Autobiografía en secreto de Amanda Da Silva, cap. 3.10 «Adioses»

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Adioses


—¿Jorge está con vos? –con las manos en el bolsillo Miguel pareció dispuesto a escuchar una mentira de Amanda.

Habían pasado algunas semanas desde que tuvo que llegar hasta una unidad del ejército a buscarla, milagrosamente a salvo del bombardeo a la Plaza de Mayo. Los hombres le explicaron que su hija debió tener un Dios aparte para que ninguna esquirla y ninguna bala la lastimara. Ella estuvo en el lugar donde más bombas fueron arrojadas desde los aviones y donde la metralla más personas asesinó con sus descargas. A centímetros de ella, le dijeron, un fragmento de la carcasa metálica de una bomba decapitó a la mujer que estaba sentada a su lado. Los hombres no sabían de quién se trataba, pero explicaron al padre que la muchacha sostuvo la cabeza decapitada entre sus brazos, sobre su regazo, protegiéndola con su propio cuerpo, como si se tratara de un tesoro al que había que resguardar incluso con la propia vida. Los hombres estaban fuertemente impresionados por el coraje de la chica, pero mucho más por los ojos abiertos de la cabeza de la muerta que parecían seguir vivos llenos de paz, mirando a un lugar indefinido, pero que podían presentir como si ellos mismos estuvieran mirando a través de ellos.

Amanda no se había repuesto de su pena. La muerte de la monjita la impactó tanto como la muerte de su propia madre. La noche en que regresó luego de la matanza, las alemanas la albergaron protectoras. Gertrudis la hizo dormir en su cama y la arropó con ternura. Ellas sabían muy bien qué cicatrices deja en el alma un bombardeo en el que mueren hijos, hermanos, padres, amigos. Vio juntar fragmentos de cuerpos diseminados a personas que lloraron durante días sobre los restos descompuestos de quienes creían fueran sus seres amados. Habían visto devastar una generación entera en una guerra de proporciones ciclópeas.

Miguel permaneció a poca distancia de la puerta de entrada a la casita. Mantuvo las manos en los bolsillos y esperaba una respuesta a su pregunta. Se exigió a sí mismo no demandar que se lo dejara pasar. No solo tenía que ver con que allí vivía su hija ante la que debía comportarse respetuosamente. Sabía que si la enfrentaba Amanda no lo dejaría entrar y lo despacharía como a un desconocido. Ella tenía el mismo carácter de su madre. Era, de alguna manera, solo un visitante que con alguna regularidad llegaba para visitarla y asistir a su manutención, más por una obligación que por una necesidad protectora.

Él se sentía extraño en ese lugar. Era un sentimiento que no lograba modificar. Desde la muerte de Anita se consideró ajeno, extraño en esa casa, en ese villorrio, en esa historia. A la inversa del sentimiento de pertenencia que el lugar y la vecindad misma generaba en Amanda. Por eso prefirió esperar a que se lo invitara a pasar.

Ella, de pie en la puerta de entrada, observaba a su padre como si no pudiera reconocerlo del todo. Esa condición de forastero se había acentuado en el último tiempo en él y ella la percibía cada vez con mayor fuerza. La tenue luz que todavía ofrendaba el crepúsculo hacía la escena algo irreal. El paisaje, Miguel, Amanda, toda la naturaleza de las cosas, se revelaban teñidos de suaves rojos, cálidos naranjas y vetas violetas que partían desde la laguna en todas direcciones y tocaban sus los cuerpos, las casas, los árboles que se volvieron casi azules por un breve momento.

Amanda, transformada por esa apariencia impresionista, estaba más bella a pesar de su melancolía. Por un momento Miguel no pudo reconocerla, como si frente suyo ya no estuviera ni la niña, ni la muchacha, como la reconocía, sino una crisálida a punto de culminar su metamorfosis. Estaba extrañamente bella.

Amanda no respondió la pregunta de Miguel sobre Jorge. Calló deliberadamente. Se tomó su tiempo. Consideró que tenía otras cosas de qué hablar con su padre. Además, estaba muy dispuesta a defender a su hermano de los caprichos de Eriseta y las concesiones absurdas de su padre. ¿Cuántas veces les había dicho Jorge que no quería ser ni cadete militar ni virtuoso pianista? Decenas de veces, pero los dos no lo habían escuchado. Eriseta, porque soñaba con la alcurnia del uniforme militar y la excelencia de un pianista reconocido, y Miguel por molicie, para no asumir ninguna obligación que lo apartara ni un tanto así de su ascenso en la burocracia estatal. Ella misma había ido a dar al internado por pura comodidad de Miguel.

Cuántas veces Jorge avisó que se escaparía porque detestaba que lo destinaran contra su voluntad a la Escuela Militar y lo obligaran a tocar el piano. Y por esas imposiciones planificó su fuga de la casa. Antes de escapar, escribió con un crayón negro en la pared del zaguán: “Esta no es mi casa”. Aprovechó un momento en que nadie estaba preocupado de su ausencia.

Jorge había adquirido un aspecto extraño, muy extraño. Era un niño en el cuerpo de un hombre. Había crecido de golpe, exageradamente.

De repente se alargó hasta alcanzar una altura extraordinaria y que amenazaba no dejar de estirarse; su cuerpo se ensanchó como no había nadie en la familia. Amanda no lo sabía, y no lo sabría nunca, que en la familia materna había algunos hombres de gran tamaño y que seguro le habían legado a ese muchacho descendiente suyo sus atributos físicos.

Eran hombres corpulentos, acostumbrados al trabajo rudo y en el frío más cruel que a su misma edad ya iban por los campos helados atendiendo el trabajo rural o talando inmensos árboles para proveerse de leña con la que pasar el invierno. Tal vez fueron asmáticos como él y enamoradizos precoces como resultó ese muchacho de risa fácil. Bebedores como lo fue él, y amantes de los buenos tabacos, llenos de perfumes tropicales.

Amanda jamás se enteraría, pero Jorge nunca pudo contenerse en el asunto del amor, por lo que supo enredarse en asuntos de polleras de todos los colores y de todas las edades. Besó las botellas de todos los licores y de todos los tamaños. Fumó y fumó y fumó, mucho más que el ciego de Carriego.

Amanda aspiró con fuerza el aire fresco de la tarde-noche. El perfume de los pastos infló sus pulmones dándole cierto alivio a sus angustias. En ese instante pensó en la monjita.

No habría nunca podido explicar por qué esa disputa familiar la derivó al recuerdo de la Hermana muerta. Tal vez porque fue ella quien la recibió el primer día en el colegio y la alzó y besó con tanto amor como si en realidad fueran viejas conocidas o se estuvieran esperando desde un tiempo imposible de medir, y por fin se habían hallado mutuamente. Pero de la tensión del encuentro con Miguel por la fuga de Jorge, surgía ese recuerdo con tanta fuerza que Amanda no podía hablar de otro asunto que no fuera de ello.

—Se llamaba María –dijo extraviando la mirada, alejándola de Miguel. Sin embargo, él comprendió de qué le habla–. Como la del tango, el de Cátulo –explicó–. Nadie la llamaba por su nombre.

—Lo sé.

—Le decían Chepa, para burlarse.

—¿Chepa? No sé qué significa. ¿Qué quiere decir “chepa”? –Miguel se sorprendió al escuchar esa palabra.

—Joroba. Jorobada. “¡Ahí va la chepa!” le gritaban –Amanda se encorvó para mostrar cómo se lleva sobre la espalda el peso de una joroba desde la infancia y para toda la vida.

—La “chepa” que camina, le decían. “¡Gibosa!” le gritaba una de las enanas. “¡Gibosa!” para humillarla. Y ella sufría por eso. Pero yo la consolaba, porque la amaba. Ella también me amaba, me quiso desde que me vio por primera vez… y se llamaba María, así de simple.

—No lo sabía. Lamento su horrible muerte.

—Justo ese día cancelaron su claustro, justo ese día la mandaron a pasear a la Plaza.

—Fue casualidad, Amanda. Fue casualidad. Pocos sabían lo que iba a ocurrir. –Amanda se encogió de hombros.

—Puede ser –miró a Miguel directo a los ojos. Sabía que su padre trabajaba en una misteriosa dependencia estatal–. ¿Vos no sabías?

—Te juro que no, hijita. Para nada. Nunca imaginé una cosa semejante. Si hubiese estado al tanto de algo me habría ocupado que ninguno de ustedes quedase expuesto a esa locura. Habría buscado un pretexto para que no salieras de tu casa y te quedaras en el barrio, para que Jorge no saliera ese día a la calle. No hubiera podido salvar a la Hermana, lo sé, pero los hubiera protegido a ustedes dos. Te aseguro que yo no sabía nada de lo que iba a ocurrir. Se manejó en niveles muy altos. Quisieron, nada más y nada menos, que matar al presidente, una decisión que no se anda comentando por ahí. –Amanda quiso creerle. Dejó que transcurriera algo más de un minuto en completo silencio. Cabeceó varias veces como si pensara en algo y se diera la razón a sí misma. Luego habló con voz pausada pero segura.

—Jorge está adentro –dijo luego de mirar a los ojos de su padre y buscar en el fondo de ellos sí hablaba con la verdad y sus sentimientos eran confiables.

—Te agradezco que no me mintieras.

—Yo no miento –respondió sin enojo– no necesito mentir. –Insistió con la verdad como una condición para resolver cualquier asunto de los sentimientos.

—Te lo digo ahora para que no te pongas mal y para que no te enojes: no quiere estar con vos ni con la abuela. Por eso vino acá, es el único lugar y soy la única persona que él tiene y que nunca lo va a traicionar. Está muy triste. Está muy solo. Como yo.

—Lo suponía y lo comprendo, aunque a vos te cueste creerme. Solo quiero hablar a solas con él.

—No importa en las cosas que yo crea. Jorge dice que se va a ir no sabe a dónde. A Tucumán, a Salta. Donde nadie lo busque.

—Es algo chico para andar solo por el mundo. ¿No te parece?

—Yo qué sé. ¡Está muy alto! ¡Creció tanto! –con sus manos trató de describir la anatomía de su hermano–. Y después de todo, lo que a mí me parezca no tiene la menor importancia. Lo único que vale es lo que a él le ocurre. Si va a hacer infeliz con ustedes tal vez sea mejor que huya. –Miguel escuchó cabizbajo las palabras de Amanda–. No quiero que sea infeliz, no vale la pena vivir de ese modo.

—Pero Amanda, es muy chico para andar solo por ahí. No conoce la verdad de las cosas, no conoce la realidad, es casi un nene.

—Jóvenes, viejos, no tan jóvenes, no tan viejos, ¿cuál es la edad apropiada para cada cosa? –inquirió Amanda, aunque sin esperar realmente una respuesta–. Mamá era muy joven para morir, y se murió. María era muy buena para morir, y la mataron. –Miguel guardó silencio sin levantar la cabeza; acomodó su cabello solo por hacer algo que distendiera sus nervios. Pasó su mano por la cara y volvió a acomodarse el cabello en un acto reflejo. Luego de un instante preguntó en voz muy baja, tímidamente.

—¿Podré hablar con él?

—No lo sé. Le pregunto. Él decide.

—Por favor. Decile que solo quiero hablar a solas con él. No lo voy a obligar a nada.

—De acuerdo. –Amanda cerró la puerta de la casita. Le echó llave y se dirigió a la habitación del fondo, en la que Jorge estaba recostado sobre un catre cubierto por una gruesa frazada que le prestó “La Negra”, la portuguesa.

Pocos minutos después, Jorge abrió la puerta. Invitó a pasar a su padre. Amanda les dijo que fueran a la habitación del frente, donde podrían hablar tranquilos y nadie los interrumpiría. Era la habitación que ocupaba cuando era una niña, cuando jugaba a construir torres con las cajitas de cigarrillos y abrazaba a la muñeca rellena de dura estopa. Ella salió por la galería y entró en la casa de las alemanas.

Gertrudis la saludó con alegría con una suave caricia en la mejilla. Notó su melancolía.

—Hoy deberías cantar. Cantar ayuda al alma a sufrir de otro modo.

—¿Hay distintos modos de sufrir?

—Ya lo creo.

—Decime dos formas distintas de sufrir –pidió Amanda para comprender de qué le hablaba la alemana.

—Por amor y por odio. –Amanda movió afirmativamente su cabeza. La alemana le dio una respuesta que entendió verdadera.

—Vos, Gertrudis, cuando estás triste, ¿cantás?

—No sé cantar. Canto horrible, como mi hermana. No cantamos, graznamos. Horrible. Horrible. Pero oigo cantar a otros y me reconforta. También es bueno llorar, libera la pena. En eso soy buena, puedo llorar a mares, durante horas.

—Qué suerte. Yo no puedo llorar.

—Qué pena. A mí llorar me hace muy bueno.

—Desde que murió mamá, nunca pude llorar. Ni pude llorar su muerte.

—Habrás llorado de otro modo, diferente, porque hay distintos modos de llorar como hay distintos modos de sufrir. Todas las personas no lloramos igual. Algunos para afuera, otros para adentro, como cuando se reza.

—¿Vos rezás para adentro?

—A veces.

—¿Y otras?

—¡Para afuera! Como en la iglesia.

—Llorar
o cantar, ¿qué es mejor?

—¿Llorar? –se interrogó Gertrudis y se movió como si fuera a dar un paso de baile– ¿cantar? –Reflexionó sobre ese asunto–. ¿Llorar? ¿Cantar? Mejor cantar, –concluyó–. Sin duda, es mejor cantar.

—Tal vez tenés razón y hoy debería cantar para aliviar las penas.

—Tú voz es preciosa. –Gertrudis la había escuchado cantar desde su casa, cuando Amanda estaba feliz y entonaba los tangos a su gusto. La muchacha permaneció abstraída en sus pensamientos. En ese momento, mucho hubiera deseado estar al lado de aquel muchacho de la laguna.

Pensó para sí:

En un pliegue piadoso de este amor clandestino

he refugiado las ansias de tenerte a mi lado.

Espero. ¡Ay si te espero! Quiero verte llegar

por el mismo camino en que el sol se deshace

como lámina tersa que agasaja la tierra

en el mismo sentido que el viento la acaricia.[1]

Pensó en aquel que le rozó la mano con ternura y un leve estremecimiento recorrió su cuerpo.

Se dijo a sí misma:

Quédate ayer, quédate hoy, quédate siempre,

quédate aquí, en mí, para mí, conmigo,

abrazado a mí delgada anatomía enamorada.[1]

¿Lo encontraría? ¿Se encontrarían? No había podido volver a la laguna desde entonces y no lo había visto por la cercanía. No se atrevió a preguntar a nadie por él, temerosa de que se descubriera ese secreto encuentro de una tarde agradable. Buscaba con sus ojos la silueta masculina del joven forastero que hablaba con una cadencia que la devolvía a Lorca en sus poemas.

Imaginó unos versos y los atesoró en su memoria.

Llega porque así no desespero

de ocasos que lastiman,

y ávida de besos como estrellas

espanto las penumbras de una amargura

que bate sus ciegas alas de penumbras.[1]

Las voces que llegaban de afuera sacaron a Amanda de su introspección. Gertrudis se alarmó por los gritos y fue en busca de “Elga”, la protectora. Al reconocer la voz del hombre reclamando por su hija, dejó la escopeta a mano, pero oculta de la vista de Amanda.

—¡Amanda! ¡Amanda! –Miguel la llamó desde la galería de la casita. Gertrudis le hizo una seña con la mano indicándole la puerta trasera, la que daba al terreno y quedaba justo enfrente de la galería de la pequeña casa de madera canadiense.

Ella se asomó y vio a Jorge y Miguel juntos, los dos parados mirando hacia el chalet de las alemanas. Miguel llevaba apoyada una mano en el hombre de su hijo. Ella nunca supo de qué hablaron padre e hijo esa tarde que ya se transformaba en noche. No quiso preguntar ni esperó explicación alguna de Miguel.

—Amanda, querida, nos vamos, Jorge viene conmigo. –Miguel anunció con cierta satisfacción que el muchacho volvía a la casa con él. Ella se acercó y se detuvo a una prudente distancia de ambos. Jorge, entonces, dio unos pasos hasta llegar a ella y la alzó hasta apoyarla sobre su combo pecho. La abrazó como quien se despide. Amanda no sabía que ese sería su último cariño, la última vez que estarían juntos. No lo sabía, pero de todos modos lo intuyó por la fuerza y la calidez del abrazo de su hermano y, sobre todo, por sus copiosas e inexplicables lágrimas.

Él la hizo deslizar hasta que tocó el piso con sus pies y luego la apartó con delicadeza. Le pidió que la esperara. Jorge asintió con la cabeza; se dirigió a su casa y volvió luego de un breve instante con algo en su mano.

Amanda tomó la mano de Jorge, esa mano que había crecido enorme y de dedos gruesos. Apoyó en ella un alhajero con la flor de tamarindo hecha con el papel de los secretos que un misterioso japonés con su dragón que lloraba unas lágrimas de arenas rojas le obsequió una tarde en el Jardín Japonés. Jorge, hasta su muerte, llevaría la flor de tamarindo a donde fuera.

Abrió el alhajero, miró la flor, se quedó un instante en los ojos de su hermana, y dándole la espalda se alejó en dirección al automóvil sin pronunciar palabra alguna. Ella observó su caminar desgarbado, sus movimientos descoordinados, su torpeza casi infantil. Era notable la incongruencia que había entre su edad y su tamaño. Parecía un hombre, pero se comportaba como un chico. Lo imaginó en la Escuela Militar transgrediendo las órdenes, violando los reglamentos, ganándole a todos los que lo superaban en edad con su increíble fuerza, y hasta estuvo tentada de reírse a carcajadas. “Será militar y tocará el piano”, recordó la tarea que le impusieron y no pudo evitar soltar una cínica risita. Ella bien sabía que eso nunca iba a ocurrir.

Miguel quiso besarla, pero Amanda alzó su mano sin violencia e impuso una sutil distancia que él comprendió rápidamente. Sacó de su bolsillo una tarjeta verde y la depositó en la mano de la muchacha.

—¿Esto qué es? –preguntó Amanda.

—En esta tarjeta está escrita la dirección del lugar en donde las respuestas se formulan mucho antes de que alguien tenga una pregunta que hacerse. Es un lugar en donde se anticipa la historia, incluso se la organiza.

—¿Y qué tiene que ver conmigo?

—Tu mamá prestó servicios allí por varios años. Estaba a cargo de cálculos complejos, asuntos matemáticos, la ciencia a la que se dedicaba mamá.

—¿Mamá trabajó acá?

—Sí. Por supuesto. Llegó a una jefatura.

—¿Y qué hacía ahí?

—No soy matemático, no podría explicarlo. Se dedicaba a asuntos de la ciencia.

—¿Le gustaba su trabajo? –Amanda necesitaba saber más de esa historia.

—Sí, mucho.

—¿Y por qué me das esto a mí?

—Les hablé de vos a mis jefes. Les dije que tu inteligencia es como la de tu madre. Les dije de tu capacidad para la matemática, la música, la lectura. En fin, les dije que sos el vivo retrato de ella. Mis jefes tenían en muy alta estimada a tu madre. Si vos aceptás, ellos quieren conocerte. De vos depende.

—¿De mí depende?

—Si.

—¿Qué debo hacer?

—Pensarlo, con serenidad. Pronto vas a terminar la escuela. Por ahí esta sea una opción mejor que ser maestra de grado. Es solo una posibilidad.

—Me es muy difícil pensar en algo que desconozco.

—Te reunís, preguntás, te explican. Nada extraordinario.

—¿Y luego?

—Me hablás y yo arreglo una entrevista en la que te evalúan para tu ingreso.

—¿Y si fracaso? ¿Si no me aceptan?

—Serás maestra de grado. O profesora de música, bien podrías volver al piano, si lo deseas.

—¿Mamá pasó por esa evaluación?

—Con todo éxito.

—Nunca mencionaste nada sobre este asunto.

—No era el momento.

—¿Ahora lo es?

—Creo que sí. Me corrijo, estoy seguro de que es el momento.

Amanda observó la tarjeta verde de un lado y del otro, volteándola varias veces para releer las mismas palabras una y otra vez.

—Está bien. Lo voy a considerar –aceptó sin despejar ni su curiosidad ni sus dudas.

—Una cosa más –Miguel habló cambiando su voz a una que anunciaba una súplica.

—Qué cosa.

—Sé que en poco tiempo vas a hacer tu vida y, probablemente, no tengamos lugar en ella. ¿Me equivoco?

—Depende.

—Solo quiero que te despidas de tu abuela. No quiero que muera pensando que renegaste de ella. –Amanda permaneció en silencio. ¿Eriseta podía morirse en poco tiempo? Dudó de que aquello fuera cierto.

—¿Está enferma?

—Posiblemente.

—Sé que es difícil lo que te estoy solicitando. Tal vez sea excesivo mi pedido.

—Si uno reconoce que algo es un exceso, ¿por qué habría de solicitarlo?

—Porque quiero que nuestra familia no termine de este modo. Necesito que no termine de este modo. Porque te amo. Porque los amo. Compartimos la misma sangre, Amanda. No hay exceso en un gesto misericordioso si se hace pensando en los lazos de sangre. En eso quiero que pienses.

“‘¡Oh, sangre, sangre, sangre!’, responde únicamente el infeliz Otelo.” –Miguel comprendió la respuesta y se sintió decepcionado. Disimuló su estado de ánimo todo lo que pudo, aunque sabía que Amanda era capaz de descifrar hasta su más intrascendente pensamiento. Besó a Amanda en la frente –ella se lo permitió en esa oportunidad– y se dirigió a su automóvil. Él lo tomó como la verdadera despedida, la ruptura definitiva de los lazos que, hasta ese preciso momento, los unía levemente.

—Te ruego que considerés mi pedido. –Amanda cabeceó condescendiente.

—¿Por esta tarjetita verde o por lo de la abuela?

—La tarjeta es solo una invitación. Mi pedido es por tu abuela.

—Lo voy a pensar –respondió Amanda, aunque había tomado una decisión sobre su abuela paterna, no esa noche, sino tiempo antes.

Jorge sentado en el asiento del acompañante, miraba a través de la ventana que empezaba a empaparse de rocío. Alzó su enorme mano y saludó a Amanda agitándola. Ella respondió su saludo. moviendo también su mano y sonriendo.

Miguel puso en marcha el automóvil y empezó a alejarse lentamente. Jorge lloró. Miró a través del vidrio de la luneta trasera y vio como la figura de su hermana se desvanecía a medida que se alejaba. Un poco de bruma desdibujó aún más la silueta de la muchacha.

Al doblar la esquina para tomar la avenida en dirección a la ciudad, ya no pudo verla y entonces lloró más intensamente. Miguel tragó saliva. No estaba disgustado por el llanto amargo de su hijo. Él sabía que llorar, a veces, aliviaba asuntos del corazón de una manera extraordinaria. Pero la lejanía manifiesta de su hija, el llanto de Jorge al despedirse de ella, lo convenció de que algo salió mal en toda esa historia y que la vida de todos, vivos y muertos, merecía hasta la más cruda verdad para que tuviera sentido seguir adelante. Había que poner las cosas en orden.

Eriseta se lo había dicho. El problema no era ser cruel para satisfacerse por la vía de la crueldad, sino en saber ser cruel para acceder a la felicidad. La crueldad como instrumento y no como fin. La felicidad como logro y no como quimera. Esa era la diferencia entre ellos y un psicópata. No se trataba de gozar con la crueldad, se trataba de poner cada cosa en su lugar, que no era lo mismo, y para eso, a veces, había que ser cruel.

Reflexionaba sobre todos esos momentos del pasado lejano y los sucesos recientes mientras manejaba sin prisa de vuelta al barrio de Caballito. Se dijo para sí que aún le quedaba una cuestión pendiente con Amanda y que debía cumplirla, aunque luego se maldijera para siempre por hacerlo.


[1] Ídem.


[1] Ídem.


[1] Ver: Poemas de amor de Amanda Da Silva.

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