Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.15 «Para no volver»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.15 «Para no volver»

XV

Para no volver


Si había algo que le quedó presente a Amanda del interrogatorio al que lo sometió el burócrata, fue lo que dijo de su amante en la laguna. “¿Y su amante secreto dónde está?”, le preguntó en dos oportunidades. “¿Desapareció?”, ¿agregó solo por mortificarla o estaba al tanto de algo que ella ignoraba? Los groseros comentarios del burócrata sobre la integridad de su himen los descartó de su mente porque ello solo contribuía a enfurecerla y nublarle la razón, y eso no la ayudaba a entender qué le estaba pasando. A lo largo de su vida escucharía peores groserías que las referidas a su virginidad, y vería fechorías tremendas por las que sí hubiera matado sin la menor vacilación.
La pregunta era inevitable: ¿cómo sabía ese despreciable misógino con nariz de ratón de su amor? ¿Quién podría haberlo informado de algo que no estaba en conocimiento de ninguna persona de su entorno?
Ella no habló del asunto con nadie, no tenía ningún confidente, aunque reconocía que aquel encuentro con su amante a la salida del “El Secreto”, la noche en que cantó para exorcizar sus tristezas y halagar a los lugareños, no fue todo lo discreto que debió haber sido. La discreción cedió a la pasión y ella lo sabía, porque esa noche no encontraba modo de recatarse, y bien podía haber ocurrido que uno o varios de aquellos desconocidos hayan visto al muchacho esperándola a metros del boliche, escondido en la oscuridad nocturna, para irse con ella, hasta ese cuartito donde hicieron el amor por primera vez.
¿Podía él haberse jactado de la relación que los unía y que sus habladurías hubieran llegado a oídos del interrogador por accidente? No parecía posible de ninguna manera.
Que ese mequetrefe la enrostrara su juvenil amorío la llevó del temor a la bronca sin mediar ningún sentimiento intermedio. Pero lo que realmente la resultaba angustiante, incluso más allá del enojo contra el inquisidor, era la posibilidad de que su amante efectivamente hubiera desaparecido. ¿Podía haberse esfumado su hombre de ese modo? ¿Podía haberse marchado sin siquiera darle un aviso, dejarle un recado bajo la puerta, buscar la manera de advertirla? ¿Era eso posible? De solo pensarlo se estremecía de furia. Pero ¿y si estaba equivocada? ¿Qué debía creer? ¿Dónde debía buscar?
Cuando dejó el edificio, aquel donde rindió los dos exámenes a manos de su grosero examinador, y al que debía volver tan solo en una semana, se sentía realmente cansada e incluso le costaba pensar con claridad sobre el asunto. Fueron muchas horas de encierro, de temores, de calor sofocante, de tensión nerviosa, de falta de aire.
Su pulcro vestidito azul había quedado arrugado por las muchas horas que debió permanecer sentada en esa horrible e incómoda silla. Transpiró como nunca por el intenso calor que despedía el tubo fluorescente que iluminaba el pequeño despacho donde escuchó el sermón del supuesto almirante y padeció el interrogatorio del hombre con la cabeza con forma de pepino. El aire viciado llenó sus pulmones con esa rara mezcla de gases que carecían en gran medida del vital y refrescante oxígeno, lo que aumentó su fatiga con una rapidez que contribuyó a su letárgico estado.
Su peinado estaba reducido a un flequillo desprolijo que oscilaba de un lado al otro de su cara sin la menor gracia. Seguramente el burócrata no solo trató de hacerla fracasar en su examen, sino que se propuso dejarla con ese aspecto desencantador y, además, dejarle en la boca ese regusto a la hiel de la desconfianza, al intrigar contra su amante.
El fracaso hubiese sido un duro golpe a sus aspiraciones, pero que le hablaran de la ausencia de su amor de ese modo, era un desafío que todavía no podía descifrar en toda su dimensión.
Caminó lentamente hasta la terminal ferroviaria siguiendo la línea paralela a la orilla del río que arribaba con ese inconfundible ruido del agua golpeando contra la tierra. Hacia el horizonte, se dejaban ver unas nubes como dedos y uñas aferrados a la delgada línea que separaba el agua del cielo. Un poco del celeste tocaba el agua y deslizaba una espuma coloreada que se desvanecía a medida que el viento la empujaba hacia la orilla. En las orillas, unos rizos verdes temblaban movidos por ese viento que llegaba del este todavía cargado de las sales del tempestuoso mar.
Caminó cargando un estado de ánimo que se bifurcaba en dos sentidos completamente distintos. Ambos pesaban de manera desigual en su desaliento. En un sentido, el relativo éxito de haber atravesado el interrogatorio sin que su inquisidor lograra hacerle perder el control de sus emociones a pesar de sus insolencias. Si la razón de esos malos tratos fue mostrarla díscola a la autoridad e incapaz de ser obediente, el bribón fracasó por completo. Cumplió con lo que se esperaba de ella.
Si su solicitud de ingreso sería aceptada, ya no dependía de su voluntad, ni del modo en que hubiera pasado el examen; incluso con las mejores calificaciones no tenía asegurada la aprobación. Esa decisión estaba en manos de personas de las que no tenía ni la más mínima referencia. Podían ser misóginos como el de la cabeza con forma de pepino, charlatanes como el supuesto almirante plagiador de Mitre, pérfidos, sonrientes como la edulcorada secretaria que la acariciaba con el solo propósito de alistarla no sabía para quién, o corpulentos de minúsculos cerebros como los gigantes que custodiaban la entrada del edificio. Era una incógnita con la que debería lidiar siete días completos. Al séptimo día descansaría.
Las palabras de la empleada podían darle un aliciente sobre el posible resultado final, pero no estaba del todo convencida que ella le dijera la verdad con respecto a su admisión. Los intentos por reclutarla para ponerla al servicio del supuesto almirante, acrecentaron su natural desconfiada hacia ella, y por eso decidió no dejarse llevar por los victoriosos augurios de la mujer, ni siquiera con sus magistrales invocaciones a la carta astral signada por el alineamiento magistral de los astros en las alturas del poder terrenal.
En sentido contrario, más trascendente que el primero, por lo menos hasta ese momento, la angustia de esa ausencia que no comprendía. Y esa carga la hacía sentir como llevando un cuerpo muerto sobre sus pequeñas espaldas, un desesperante muerto que balanceaban los brazos y las piernas dificultando su marcha cuesta arriba hacia la lomada donde estaba alzada la arquitectura de la terminal ferroviaria.
“No comprendo tu ausencia. Desespero…”, escribió una tarde a la vera de la laguna mientras lo esperaba en vano. Desde ese día la incomprensión se hizo recelo, y la desesperanza, enojo.
Reconocer que las cosas del querer no se estaban sucediendo como ella deseaba le resultaba un dolor hasta entonces desconocido.
Y no se trataba de que era una persona que desconocía el verdadero dolor, ese “como del odio de Dios”, como diría el peruano.
Supo del dolor desde pequeña. Podía sentirlo justo allí, en las entrañas, bajo el pequeño ombligo, en el vientre. Sobrellevó el dolor de la muerte temprana de Anita con llamativa entereza para apenas una niña. Si hasta fue ella quien dejó que su padre se apoyara en su pecho para llorar desconsolado y decirle a boca de jarro “mamá murió en el parto”, como si solo estuviera informando de una trivial noticia ajena que lo había conmovido de manera peculiar.
Esos padecimientos de la orfandad que se mantuvieron a lo largo de los años de manera inalterable, los pudo contener en las hondonadas de sus heridas en el alma, donde los tejidos del espíritu son sutiles aliviadores de esos sufrimientos. Y en cuanto a las cicatrices que le dejó ese dolor, profundas y numerosas, las llevó sin remordimientos, y le sirvieron para hacer de sus penas un alimento de su fuerza interior.
Que no hablara de la muerta no debía inducir a engaño. Nunca se trató de que hubiese dejado de sufrir por ella, que hubiera dejado de pensarla, de extrañar sus caricias, sus sonrisas, sus miradas. Simplemente, con el paso del tiempo, asistida por el abandono, había incorporado ese dolor a las compañías cotidianas, y andaba con él de aquí para allá sin que nadie se apercibiera de sus sufrimientos. Tal vez la jorobadita la comprendió porque compartían penas como panes, pero tampoco con ella hablaba de Anita. Estaba reservada a los pliegues más íntimo de su personalidad.
En cuanto ese dolor se volvía intenso, por un fortuito recuerdo como el aroma de un perfume o el sonido de una palabra, ella llevaba su mano justo ahí donde suena el corazón sus desilusiones, y acariciaba su pecho describiendo pequeños círculos con los que procuraba morigerar la dolencia.
El dolor por los largos años de abandono en el internado, en los oscuros días bajo la tutela de las monjas, también dejaron su huella; el caprichoso alejamiento de su hermano propiciado por Eriseta; el abandono de Miguel de la casa natal y de los amorosos entornos del villorrio, con las caricias de Carmen y Francisco. Todos esos sucesos dieron forma a dolores diferentes, alojados en distintas partes del alma, pero que no nublaban su razonamiento.
Pero el dolor que le provocaba el amor era distinto, muy diferente. Le quitaba la paz y la hacía perder la perspectiva de muchas las cosas. La ausencia tomó una dimensión desconocida, era un arpón que atravesaba su corazón repetidas veces, destinado a estremecer de dudas que hacían vacilar los besos que esperaban su instante para depositarse en los labios del amado. ¿Y si todo fue solo un juego para él? ¿Y si solo fue un momento entre su cuerpo? Y cuando la ira partía desde su corazón y ascendía por su cuello hacia el cerebro, la duda la devolvía a la angustia de la simple ignorancia. Entonces balbuceaba: ¿y si estaba equivocada? Volvía a preguntarse: ¿en qué debía pensar? ¿En dónde debía buscar?
Se sentó en un banco de la estación terminal ferroviaria. Esperaba que el tiempo que debiera esperar el arribo de la formación le trajera alguna forma de tranquilidad, algún sosiego o le permitiera reflexionar sobre algún suceso que había pasado por alto. Reconocía que en los últimos días pasar el examen, como se había comprometido, la distrajo no solo de las tareas habituales sino incluso de su enamoramiento. Tal vez él le dio su mensaje y ella no supo escucharlo, tal vez le insinuó un alejamiento y ella no quiso comprenderlo.
Extrajo de su pequeño bolso de mano la lapicera fuente de Anita y el cuaderno “Gloria” donde escribía sus versos y realizaba anotaciones que solo ella comprendía. Ahí estaba los poemas de amor de los que le habló su interrogador.
Retiró el capuchón de la lapicera y escribió apenas rozando la pluma con el papel:

¡Qué dolor este dolor! ¡Qué dolor este amor! (1)  Y unos renglones más abajo:

No volveré al lugar de nuestro amor,
¡No volveré jamás! ¡No volveré jamás! (2)  Una promesa que no podría cumplir. Luego tachó decepcionada los versos. Los reprochó apenas nacidos. No quería aferrarse a ninguna suposición.
Al cabo de un momento, repasando las hojas manuscritas de su cuaderno, volvió el interrogador a su memoria hablando como un loro mal enseñado. “¿Y a quién le escribe esos poemas de amor?”, recordaba, la espetó solo por fastidiarla. Y repitió para sí su respuesta: “Yo no escribí ningún poema, señor.” Mintió y volvería mentir. Nunca le revelaría a ese ascético y retorcido burócrata sus intimidades.
“¡Uh! ¡Qué mujer mentirosa! ¡Qué mujer mentirosa! ¡Qué mujer mentirosa!”, sonó tres veces en la memoria y no pudo dejar de preguntarse cómo sabía ese mequetrefe de sus versos.
Nunca se desprendió de su cuaderno y no recordaba ninguna oportunidad en que alguien hubiera podido hurgar en sus secretos. Ella lo hubiera detectado, era muy puntillosa y obsesiva con el cuidado de sus cosas personales, ni hablar de sus poemas que cuidaba como un modesto pero querido tesoro.

Cuando dormía, precavida, colocaba su pequeño bolso con el cuaderno y otras pertenencias debajo del colchón, justo al medio. Ella era de sueño liviano. Basta un ruido extraño en la madrugada para que se despertara al instante.
Nadie podría haber escurrido su mano por debajo del colchón y ella no haberlo notado. Para acceder a su contenido había que despertarla sin remedio, y si hubiera despertado y pillado alguien pretendiendo hurtar sus preciadas pertenecías “Elga” habría venido en su ayuda. Hubiera bastado que gritara “¡Elga!”, como tenía convenido con la vecina, para que la alemana Gertrudis acudiera portando la poderosa escopeta calibre 12.70 cargada ya con los cartuchos repletos de perdigones del mejor acero alemán. Nadie se saldría con la suya.
Todo el tiempo que estaba despierta, fuera a la mañana temprano cuando se levantaba al alba, a la tarde de las intimidades en la laguna, o durante la cena y antes de dormir, lo llevaba con ella sin dejarlo nunca al alcance de nadie.
Las alemanas, sus protectoras, ignoraban que tenía esa especie de breve diario íntimo en el que asentaba algunos asuntos que le parecían trascendentes y en el que escribió esos versos sin destino. A Miguel jamás se lo hubiese confiado. Estaba segura de que él habría salido corriendo a contarle a Eriseta lo bien que escribía su hija. Y la vieja habría mandado a sus infalibles mosquitas que orbitaban su cabeza a robar el cuaderno de los poemas para frotarlos con agua y jabón en la rugosa tabla de lavar y quitarles todo aquello que a ella le pareciera indecente. Peor aún, imaginaba, lo habría arrojado a los inmundos bichos canasto que la pitonisa mentirosa colgaba del cuello de su hermano, para que ellos chuparan su poesía como prometía chuparían “la asma” con lo que le devolverían la salud a Jorge.
No había ninguna otra persona cercana que pudiera haber develado ese secreto tan bien guardado. Ni siquiera su amor, porque a él nunca le mostró sus versos.
Por más vuelta que le diera al asunto no podía deducir de dónde el burócrata supo de sus poemas. Allí tuvo la primera aproximación al submundo de los informantes. Y aunque no los veía, no los podía reconocer, comprendió que pululaban alrededor suyo como si se tratara de las terrosas mariposas nocturnas, con sus caleidoscópicas figuras simétricas estampadas en sus alas y que se ocultaban en los rincones más absurdos para no ser percibidas. Solo seres con habilidades excepcionales, podían haber incursionado entre sus preciadas posesiones.
Debió esperar el tren un largo rato, más de lo acostumbrado. Algunos pasajeros inquietos decían que un accidente vías arriba había detenido la marcha del convoy hacia la terminal suburbana, en el extremo opuesto a la terminal, allí donde los villorrios se hacían pampa abierta. Pero no se trató de un accidente, sino de una redada que la policía realizó contra dos supuestos peligrosos homicidas que merodeaban el fondo de los cuarteles, vaya a saber con qué intenciones, justo en las inmediaciones de la ranchada de Ramón y “La Mamaní”. Se dijo que los soldados incluso habrían disparado contra los maleantes para amedrentarlos, aunque nadie podía asegurar que no hubieran acertado con sus balas.
Si los tipos cayeron durante su fechoría, nadie vio sus cadáveres. Deshacerse de un par de muertos en esas inmensidades despobladas de la unidad militar, era tan fácil como deshacerse de una aguja en un pajar. Además, ¿quién ingresaría a los campos de adiestramiento de los militares a buscar los cadáveres de un par de tontos ladronzuelos que fueron a cometer sus fechorías donde, justamente, la milicada estaba atenta y vigilante y dispuesta a abrir fuego a la primera ocasión? El asunto quedó sumergido en cierto misterio que no mereció ser develado. La policía, por su parte, prefería no entrometerse nunca con los milicos, las más de las veces salía con el rabo entre las patas.
Cuando el tren arribó, estaba atestado de pobladores de las zonas más alejadas y que también se habían visto obligados a esperar la formación durante largo tiempo. Muchos de ellos venían de ese lado donde el entrevero con los supuestos rufianes, y comentaban el zafarrancho que se armó con la batida policial y la milicada lanzada a la cacería.
Venían a vender sus productos en una feria que se desplegaba algunos cientos de metros en dirección al río. Llegaban con sus cajones de frutas y verduras, y canastos de pollos que luchaban por asomar sus cabecitas que en poco tiempo serían cortadas por las filosas cuchillas de los carniceros, o quedarían colgando de los cogotes rotos por los poderosos dedos de los campesinos, que retorcían el pescuezo de las aves a pedido de las remilgadas señoras que se negaban a mirar el espectáculo.

Dulces y golosinas caseras esparcían sus perfumes por todos los vagones, en algunos de los cuales ya regateaban las viejas matronas que habían subido apenas el tren se detuvo, para comprar más barato los productos que exhibirían los viajeros una vez instalados en sus puestos.
Amanda se acomodó en un asiento cerca de la entrada al vagón para que el aire diera de lleno en su cara. Algunos minutos después el tren anunció su marcha haciendo sonar fuerte su silbato. Gritó cuatro o cinco veces con su metálica y aguda voz para dar tiempo a todas las matronas a bajarse de la formación con las gangas que habían obtenido atosigando a los más incrédulos productores que también debieron bajar a los apurones.
El tren partió lento y cadencioso hacia el suburbio. A pesar de su tamaño, de su peso y su poderosa locomotora, a poco de andar, su movimiento se hizo más suave y mecía a Amanda invitándola a un involuntario sueño.
De izquierda a derecha se bamboleaba con delicadeza, con la precisión de un metrónomo y con la elegancia del péndulo de un reloj de pie. El monótono tableteo de las ruedas de acero contra los rieles sobre los largos durmientes de quebracho, sonaba cada vez más como una ruda canción de cuna. La formación se desplazaba constante a baja velocidad, lo que pronunciaba aún más esa sensación narcótica del suave movimiento.
Amanda luchaba para que sus párpados no cedieran a la tentación de cerrarse para embarcarse en ese sueño que se ofrecía reparador. El sueño prometía alejarla del recuerdo del interrogador de cabeza con forma de pepino, de las groserías sobre su himen, de sus premeditadas descalificaciones. Esa invitación resultaba cada vez más difícil de rechazar.
Cada tanto sacudía su cabeza para alejar ese sopor que parecía poder dominarla, y también, cada tanto, se frotaba con las dos manos la cara. Las cuatro estaciones que precedían en la que ella debía descender, parecían multiplicarse geométricamente y alargar el viaje indefinidamente. Cuanto más cerca creía estar, más lejos se sentía de su destino. Le pasaba como con el tiempo, cuando entre segundo y segundo se abría un abismo en el que todo se ralentizaba. Entre los vaivenes del viaje, sin darse cuenta, se quedó dormida, vencida por la fatiga del interrogatorio.
¿Dormir? ¿Sonar? ¿Dormir? Amanda no podía definir su verdadero estado. Cabeceaba torciendo el cuello hacia adelante que cedía al peso de su cabeza. El cabello cortinaba desde su frente y su delicada boca se entreabrió buscando el aire que le faltó desde que entró al edificio donde rindió su examen. Al pequeño bolso de mano lo mantuvo aferrado con fuerza.
Una persona de rostro indefinido le tocó un hombro para despertarla. Era muy viejo, pero de una vejez extraña, nada parecido a los viejos que había conocido en esos años, los que se sentaban a tomar la fresca en el villorrio. Al anciano lo acompañaba una mujer de aspecto familiar, de similar altura, pero entrada en carnes y fornida. Amanda reparó en sus rudas manos.
El viejo se postró en un catre apenas cubierto con una manta que simulaba una bandera argentina. Era una cobija muy gastada, roído en su centro un aparente sol bordado con hilos dorados. Sus treinta y dos rayos señalaban el dominio de la patria en todas direcciones. El sol de la libertad salía para todos.
A Amanda la confundió la escena. Debajo del camastro se dejaba ver una escupidera enlozada que apenas lograba disimular una mancha de orín que iba corroyendo los arabescos estampados en la antigua baldosa. La escena parecía pintada por Rembrandt. Una figura extraña, cuasi cadavérica, calva, ensimismada, a la que una tenue luz que llegaba por la ventanilla del tren le arrimaba algo de color en su piel exangüe. Un par de hombres recios, morochos, fornidos, sin ningún amaneramiento, ocultos entre sombras apenas tajeadas por brillitos que resbalaban de la piel del centenario como escamas en el aire, llegaron de un vagón contiguo para cerciorarse que ningún peligro amenazaba a ese extraño espectro cadavérico.
El aparecido llamó varias veces a una mujer por el nombre de María de los Remedios y luego por el de Manuela. La mujer descendía una interminable escalera mientras un insoportable cloc cloc sonaba en el piso superior, de donde provenía. De allí bajaban unos gritos que asustaban. Sonaba una renguera seguida de tres babas de diablo. Una perversión grababa seis prolijas marcas en el lado derecho de una pistola calibre nueve milímetros con una navaja Victorinox.
La mujer, que parecía un ama de llaves, se acercaba sumisa y sonriente a la famélica figura que agitaba un pañuelo blanco como si estuviera dando una señal incomprensible. Entonces lo giraba hacia un costado y lo untaba en aceites y perfumes, luego apoyaba sobre la incipiente herida un apósito de varias capas de gasa, y cuidaba con esmero maternal que esas pequeñas lastimaduras no crecieran hasta volverse peligrosas escaras que penetraran las famélicas carnes que apenas tapizaban el hueso de la artrítica cadera.
Eso despertó la femenina curiosidad de Amanda, quien se acercó a los insólitos viajeros para observarlos de cerca. Veía el hueso pelado, la piel soportando el rigor de los isquiones en una posición que bien podría cortar los tejidos, pero sin sufrir laceraciones significativas. Seguramente se trataba de un milagro, creyó Amanda llevada por la escena. Luego miró el rostro del espectro. Apreció sus dientes podridos, sus lagrimales resecos, su ajada piel.
El anciano empezó a parlotear como si estuviera dirigiéndose a un auditorio. Mientras discurseaba agitaba aún más su pañuelo blanco y un grupo que se hacía llamar chispero rodeó al espectro con solemnidad y se puso a sus órdenes. Alguien dijo desde el fondo de una historia “hay que esperar que las brevas maduren”.
Lo último que escuchó fue “nueve buscan once. Nueve por once es el camino.”, pero no comprendió el significado del mensaje. Se despidió de un hombre que llevaba una marca en el rostro. Y mientras se alejaba en un automóvil, desenrolló un papelito apenas del tamaño de un envoltorio de caramelo que el marcado le dio antes de que partiera. Leyó lo que allí estaba escrito, escucho el trueno de la luna que se le venía encima y lloró como no lo hacía desde la infancia.
Despertó en medio de una extraordinaria confusión, zamarreada por el hombro. El viejo, la mujer, el ruido del cloc cloc sonando desde sus misterios, el hombre con la marca en el rostro, el papelito del tamaño del envoltorio de un caramelo y sus lágrimas desaparecieron de golpe.
Miró extraviada al hombre real, al hombre gordo y corpulento de aspecto sencillo, vestido con un uniforme gris y que llevaba una gorra con visera del mismo color, que la zamarreaba para que despertara de su pesado sueño. El tren se detuvo en ese mismo momento en la estación en que Amanda debía descender. El silbato sonó y alguien gritó el nombre de la estación con todas sus fuerzas.
—¡Eh! ¡Muchacha! ¡Despierte! Tiene que bajar. ¡Despierte! ¡Despierte! –y mientras la sacudía con fuerza, el inspector le gritó su nombre varias veces con toda su ronca voz de bajo para que se despabilara. “¡Amanda! ¡Amanda!” Repitió a viva voz.
Tuvo suerte que la reconoció y que sabía muy bien donde bajaba, de lo contrario, habría llegado al fin del recorrido en el extremo de ese suburbio que se hacía campo en donde no conocía a nadie y nunca había estado.
La ayudó a levantarse y caminar en dirección a la puerta de la salida del vagón. El cuerpo le pesaba y no podía mover sus piernas con la agilidad, estaba entumecida y paralizada por la resaca de su sueño.
Logró descender ayudada por el inspector porque sola no lo hubiera podido lograr. Pero no alcanzaba hacer pie porque el tren había empezado a moverse para continuar su viaje. Cuando quería apoyar sus dos pies sobre el piso del andén, el movimiento de la formación le impedía afirmarse.
Su brazo permanecía aferrado por la manota del hombre, quien no se animaba a soltarla, temiendo que la muchacha perdiera la estabilidad por completo y cayera bajo las ruedas del tren. Cuando la formación tomó mayor velocidad debió soltarla porque terminaría arrastrándola peligrosamente. La lanzó procurando alejarla del vagón, ella hizo varias cabriolas tratando de sostenerse en pie hasta que se fue al piso. Cayó despatarrada, y aunque quiso incorporarse no logró ponerse de pie. Permaneció sentada mirando cómo se alejaba el tren sonando su silbato. Pudo ver al inspector asomado aún a la puerta del vagón inquieto por su suerte.
Otros pasajeros que ya habían descendido y estaban por abandonar el andén, llegaron a su lado para ayudarla. La llamaban por su nombre y todos le preguntaban al mismo tiempo cómo se sentía. Pidió con un gesto que la ayudaran a incorporarse. Ya de pie, se acomodó la ropa, arregló como pudo su cabello pasando su mano por su cabeza, revisó que nada se hubiese perdido de su pequeño bolso, y luego les pidió a los vecinos calma y trató de tranquilizarse y tranquilizarlos.
—Solo fue un susto –dijo sin convencer a nadie.
—No te rompiste la cabeza de milagro. –Uno de los hombres que aún la sostenía por un brazo la observaba con detenimiento, no estaba convencido de que la muchacha hubiera salido ilesa de esa rodada.
—Debería ir al hospital. –Una señora insistía.
—¡Pudiste haberte matado! –Uno de boina verde dijo con tono grave.
—Solo fue un susto, no me lastimé. –Porfiaba Amanda para tranquilizar a sus preocupados samaritanos. Recorría con la mirada y con sus manos los antebrazos, los brazos, los hombros, sus muslos, sus rodillas, seguida por todos esos pares de ojos que buscaban algún rastro sangrante del duro revolcón. Tocó su cabeza en varias oportunidades buscando algún chichón, pero sabía que no había golpeado con la cabeza el duro piso de hormigón. No presentaba heridas ni grandes raspones. Unos cuantos magullones en las piernas era el resultado visible de su caída. Cuando le preguntaron qué le pasó no sabía qué responder. La lipotimia fue responsabilizada por la caída. “Ha sido un síncope, ha sido un síncope”, repetía una abuela convencida de su diagnóstico. Pero Amanda sabía que era un episodio vinculado a su reciente experiencia con el hombre con la cabeza con forma de pepino.
No podía explicar a esos amables vecinos que la socorrieron ni la fatiga por su interrogatorio ni ese sueño tan extraño. La lipotimia podía quedar como única responsable y eso no arruinaría su reputación, al fin de cuentas, la lipotimia vino al mundo para desparramar a las personas de manera imprevista y dejarlas turulatas por los golpes que se daban al caer donde se hallaran.
Solo la dejaron seguir su marcha después de comprobar que podía valerse por sí misma. Algunos insistieron en acompañarla hasta su casita o de las hermanas alemanas, a donde sabían que la muchacha solía parar. Pero ella rechazó la posibilidad con amabilidad. Aceptó un caramelo de miel que alguien le arrimó ofreciéndolo como un santo remedio para los desmayos. Agradeció a los vecinos recuperando su sonrisa y muy despacio abandonó el andén en sentido a donde estaba su casa.
Pero no quería ir a su casa. Tampoco de las alemanas. Solo quería encontrar a su amor en la laguna.
Caminó lentamente por la calle de tierra en esa dirección. El sol caía a pique y mordía la tierra endurecida del calor. Desde la distancia llegaban sordos ruidos de metales chocando unos contra otros. Y más atrás de esos roncos ruidos ferrosos, el murmullo de maderas que se precipitaban desde sus alturas casi centenarias. Amanda olía el perfume de las enramadas que removían los límites de las aguas que se hacían barrosas a medida que los trabajos avanzaban.
El paisaje que encontró fue de llanto. Decenas de obreros talaban los altos árboles empezando por sus fantásticas ramas, subidos en aquellas alturas magistrales. Los árboles lucían pelados de abajo a arriba, como oscuras columnas hacia el cielo, esperando el asalto final de los hacheros.
Abajo, los camiones llegaban cargados desde el fondo de los cuarteles, algunos con escombros y otros con tierra. Desde la mañana temprano estaban rellenando la laguna y, con la intensidad y dedicación con la que trabajaban, de seguro al día siguiente no quedaría de ella más que una pasta barrosa resecándose al sol.
Los golpes celestes de cielo se esfumaban tras las densas columnas de polvo que se alzaban cada vez que un camión soltaba su carga. Luego, como una alimaña descomunal, una pala mecánica esparcía la carga, distribuyéndola de manera pareja para que unos pisones del tamaño de unos elefantes, apisonaran esas tierras y esos cascotes nivelando la tierra.
En el lado opuesto a donde estaba parada Amanda y miraba absorta e incrédula a esos invasores de overoles marrones y borceguíes de cuero reseco, un gran cartel anunciaba el loteo de todas las hectáreas.
No solo su amor no estaba allí como hubiera deseado, sino que la laguna de su infancia desaparecía al impulso del negocio inmobiliario.
Era una muerte completamente inesperada, sin aviso. Como una puñalada a traición, así sintió el filo del hacha que desmontaba a rabiar las arboledas menores de la altura de un hombre, junto con la guadaña que sesgaba las matas verdes que rodeaban ceremoniosas las riberas ya turbias de las aguas.
Fin de las fraternidades de los sapos, de los galopes de las hojas en las ramas, de los estampidos de polvo y los relámpagos de piedra. Fin de aquel tiempo del sonido azul del cielo sobre el agua, del secreto juego de la infancia y del secreto amor en la piel de los susurros, de las caricias mano a mano, del rocío en los besos de los labios mojados en las bocas. La pequeña fauna de la laguna huía despavorida de toda esa destrucción, y la primavera caía tumbada definitivamente, a ella una capa de concreto le organizaría un sarcófago empapado en total silencio. “¿Y mi corazón? ¿Y mi amor?”, pensó para sí Amanda, pero no tenía respuestas.
Ya no sería más un recatado pueblo a la vera del ferrocarril diseñado para albergar las felicidades de unas pocas familias de trabajadores.
No tenía nada que decir entonces, el viento que llegaba de cal, de piedra, de arena y movimiento, cerraba con su polvo la cicatriz de las calles aledañas que se rendían al asfalto que se les prometía en breve. Una levadura rocosa brotaba una extensión de cemento que ocultaba ese cráter de agua ensimismada definitivamente. Todo había cambiado y su amor no llegaba desde ningún lado. Con esa ausencia que no podía explicar, que no sabía explicar, también parte de su propia historia se desvaneció como el polvo que se esparcía en todas direcciones.
Antes de partir miró por última vez a la laguna o lo que quedaba de ella. Los obreros la miraron extrañados de su presencia y ella les devolvió una mirada que los hombres no se atrevieron a sostener. A pesar del trajín se hizo un silencio extraordinario y todos permanecieron expectantes de lo que creían estaba por ocurrir.

Pero Amanda quiso hablar, pero no pudo.
Pero Amanda quiso llorar, pero no pudo.
Pero Amanda quiso gritar, pero no pudo.
Pero Amanda quiso correr, pero no pudo.

Volvió sobre sus pasos y se fue para ya no volver.


[1] Ídem.

[2] Ídem.

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