dejar rastro. No pudieron llevarse ni una valija con algo de ropa. Dejaron todo. Huyeron.
—No lo puedo creer… –Amanda estaba consternada por la noticia.
—Usted se sorprende porque es muy joven e inexperta. Nosotros que somos viejos, ¡hemos visto cada cosa, señorita! ¡Uno nunca termina de conocer a la gente! –El del sombrero alzó las manos al cielo poniendo a Dios de testigo.
—¿Se acuerdan del Petiso Orejudo? –Preguntó el que estaba sentado al fondo.
—Cayetano Santos Godino. –El del cigarro dijo ese nombre con absoluta claridad.
—Murió en Ushuaia, en la cárcel. Leí en “La Nación” que lo mataron a golpes. –Agregó luego de mirar a los otros dos pasajeros–. Dijeron que ahí los demás presos le hicieron de todo por desgraciado.
—Tenía la maldad en las orejas. –El hombre del sombrero negro de fieltro se tomó sus orejas y las movía para imitar las del Petiso.
—¿Y la familia ha dicho algo? –Amanda permanecía ajena a la conversación de los hombres sobre el Petiso Orejudo, solo preocupada por la suerte de Ramón.
—Tenían que haberle cortado las orejas y así no hubiera matado a nadie más. Para mí, ahí tenía la maldad, en las orejas, por eso eran tan grandes, deformes. –El anciano estaba convencido de que la amputación de las orejas hubiera sido la cura del Petiso Orejudo.
El chofer le indicó a Amanda que buscara un asiento.
—Siéntese, señorita, que le cobramos lo mismo que parada y así no me tapa el espejo. –Amanda se disculpó y se acomodó en el asiento que estaba directamente atrás del que ocupaba el chofer. Volvió con sus preguntas. Ella no lograba componerse la situación que los cuatro hombres relataban entre gritos y risas.
—Dicen que hubo muchos disparos. –El del sombrero negro simulaba disparar un arma con su mano. El del fondo volvió a aplaudir satisfecho.
—¡Qué los caguen a tiros! ¡Indios y comunistas! ¡Mirá que mezcla! –Gritó.
—¿Disparos? –Preguntó Amanda que ignoró el comentario.
—Disparos, disparos. ¡Pum! ¡Pum! –Explicó el del sombrero.
—Sí, muchos. –Agregó el del cigarro–. Dicen que la policía les tiró cuando los vieron correr en dirección a la laguna.
—¿Quién dice usted que era comunista? –El del sombrero negro preguntó interesado.
—El gallego. –El de la boina ladeada no dudó en responder–. A mí me dijeron que era un comunista escapado de la guerra.
—¡Qué iba a ser comunista! Franco los mató a todos. ¡Republicano! ¡Era republicano! –Lo corrigió. Por ahí socialista, pero comunista no creo, Perón lo hubiera echado porque no le gustaban los comunistas.
—Comunista, socialista, da lo mismo. –El de la boina habló convencido.
—¿En dirección a la laguna? –Amanda preguntó interrumpiendo el diálogo de los dos hombres.
—Sí, a la laguna –respondió el chofer–. ¿Sabe dónde queda?
—Vivo muy cerca de la laguna.
—Eso no es una laguna –afirmó disgustado el del sombrero–. Es un espejo de agua. ¡Qué va a ser una laguna! ¡Laguna la de mi pueblo, donde todos los años se ahogaba un chico!
—Pero usted, señor, ¿sabe si llegaron a la laguna?
—Si llegaron no sé. Dicen que los vieron corriendo en esa dirección y que después ya nadie los volvió a ver. Parece que les perdieron el rastro. –El del sombrero movía su cabeza negativamente–. Pero desde mi punto de vista, quiere que le diga, a la lagunita no llegaron.
—¿Y en dónde se podrían haber ocultado? Porque a la laguna la están rellenando.
—Están en el fondo, ayudando a rellenar. Con el tamaño del tipo debe de haber quedado bien llenita… –El del fondo quiso parecer gracioso.
—Yo sé que ya talaron casi todos los árboles. Los estaban apilando a la vera de uno de los cuarteles, el que está más al fondo de todos, en el último campo donde los militares hacen sus maniobras. Seguro que los militares se la van a guardar para leña.
—¿Pero ustedes creen que los hirieron? ¿Eso me están diciendo? ¿Los hirieron? –Amanda no podía disimular su estupor.
—¿A quién?
—¡A Ramón! ¡A su esposa!
—Yo no sé nada. –Dijo el chofer.
—Yo tampoco –dijo el del sombrero–. ¿Ustedes saben algo de eso? –preguntó a los otros dos que también negaron moviendo sus cabezas–. Si los hirieron o si los mataron se hubiese sabido, señorita, –aseguró–. Acá todo se sabe y hubiese sido el comentario de todos.
—No crean, Don. –Gritó el del fondo que agitaba sus manos como tratando de espantar a un mal espíritu–. Si alguien sabe alguna cosa no va a decir ni “esta boca es mía”. Hablás de más y después van a tu casa y te dan una paliza que te dejan arruinado para toda la vida.
—O te matan. –Agregó el del cigarro en la oreja–. Como pasó con el chico del peronista de la unidad básica, ese que habló de unos fusilamientos allá por el fondo de los cuarteles y después apareció “suicidado” con la garganta degollada.
—¡Qué manera de morir como una gallina! –El hombre pitó su cigarro apagado y exclamó acongojado–. Mejor no hablar de asuntos de política. –Reflexionó.
—Mejor no hablar de nada. –Corrigió el chofer–. En boca cerrada no entran moscas.
—¡Ni balas! –Gritó el del fondo.
—Pero ¿y sus cosas? ¿Sus pertenencias? ¿Qué pasó? –Preguntó Amanda.
—Se las llevaron los militares y después prendieron fuego al rancho. No quedó nada. Pero nada de nada, señorita. –El del sombrero hizo un ademán con sus manos para indicar que todo se perdió entre el robo y el incendio–. Si están vivos, mejor que no vuelvan más, que se olviden de todo.
—¿Saben algo de su familia? ¿Han podido hablar con ellos?
—¿Nosotros? –Preguntaron a coro los cuatro hombres.
—Sí, ustedes.
—Yo no hablé con nadie, señorita. –Se justificó el que estaba sentado en el fondo–. Pero dicen que están todos mudos como si estuvieran muertos. A mí, una vecina me dijo que la policía les preguntó mil veces dónde se habían metido el gallego y la india, pero ellos permanecieron todos mudos, como si las ratas les hubieran comido las lenguas.
—Se hacían los idiotas. Todos los indios se hacen los idiotas para no laburar. –Dijo el chofer–. Así hacen siempre en las chacras, yo trabajé con ellos. Se hacen los que no entienden y hacen lo que se les da la gana.
—Es que hablan otro idioma, no entienden nada, son como animalitos. –Explicó el hombre de las mitades del cigarro Avanti.
—Para mí se fueron a Paraguay, allá no te persigue nadie. –El del sombrero negro dijo mirando por ventanilla.
—¡En la cañonera! ¡Se la pidieron al “Pocho”! –Gritó el chofer. Los cuatro rieron a coro.
—¡En canoa! ¡Remando! A la india le sobraban brazos para remar. Si se aguantaba encima semejante mastodonte mira si no va a poder remar hasta Paraguay. –El hombre de la boina hizo como si remara.
—Linda india, pa’invierno se buscó el gallego ese. –Se regodeó en vos baja el chofer que humedeció sus labios con la lengua.
—Pero el olor, amigo…, –el viejo del sombrero se tapó la nariz–, sabe el olor que viene de ahí abajo –señaló su entrepierna–, con perdón de la señorita.
—¿Y un gallego se va a molestar por el olor de una india? –Se burló el del cigarro–. Mi vecina es una gallega y tiene olor a sodero.
—¡Los gallegos no se bañan nunca! –Afirmó el del fondo.
—Las indias menos. Los cabecita negra no saben ni qué es el jabón… –Amanda estaba a punto de estallar de furia. Dejó de escuchar los comentarios de los hombres. Pensó en la laguna y en Ramón y en “La Mamaní” y en su propio amor.
Las balas. La laguna. Los escombros. La tierra. El fuego. ¿Ramón un delincuente? “Imposible”, se dijo. “Imposible”, repitió para sí.
El colectivo se detuvo en la intersección con la gran avenida. Amanda y los tres hombres descendieron. Saludaron al chofer, quien de inmediato se puso en marcha de regreso hacia el fondo de los cuarteles.
Los tres hombres saludaron a la muchacha cortésmente. Los dos que tenían sombrero descubrieron sus cabezas cuando se despidieron, el otro, el de las mitades del cigarro, la señaló con la mitad que llevaba en la mano. Luego le dio dos o tres pitadas, aunque seguía apagado y se despidió con un ademán.
Amanda se quedó en esa esquina sin atinar a ir en ninguna dirección. Miró la hora en su pequeño reloj pulsera. Era muy temprano para la cita. Y estaba muy angustiada por la suerte de Ramón y su esposa.
Había perdido toda voluntad de mirar alguna tela. La noticia la llenó de temores.
En la vereda opuesta, a su frente, cruzando la avenida, vio una lechería donde podría esperar se hiciera la hora para ir a tomar el tren. Luego caminaría siguiendo la línea del río, hasta el edificio donde la esperaban para esa última entrevista.
No le encontraba sentido a lo que los cuatro hombres habían contado sobre Ramón y su esposa. Si era cierto que los habían corrido y disparado desde su ranchada, ella, necesariamente, debería haber escuchado los disparos. La distancia entre el rancho de Ramón y “La Mamaní” y su casa era importante, pero de noche el silencio era absoluto. Los disparos de las pistolas calibre 45 de la policía se habrían escuchado por lo menos hasta el andén del ferrocarril, si no más lejos aún. En “El Secreto”, a los vagos y malandras que pasaban la noche allí entre cañas, ginebras y cartas (muchos de ellos de armas llevar), jamás se les hubiese pasado inadvertido un tiroteo como el que los hombres describieron.
Ella sabía que no era posible que no hubiera escuchado ni un ruido, ni un alboroto por la persecución. Las hermanas alemanas tampoco comentaron nada de un suceso semejante. Y ellas estaban atenta a cualquier situación extraña. Ni hablar si se hubiese producido un tiroteo. Gertrudis habría estado con “Elga” entre sus manos lista para intervenir a los tiros si era necesario.
¿A su regreso del examen no debería llegarse hasta la ranchada de los Mamani para saber por su boca qué había ocurrido realmente con Ramón y su esposa? Se dijo que eso haría. El strudel de Gertrudis podría esperar un poco, pero antes necesitaba despejar las dudas que le había dejado el relato de los hombres en el colectivo. Volvería con el Mitre, que era de mayor frecuencia, y luego en el “10” iría hasta la barriada donde quedaba la casa de Ramón.
Amanda entró en la lechería que estaba vacía. Le ofrecieron un vaso de leche y tres vainillas que pagó al instante. Esperó se hiciera la hora y luego se dirigió a la estación a esperar del tren en dirección a la capital.
Mientras ella viajaba a su destino, llegó al villorrio un compatriota de las hermanas alemanas, un paisano también del Volga con quien se trataban esporádicamente, pero que se conocían desde mucho antes de radicarse en esos parajes, cuando todavía estaban en su patria. Él les trajo las primeras noticias de la suerte de Ramón y “La Mamaní”.
De apellido Müller, el alemán era un hombre alto y corpulento, de buen humor y gran bebedor de cerveza. Simulaba entender poco el castellano, y con su esposa solo se comunicaba en alemán, sin embargo, lo hablaba perfectamente, pero evitaba hacerlo para ponerse a resguardo de cualquier inconveniente. Además, ese comportamiento le daba una ventaja, los otros hablaban confiados en que el hombre no entendía sus palabras, y así se informaba de asuntos que, de otro modo, nunca hubiera sabido.
Si alguien a quien no deseaban tratar le hablaba en castellano, reía bobamente, para hacerle creer a su interlocutor que no comprendía de qué le hablaba. Estos, luego de insistir varias veces, se convencían de que el alemán no los entendía y solían despacharlo con un insulto. Era un recurso que muchas veces le había dado un buen resultado, especialmente con la milicada que lo menospreciaba. Aprendió en la guerra a ser discreto y no hacerse notar nunca.
Vivía del otro lado de los cuarteles, en un apartado algo solitario, donde sembraba verduras y criaba cerdos junto a su esposa, también alemana de la misma región.
En los fondos de su modesta casita varios frutales lo proveían de fruta de inmejorable calidad que era apreciada por todos los vecinos de la zona. Parte de esa fruta destinaba a producir dulces que luego vendía a los lugareños.
Tenía trato con la milicada, por su vecindad con los cuarteles y porque en algunas oportunidades había provisto de algún cerdo para el jefe de las unidades, quien lo trataba con deferencia porque sabía que el hombre había combatido en la primera guerra mundial. Pero el alemán nunca hablaba de la guerra, la había borrado de sus comentarios y siempre que se refería a su tierra natal solo era para comentar con añoranza su vida de sacrificado campesino junto a su numerosa familia.
Dos ovejeros alemanes de buen porte lo acompañaban a todos lados, pero en esa oportunidad les ordenó que permanecieran en la chacra con la patrona, lo que los animales cumplieron colocándose uno a la entrada de la propiedad y otro en la puerta de la casa misma. Sin distraer esas posiciones, los dos perros patrullaban vigilantes, yendo y viniendo y olfateando el aire para descifrar si se cernía algún peligro. Nadie se animaba a ingresar a la propiedad sin la autorización de alguno del matrimonio, porque los perros los hubieran destrozado con sus enormes y afilados dientes.
Esa tarde, a pie y con paso tranquilo, el hombre llegó hasta la casa de las hermanas alemanas haciendo un gran rodeo para esquivar parte de los cuarteles y la zona de la laguna. Por una calle lateral a la carbonera, cruzó los amplios terrenos del ferrocarril para desembocar justo en la esquina de sus coterráneas. Estaba convencido de que su testimonio sería de importancia para ellas.
Era costumbre entre ellos informarse de las noticias importantes del lugar para no ser sorprendidos por sucesos que muchas veces no alcanzaban a comprender en profundidad. Conocer la historia y la idiosincrasia de un pueblo radicado en los confines del fin del mundo no era menuda tarea. Al participar y compartir opinión con los compatriotas, estaban en mejores condiciones de entender los acontecimientos que los rodeaban.
Müller llamó a la puerta de la casa de las alemanas golpeando las palmas de sus manos. Gertrudis, desde una ventana, vio que se trataba de su paisano y salió a recibirlo. Detrás de ella, la hermana menor también se acercó a donde estaba el hombre. Las dos lo saludaron efusivamente y lo invitaron a entrar, lo que el hombre rechazó con amabilidad. Les dejó unos tarros de dulce que él mismo había preparado y uno de miel producida por las abejas que criaba en sus panales.
El paisano hablaba en vos baja y en su idioma. Les dijo que él creía que ellas conocían a un español que trabajaba como chofer en la línea de colectivos “10” y a su esposa, porque de ellos venía a hablarles. Las alemanas le aseguraron que no solo lo conocían, sino que habían hecho cierta amistad con el hombre, que era siempre muy amable con ellas, pero quien más amistad había trabado con ese matrimonio era la vecina, Amanda, quien vivía sola en la casita próxima, la que seguía el pequeño y florido jardín porque su madre había muerto y su padre no la quería con él.
El alemán sabía de Anita porque hasta por aquellos lados había llegado la historia de la madre que murió por darle vida a su hijo. Y en varias oportunidades su esposa le insistió con que quería llegar hasta un altar que, le dijeron, se había erigido en su memoria. También sabía de la muchacha que vivía sola porque la familia paterna no la apreciaba. Les dijo que a él le comentaron que no la querían porque era hija de otro hombre (las hermanas se miraron asombradas por esa revelación). Por ella también se debía su presencia, porque sabía del aprecio que las ellas le tenían.
El visitante les dijo que la noche anterior unos cincuenta militares rodearon el rancho del español y que le mandaron salir. Ramón no se resistió. Tras él salió “La Mamaní”, quien quedó a cubierto tras la enorme espalda de su esposo.
El hombre que parecía estar al mando del contingente le dijo que no iban a tener problemas, pero que la orden era deportarlo a España. La “india”, dijo “se puede quedar”. No tenía pedido de captura. Ramón preguntó qué tiempo tenía para partir. El hombre le dijo “ninguno” y mandó a unos diez milicos a aprender a Ramón. No lo dejarían llevar ni un atado de ropa.
Entre los diez lo metieron en el corral de las cabras. Allí lo palparon de armas. Sabían que él no tenía ni revolver ni escopeta, porque un alcahuete a quien él conocía, se metió en el rancho del matrimonio y revisó hasta el cansancio. Fue el que les confirmó que el español no tenía arma de fuego.
Pero los militares temían que llevara cuchillo. Un hombre de ese tamaño, con su fuerza, si hubiese deseado pelear con facón criollo o puñal, aunque no fuera de guerra, habría causado graves heridas y hasta muerte a muchos de ellos. Además, todos sabían que fue combatiente y había estado en la guerra de verdad y no como ellos que solo hablaban de la guerra, pero nunca se habían visto en medio de una batalla. Decían que era un español comunista, socialista o republicano o lo que “mierda fuera” –dijo el comandante–, pero que era muy peligroso porque “como no cree en Dios no tiene miedo de ir al infierno”. Y que eso lo escuchó él en persona, cuando fue a llevar unos frascos de higos que preparó para ese jefe.
Después que lo revisaron en el corral de las cabras, los militares vieron que la familia de la india empezó a juntarse a unos cincuenta o cien metros del rancho. Eran muchos, y entre ellos había muchos niños, dijo el alemán, pero como eran indios metían miedo a los militares. A ellos no les importaba si eran mujeres u hombres, jóvenes o viejos, mayores o solo niños, bastaban que fueran indios para temerles. Los militares estaban muy desconfiados de la situación y se decían entre ellos que los iban a atacar por sorpresa.
Uno de los más viejos de la familia pidió parlamentar. El que mandaba le dijo que se quedara donde estaba y que no intentara llegar donde la tropa. El anciano se detuvo y habló algo que los militares no entendieron por qué estaban demasiado nerviosos. Él veía cómo les temblaba el pulso.
Ramón escuchó que el jefe dijo a los soldados que allí no se podía usar armas de fuego, y que todos debían usar de ser necesario las bayonetas que les habían facilitado esa noche para detener al español. Los hombres al momento calaron bayoneta.
De todos modos, les dijo el alemán a las hermanas, él vio que tenían varias ametralladoras apostadas por si la cosa se ponía muy fiera. La ranchada de los indios y Ramón estaba pegada al campo de ejercicios militares, si pasaba algo, dirían que se trató de una maniobra que se hizo en plena madrugada como parte del adiestramiento de la tropa.
Nadie sabía a ciencia cierta si los indios tenían armas escondidas y daban por seguro que así debía ser, y que incluso muchos de esos indios “con cara de nada”, estarían calzados. Así que los militares estaban muy nerviosos y preocupados.
Algunos eran sobrevivientes de Rincón Bomba y los militares sospechaban que tal vez tuvieran intenciones de vengar la muerte de sus paisanos. Müller les dijo que oyó al jefe repetir varias veces “con estos indios de mierda nunca se sabe”.
Los diez soldados con sus bayonetas caladas obligaron a Ramón a dirigirse adentro de la unidad militar. El alemán dijo que estaba seguro de que al español no lo pudieron engañar y que comprendió que no lo iban a deportar, sino que lo iban a fusilar ahí mismo. “La Mamaní” se pegó al hombre y no escuchaba la orden que le daban de que se retirara, que a ella no la querían. La mujer hacía que no escuchaba o que no entendía. El jefe mandó a otros cuatro soldados a retirar a la mujer.
Müller dijo que no sabía si le pegaron a la india o la manosearon. Se sabía que los militares estaban todos alzados con la ella y hacía rato que le tenían ganas.
Que él no sabía si a la mujer le pegaron o la manosearon, pero que la familia vio a la distancia que algo pasaba con ella y algunos hombres avanzaron unos metros. El jefe gritó “hasta ahí o cargo con las bayonetas”. Él no podía saber si ellos entendieron o no qué quiso decir con eso de “cargo con las bayonetas”. Vio que el más viejo alzó una mano para llamar la atención del jefe y pidió nuevamente parlamentar, pero el militar lo ignoró. El anciano, entonces, llamó en voz alta a “La Mamaní” para que se quedara con la familia. Ramón le gritó que se fuera. Pero ella se quedó a su lado.
El jefe dijo a los gritos “este asunto va de mal en peor” y le hizo la seña a unos milicos para que avanzaran en dirección a la pareja. No podía explicar por qué la mujer empezó a correr hacia el campo de maniobras. Tal vez se asustó o trató de distraer a los soldados para que Ramón escapara. Pero en vez de huir, Ramón se largó detrás de ella, a la carrera, no para huir sino para protegerla. Algún soldado tiró un tajo a ciegas, por miedo, no por valiente, y como les temblaba el pulso no le dio al español, le dio a la india que rodó gritando. Los parientes que vieron lo que ocurría empezaron también a correr en dirección a donde yacía la mujer.
Los militares aseguran que todos los indios estaban armados con cuchillos, pero él, que peleó en la guerra, estaba convencido de que los indios no estaban preparados para pelear, no tenían arma alguna, que estaban con las manos vacías, “había muchos chicos entre ellos”, les dijo a las alemanas. Nadie va a pelear rodeado de niños indefensos. Los militares no tuvieron ni un herido, ni un lastimado. Los muertos eran todos del otro lado.
La reyerta habrá durado como mucho diez minutos, dijo Müller. Cayeron grandes y chicos, muchos muertos, otros heridos.
A Ramón y “La Mamaní” los mataron entre unos doce, ahí mismo. Ya estaban muertos, sangraban por todo el cuerpo, pero ellos seguían clavándoles las bayonetas. Luego cargaron los cuerpos en varios camiones y los soldados palearon tierra hasta llenar los camiones para que quedaran los muertos bien ocultos, así nadie podría verlos.
Escuchó cuando alguien preguntó por los heridos y el jefe dijo “esos también al camión”, por lo que supone que murieron asfixiados debajo de la montaña de tierra. Müller les dijo a las hermanas que quedaron dos zanjones bastante anchos y profundo de la tierra que sacaron para llenar los camiones. Si alguna vez se llegaban de visita a su casa, él las llevaría a ver los zanjones de los que le hablaba.
Al día siguiente mandaron tirar la carga de esos camiones en el espejo del agua, “in der nähe ihres hauses” (4)¸ dijo hablándole a Gertrudis y señalando en esa dirección. Así se empezó a rellenar el estanque, luego llegaron unos agrimensores que delimitaron los lotes.
Mientras unos se iban con los camiones para vaciarlos en el estanque, otros le prendieron fuego al rancho de Ramón. A los parientes de la india que quedaron vivos, –porque algunos al ver la matanza dispararon para el otro lado para ponerse a salvo–, les dijeron que, si abrían la boca, a las mujeres primero se la iban a pasar toda la tropa y luego las iban a entregar como esclavas para algún estanciero de un lugar desconocido. A los hombres les aseguraron que primero les iban a cortar las pelotas para hacérselas comer, y luego los iban a quemar vivos. Por eso la gente calla y no quiere hablar.
El alemán les dijo a sus paisanas que por orden de los militares había que decir que Ramón era un delincuente y que lo buscaban en España por ladrón y asesino. También que había huido con la “india puta” y que no se sabía nada de ellos.
Las alemanas le preguntaron por el hijo del español del que se hablaba. Pero Müller les dijo que nunca supo que el muchacho hubiera salido realmente de España para encontrarse con su padre. Era como una especie de cuento que se repetía sin demasiado asidero. Su propia esposa le había preguntado en ocasión de encontrar en la feria a “La Mamaní” por el muchacho, pero ella, como hacía siempre que no deseaba responder algo, se dio media vuelta y la dejó hablando sola.
De todos modos, reconoció que Ramón se había marchado en un par de oportunidades sin destino conocido, y que el comentario que le llegó fue que había viajado a algún lugar de la ciudad capital a ver a su muchacho. Pero el alemán insistió que no podía afirmar que algo de eso fuera verdadero, y que él creía que Ramón no se encontró nunca con su hijo.
El hombre se despidió saludando con una reverencia y empezó a caminar para cruzar la carbonera por detrás del galpón donde acopiaban la leña, para irse por donde había venido. Pero volvió sobre sus pasos y les dijo a las hermanas que la muchacha que ellas protegían no metiera su nariz en el asunto porque los militares la tenían marcada. Alguien del barrio, no sabía quién, les pasaba datos sobre ella.
Las mujeres se miraron asombradas. Gertrudis quiso saber por qué los militares estarían interesados en investigar a una inocente muchacha y de paso le preguntó de dónde había sacado que Amanda era hija de otro hombre y no del que se llamaba Miguel y era tenido por tal. Müller suspiró como resignado. Lo que sabía no podía comentarlo porque comprometería a otra gente. Pero lo que sí podía asegurarles era que sobre esas dos cosas hablaba con la verdad. La muchacha no era hija de ese tal Miguel y, por su seguridad, no debía meterse en el asunto de Ramón y su familia, porque los militares eran capaces de cualquier cosa con tal de ocultar la acción.
Gertrudis y su hermana debieron conformarse con los que el hombre les dijo. Le aseguraron que harían lo imposible por impedir que Amanda se inmiscuyera, pero no le aseguraban su éxito, porque la muchacha era muy resuelta y obraba por su propio criterio.
La esperaron toda la tarde sentadas en la puerta de su casa, en la vereda, no fuera cosa que por una distracción la muchacha no se advirtieran de su presencia y se fuera directo para donde estaba el rancho de Ramón, algo que suponían harían Amanda por su aprecio por el español y su familia.
Cuando la noche empezó a hacerse oscura, tuvieron las dos el peor de los presentimientos. Fue Gertrudis quien decidió llamar a Miguel para informarlo que Amanda no había regresado al hogar. Para su decepción, la persona que atendió su llamando le dijo que en ese número no había nadie que se llamara Miguel Da Silva. Ninguna de las dos conocía la dirección en la ciudad donde vivía el hombre con su hijo y con su madre.
La noche entró por el villorrio con sus ausencias a cuestas y las alemanas desesperaron esperando el regreso de Amanda.


[1] Soy una verdadera alemana del Volga. ¿Qué esperas de mí?

[2] Batata y salvado.

[3] Chucrut.

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