Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.12 «Entrevista»

XII

Entrevista


Llegó con cronométrica puntualidad al lugar de la entrevista como se lo exigió su padre. No quería fallar en esa oportunidad. Se hizo anunciar en la recepción. Una persona que parecía cumplir funciones de seguridad la acompañó hasta una pequeña oficina situada en el ala derecha de la planta baja del enorme edificio. El cuartucho era muy pequeño, el aire era denso, casi irrespirable y la luz del tubo fluorescente molestaba a Amanda quien bajó su cabeza mirando en dirección al piso para que esa luz no la encandilara.
Un joven treintañero estaba sentado a un escritorio metálico pintado de color marrón intenso. Pretendía simular rústicamente el color de la madera caoba, pero resultaba desagradable a la vista. Manchas de óxido mal pintadas se descubrían en sus laterales y a las patas del escritorio les faltaba pintura.
El joven funcionario la saludó sin ponerse de pie. No le dijo su nombre ni su cargo. La invitó a sentarse en una silla ubicada a su frente, del otro lado del escritorio. Era una silla pequeña, metálica, del tipo que se usaba en los hospitales para los que debían acompañar a los enfermos.
El tipo era más bien alto, pero parecía un poco desgarbado. Sin embargo, contrastando con esa primera impresión, su espalda era muy amplia y parecía musculosa. La camisa que utilizaba de color celeste, estaba algo gastada de tantos lavados y se había tornado un tanto transparente. Amanda sospechó que se dedicaba a la natación por la exagerada forma de triángulo que describía su tórax desde los hombros hasta la cintura, que era muy pequeña. Pero tenía tendencia a encorvarse, lo que le daba un raro aspecto de debilucho.
La cabeza tenía la forma de un gran pepino. Era bastante alargada y su cabello castaño caía como flequillo hasta la altura de las cejas, algo por encima de ella. Las orejas, un tanto grandes, sobresalían del cabello y miraban hacia adelante.
Su rostro era intrascendente. No era demasiado feo, pero para nada bien parecido. Complicaba el aspecto del semblante, una puntuda nariz que parecía moverse a voluntad, como el hocico de un animal huraño. Bien podría ser alguna especie antropomorfa de roedor, una extraordinaria simbiosis de rata y hombre que encontró en la nariz su patética asociación y que encontró en ese gigantesco edificio el lugar donde pasar sus días y sus noches sirviendo a un amo a quien Amanda desconocía.
Un sarpullido de leve color rosado gobernaba las mejillas. Eso y su condición de imberbe le daba un aspecto extranjero inconfundible. De no hablar con claro acento argentino, Amanda hubiera apostado que era un inglés, como esos que conoció ya entrados en años, que cumplieron funciones burocráticas en los ferrocarriles hasta su nacionalización.
El joven leyó varias veces la nota de recomendación, con indisimulable atención. Cada tanto, una morisqueta se resolvía en su cara, probablemente luego de leer algún dato que figuraba en el apartado “Observaciones” y que llamaba su atención. Releyó una y otra vez el formulario mecanografiado para asegurarse de su contenido. Amanda apreció que sus manos eran muy grandes, sus dedos muy largos y sus uñas muy mordidas. Eso le dio mala espina, para ella, las personas que mordían sus uñas eran muy nerviosas y solían no poder contener sus emociones. Por eso se desquitaban con las pobres uñas que quedaban reducidas a minúsculas medialunas, casi siempre encubiertas en una gruesa y desagradable cutícula.
—¿Amanda?
—Sí, ese es mi nombre.
—¿Está segura que ese es su nombre? –Preguntó sin levantar la vista del papel.
—Por supuesto –Amanda esbozó una sonrisa de incredulidad. Cómo no habría de saber cómo se llamaba.
—¿No tiene otro?
—No. Solo Amanda.
—¿Y el apellido?
—Da Silva.
—¿También está segura que ese es su apellido?
—¡Señor! ¡Por favor! Mi apellido es Da Silva y mi nombre Amanda. Desde que tengo uso de razón conozco mi nombre y mi apellido.
—Portugués.
—Debe ser, si usted lo dice.
—Portugués… sin duda portugués.
—Portugués, entonces, si usted lo dice.
—¡Portugueses! –Exclamó peyorativo–. Amanda ignoró el comentario, no estaba a dispuesta a discutir sobre el origen del apellido paterno.
—¿La edad que figura aquí es correcta? –Aproximó el formulario para que pudiera leer el número escrito en el renglón que decía “edad”. El número parecía haber sido corregido luego de borrar con poco cuidado la primera escritura.
—Sí. Es correcta.
—Muy joven, muy joven. Cada vez los quieren más jóvenes.
—Los jóvenes siempre miramos hacia el futuro.
El funcionario levantó la vista del formulario y la miró desconcertado por el comentario. Nunca había considerado el tema de la juventud de los aspirantes desde esa perspectiva. Volvió a su lectura.
—Solo los quieren más jóvenes porque los viejos hay ciertas cosas que ya no pueden hacer –explicó sin dejar de leer el formulario–. No tiene nada que ver con la esperanza, tiene que ver con la decadencia de los viejos.
Amanda desistió de volver sobre el tema.
—En la recomendación que nos llegó dice que usted es hábil con la matemática.
—Tengo facilidad para la matemática. No se trata de una habilidad, eso sería más bien una virtud circense –lo dijo con total ironía para burlarse del funcionario–. Digamos que tengo facilidad para los números, soy bastante ágil mentalmente.
El interrogador hizo como que no escuchó la respuesta.
—¿Es pianista?
—No. Estudié música algún tiempo, pero abandoné mis estudios.
—Sin embargo, aquí dice que usted es pianista, algo así como concertista.
—La gente tiende a confundirse tanto con la ciencia como con el arte. Se enteran de que alguien toca el piano y creen que es concertista y lo asocian con Rubinstein.
—¿Rubinstein? –preguntó extrañado el joven interrogador.
—Sí, Artur Rubinstein, el pianista. ¿Lo conoce?
—¿Es judío?
—Claro, por su puesto. ¿Y eso qué tiene que ver? –Amanda se sobresaltó por la pregunta sobre la condición judía del concertista polaco. –El interrogador solo cabeceó y volvió a la lectura de formulario.
—Me decía…
—Que las personas se enteran de que alguien tiene “habilidad” con la matemática y creen que hablan con Einstein.
—¿Einstein?
—Sí, Albert Einstein, el físico alemán. Supongo que sabe de quién hablo.
—¿Es judío?
—Sí, también es judío. ¿Le pasa algo con las personas de origen judío?
El interrogador no respondió. Volvió sobre su papeletea.
“Concertista de piano, hábil con la matemática, admiradora de dos judíos”, escribió con letra muy pequeña y muy prolija.
—¿Y por qué usted asocia música y ciencia?
—Yo no asocié la ciencia en general con la música. Dije que la gente se confunde cuando mencionan que alguien es músico o científico.
—Me pareció, lo siento. Es que el asunto de los dos judíos me distrajo.
Amanda se quedó observándolo, asombrada. Aspiró lentamente el sofocante aire del pequeño despacho y trató de seguir hablando sin perder la compostura.
—En mi caso estudié música y tengo facilidad para la matemática. Existe una gran la relación entre la matemática y la música. Para ser buen músico hay que ser buen matemático, aunque a veces el músico no tenga conciencia de ello. En cambio, para ser buen matemático no hay que saber ni una nota de música. Me lo explicó mi madre, que era matemática.
—No lo sabía. Siempre se aprende algo –dijo solo por decir algo.
La explicación no le interesó en lo más mínimo. Luego señaló con su birome un casillero mecanografiado, para llamar la atención de la entrevistada–.
—¿Este es el apellido de su madre? –Preguntó acercándole nuevamente el formulario para que Amanda pudiera leerlo. Esperó que el burócrata le preguntara sobre la relación de Anita con esa institución, pero el funcionario habló como si no lo supiera. Prefirió no mencionar que su madre trabajó en un departamento de cálculo complejo.
—Sí, es ese es el apellido de mi mamá. ¿Algún problema?
—No, ninguno. ¿Podría leérmelo?
—Por su puesto. Cruspaga.
—¿Cómo? –Exclamó intrigado el examinador. Amanda lo miró extrañada.
—Cruspaga. No es un apellido difícil de pronunciar.
—No, claro que no.
—¿Quiere que lo silabee? –Le preguntó provocativa.
—Por favor. Quiero oír cómo lo pronuncia. –La respuesta del burócrata la confundió, no la esperaba.
—Crus-pa-ga. ¿Está bien así?
—¿No le suena raro?
—No. Me suena a “Cruspaga”.
—A mí me suena raro.
—¿Raro como qué? –Amanda, además de intrigada, estaba próxima a enfurecerse.
—Raro. ¿Sabe lo que es raro?
—Por su puesto.
—Entonces sabe de qué hablo. Raro, como extranjero.
—Nunca me ocupé de la etimología del apellido de mi madre, pero de seguro es un apellido de origen español, si no confundo la fonética.
—¿Español? ¿De los judeoconversos, de marranos?
—¿De qué me habla?
—De los judíos españoles. ¿No lo sabe? Se dividían en dos ramas, los judeoconversos y los marranos, que eran unos mentirosos, decían que se habían convertido al cristianismo, pero seguían practicando el judaísmo en secreto. –Amanda pudo controlar sus reacciones, pero estaba al borde de un ataque de nervios–. ¿Su madre era judía?
—No, era católica devota. Devota de la Virgen. Iba a misa todos los domingos. –Mintió.
—¿Y por qué cremaron su cadáver? Esa es una práctica pagana, para nada católica.
—¿Y usted cómo sabe que el cuerpo de mi madre fue cremado? –Amanda preguntó impresionada que ese hombre conociera ese dato. Supuso que solo Miguel podía haber hablado de ese asunto. Pero el funcionario no respondió esa pregunta.
—Le reitero mi pregunta, ¿Por qué cremaron su cadáver, una práctica rechazada por la Iglesia católica-apostólica-romana?
—Miles de católicos-apostólicos-romanos creman los restos de sus familiares muertos.
—¿Miles? ¿Hizo una estadística?
—No. ¿Qué le ocurre? ¿Cómo voy a hacer una estadística sobre ese tema?
—Usted es matemática. Los matemáticos hacen estadística. En esta institución hay un departamento entero de estadística. Es el Departamento de cálculo complejo. –Amanda sospechó que hablaría de su madre y el trabajo, pero no lo mencionó para nada.
—Tengo facilidad para la matemática, pero no haría nunca una estadística sobre el número de católicos que creman a sus muertos. –La muchacha miró hacia el cielorraso tratando de serenarse–. Ahora bien, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Claro, pregunte, me gustan las preguntas de los que aspiran a ser aspirantes. –Río con cinismo.
—¿Qué tiene que ver el destino de los restos de mi madre en todo esto?
—Yo no la hubiera tirado en el osario general. Estaría avergonzado. Es solo un comentario. Tómelo como tal.
—¿Tirado? –Amanda apretaba con mucha fuerza su carterita, descargaba así su furia–. Yo no tengo por qué avergonzarme.
—No se avergüence si no lo desea. Yo solo digo que no hubiera tirado las cenizas de mi madre en el osario general. ¿Comprende el verbo tirar?
—Sí, no soy estúpida.
—Entonces, digo “tirado”. Del verbo tirar: yo tiro, tú tiras, él tira…. etc., etc., etc.
—Ignoro por qué mi padre decidió cremar a mamá. También porque la depositó en el osario general. Yo era muy pequeña.
—¿Y quién es su padre? –Miguel la había precavido de cierto destrato con el que solían hostigar a los aspirantes solo por ponerlos nerviosos. Le dio su tarjeta personal en el que figuraba su nombre, Miguel Da Silva, y una sigla que ella desconocía, para que la presentara si consideraba que era necesario. El interrogador tomó la tarjeta y la observó durante un buen rato, del anverso y el reverso.
—No sé quién. No lo conozco. Tampoco sé qué significan estas letras. –Amanda suspiró resignada. El muchacho le devolvió la tarjeta y miró con atención a los ojos de Amanda.
—Con que Miguel.
—Sí, Miguel.
—Miguel… –Pronunció el nombre y guardó silencio por un instante sin dejar de mirar a Amanda y luego farfulló el apellido–. Da Silva.
—Portugués. –Dijo Amanda.
—Portugués. –Repitió el burócrata.
—¿También le suena raro?
—No, me suena a falso.
—¡Ah! Falso, por supuesto. –El interrogador volvió a su fingida lectura.
—Es una sensación, nada más. No lo tome tan a pecho.
—Seguiré su consejo.
—Así que su madre no era judeoconversa ni marrana.
—¿Usted está tratando de decirme que si mi madre hubiese sido judía no estaría acá?
—No. No, para nada. ¿Mis palabras dan lugar a entender eso? Aquí los judíos son bienvenidos. Necesitamos judíos para nuestros trabajos. También musulmanes o budistas o ateos. No discriminamos a nadie. No va a pensar que somos antisemitas. Yo no tengo nada contra los judíos, incluso tengo un amigo que es judío, se llama Salomón. Le decimos Salomón, el judío.
—Qué maravilloso, aprecio su bonhomía.
—Se lo agradezco. –Se ufanó el burócrata.
—Usted no siente ningún rechazo porque una persona sea de origen judío.
—Para nada, señorita. Para nada. Ni yo ni la institución.
—¿Y entonces por qué pregunta a cada rato si fulano o mengano es judío? –El examinador se rascó la frente e ignoró la pregunta que le acababa de hacer Amanda.
—Por lo que veo, la información sobre usted es bastante escueta. Estudios secundarios, hábil con la matemática, toca el piano, de fácil lectura, rápida comprensión de textos, devota religiosa. –Amanda, imperturbable, escuchó esa mentira escrita, de seguro, por su padre–. Varios años de pupila en un internado de monjas. ¿Es así?
—Es así, no hay error en esos datos.
—Bueno, veo que usted no es judía.
—Admiro su perspicacia.
—Muchos años de pupila con las monjas. Nadie mejor para educar a una huérfana que unas severas monjas. –Amanda debió tragar saliva por ese comentario–. ¿Usted es monja? –El joven preguntó haciendo un raro movimiento con su puntuda nariz, como si se agitara su hocico en busca de algún olor en particular.
—¡No! De ninguna manera. –Se sobresaltó por la pregunta–. No llevo hábito. ¿De dónde sacó esa idea?
—¡El hábito no hace al monje! –Respondió el funcionario y rio por su comentario. Amanda, en cambio, se mantuvo seria y hasta le pareció ridícula la broma del interrogador.
—Acá no hay problema si fuera monja, o si quisiera ser monja. No discriminamos por cuestiones religiosas. –Se sorprendió de esa afirmación, luego que la interrogó sobre la condición de judíos de Rubinstein, Einstein y su madre–. Solo que puede cambiar el destino de su designación, ¿me explico?
—Entiendo, pero no soy monja, ni tengo vocación de serlo.
—Monja de clausura. De las que entran al convento y no salen nunca más. Mueren allí y sus vidas y sus nombres son un misterio.
—Menos que menos.
—¿Usted sabe que hay monjas de clausura que no llevan hábito?
—No lo sabía y tampoco me interesa.
—Si usted lo dice… –Murmuró intrigante. El interrogador se tomó su tiempo para continuar. Luego señaló a Amanda con el papel–. Quien la recomienda es un alto funcionario, en el extremo izquierdo del formulario figura su rango. No sé lo nuestro porque no está permitido. De todos modos, para usted solo serían números y letras sin sentido. Pero no es cualquiera, viene bien recomendada. Así que la agencia decidió entrevistarla por uno de sus expertos en reclutamiento.
Amanda sintió incomodidad al escuchar que sería “reclutada”. Le pareció una palabra difícil de digerir. ¿Por qué no decir que sería “contratada”?
—¿Por qué quiere trabajar en esta Institución? –Preguntó sin interés el interrogador como si de antemano no le interesara la respuesta de la muchacha.
A Amanda solo se le ocurrió repetir lo que le había dicho Miguel. Mencionó que estaba al tanto que ese era un lugar en el que las respuestas se sabían antes de que se formula la pregunta, y eso había motivado su curiosidad. El joven sonrió desfachatadamente.
—¡Qué tontería! ¡Las pavadas que les hacen repetir a los aspirantes a ser aspirantes! –Exclamó avergonzando a la muchacha. Amanda quedó consternada. Pensó que había arruinado todo. El burócrata se encogió de hombres y permaneció callado por algún tiempo. Tamborileó sobre el escritorio con sus dedos, miró a Amanda como si fuera una especie de mueble, una insignificante parte del mobiliario de la oficina, y se marchó sin saludar. Salió por una puerta que estaba detrás suyo, de frente a Amanda, por donde luego de unos minutos entró una mujer alta y delgada, elegante y bonita.
—No le llevés el apunte a este –señalando hacia atrás, por donde había salido el interrogador–, es un taradito que quiere pasar por importante. Además, es medio facho, le falta el bigotito, nada más. –Y apoyó su dedo índice debajo de su nariz, imitando un pequeño bigote–. Lo que vale es lo que viene, ahí sí que estate tranquila y pensá lo que vas a responder. El que te va a entrevistar la próxima vez, ese sí que es un jefe importante. –La mujer la aleccionó al tiempo que le entregó un formulario en el que estaba escrita la fecha, la hora cuando le harían la entrevista que definiría si era o no aceptada como aspirante a ingresar en la institución. Aquello insistió, solo había sido un semblanteo y no pasaba de ser solo una aproximación a la personalidad del postulante.
Amanda, sin leerlo, algo apurada, guardó en su pequeño bolso de mano el papel que le dio la mujer. Ella le advirtió que no lo perdiera por ninguna razón. Si perdía el documento, que estaba firmado por un alto jefe, quien era el que autorizaba el segundo y trascendente interrogatorio, no tendría otra oportunidad para lograr esa crucial entrevista. “Reglas de la casa”, le dijo con una sonrisa diabólica. Le explicó que había visto perder su oportunidad a varias promesas por no saber cuidar “ni siquiera un simple papelito”. Y agregó mientras levantaba el tubo del teléfono y marcaba el número 333, “si no podés cuidar un papelito, mirá si vas a poder cuidar tu vida”. Le dio ocupado y cortó.
Amanda, involuntariamente, repitió el número marcado. Susurró “tres, tres, tres”. Solo fue un acto reflejo, una reacción más bien involuntaria. La mujer sonrió al escuchar la mención de los números del teléfono.
—Tres, tres, tres. –Dijo esbozando la misma sonrisa diabólica que antes–. Tres veces tres. ¿Te recuerda algo? ¿Te sugiere algo? –Amanda movió negativamente la cabeza. Pero si, en efecto, le recordaba la repetición de ese número del que no alcanzaba a descubrir su enigmático significado. “Tres, el número trágico”, recordó. “Tres golpes del destino. Tres veces te negará Pedro antes que cante el gallo. Tres preguntas sin respuesta. Tres veces tres. Treinta y tres, la edad de la muerta.” Y repitió para sí “treinta y tres la edad de la muerta”. Y una voz no supo de donde dijo “como la de Cristo”. Después hubo un silencio extraño, artificial.
La secretaria volvió a llamar al guardia por el teléfono del despacho. En esa oportunidad el hombre atendió. Ella habló con voz melosa, como si buscara seducir al que la escuchaba del otro lado de la línea. Le solicitó que acompañara a la candidata a la salida.
Al instante llegó el mismo hombre que la escoltó hasta la oficina cuando llegó. Con mucha caballerosidad la invitó a que lo siguiera hasta la puerta de entrada. Saludó con cortesía y la despidió, cerrando la enorme puerta detrás de ella, apenas traspasó el umbral que daba a una larga escalinata que desembocaba en el camino de un parque bastante amplio y muy bien arreglado. Una docena de soldados, ataviados con ropa de fajina, barría los jardines con lentitud, pero con cuidadoso esmero. Tuvo la sensación que desde algún piso superior eran observados con atención para saber si cumplían con sus labores. Desistió de voltearse para observar las numerosas ventanas del frente del edificio. Todo en ese lugar parecía gritarle “no seas curiosa”.
Los soldados la siguieron con la mirada hasta la salida de la reja perimetral, a unos treinta o cuarenta metros de la entrada al edificio, sin dejar nunca de mover las escobillas de acero con las que recogían las hojas muertas de los árboles.
Caminó hasta la terminal ferroviaria. El día era bello, no hacía demasiado calor y no tenía ningún apuro. Por la vereda por donde caminaba podía apreciar el movimiento incesante del río. De allí llegaba una suave brisa que se perdía más allá de la Casa de Gobierno. Unos torditos cuyas plumas eran de color azul metálico, profundo, ese azul babilónico que parecía tener una rara capacidad hipnótica, saltaban llenos de vigor entre las ramas de los árboles.
Esperó el tren para regresar a su casa. El viaje fue tranquilo y rápido. Descendió al andén y se quedó un breve instante mirando en dirección a “El Secreto”, en donde parecía haber una discusión sobre algún asunto de la política. Escuchó que algunos decían que el “General” pronto volvería al gobierno (decir su nombre estaba prohibido y podía costar la cárcel). Los otros se burlaban de ellos, en particular dos tipos que habían participado del golpe de Estado en los comandos civiles.
Cuando se aproximó a esa esquina, los hombres callaron repentinamente e hicieron una especie de pasillo para que pasara. Todos, sin excepción, la saludaron con amabilidad. Respondió los saludos uno por uno y luego se despidió canturreando “se dice de mí”, lo que provocó la aclamación de todos los parroquianos.
Caminó la veredita ripiada que bordeaba la carbonera y dobló en la esquina de su casa. Miró con nostalgia la casita de los bolivianos que había quedado abandonada desde que marcharon de regreso a su patria luego de la muerte de la hija. Las alemanas le dijeron que aquella temprana muerte entristeció al villorrio durante mucho tiempo y despertó fuertes recelos contra los médicos del hospital de la zona.
Carmen y Francisco se marcharon a las pocas semanas embargados de una tristeza insoportable. No toleraban permanecer donde Isabelita había nacido y jugado esos años. Decían que la oían llamarlos desesperada por sus dolores en el vientre, y gritar con desconsuelo cuando la muerte llegó de noche para arrebatarla para siempre. Desde entonces no tuvieron más noticias de ellos.
La casita y el terreno que les pertenecía, había quedado al cuidado de Don Juan, al que todos conocían como “el correntino”, el vecino más cercano, quien mantenía el pasto y cuidaba la casa en la medida de sus posibilidades. De todos modos, la construcción había empezado a deteriorarse rápidamente. El viento, las lluvias, el sol, iban descascarando las pinturas y en algunos lados habían comenzado a caerse los revoques tanto en el frente, como en las medianeras. Tiempo después, un paisano de Carmen y Francisco, un tal Atanacio Mamani que no tenía ninguna relación familiar con la esposa de Ramón, se hizo cargo de la vivienda y la puso en venta. En pocas semanas fue vendida y la ocupó un matrimonio italiano, mayores de edad, los dos, a quien nadie visitaba, que eran bastante reservados y no acostumbraban a darse con los vecinos.
Ese día almorzó con las alemanas que estaban ansiosas por saber cómo le había ido en esa entrevista de trabajo. Amanda les contó, pero sin entrar en detalles. Es que en realidad tampoco ella tenía muy claro el resultado de la entrevista. Salvo el dislate del interrogador sobre los judíos y la cremación del cuerpo de Anita, lo demás fue intrascendente, un interrogatorio superficial, a veces hasta ridículo. Deseaba meditar más en profundidad toda la situación como hacía desde pequeña, tratando de descubrir la esencia de cada cosa y no su engañosa apariencia.
Sobre el misterio de los números tres prefirió guardar silencio. La numerología que pretendió establecer la relación entre los números y sucesos espirituales la descartó de plano. Tal vez en alguna oportunidad llegara a comprender si eso tenía algún significado verdadero.
Poco tiempo después llamó Miguel para enterarse de cómo había resultado la entrevista. Siempre llamaba primero de las alemanas, porque sabía que Amanda se había aquerenciado con ellas y ellas la trataban como a una hija.
La conversación no se extendió más allá de la formalidad. Miguel solo quería saber cómo se había sentido en su primera audiencia. “La primera impresión es la que vale”, le dijo. Amanda le informó que suponía que todo había salido bien y le comentó el asunto de los judíos, pero prefirió no decir ni una palabra sobre lo que el burócrata le había dicho de la cremación del cadáver de su madre. Creyó que eso podía provocar una discusión y no tenía deseo alguno de que eso ocurriera.
Creyó percibir que Miguel reía al escuchar el comentario sobre los judíos. La tranquilizó, le dijo que era bastante frecuente ese tipo de disquisiciones. Lo que nunca le mencionó, porque no le estaba permitido, era que la oficina de personal se integraba al sistema de contrainteligencia y que su único objetivo era definir si el aspirante era un infiltrado o no. Las preguntas podían ser hasta descabelladas, pero todas seguían un patrón que al inexperto interrogado le resultaba imposible descubrir. De ahí el destrato y las provocativas preguntas con las que azuzaban la ira de los entrevistados para ponerlos a prueba. La consigna era simple “el que se pone nervioso, pierde”. Amanda esa prueba la pasó con holgura porque nunca perdió la compostura, aunque estuvo varias veces a punto de mandar a pasear al examinador y de haberlo podido hacer, lo hubiera disfrutado.
Lo que en verdad le interesaba a Miguel era qué impresión le había causado a ella esa primera reunión. La muchacha se tomó su tiempo para responder porque no estaba preocupada de sus propias impresiones sino de las que pudo haberle quedado al interrogador.
—Pero lo que importa es la impresión que el tipo ese se llevó de mí. –Dijo casi justificándose.
—No, para nada. Lo que interesa es cómo te sentiste vos. –Miguel la contradijo.
—En ningún momento me sentí abrumada. Provocada, sí, pero abrumada no.
—Digamos, tranquila –precisó Miguel.
—Lo bastante ante un zángano como ese. –Miguel no pudo contener su risa.
—¿Y el lugar? ¿Qué te pareció?
—Frío, distante. Eso me pareció. Lleno de incógnitas.
—Bien. ¿Te dieron el formulario para la nueva reunión?
—Sí, lo tengo conmigo.
En el nuevo formulario se confirmaba la realización de una segunda entrevista. Mecanografiadas, figuraban la fecha, la hora en la que debía presentarse.
Miguel fue quien le adelantó que la entrevista se haría en el mismo edificio, pero en el cuarto piso, un lugar a donde solo concurrían los jefes intermedios y en donde estaba la oficina de personal. Amanda estuvo tentada de preguntarle en qué piso trabaja él, pero desistió de entrometerse en asuntos que en realidad no le interesaban demasiado y de los que su padre nunca le había querido hablar. Cuando alguna vez le preguntó sobre su trabajo, él respondió que prestaba servicios “en una dependencia estatal”, sin brindarles mayores precisiones.
Miguel se despidió con un breve saludo y la reiteró la importancia de ser puntual para la entrevista. Lo saludó también brevemente, y le dijo que se despreocupara, ella nunca llegaba tarde a ningún evento. La puntualidad era una virtud que heredó de Anita.
Pero lo que a Amanda realmente la inquietaba no eran las entrevistas, sino volver a la laguna a encontrar a su amante. A las alemanas les dijo que iba a dormir una siesta en su casa y luego volvería para jugar a las cartas con ellas. Allí se jugaba por carozos, nunca por plata. Las alemanas eran muy rigurosas en no tolerar ningún juego de azar por dinero, por lo menos en su hogar.
Se despidió de cada uno besándoles las mejillas, y salió por la puerta lindera a la galería de la casita.
Abrió la puerta que daba al living comedor y recibió el perfume de los jazmines. La casa siempre olía a jazmines. La menor de las hermanas procuraba que siempre lucieran lozanos, entonces los renovaba casi a diario, apenas empezaban a mancharse de un color marrón señal de que la flor estaba muriendo.
Se recostó en su cama, en la habitación del fondo, donde había acomodado sus cosas desde que regresó. Era la que daba a la ventana de Gertrudis y por eso la eligió. Gertrudis dormía con los postigos abiertos y acompañada por “Elga”, la que dejaba apoyada a un costado de su cama.
Desde su habitación, Gertrudis podía vigilar la casita de Amanda y, de ser necesario, poner en vereda a cualquier tarambana que se atreviera a molestarla. Jamás nadie intentó siquiera aproximarse a la casita. Amanda era visitada con frecuencia por sus vecinos, pero solo de día. De noche cada uno se quedaba en su casa. Todos madrugaban para dirigirse a sus trabajos, para ir a la escuela o para atender las tareas del hogar.
Amanda se dormitó un breve tiempo. Acostumbraba dormir no más de veinte minutos de siesta, para ella, suficiente descanso. Cuando estuvo pupila, debía dormir la siesta reclinada sobre el pupitre.
Cambió sus ropas de salir por unas de entrecasa, pero que estaban coloridas, limpias y muy cuidadas. Salió por la puerta de enfrente en dirección a la laguna. Llevaba su cuaderno “Gloria” y un lápiz negro con el que podía dibujar o escribir, según estuviera su estado de ánimo.
Esa tarde estaba algo angustiada. Hacía unos días que no veía a su amor y este no daba señales de vida. Pensó que tal vez hubiera conseguido trabajo o estuviera dedicado a alguna tarea agrícola. Pero no la conformaba, que no la hubiera advertido de que estaría ausente.
Se quedó sentada a pocos metros de la laguna, sobre un montículo de hojas recién caídas, hacia la orilla más alejada de la calle, por el lado donde estaban las carboneras, aunque estas no llegaban hasta allí. Casi un centenar de metros antes de la laguna, los últimos galpones eran destinados para el acopio de madera. Los de carbón estaban del lado más cercano al ferrocarril, en el que despachaban las bolsas de 25 kilos cada una para su venta en los almacenes de pueblo.
El sol lucía como un pabellón rojo, y calentaba el aire que mecía los follajes hasta donde se perdía la vista. En el agua se dibujaban unas ondas tan minúsculas que no alcanzaban a inquietar su inmovilidad. Las burbujas que emergían a la superficie, seguramente eran de los bagrecitos que aprovechaban la calidez del agua para pescar moscas en la superficie.
Escribió en el cuaderno:

No comprendo tu ausencia.

Desespero Estos momentos en que no llegas a mí

y la nostalgia embarga mis palabras.(1)

Luego tachó los versos recién escritos. No podía disimular su tristeza. ¿Y si él no volvía? Trató de alejar esa idea de su mente, pero cuanto más lo intentaba, más fuerte se hacía esa idea. ¿Y si él no volvía?

Debajo de los versos tachados, escribió:

Mis penas se doblan como cañas al viento

y caen de desdichas irremediablemente.[1]

Y más abajo:

Desciendo en penas por la calle de tierra

hasta la orilla misma de esta mansa laguna

donde fuimos arquitectura de caricias y besos.[2]

Luego cerró el cuaderno y dejo de escribir. No sabía qué pensar. Se acurrucó y esperó a que la noche avanzara izando sus violetas pabellones. Las caricias verdes de los altos pastizales que rozaban apenas su cuerpo, empezaron a empaparse del rocío que olía a crepúsculos y sales que llegaban desde las ranchadas donde se compartía la temprana cena. Se puso de pie, revisó por última vez el entorno de la laguna y emprendió el regreso descorazonada.


[1] Ídem.

[2] Ídem.


[1] Ídem.

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