Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.13 (2) «El favor de los astros»

Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.13 (2) «El favor de los astros»

El funcionario era de aspecto monacal. De talla pequeña, algo encorvado, de cabeza algo mayor al tamaño de un membrillo, cabello negro (parecía teñido), rostro afilado y sonrisa torva. Sus orejas eran muy pequeñas, de gnomo, pero su nariz larga y puntiaguda. Debajo de ella, un par de labios cetrinos predecían un mentón que salía algo de los límites de la cara, hacia adelante, como avanzando hacia su interlocutor de manera amenazante. Abajo, un pescuezo no demasiado largo, pero bastante arrugado, interrumpido por una nuez de adán muy desproporcionada, del tamaño del puño de un niño. Llevaba un traje marrón oscuro, camisa blanca y corbata al tono. Su perfume, que a Amanda le resultó desagradable, invadió el despacho haciendo más irrespirable el aire condensado allí dentro.

Llevaba puestos unos anteojos negros por lo que Amanda no podía distinguir el color de sus ojos ni si la estaba mirando o no. Respiraba con cierta fatiga, tal vez afectado por el caliginoso aire de la pequeña oficina.

De un cajón de su escritorio sacó un sobre que contenía varias hojas de formularios que acomodó en perfecto orden. Luego, de otro cajón, el que estaba en el centro del mueble, extrajo cuatro lapiceras de pluma y cuatro tinteros. Los recipientes tenían cada uno un color de tinta diferente, rojo, negro, azul y verde. Los acomodó a su derecha, a su frente, cerca del borde posterior del escritorio, a la izquierda de Amanda, quien pudo distinguir la diferencia de los colores con facilidad, pero no podía imaginar qué iría a escribir con los diferentes colores de tinta. Pero el hombre solo habló, no precisó ni de las plumas ni de los tinteros.

—Buenos días Amanda. –La saludó con cortesía.
—Buen día, señor. –Respondió algo nerviosa.
—Vamos a tener una… –calló repentinamente, como si buscara las palabras adecuadas–, ¿conversación?, sí, conversación, para completar el juicio que tenemos de usted a partir del primer cuestionario que completó días pasados.
—Cómo usted diga, señor.

—No vaya a creer que nuestro conocimiento de sus aptitudes se limita al cuestionario anterior y a este que está por someterse. Tenemos otras referencias suyas, todas muy buenas –le dijo señalándola con una mano como si deseara aproximar esa buena calificación hasta el lugar en que ella estaba sentada–. Yo tengo la responsabilidad de evaluarla, de apreciar su comportamiento, sus gestos, su forma de hablar, su manera de razonar, de reaccionar, en fin, todo lo que me indique o sugiera aspectos no tan evidentes de su personalidad. A veces en los silencios o en las deliberadas evasiones, se encuentran más datos de una persona que en sus respuestas directas. Como dicen los que experimentan a diario con las reacciones humanas, muchas veces un gesto dice más que mil palabras. –Amanda siguió con atención el discurso del funcionario que parecía entusiasmarse con sus propias palabras.

—Por lo que puedo apreciar en este formulario, hay una cantidad de preguntas que ya le hizo el entrevistador de la oficina de personal –entrecruzó sus dedos mientras parecía seguir leyendo el formulario lleno de observaciones mecanografiadas–. Son preguntas de rigor para una primera entrevista. Muchas deben haberle parecido a usted triviales, y otras difíciles de comprender su sentido último, o directamente descabelladas.

—¿Cómo las preguntas sobre el origen judío de Rubinstein y Einstein?
—No precisamente. –Amanda asumió su desacierto con resignación. Pensó en no abrir la boca, pero la traicionó su carácter–. El asunto de los judíos es un problema notable pero que no está a consideración hoy, en esta instancia. Tal vez le toque en alguna oportunidad ahondar sobre ello.
¿—Sobre la cremación de mi madre? –preguntó tímidamente.
—Asunto sensible para usted, del que preferiría no hablar para no distraernos de nuestro verdadero cometido. –Amanda consintió con un leve movimiento de su cabeza.

—Esta entrevista, desearía, la tome más que como un interrogatorio entre un examinador y una persona a ser examinada, como un vehículo entre usted y su futuro, entre usted y sus posibilidades de participar de una empresa única, extraordinaria. Si usted supera la prueba, que es en realidad más que nada una prueba de carácter, se abrirán las puertas para acceder a un misterio inexplicable, pero del que somos los celosos custodios para impedir que su nociva influencia altere definitivamente el curso del devenir histórico. Quiero que sepa que usted no está propuesta para una tarea menor. Por el contrario –y alzando su dedo índice exageró con el gesto y la palabra–, ¡muy por el contrario! Quienes han apreciado sus antecedentes familiares, sobre todo los de su familia paterna, su formación y su carácter, creen que usted es la persona más adecuada para una de nuestras extraordinarias y más significativas tareas.

Y usted se interrogará sobre ellas. Y es absolutamente lícito que lo haga. Mucho se ha dicho sobre nuestras misiones y mucho de lo dicho se lo ha hecho con verdadera elocuencia y hasta con verdad, basando el juicio en los hechos que es al cabo lo que le interesa a la Nación. Nuestra misión las más de las veces ha merecido severos comentarios, palabas severas, incluso a veces mortificantes, y que la historia recogerá para vergüenza de unos y honor de otros.

Amanda estaba impresionada de las palabras del examinador quien parecía mirarla a través de sus lentes oscuros, directo a sus ojos, mientras su mecánica lengua desenrollaba un discurso difícil de digerir.

—Usted me exigirá que ahorremos palabras. Bien, hagámoslo. Ahorremos palabras. El tiempo es corto, la tarea larga y ardua. Los minutos se escurren de nuestras vidas como la minúscula arena entre los dedos de la mano.

Usted deberá llegar por sí misma a comprender qué es lo que queremos de usted, ¡qué es lo que esperamos de usted! –exclamó con excitación–, qué es lo que deseamos que intente, qué es lo que anhelamos que ejecute con plena conciencia de su extraordinaria misión. Atravesamos momentos definitorios en la historia de nuestra patria, desearía poder inculcarle la angustia que provoca en hombres como yo ese estado definitorio que nos embarga entre la grandeza y el derrumbe de los valores por los que hemos vivido y arriesgado la vida. De un lado –y señaló hacia la derecha–, la resaca de la tiranía del tirano depuesto, y del otro –señaló hacia la izquierda–, la argucia del comunismo transnacional, que aspira a quebrar nuestra voluntad, nuestro ánimo, nuestra democrática tradición surgida de los crueles combates de la guerra civil y plasmados en nuestro texto constitucional de 1853, cuando los libertadores agrupados en el Ejército Grande Aliado Libertador acabaron con la tiranía. Pero el comunismo, señorita, por sobre todas las cosas, aspira a liquidar nuestra fe en Dios y en las enseñanzas que Jesucristo nos dejó y por las que fue crucificado. El comunismo transnacional pretender liquidar nuestro ser espiritual, nuestro ser religioso. Hombres sin fe en dios, fáciles de manipular para el nefasto materialismo. –El funcionario aspiró con fuerza el aire caliente del cubículo, contuvo la respiración por un largo minuto y bajó apenas un par de centímetros sus anteojos negros para observar sin la distorsión del cristal el rostro de la muchacha. Luego dijo:

—Amanda…

—¿Señor?

—Usted sabe de qué hablo porque enriqueció su fe cristiana en el claustro monacal de las Hermanas donde se coligió como pupila. –Amanda solo pudo recoger sus hombros como toda respuesta. Era incapaz de hilvanar una frase de aprobación a ese juicio de valor sobre sus años de pupilaje.

—Hemos restituido el orden constitucional quebrado por los oportunistas y los demagogos agazapados tras la figura del tirano, y puesto fin al compendio de banalidades y mentiras que se aprobó en 1949 en una constituyente amañada, contrariando los principios liberales caros a la más sana tradición argentina.

Enarbolo en mis manos la solicitud en que usted reclama ser admitida en esta institución trascendente para los destinos de la patria, y la alzo como un estandarte de triunfo de la juventud argentina comprometida con los valores que el occidente productivo y la fe religiosa de nuestros mayores, nos han provisto para emprender las más vigorosas empresas y los más temibles desafíos. Veo que usted, señorita, ha leído en los grandes libros de la humanidad las enseñanzas del entusiasmo por las grandes y nobles causas que deben hacer triunfar el derecho de la razón y el de la fuerza. En esta mano la razón –dijo mirando su mano derecha– y en esta otra la fuerza. El equilibrio entre la razón y la fuerza ha sido el logro de nuestros prohombres. Y solo cuando el enemigo artero y la confabulación criminal nos lo han exigido, la razón ha sido desplazada por la fuerza el tiempo que fue necesario, hasta reponerla en el trono de la dignidad que le corresponde.

Amanda apenas respiraba mientras el hombre seguía con su discurso. Ella mordisqueaba sus labios tratando de mantener la compostura y comprender la lógica de la arenga que le estaba dando el burócrata cuyo aspecto contrastaba decididamente con la de aquel interrogador de cabeza de pepino y nariz de roedor.

—A usted le toca vivir en un momento especial de nuestra historia. Tiempos de lucha y arduo trabajo, tiempos difíciles, menos gloriosos, pero no menos trágicos que otros períodos de nuestra historia política; y no menos duros en la acción sin tregua, no menos fecundos en el orden de las aspiraciones reparadoras que deben unirnos, y que nos congregan aquí, ahora, a usted, a nosotros, a quienes esperan de usted con esperanzas ilimitadas que alimente las sanas inspiraciones del sano patriotismo.

Amanda: usted debe reconfortarse y confortarnos, su corazón debe ser una ofrenda en el altar de la patria, su abnegación nos hará vibrar de entusiasmo.

Somos los continuadores del progreso común que se elabora de generación en generación, manteniendo la solidaridad moral, propia de los espíritus fuertes, sin perder nunca los grandes rumbos ni los grandes objetivos que perseguimos con fe infinita y aliento renovado, en medio de esta confusión de los principios conculcados.

Nuestra tarea es ímproba y arduo el problema que tenemos que resolver y el que le vamos a encomendar luego de completar el curso de estudio e iniciación al sistema nacional de seguridad, pero por eso mismo, el mayor esfuerzo de su parte ha de redituar en el mayor resultado para todos.

Sepa que a los grandes fundadores de nuestra patria los tocó en suerte darle su independencia y echar los fundamentos inconmovibles de la república democrática. A nosotros velar por ellos, cuidar su legado, y seguirlos a donde nos señalen las circunstancias. Si usted decide sumarse a nuestra institución, si usted decide mantener y defender nuestra institución que es base de todas las instituciones de la nación, porque nuestra labor está en la base del ordenamiento judicial, del proceso legislativo, del sistema ejecutivo, repito, si usted decide sumarse a la lucha contra las tiranías para asegurar la libertad y el bienestar de todos y para todos, entonces se estará incorporando al estrato más selectos de las personalidades que en silencio, de manera anónima y sin esperar ninguna gloria personal, han labrado y labran el más venturoso porvenir imaginable.

La obra en que estamos empeñados requiere tanto fortaleza como abnegación, porque somos los jornaleros que labramos la grandeza en silencio, porque representamos el ideal que es el espíritu inmortal que anima a todas las cosas, ideal que procura dar cuerpo al grito de más libertad y más justicia, que viene de abajo, desde las raíces mismas de la realidad nacional, para que ascienda hasta las alturas de las responsabilidades para bien y honor de nuestros contemporáneos.

No somos náufragos en naves desmanteladas, que marchamos acaso a merced de los vientos. ¡No! ¡Para nada! Somos los conductores de la nave que lleva los destinos de todos, y que debemos conducir a buen puerto para salvaguardar las instituciones de la República. Somos la esperanza. Sea usted, Amanda, la esperanza, súmese a esa esperanza desde su extraordinaria juventud, fresca inteligencia, indoblegable voluntad.

La vida sin lucha y sin trabajo, Amanda, no merece ser vivida. En pro del bien que da su razón de ser a todos los comprometidos con la causa, que da el temple a las almas y al pueblo su destino glorioso. Luchemos y trabajemos juntos, muchacha. El triunfo final es nuestro.

Dicho esto, el funcionario se puso de pie, tendió su pequeña y huesuda mano a Amanda quien, algo desorientada, respondió ofreciéndole la suya, y con un suave apretón de manos se despidió, retirándose por la puerta que estaba detrás suyo. Amanda quedó en ascuas, sin saber si eso había sido todo o debía atenerse a algún otro procedimiento o interrogatorio. Sudaba. El aire se había puesto más denso que cuando ingresó y la perorata del burócrata parecía haber quedado flotando en el ambiente y elevaba la temperatura en varios grados. Esperó no sin precaución.

El tiempo transcurría y seguía allí sentada sin tener la menor idea de qué debía hacer. ¿Marcharse? ¿No podría ello entenderse como que había renunciado a su solicitud de ingreso? ¿Quedarse y parecer que no había comprendido absolutamente nada de lo que el funcionario le dijo durante su largo discurso? Pensó que tal vez debería asomarse por la puerta por la que el hombre había salido hacia un lugar desconocido, pero temía que eso quebrara alguna disposición, algún reglamento sobre el comportamiento de los visitantes dentro de ese elefantiásico edificio.

No podía precisar cuánto tiempo estuvo sola, sentada en la incómoda silla mirando la puerta que estaba a su frente, padeciendo la luz sobre su cabeza como si empezara a pesar como un cuerpo sólido. Cuando ya desfallecía por el calor y por la sed, reingresó la secretaria quien cómplice le guiñó un ojo, y la invitó a completar otros formularios. En esa ocasión eran realmente muchos. En todos había que completar las respuestas sobra las líneas punteadas.

Su lectura le planteaba un gran esfuerzo que no sabía si estaría en condiciones de realizar. Pero suponía que mucho mayor sería el de escribir de puño y letra las respuestas. El calor la abrumaba, la sed no la dejaba concentrarse, y temió terminar rodando al piso, como ocurría en las fatigosas misas en ayunas de mañana muy temprano, a las que concurrió obligada por las monjas del internado, cuando era una niña, y que tenían por destino la sala de enfermería, junto a otras muchas niñas que, como ella, no podían sortear con éxito la prueba de la misa y el hambre combinados.

Cuando estaba decidida a deshacerse de las interminables planillas y marcharse por donde había venido lo que hubiera significado asumir su fracaso, entró al pequeño despacho aquel primer burócrata, el joven de la cabeza con forma de pepino y nariz de roedor, quien se acomodó en su silla, destapó los cuatro tinteros y acomodó delante de cada uno de ellos una lapicera. Arrebató las planillas que la mujer le entregó a Amanda en mano, las ubicó a su derecha y de esa pila extrajo la primera de todas ellas que tenían mecanografiadas las preguntas.

Amanda escuchó la nueva monserga, pero casi desfalleciente. No estaba en condiciones de afirmar si lo que escuchaba era real o solo producto de su imaginación alucinada por el calor sofocante del cuartucho y el ayuno que arrastraba desde hacía horas.

—¿Hayden o Mozart? ¿Bach o Beethoven? ¿Bruckner o Wagner? ¿Strauss o Mahler? ¿Igor Fedorovich o Dimitri?
—Fyodorovich… –Lo corrigió en un acto reflejo. No pensó en corregirlo voluntariamente, se comportó como un autómata.
—¡Ah! “Fyodorovich”. ¿Habla ruso? –El hombre inquirió sibilino. Amanda no comprendía demasiado de qué se trataba ese interrogatorio.
—No hablo ruso.
—Los comunistas se infiltran de modos muy extraños, peligrosos.
—¿Esto tiene algo que ver con mi solicitud de ingreso? No comprendo bien a qué se refiere.
—¿Quiere una explicación?
—Podría ser.
—¿A dónde cree que vino, señorita? –Amanda iba a responderle, pero el hombre la interrumpió.
— No pregunte, no cuestione, solo piense. Acostúmbrese a responder, no ha preguntar. Acostúmbrese a obedecer y no a pedir explicaciones. Acostúmbrese a no pensar, otros lo harán por usted. Le repito mi primera pregunta: ¿Igor Fedorovich o Dimitri?
— Mamá me habló desde que nací entre tres idiomas.
— ¿A quién quiere ser útil?
— ¡Herética! ¡Debería convertirse en estatua de sal como Edith!
— ¿Todo? ¿Incluso no ver más a su padre ni a su hermano?
— Cientos de veces. –Amanda frotó su frente con una mano. Lamió sus labios y sacudió la cabeza tratando de despejarse. Estaba algo obnubilada. Miró a su interrogador y lo notó más parecido en esa oportunidad a un deforme roedor, recordó a la secretaria que le advirtió de ese raro animal provocador. El hombre quedó expectante de sus palabras.
— ¡María! ¡La jorobada! ¡La gibosa! ¡Chepa! ¡Chepa! ¡Bola de grasa! –Exclamaba el inquisidor y hacia gestos ridículos para acentuar el tono burlesco que adquirió para referirse a la monjita muerta.
— ¿Eso le pareció horrible? ¡Usted no sabe lo que es horrible! La subsistencia del Estado a veces exige ese tipo de acciones y mucho peores. –Amanda logró controlar ese rictus que aparecía en su rostro cuando algo realmente la disgustaba.
— ¿No desea tener hijos? –Volvió a preguntar aún más colérico.
— Soy horrible si usted lo dice.
— ¿A usted misma? ¡Tan importante se cree! Usted no vale nada. ¡Usted no vale un carajo! ¡Un soberano carajo! ¿Me oyó? ¡Es una simple comemierda! A nosotros, que usted se sienta defraudada nos importa una mierda. El problema es si defrauda a la institución, porque la institución está por encima de todas las cosas, salvo de Dios.
— No me responda como un autómata. ¡Piense! ¡Piense!
— ¡Ese no es su nombre, mentirosa!
— Usted no va a pasar el examen de virginidad, lo sabemos.
— ¿Está segura que ese es su nombre?
— “Pero” una mierda. Aquí no hay ningún “pero”. Acostúmbrese a escuchar una orden y acatarla. Aquí no hay lugar para el libre albedrío ni la disidencia, este no es el internado de las monjas donde puede hacer un caprichito y luego irse a tocar el organito con un viejo loco. Esta es una institución militar. La democracia es la enfermedad terminal de nuestra sociedad y el abono del comunismo. ¡Nada de democracia! ¡Nada de comunismo! Nuestro objetivo es perpetuar el orden natural de las cosas y no asistir a su destrucción. Si hace falta bombardeamos la Plaza de Mayo de nuevo y matamos quinientos o mil, lo que sea necesario. Aquí la democracia no tiene lugar. Odiamos la democracia. Si quiere democracia, váyase a comer mierda a su horrible villorrio, y si no, espere que bombardeemos la Plaza de Mayo y vaya a juntar cabezas para besuquear. –El hombre cargó la pila de formularios y salió intempestivo por la puerta por la que había entrado.
Al dejar el despacho el burócrata, Amanda suspiró aliviada. Se concentró con un gran esfuerzo en el color de cada subrayado. Esos datos le daban una idea aproximada de qué contenido era el perfil de su personalidad que habían elaborado.

— Dimitri…

— ¡Dimitri! ¿Claro! –Subrayó con rojo la respuesta–. ¿Tal vez influencia materna? –preguntó irónico, mientras frotaba con su carnuda lengua sus resecados labios–. Amanda nunca habló de música con su madre, murió mucho antes de que ella supiera las primeras notas de la escala musical.

— Nunca hablé de música con mi mamá.

— Lo sé. Lo sé. Se escuda en la muerta para disimular sus inclinaciones. Clara influencia materna. –Dijo el hombre y subrayó nuevamente con el mismo color. Parpadeó eléctrico como si padeciera algún tipo de desorden nervioso.

— ¿Música o matemática?

— Pitágoras.

— ¿Quiere parecer inteligente conmigo?

— No señor.

— Entonces responda mi pregunta: ¿música o matemática?

— Las dos por igual.

— Pitagórica. –Doble trazo verde, bien grueso.

— ¿Inglés o francés?

— Inglés y francés. –El hombre subrayó nuevamente con color rojo la respuesta.

— ¿Influencia materna?

— ¿En qué idioma puede mentir mejor?

— En los tres.

— ¿Miente a manudo?

— Si es necesario. –Subrayado rojo.

— ¿Por qué está aquí?

— Mi padre me habló de este lugar. Me dijo que podría ser útil. –El interrogador trazó debajo una línea verde.

— ¿Quiere ser útil?

— Por supuesto.

— A quienes ustedes me digan.

— ¿A Dios?

— A Dios.

— ¿Y si fuera el diablo?

— Al diablo.

— Dios o el diablo, ¿le da lo mismo? ¿Le parecen iguales?

— No son iguales, pero los dos tienen algo uno del otro. –Subrayó con rojo y triple línea.

— Usted se aproxima a la herejía con total desparpajo.

— Lamento que mi respuesta lo indujera a esa conclusión.

— ¡Herética!

—Soy creyente, señor.

— Dios no lo permita –imploró la muchacha.

— ¿Obediencia o desobediencia? –Amanda no respondía–. ¿Obediencia o desobediencia? ¡Responda! ¿Obediencia o desobediencia? ¡Responda, por favor! ¿Obediencia o desobediencia? –Insistió el burócrata alzando la voz y aturdiéndola.

— Obediencia. –Doble subrayado negro.

— ¡Mentira! ¡Usted ama la desobediencia! ¿O no obligó a su padre a retirarla del internado? ¿O no se escapó de su casa para no obedecer a su abuela? ¿O no se fue a vivir sola a una triste y pobre casita de madera en un villorrio de mala muerte?

— Obediencia.

— ¡Mentirosa! –doble subrayado negro.

— ¿Influencia materna? –Preguntó con ironía Amanda.

— No se haga la graciosa –respondió el burócrata–. Sigamos. ¿Calor o frío? ¿Mojado o seco? ¿Hablar o callar? ¿La fastidian los informes? ¿Y los uniformes?

— No tengo nada contra ellos.

— ¿Dejaría todo por una misión?

No tengo nada. Dejaría todo, sin dudarlo.

— Si, seguro.

— No le creo, usted no tiene carácter para no ver más a su familia.

— Lo que usted diga.

— Le hablo de una misión por la que ni siquiera se enterará de que ha muerto ni su padre ni su hermano.

— Si es necesario lo haría.

— ¿Cree que me va a convencer?

— No señor.

— ¿Iría a un lugar del que no podría regresar jamás?

— ¿El infierno?

— ¿Peor que el infierno!

— Si vale la pena.

— ¿El infierno valdría la pena para usted? ¿Y el cielo?

— Prefiero los infiernos que describió el Dante. –Subrayado rojo.

— ¿Leyó la Biblia?

— ¿Hay alguna explicación para que unas respuestas las subraye con rojo, otras con azul o verde o negro? –Amanda se atrevió a preguntar contrariando la orden de su interrogador de limitarse a responder.

— Si, la hay.

— ¿Me la podría decir? Por favor.

— No. No solo no puedo decírselo, sino que tampoco quiero. ¿Algún problema?

— No señor. –Amanda disimuló su fatiga y desorientación. El hombre escribió: “Clara influencia materna”. Y lo subrayó con color rojo.

— ¿Cómo se lleva con las tareas domésticas?

— Sé hacer de todo. Fui pupila muchos años en un internado de monjas.

— Lo sé, lo sé. Usted las odiaba, las consideraba rufianes con cofia.

— Salvo a María.

— Se llamó María. –Lo corrigió Amanda.

— ¡Qué María ni qué María! ¡Jorobada! ¡Deforme! –Amanda se sintió incómoda. Pero esquivó la provocación–. Murió decapitada. Mejor si le hubieran amputado la joroba, ¿no le parece?

— Fue horrible.

— Pero si usted jugaba con la cabeza de la decapitada. –El hombre le dijo avanzando sobre el escritorio para quedar a pocos centímetros del rostro de Amanda.

— No, solo la acariciaba, no jugaba. –Amanda se echó hacia atrás para alejarse de ese aliento ácido que el interrogador exhalaba.

— ¡Qué asquerosa! ¡Jugar con una cabeza! ¿Le gusta la gente decapitada por la carcasa metálica de una bomba de 250 libras?

— Me pareció horrible.

— ¿Estaría dispuesta a matar para defender al Estado? ¿O también cree que es horrible?

— Si estuviera en juego mi vida, seguro.

— ¿Y a quién le importa su vida? Le pregunté por el Estado, no por su miserable vida.

— Tal vez.

— ¿Tal vez? ¿Tal vez qué?

— Tal vez. –Insistió Amanda que no sabía muy bien qué responder.

— Usted no podría ni matar una mosca. Preferiría comer mierda antes que matar a alguien. Es una sensiblera que se masturba en la cama. –Amanda sacudió su cabeza en señal de rechazo.

— Soy como una mosca.

— Claro, como lo que es, una mosca comemierda.

— Como una mosca.

— ¿Cuántos hijos desea tener?

— No deseo tener hijos.

— ¿No desea tener hijos? –Preguntó crispado el interrogador.

— No señor.

— No señor.

— ¡¿No desea tener hijos?! –Gritó desencajado.

— ¡No señor! ¡No deseo tener hijos!

— ¿Pero qué clase de mujer es usted?

— De las que no sirven para ser madre.

— ¿Y cómo lo sabe si apenas una nena con pretensiones de adulta?

— Lo sé, siempre lo supe.

— Así que usted no quiere tener hijos porque no sería una buena madre. Usted reniega del don más apreciado que Dios le dio a la mujer, ¡ser madre! ¡Madre! Y lo dice como si nada, como si hablara de comprar un kilo de pan.

— Solo dije que no quiero tener hijos.

— ¡Horrible! ¿Me escuchó? ¡Desnaturalizada!

— Si señor.

— ¡Es usted horrible! ¡Trastornada!

— ¿Qué carajo quiere, señorita? ¿Qué carajo quiere?

— Quiero muchas cosas, pero hoy quiero una sola.

— ¿Dígamelo?

— Ser aceptada aquí.

— ¿Y cree que vamos a aceptar a una persona insignificante como usted? ¿Una mujer desnaturalizada? ¿Qué reniega de su maternidad? ¿Una vulgar mujerzuela que no quiere tener hijos? ¿Qué odia ser madre? ¿Una triste e insignificante mosca comemierda? ¿Por quién nos tomó, por una manga de boludos?

— No señor.

— No mienta más, confiese la verdad.

— Haré la posible por no defraudar.

— ¿A quién teme defraudar?

— A mí misma.

— Si señor.

— Usted no vale nada. ¿O quiere ponernos a prueba?

— No señor.

— ¿Le gusta correr riesgos?

— Si, mucho.

— ¿Y cómo sabe que va a salir sana y salva de aquí?

— Porque ustedes me necesitan.

— ¡Claro! ¡Acá tenemos una imprescindible! ¡El cementerio está lleno de imprescindibles! ¡Es bueno que se entere!

— Si señor.

— Me ordenó que no pensara.

— Pero ahora le ordeno que piense. ¡Piense! ¿Puede pensar con ese pequeño cerebro de moco que tiene dentro de su deforme cráneo?

— Si señor.

— ¿Usted quiere ingresar a la institución?

— Si señor.

— Le esperan dos años duros de entrenamiento. Al lado de lo que le van hacer en el campo de adiestramiento el pequeño maíz en sus rodillas le va a parecer una bendición.

— No me importa, lo acepto.

— ¿No le importa? ¡No me mienta más! ¡Nadie acepta que le claven maíz en las rodillas! ¡Nadie quiera que le rompan el culo a patadas durante dos años de entrenamiento! A lo sumo lo soporta, mientras se llena de odio contra sus torturadores. Usted va a llegar a odiarnos.

— No señor, nunca odiaré a la institución.

— ¡Diga su nombre!

— ¡Amanda!

— Me llamo Amanda.

— ¡Amanda! ¡Amanda! La que merece ser amada.

— Amanda.

— ¡Qué mujer patética y ridícula! ¡Amanda! ¡Amanda! –Gritaba el inquisidor chillando agudo tratando de imitar la voz de una mujer–. ¿Y su amante secreto dónde está? ¿O se fue sin darle aviso?

— No tengo ningún amante.

— Mentira. Mentira. Mentira.

— No tengo ningún amante.

— ¿De qué me habla? –Amanda tuvo una expresión de horror.

— ¿De qué le hablo? A las aspirantes aquí se le revisa el himen, si está roto, ¡afuera, puta! ¡Afuera puta! ¡No queremos putitas! ¡De eso le hablo!

— No soy prostituta.

— Veremos su himen.

— Mi himen está intacto.

— Yo mismo se lo voy a revisar cuando sea oportuno.

— Mi himen está intacto.

— ¡Mentirosa! ¡Mentirosa! ¡Deje de mentir! ¿No le da vergüenza? Le vuelvo a preguntar: ¿y su amante secreto dónde está? ¿Desapareció? ¿La dejó sin su virginidad y sola como una hembra insatisfecha? ¿Dónde está su amante, señorita?

— No tengo ningún amante.

— ¿Y a quién le escribe esos poemas de amor?

— Yo no escribí ningún poema, señor.

— ¡Uh! ¡Qué mujer mentirosa! ¡Dígame su nombre!

— Amanda.

— Estoy segura, señor.

— ¿Cuál es su apellido?

— Da Silva.

— ¡Da Silva! ¡Da Silva! ¡Falso! ¡Falso! ¿No se da cuenta que es un apellido falso?

— Me llamo Amanda Da Silva. –El interrogador subrayó con azul la respuesta.

— Amanda Da Silva. Hija de Anita Crupasga. Hija de Miguel Da Silva. Todo falso, todo falso. ¡Falso! Nombres, apellidos, religión, sentimientos. Falso. Usted no existe, señorita. Es un invento. Quédese ahí sentada y espere.

— ¿No podría salir al pasillo? Aquí me ahogo.

— No, debe quedarse aquí y esperar el tiempo que sea necesario.

— Pero…

Rojo: ¿significaba alerta? Siempre vinculado a “clara influencia materna”. Anita estaba asociada al color rojo y ella a Anita. El hombre nunca la asoció a Miguel. En la primera entrevista dijo que no sabía de quién se trataba y le devolvió despectivo la tarjeta personal de Miguel. ¿Eso significaría algo que ella no alcanzaba a comprender?

Negro: ¿falso? ¿Cómo sabía ese tipo de su amor en la laguna? ¿Cómo podría saber el burócrata que ella escribió unos poemas? Y si sabía eso, sabía que le estaba mintiendo.

Verde: ¿satisfactorio? Subrayó con verde cuando comprobó que las respuestas eran las esperadas.

Azul: ¿Qué significaba azul? Solo subrayó la respuesta sobre su nombre con ese color. ¿Qué importancia podía tener la respuesta sobre su nombre?

Estaba realmente agotada. El color era insoportable y la sed la atormentaba. Creyó que iba a desmayarse. Cuando sintió que sus fuerzas llegaban al límite, entró sonriente la mujer de la risa siniestra.

—¡Extraordinario! –Le dijo y aplaudió–. ¡Perfecto! ¡Perfecto! Todos salió bien como predijeron los astros. Los astros han sido testigos de tu éxito.

Amanda recordó las advertencias de la mujer. Soportó sin perder la calma los largos minutos de humillación al que la sometió su interrogador. Luego de escuchar a la mujer celebrando su éxito trató de decir algo que tuviera algún sentido.

—¿Entonces él hará un buen informe sobre mí?

—¿Este hijo de puta? ¡No! ¡Para nada! Es un misógino de mierda, un maldito desgraciado. Ese va a escribir pestes en contra tuyo. Anda por los pasillos gritando “¡las mujeres son una calamidad! ¡las mujeres son una calamidad!”. Solo le interesa la humillación total de las mujeres a las que nos considera seres inferiores, un poco por encima de los monos, solo capaces de cocinar, lavar la ropa, criar hijos y vaciar sus testículos. Vos sabrás disculpar lo que te voy a decir, pero no encuentro mejores palabras que estas.

La bella señora, a medida que su lenguaje se volvía más vulgar, perdía la compostura e iba abandonando ese aspecto pulcro y sacramental que Amanda le conoció al principio, dejando paso a una apariencia ruda, de severos gestos cargados de femenina ira. Todo su cuerpo se transformaba a medida que hablaba del burócrata de cabeza de pepino y nariz de roedor.

—Dicen los que lo conocen desde hace tiempo, que anda con un grupo de tipos todos misóginos, pero que en realidad son todos putos, putos reprimidos, que cogen entre ellos, pero para mí, a estos, les cortaron el pito y los testículos apenas nacieron. Se los cortaron y se los tiraron a las ratas que primero comieron esa flácida carne, pero luego lo regurgitaron porque eran repugnantes, hedían a mierda vieja, tejidos fofos, podridos, inmundos. No tienen ni testículos ni pene, mean por el tubito de una birome. –Amanda miró hacia un costado, desconcertada por lo que la mujer le decía de su interrogador–. Va a decir cualquier porquería de vos, nena, porque es un hijo de puta. Ni lo dudés. ¡Un flor de hijo de puta! Pero acá lo único que importa es lo que te dijo “El” jefe, –con su dedo índice señalo hacia arriba–, el de los anteojitos negros, el almirante, porque ese es almirante que está en contacto con todos los astros.

—¿Almirante? Creí que era solo un funcionario, no parecía militar.

—¡Ah no! ¡Flor de militar! Las apariencias engañan, ¿viste? El pavote ese parece un general y apenas es subteniente, y este parece un oficinista, pero es almirante. Tenés que verlo con el uniforme blanco. ¿Y cuándo se pone ese pañuelito negro a lo Nelson? Un vrai homme explosif[1].

—¿Un vrai homme explosif?

—Si querida, como te digo. Ese es uno de los jefe-jefe. Los jefes de verdad, no charlatanes como este paparulo. Si él quiere, vivís, y si no te manda a dormir al fondo del mar. Ese ya te había aprobado, todo esto del hijo de puta gritando porquerías es para satisfacer la vanidad de otro director que si no mete la nariz se siente menoscabado. Yo no sé por qué no se mete la nariz en el culo y se deja de joder a las aspirantes. En cambio, el almirante quiere lo mejor para vos. El almirante te viene estudiando hace tiempo.

—No entiendo. –Amanda buscó en su memoria algún hecho que le diera una pista sobre lo que la mujer le estaba diciendo.

—No importa. No importa, ¡Hablé de más! Como de costumbre, cuando entro en confianza. Olvidate de todo, ya estás adentro. ¡Te felicito! ¡Te felicito!

—Estoy un poco cansada. –Tomó aire para poder hablar.

—Me imagino, con esa mierda de ratón de oficina gritando como un loco. Te advirtieron los astros que un animal con apariencia de hombre te iba a atacar. Te lo advertí. ¿Viste que los astros nunca se equivocan? Por lo menos agradeceme la advertencia.

Amanda le agradeció con una caricia sobre un hombro. Pensó que había pasado con éxito las dos entrevistas. Cumplió con lo que se le propuso. Repasó en su memoria la entrevista con el supuesto almirante.

—El discurso del señor del que usted me dice que es un almirante fue muy raro, parecía una proclama estudiada.

—¡Ah! ¡Claro! ¿Te sorprendió? ¡Nadie repite a Mitre como él! Sabe de memoria todos sus discursos, sus arengas. ¡Y a Rivadavia…! ¡Ni te imaginás! Adora a Rivadavia, su alter ego, negro, chiquito y liberal como él. Si fuera por mí me lo llevaría a la cama ahora mismo, ¡ahora mismo! –“J’aime les petits noir qui sont amiraux”[1], dijo y trató de sonrojarse. pero falló. Dejó pasar unos segundos y mirando a Amanda desde su altura le dijo con voz grave y con total espontaneidad:

—Aquí no se le revisa el himen a ninguna mujer. Nuestra aptitud física no pasa por nuestra virginidad. –Amanda bajó la cabeza avergonzada. La ayudó a incorporarse y salieron juntas al amplio pasillo por el que había ingresado. El aire frío le devolvió algo de sus fuerzas. Le pidió un vaso de agua. La mujer volvió sobre sus pasos y entró nuevamente al pequeño despacho. Desde afuera se oyó con claridad que decía “trescientos treinta y tres. Tres, tres, tres”, y rio indiscreta. Habló con alguien por teléfono. Pocos segundos después, un soldado traía una jarra llena de agua fresca. Llenó un vaso que le entregó a Amanda y que ella bebió con desesperación.

—¿Otro, querida? –pregunto la mujer–. Amanda asintió. El soldado lo llenó con deferencia, sonriendo mientras servía, y ella lo bebió de un solo trago.

—¡Fondo blanco! –gritó la mujer. El soldado río por alcahuete. Devolvió el vaso al soldado quien dio media vuelta y se retiró velozmente.

Ayudó a Amanda a subir al pequeño ascensor. Allí le puso un nuevo formulario en su mano.

—Con este tenés que venir en una semana. Vas a conocer a un director –con su pulgar hacia arriba–. Un capo-capo. Ese va a firmar tu solicitud de ingreso. ¡Te felicito! Estuviste genial. –Amanda casi no podía hablar–. Cuando necesités algo, venime a ver, no seas tímida. –Le puso su tarjeta personal en la mano–. Teneme como una amiga de verdad, estoy para ayudarte en lo que necesites, como hoy. El almirante se pondría muy contento de gozar de tu confianza. Estamos para ayudarte, recordalo.

Cuando el ascensor llegó a planta baja, el guardia abrió sus puertas e invitó a las dos mujeres a salir. La secretaria recuperó su pérfida sonrisa, abrazó a Amanda y estampó dos sonoros besos, uno en cada mejilla. “Au revoir”, le dijo y se alejó en dirección contraria a la gran puerta de entrada al edificio.

Uno de los guardias ciclópeos que cuidaban la entrada del edificio, el que parecía más joven, la acompañó hacia la salida, la saludó con cortesía y la despidió cerrando la enorme puerta detrás de ella, apenas traspasó el umbral que daba a la larga escalinata que desembocaba en el camino del parque que lucía más limpio y arreglado que en la oportunidad anterior. Y aunque Amanda no se había propuesto recordar el rostro de los doce soldados que, ataviados con ropa de fajina, barrían los jardines con lentitud, pero con cuidadoso esmero, los reconoció de inmediato. Y repitió esa misma sensación de que desde algún piso superior eran observados con atención para saber si cumplían con celo su trabajo. Pero en esa oportunidad decidió voltear para observar las numerosas ventanas del frente del edificio y ubicar al mirón que debía estar asomado vigilando a la tropa y quizás a ella misma. Allí estaba el hombre de cabeza con forma de pepino y nariz de roedor, quien parecía dispuesto a gritarle: “¿qué miras? ¡desvirgada!”.

Los soldados también alzaron la vista para observar al personaje asomado a la ventana del cuarto piso, pero de inmediato dejaron de mirar en esa dirección, para vigilar la salida de Amanda hasta la puerta de la reja perimetral, a unos treinta o cuarenta metros de la entrada al edificio, sin dejar nunca de mover las escobillas de acero con las que recogían las hojas muertas de los enormes árboles del extenso jardín.


[1] Me gustan los pequeños negros que son almirantes.



[1] Un verdadero hombre explosivo.




[1] Un verdadero hombre explosivo.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS