Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 16 «Todo cambia»

XVI

Todo cambia


“Sufro y, sin embargo, aquí te espero fatigada de agonías”[1], escribió en el margen superior de su cuaderno la misma tarde en que descubrió el fin de la geografía de ese cráter de agua martirizado hasta desaparecerlo. Desaparecer se hizo verbo definitivo. Desaparecer fue la madre muerta en el parto. Desaparecer fue María rodando su cabeza tras la carcasa de la bomba hecha cuchilla. Desaparecer fue la geografía en que se crio los primeros años. Desaparecer fue el amor al que se entregó la noche del canto en el “El Secreto”.

Desde esa turbulencia de máquinas y obreros llegó como una confusión secreta; desde el incidente con nombre de progreso que deshacía su infancia de a terrones brutos, de estertores de piedra, de la indecencia de las ramadas muertas a golpe de las intensas hachas, retornó hasta la casa que conservaba un plácido aspecto de domingo.

Caminar esa distancia entre el golpe que despedazaba el pasado y la pequeña casita de madera canadiense, fue como atravesar el olor de las demoliciones, los enterramientos prematuros. Y el olvido empezó a tomar forma de voces muertas. Caminó distraída, esquivando las llagas que la calle de tierra entregaba a su paso en señal de derrota, viejo lenguaje encadenado a lo que ya no volvería a ser. El asfalto se prometía con sus crispaciones de hormigón entre dos espacios verdes que sobrevivieron en las veredas a cada lado de la calle.

Fue silenciosa, desértica de razones, ni boca, ni oreja, ni manos ni qué decir de una pobre palabra negra del agua acuchillada allá más lejos. Pudo abrir la pequeña puertita blanca del jardín para entrar a la casa, pero no lo hizo. Allí se detuvo, a la altura de las sombras que unos jazmines del cabo insistían dormir sobre el estrecho caminito, dibujo de olor negro entre la calle y la casa. Creyó que suspiró o que debió suspirar porque unas hojas repitieron el aliento por ella establecido. Tocaron sus nervaduras con unas chispitas verdes que saltaron en distintas direcciones. La patria de los pastos se inclinó al percibir su pena y doblegó solidaria sus delgados verdes. Luego esperó la quietud de quien no sabe qué hacer, ni a dónde partir, ni qué camino tomar.

Entonces decidió sentarse a la puerta de entrada del fresco jardincito cuidado por las alemanas. Tenía las piernas recogidas y sobre sus muslos apoyó el pequeño bolso de mano y sobre él, el cuaderno de los versos como un ácido testigo. Y allí escribió:

“Sufro y sin embargo aquí te espero fatigada de agonías”[2].

Luego agregó sin paz alguna:

“Aquí te espero (ilusa creo que aún me amas)

Unidas mis dos manos como en rezo”[3].

¿Rezar? ¿Cuánto había dejado de rezar desde que ungió la redonda cabeza de la monja muerta sobre su breve falda la tarde de las alevosas agonías, cuando cayeron las bombas con sus racimos de muerte aniquilando las vidas?

“Tiemblo de besos”[4],

se dijo y garabateó a un costado de la misma hoja del cuaderno, como si hilvanara con tinta los hilos de la desdicha que agotaba su juvenil vitalidad.

Luego:

“Arrojados a la fría intemperie”[5],

y allí los dejó, definitiva, helándose en su poema, irritados como la gota muerta de frío por la pulpa crujiente de la escarcha temprana de un invierno imposible.

Pasó su mano por la cabeza para acomodar su eléctrico cabello que volvía a caer hacia la frente. Sus ojos buscaron las altas sombras de unos álamos que a su frente posaban como candelabros delante de los silencios de unas casas vecinas que permanecían con sus ventanas cerradas. Pero entre las ramas indemnes de esos álamos no halló ni una sola respuesta.

Por eso invocó aquellos versos escritos días antes:

“¡Qué dolor este dolor! ¡Qué dolor este amor!”[1],

y los reescribió más abajo con su pequeña letra resbalando por la punta de la pluma.

Antes de que Gertrudis la descubriera, alcanzó a estampar líneas abajo:

Vacíos mis brazos de tus brazos,

Vacíos tus labios de mis labios,

Vacíos mis ojos de tus ojos,

Qué lejos estás. Qué lejos estoy. Qué lejos estamos.

¡Y todavía quiero creer que aún me amas![2]

La mayor de las hermanas la observó allí sentada, solitaria, ajena. Si Amanda estaba feliz, iba primero de las dos mujeres, a besarse y abrazarse como a propia familia y a hablar de cualquier cosa que se les ocurriera. Pero si estaba triste, se apartaba de todos, se volvía sobre sí misma, se encapsulaba, se recubría como de un cuero tutelar que la asilaba del mundo exterior por ese instante inasible. Luego volvía a la luz desde sus penumbras.

La conocía de sobra y aprendió reconocer la oportunidad en que no debía interrumpir esos silencios íntimos de la muchacha. Los descifró cuando hacían un comentario sobre Anita. Entonces Amanda callaba y trazaba como un círculo impenetrable alrededor suyo. Luego el círculo mágico desaparecía y ella recobraba la expresión en el rostro.

Gertrudis aprendió a recatarse antes de hablarle si estaba en ese trance. Prefirió retirarse para llamarla desde la casa como si la hubiera visto por accidente.

Volvió a la casa y buscó a su hermana, le avisó de la presencia de Amanda, de su ensimismamiento, y en voz muy baja le recordó el sobre con dinero que Miguel esa misma mañana dejó para entregarle a la muchacha. En el sobre no había ningún mensaje y solo dejó dicho que la llamaría.

Se asomó a la ventana que daba al jardín y la llamó cuidando que el tono de su voz siempre fuera amable y sereno.

—¿Amanda? –preguntó discreta–. Amanda giró para mirarla y sonrió al verla. Con su mano señaló en dirección a la laguna.
—¿Qué pasó? –dijo tan triste como furiosa. Gertrudis comprendió el sonido de esa voz que no podía disimular su desencanto.
—¿Con qué? –preguntó la menor de las hermanas, quien también se asomó a la ventana para observar a la muchacha.
—Con la laguna.
La laguna… –dijo Gertrudis y se tomó su tiempo para que la palabra adquiriera su propio sentido.
—La laguna… –repitió–. Loteo, loteo. –Confirmó lo que ya le había dicho.
—Loteo, maldito loteo. –Maldijo Amanda.
—Van a lotear todos los campos. Tierras fiscales para viviendas.
—¿Todos sabían que iban a rellenar la laguna?
—Pasaron estos días avisando a los vecinos que empezaba la obra.
—Yo no sabía nada.
—Estabas muy preocupada de tu examen.
—Es cierto.
—Luego de que rellenen la laguna se hará el remate.
—¡Qué apuro! –Amanda suspiró desencantada.
—Habrás visto el cartel anunciando la subasta. –Amanda movió afirmativamente su cabeza.

—¡Progreso! ¡Progreso! –la otra mujer exclamó con euforia. Pero la muchacha no compartía su entusiasmo.
—Estamos en tren a solo veinte minutos de la ciudad! Es un buen lugar no muy alejado del centro, conveniente para mucha gente que quiere hacer su propia casa. ¡Progreso, Amanda! Deberías alegrarte. –Amanda sonrió por compromiso.
—Primero el loteo y luego el asfalto –dijo Gertrudis–. Nuestra calle será una de las primeras que van a asfaltar porque desemboca en la avenida y la avenida corre entre dos grandes caminos. De un lado la gran avenida de circunvalación de la ciudad y del otro los cuarteles. Nos darán a todos el agua corriente desde aquí hasta el fondo de la legua.
—¡Qué bendición! –exclamó la menor de las hermanas–. ¡Basta de tener que bombear agua hasta de madrugada!
—El gas natural, en cambio, tardará algo más.

—¡Ese sí que será un progreso! ¡Basta de lidiar con los enormes tubos de gas!
—Habrá que esperar –Gertrudis impuso calma con su voz–. Somos gente paciente. Sabemos esperar las cosas buenas porque conocimos las muy malas. –Amanda sabía que hablaba de la guerra. Entonces volvió de su recogimiento.
—Dicen que vendrá muchas empresas importantes a instalarse por toda la zona. Están sembrando naranjos salvajes para embellecerla.
—¿Qué empresas?
—Textiles, metalúrgicas, varias. Habrá trabajo para muchos obreros. –La menor aplaudió festejando el anuncio.

Gertrudis agregó como si estuviera en misa:

—Cuando te quieras acordar no vas a reconocer ni tu propia cuadra. Todo cambiará, muchacha. Todo cambiará.

Amanda sabía que todo ya había cambiado.

Para ella, desaparecer era la forma del cambio.

Desaparecer fue la madre muerta y volverse pupila, de rodillas sobre los cusquitos con dientes de maíz mordiéndole las rodillas hasta sangrarlas y dos eunucos disfrazados de monjas burlándose de María.

Desaparecer fue María de los ojos y la boca yertos por el filo de un relámpago de metal que cayó del cielo.

Desaparecer fue la laguna, enterrada por el negocio inmobiliario disfrazado de progreso.

Desaparecer fue el desamor del abandono. (¿Y si estaba equivocada? ¿Qué debía pensar? ¿Dónde debía buscar?).

Para Amanda, desaparecer fue la forma del cambio.

“¿Todo cambia?”, pensó Amanda dudando del razonamiento de Gertrudis. Adivinando su duda, Gertrudis movió su cabeza afirmativamente.

Las mujeres aprovecharon un breve instante de silencio para salir hasta el jardín y aproximarse a donde Amanda estaba sentada.

—¿Y? Nos tienes aquí en ascuas. ¿Cómo te fue? –Gertrudis preguntó ya sin poder contener su curiosidad.

—¡Dinos algo! ¡Queremos saber! –Gritó la otra mujer, exagerando como siempre.

Las serenó alzando sus pulgares. Las mujeres festejaron la noticia. Pero ella no hizo otro comentario.

—¡Qué bueno! Las buenas noticias siempre son bienvenidas. –Gertrudis celebró con discreción. La hermana le arrimó el sobre con el dinero a Amanda.

—¿Y esto?

—Tu padre. –Dijo Gertrudis.

—¿No dejó dicho nada?

—Que te llamaría más tarde. –Amanda se encogió de hombros.

Las alemanas la invitaron a entrar a la casa. Amanda aceptó, tenía el estómago vacío y no había bebido nada desde la mañana muy temprano salvo los dos vasos de agua que le sirvió el soldado que reía por alcahuete. Necesitaba reposar para poder pensar.

—¿Y esos cardenales en tus piernas? –Gertrudis los observó desparramados aquí y allí debajo de las rodillas de Amanda.

—Me llevé una silla por delante en la oficina donde rendí mi examen. Estaba algo nerviosa. –Mintió ocultando el incidente de su caída en el andén.

—¡Qué descuidada! –Gertrudis la revisó con cuidado, pero no halló ninguna lastimadura importante. Eran machucones y raspaduras.

—Sed y hambre, ¿verdad? –Amanda movió afirmativamente su cabeza.

—Se te ve en la cara. –La muchacha pasó sus manos por el rostro como si así pudiera borrar su expresión y cambiarla por otra.

Gertrudis preparó limonada. Usó varios dorados y redondos limones de su planta de cuatro estaciones. El agua helada mejoraba el sabor del cítrico mezclado con el azúcar. Amanda bebió dos vasos casi sin respirar. La limonada era refrescante.

Unos trozos carnosos de rico jamón crudo llenaron de sabor su boca. La sal excitó sus papilas y recobró algo de ánimo.

La hermana menor empezó a cocinar una carne de cerdo para celebrar el éxito de la entrevista. Sobre la mesa una ensalada ya estaba lista para acompañar la carne. A su lado, dos panes caseros que les traía una paisana del fondo de la legua, lucían dorados y crujientes.

Las alemanas querían detalles, pero Amanda permaneció en silencio. Ellas podían reconocer sus estados de ánimo así que prefirieron no fastidiarla con sus preguntas. Ya habría tiempo para hablar de eso y otras cosas.

—Muy cansada la muchacha. –Dijo la menor de las hermanas. Amanda movió su cabeza afirmativamente.

—Entonces come y luego descansa. –Aprobó la propuesta. Se reclinó sobre el respaldo de la silla y se dejó entretener por el sonido de la carne cociéndose en la enorme y gruesa cacerola de hierro. El aroma de los condimentos llenó la cocina y las tres mujeres permanecieron en silencio.



[1] Ídem.

[2] Ídem.


[1] Ídem.

[2] Ídem.

[3] Ídem.

[4] Ídem.

[5] Ídem.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS